VI

La decisión de Kit de acompañar a Alberto en su expedición al Pangbat no fue tomada en un momento particular en que pudiese estar evocando el pasado. Como todas las necesidades imperiosas, pareció formarse como una niebla en un valle y, al igual que la niebla, fue más bien vaga al principio. Alguien tenía que ayudar a Alberto a coordinar los cien elementos para una expedición, y fue ella quien comenzó a hacerlo. Alberto pensaba en las cosas por separado.

—Kit, necesitamos para la ascensión zapatos ligeros y que sean calientes. Lo que Fessaday llamaba zapatos, pesaban dos kilos cada uno, ¡yo los pesé! ¡Y sé lo que quiere decir llevarlos en los pies cuando se hunden en el hielo!

«Zapatos ligeros y que sean calientes», escribió ella en el pequeño bloc que siempre llevaba ahora consigo.

—Sacos forrados de piel —dijo un día Alberto, de pronto, durante la comida—. No me he ocupado todavía de comprarlos, Kit. No deben ser pesados, pero sí calientes. Y lo suficientemente grandes para que uno pueda dar vueltas dentro de ellos. Los de Fessaday eran tan estrechos que cuando se encerraba uno dentro no se atrevía ni a toser. Y cuando los cierres no funcionaban, entonces sí que estaba uno bien fresco.

«Sacos forrados de piel, calientes y ligeros, sin cierres», escribió Kit.

La lista se fue alargando. Ella discutía sobre estas cosas con su madre, con Gail y con Juan Baker, tomando nota de todo cuanto le decían. La imaginación de Gail era ardiente por todo cuanto se refería a las comodidades personales. Y no acababa nunca de hacer proposiciones.

En el amplio salón de la casa de Nueva York, cuyo pavimento estaba cubierto de mullidas alfombras, la señora Tallant y Gail, que jamás habían sabido lo que era el hambre, el frío o la fatiga, sostenían largas charlas imaginando y proyectando las comodidades necesarias del equipo para una expedición sobre las nevadas pendientes del Himalaya. Ante todo, ligereza, porque todo debía ser llevado a hombros durante largos trechos por lugares helados; luego calor, porque el frío allá arriba eran tan intenso como en las regiones polares; y, por encima de todo, sencillez en los pormenores, en el sistema de atado de los zapatos, en la forma de levantar las tiendas de campaña y en la de cocer los alimentos, teniendo en cuenta que en aquellas latitudes el cerebro estaba entorpecido por la escasez de oxígeno y las manos parecían privadas de dedos.

Kit contemplaba a su madre, dignamente envuelta en su bata y a la elegante matrona, su hermana; y las admiraba.

—No sé cómo os arregláis para pensar estas cosas —decía.

—Nosotros, los Tallant, no estamos tan lejos de los tiempos heroicos de los zapadores, cuando toda la casa estaba sobre cuatro ruedas —respondía la madre—. Recuerdo perfectamente a mi abuela, cuando me contaba cómo solía cargar todo sobre un coche de lujo, dispuesta a cambiar de lugar según hiciera frío o calor.

Kit sentía también aquella sólida herencia. Compraba libros sobre ascensiones alpinas y expediciones al Himalaya, y hacía comparaciones entre lo que ellos decían y las afirmaciones de Alberto. En cuanto a él, no le agradaba leer; esto no le evocaba ningún recuerdo, mientras las fotografías le arrancaban entusiastas exclamaciones. Con el índice seguía las líneas de la fotografía, y un día condujo así a Kit por las pendientes del Everest.

—Mira, éste es el recorrido de la última expedición hasta esta cresta septentrional. Tres veces la expedición intentó superar estos inmensos plastrones, totalmente cubiertos de nieve. Los jefes murieron a trescientos metros de la cima. ¡Yo apuesto a que hubiese encontrado el camino! Si en lugar del Therat me hubiese encontrado sobre el Everest… Habría sido una empresa muy elevada. ¿No es cierto Kit? —Los ojos azules estaban llenos de luz—. ¿Apuestas a que un día u otro conquistaré el Everest?

—¿Por qué quieres arriesgarte en semejante empresa, Alberto? —preguntó ella.

En aquellos momentos parecía que él estaba por salir de su cáscara, por articularse, exprimirse y confiarse. Algo temblaba en sus ojos, como si su alma estuviese por despertar de su letargo. Pero siempre se diría que, con una risa breve, volvía a sumergirla.

—¡Pues quizás es porque a mí me gusta preceder a todos los demás! —repuso.

—Será también alguna otra razón —insistió con dulzura Kit.

—Tal vez; no sé —dijo—. No es tampoco tan divertido; ¡si tú supieses cómo conquisté el Therat! Efectué la ascensión medio congelado, con los ojos que parecían salirme fuera de las órbitas, padeciendo para respirar, preguntándome qué demonios me impulsaba. El oxígeno faltaba, y… A propósito: hemos de proveernos de oxígeno y llevar con nosotros más de una botella. Fessaday decía que resultaba muy poco deportivo llevar oxígeno consigo. Pero yo no veo otra alternativa. Si quiero alcanzar la cumbre, de un modo u otro, tenemos que llevarlo con nosotros.

«Oxígeno», escribió Kit en su bloc. «Preguntar a Baker», añadió.

«Preguntar a Baker» era ahora la coletilla que seguía a casi todos los apuntes. Juan Baker le proporcionaba los nombres de las casas comerciales a las que tenía que dirigirse, de las personas que convenía consultar, y visitaba con él, despachos polvorientos, hojeaba catálogos y examinaba muestras. Él discutía los precios con su voz átona, opinando sobre sacos forrados de piel y tiendas de lona lo suficientemente largas para poder sujetarlas, aunque fuera con gruesas piedras.

—Tenéis que pensar en el viento —decíale a Kit—. Cuando el viento sopla en aquellas altitudes, su fuerza es capaz de hacer volar una casa.

Escogió del muestrario el color pardo, mantas, sábanas y piezas de goma que habían de servir de pavimento y yacijas bajo la tienda.

En el piso bajo de la gran mansión de los Tallant, la carga se fue acumulando en enormes pilas cubiertas de etiquetas. Alberto fue un día a inspeccionarlo todo.

—Es preciso reducirlo —dijo.

Juntos, Kit, Alberto, Baker, la señora Tallant y Gail procedieron a una revisión general, eliminando los objetos dudosos. Baker era el más avisado, y sólo él estaba en condiciones de rebatir las sutiles objeciones de Gail. Cuando Gail hablaba, él ni siquiera se dignaba mirarla. Ella, picada, acentuaba la charla; no le había ocurrido jamás tropezar con alguien que no la mirase… Baker examinaba hornillos de alcohol o la batería de una pila eléctrica, o el tapón de un termo que él había comprado y, una vez examinado, decía:

—No es preciso —y lo rechazaba.

De este modo fueron descartados un día una escalera, una nueva marca de menestra en comprimidos y otros artículos dudosos. Gail salió de sus casillas.

—Enciéndame el cigarrillo, por favor —le ordenó imperiosamente. Y cuando estuvo cerca de ella, con el encendedor encendido a pocos centímetros de sus graciosos labios, frunció las cejas y lo miró. Él ni siquiera le devolvió la mirada—. Espere, aún no está encendido —dijo, cogiéndole la mano como para sujetársela.

Él no la apartó. En cambio, su mano no temblaba, y fijó sus ojos en ella. Bajo aquella mirada desdeñosa, la zorra que había dentro de Gail se ocultó de nuevo en su guarida. Después de unos instantes él expresó con palabras lo que Kit había vislumbrado como una neblina ascendente, como un vapor incierto, una pregunta y una curiosidad entre ansiosa y reticente. Volvió de Gail a Kit y dijo con voz clara:

—¿Por qué no nos acompaña en nuestro viaje, señora Holm? Con una mujer como usted, nos entenderemos.

La miraba como jamás había mirado a Gail, y Kit aceptaba su mirada triste, una mirada distante y neutra, clara e impersonalmente agradecida como la luz crepuscular sobre los montes.

—Me gustaría ir —dijo; y sentía que decía la verdad.

La idea de partir para el Himalaya donde no había gente, donde no se veían más que montañas, la atraía de un modo inesperado. Además, desde el momento en que su presencia no era necesaria en ningún lugar, desde el instante en que no convenía que permaneciese donde estaba Norman, ¿por qué no aventurarse con Alberto?

Cuando se supo que la mujer de Alberto Holm participaría en la empresa, la sensación que se produjo inmediatamente fue enorme y comenzó en la casa. Su madre desaprobó lisa y llanamente la idea.

—No tienes una constitución bastante fuerte, Kit —dijo.

—¿Y qué es lo que tiene? —protestó su padre—. Nunca estuvo enferma.

Tampoco él, por otra parte, aprobaba la idea, compartiendo la opinión de su esposa, pero por motivos diferentes. Él se negaba sencillamente ante la idea de que su hija, por sana que fuera, tuviese que estar sometida a privaciones.

—¡No, Roberto! —se resistía su mujer—. ¡El alpinismo de esta clase es terrible! ¡Imagínate que agota a los hombres!

Y él protestaba.

—Los hombres se fatigan mucho antes que las mujeres.

—¿Por qué no te limitas a ir hasta el pie del Himalaya, a Darjeeling? —sugirió Gail a Kit—. Siempre he deseado ir a esta ciudad. Dicen que la gente se divierte allí mucho.

Harvey, que participaba también de aquel cónclave familiar, no dijo nada. Él no veía la hora de que la expedición saliese. Los hombres de la expedición, todos ahora en el umbral de la aventura, tenían a Gail trastornada. Los conocía a todos y con todos —por lo que los ojos de su marido podían ver— coqueteaba más bien descaradamente. Estaban siempre en su casa; él los espiaba para darse cuenta de si alguno se mostraba en particular más desenvuelto que los demás; pero no consiguió vislumbrar en la actitud de Gail ninguna preferencia particular.

—¡Pobres muchachos, quizá no regresen más! —había contestado cuando él se lamentó—. Es como si se les enviara a la guerra. —Y luego—: ¿Hay algo que no marcha?

Y él había contestado con un gruñido:

—Te doy demasiada libertad.

—Pero no me extralimito —había respondido ella riendo.

A Harvey no le era posible imaginar a Alberto y a Kit sobre los montes del Himalaya. ¿Cómo lo harían? Se atarían el uno junto al otro. Kit amarrada a Alberto. ¡Su vida ligada a la de él! La solemnidad del símbolo le hizo quedar un momento pensativo. ¿Cómo habrían reaccionado sus sentimientos si se hubiese tratado de Gail? Pero Gail estaba casada con un hombre de bien, y menos aventurero. Por esto decidió intervenir ahora en la conversación, rompiendo una vieja costumbre abstencionista.

—A mi modo de ver —dijo—, creo que Kit haría mejor en esperar al pie de la montaña.

En su interior pensaba que existía la posibilidad de que una avalancha se abatiera sobre Alberto.

Kit escuchaba sentada sobre una silla baja de raso verde. Cuando se encontraba en esta clase de reuniones callaba siempre hasta que no estaba segura de sus resultados. Si las cosas se desenvolvían a medida de sus deseos, era inútil participar en las conversaciones; si, en cambio, ocurría lo contrario, esperaba anunciar lo que tenía intención de hacer. Ahora debía hablar.

—Creo que iré hasta donde me lleven mis piernas —respondió tranquilamente.

Miró a su alrededor y sonrió. Sabía que ninguno de los presentes tenían gran fe en su capacidad de enfrentarse con arduas empresas, ya que nada podía cambiar su pequeña figura y su carita infantil. Y ella no los culpaba. Probablemente no era capaz en realidad, pero no tenía gran empeño de tener fama de persona enérgica y poco le importaba lo que los demás pudieran pensar de ello. Tras su afectuosa tolerancia sabía continuar viviendo encerrada en sí misma, según su voluntad.

—No os preocupéis demasiado por mí —añadió con tono superficial—. No haré nada con lo que pueda arriesgarme a correr algún peligro.

Complacidos, todos rieron de pronto, como debieron de reír, sin duda alguna, el día en que se había aventurado a dar su primer paso.

—Kit me parece una chiquilla. ¡Ven aquí y bésame! —le ordenó su madre.

Ella se acercó sumisa y en aquel instante su mirada se fijó en los serenos ojos grises del cuñado Harvey. Y en ellos leyó el desaliento.

Kit no preveía la reacción que su decisión de tomar parte en la empresa habría producido en esa extraña presencia ante la cual vivía conjuntamente con Alberto; la de los millones de personas que se interesaban por los pormenores de la vida de su marido. Ella era precisamente uno de esos pormenores y como tal era objeto de cartas, telegramas y artículos periodísticos. Brame en el curso de una de sus visitas diarias, rió silenciosamente y, enseñándole un mamotreto, le enseñó la etiqueta con la dirección: «Señora Holm». Sin pronunciar una palabra, ella le indicó el correo del día, que aún no había abierto.

Brame contó las cartas.

—Hoy hay cincuenta y siete más que ayer —dijo; y hurgando en su cartera extrajo un folio cuidadosamente escrito a máquina—. Creo —le dijo— que se divertirá enterándose de las cosas que escriben de usted. La mayoría son mujeres, pero no faltan los hombres. He aquí un resumen semanal.

Kit cogió el folio y ojeó tímidamente su contenido. Ciento veintisiete hombres habían «expresado admiración»; así resultaba de la ordenada relación mecanografiada y un número mayor de mujeres le habían enviado recetas y consejos y le comunicaban que se entretenían en hacer prendas de lana para Alberto. Algunas pedían la medida del pie de su ídolo; otras aseguraban a Kit que también rogaban por ella, al rogar por él. Otras, en fin, confesaban la envidia que Kit les inspiraba, confiando en que ella se diera cuenta de las extraordinarias dotes de su marido. No faltaban aquellas que querían saber si Kit creía en Dios. A Kit le pareció ver surgir de la hoja una multitud de rostros, rostros pensativos, borrosos, tímidos o audaces. Pero también los tímidos podrían volverse audaces cuando imaginaban que nadie sabía… Kit devolvió la hoja a Brame.

—Creí —dijo él— que le divertiría.

Pero ella sacudió la cabeza.

—Estoy más contenta si no se me dice nada de todo lo que escriben —repuso. Luego añadió—. Estoy contenta de irme lejos de todos ellos.

Aquella noche, buscando en sus cajones, encontró el sello de marfil que había comprado en Pekín. Había hecho uso de él durante algún tiempo, luego lo había dejado y olvidado por último. Frotó la blanca figurilla de marfil hasta que, en su mano, pareció adquirir, junto con una mayor ligereza, un calor artificial. La colocó sobre la mesa, y contemplándola, volvió a tener la vieja ilusión de las perfectas proporciones. La minúscula montaña pareció infinitamente alta, y sobre ella, el átomo que representaba al hombre, ascendía fatigosamente. Cuando la adquirió se dijo que esta figurilla significaría algo para ella. Pero luego perdió toda su importancia y, de regreso a Nueva York, la había relegado al olvido. Quizá ahora significara realmente algo. Y, de pronto, decidió llevársela consigo.

Llegó por fin el día de la partida. El buque estaba a punto de alejarse del muelle. Kit, al contemplar desde el puente los blancos rostros que los contemplaban, observó a Brame que se movía feliz entre el gentío. Durante toda la mañana no había hecho más que gustar las emociones mientras ella aguardaba a Alberto, y ahora, lo saludaba con aclamaciones en el momento en que, más atractivo que nunca en su traje primaveral de franela, llegaba y subía a bordo. La enfermedad le había favorecido; parecía un poco más delgado y con una expresión de cierto envejecimiento. Había aprendido a acoger las aclamaciones sin muestras de malhumorada timidez, y helo allá arriba, ahora, apoyado en la barandilla del puente, de cara al viento marino que despeinaba sus cabellos. A intervalos, una voz surgía de la muchedumbre:

—¡Ahí está Alberto! ¡Ahí está! ¡He, Alberto!

Él alzaba el brazo, lo agitaba sonriente y su blanca dentadura resplandecía entre el grupo de los jóvenes componentes de la expedición. Cerca de él estaba su paisano Jacobo Rexall. La timidez le ponía un nudo en la garganta y le impedía pronunciar palabra.

Más cerca de Alberto que de Kit, estaba Gail, bellísima, con su vestido pardo con adornos de oro mate. Llevaba un sombrerito con el mismo adorno y un velo también pardo le caía a un lado de la cabeza. Pero también estaba su marido, y dondequiera que su fotografía apareciese al día siguiente, también la figura maciza de él destacaría su presencia. Los Tallant se mantenían, en cambio, a una prudente distancia de los objetivos, y lo mismo Kit, hasta que un fotógrafo se acercó a ella para decirle:

—Por favor señora Holm, ¿quiere colocarse un instante al lado de Alberto? El público se interesa también por usted.

Kit obedecía siempre a aquellas invitaciones y sonreía hasta el momento en que se cerraba el objetivo. Brame se lo había enseñado a hacer:

—Le aconsejo que sonría en las fotografías, señora Holm. Un rostro grave no es una buena publicidad.

Le daba lo mismo sonreír con tal de que todo terminase cuanto antes. Los fotógrafos eran exigentes y decían:

—Deseamos una sonrisa… una hermosa sonrisa… —Y aguardaban hasta que ella obligaba a sonreír a sus recios labios—. ¡La gente desea verla contenta!

Tan sólo Juan Baker no figuraba en los grupos. Kit le vio un par de veces sobre el puente, con una expresión de sarcasmo en los labios… y mirando hacia otra parte. A los periodistas que acudían a su encuentro viendo en él al hombre que seguía en importancia a Alberto, les respondía sacudiendo la cabeza:

—No tengo ninguna declaración que hacer. Confío encontrar alguna especie rara de rododendros y un par de nuevas orquídeas. Eso es todo.

—¿Y qué hará con ellas?

—Nada. Voy a buscarlas, esto es todo.

Alberto era un tipo mil veces más agradable. Era pintoresco y franco y ya no tenía necesidad de que Kit hablara por él, sabiendo muy bien que ya no existía ningún motivo de temor. El público lo quería así y demostraba su entusiasmo por su forma de expresarse.

—Naturalmente, voy por deporte —decía riendo—. Las ascensiones han resultado siempre una diversión para mí. Sólo que… —¡tenía que acordarse de Brame!— confío en que de la expedición puedan conseguirse buenos frutos científicos. Para este fin cuento con Baker y con los demás. ¿Cómo? ¡Oh! Ciertamente yo también contribuiré con mediciones, observaciones meteorológicas y demás… Desembarcaremos en Bombay y de allí nos dirigiremos a través de la India Septentrional hasta las montañas… Sí, desde luego, será una segunda luna de miel para Kit y para mí…

Había pasado los meses de abril y mayo en Glen Barry, tostándose bajo el sol. Su piel estaba bronceada, sus ojos más azules que nunca y jamás había sido tan bien fotografiado. Gail, contemplándolo admirada, susurró a su madre:

—Es realmente maravilloso, ¿sabes? No sé cómo consigue ser tal como es aún en medio de tanto alboroto.

—Estoy de acuerdo —dijo la señora Tallant—, pero lo que vale…

—¡Mamá! —exclamó Gail con una maliciosa e imperceptible sonrisa.

La señora Tallant no dijo nada. Apenas le fuera posible, iría a cualquier parte a tomar las aguas para que disminuyera su presión sanguínea. Su marido le murmuró al oído:

—Tengo la intención de doblar el sueldo a Brame. Desde luego, ha quedado magníficamente.

—Realmente se lo merece —convino ella.

Harvey, fielmente junto a su esposa, con gran sorpresa por su parte, ardía de cólera interior. ¿Por qué aquella fama, aquel hechizo, aquel reclamo de gestos y expresiones de Alberto Holm? Alberto era el sueño de las mujeres. Era inútil fingir, ignorando que hasta Gail habría estado satisfecha si él, su marido, hubiese tenido, aparte de todos sus dones, el de parecerse al héroe. La vida era inescrutable…

Sonó el último golpe del gongo.

—Es hora de bajar —le dijo a Gail.

Fue lo bastante tonto para disgustarse cuando su mujer ofreció sus frescos labios al entusiástico beso de Alberto. Precisamente en este instante oyó el chasquido del disparador de una máquina fotográfica y se irritó de un modo que jamás hubiese podido imaginar. Pero su cólera no era algo de que tuviese que dar parte a su mujer, y por ello decidió guardársela para sí.

—Adiós —dijo con cierto formalismo a Alberto, satisfecho una vez más al pensar que el Himalaya se encontraba en los antípodas.

—Kit, querida —murmuró la señora Tallant—, no te aventures nunca sola por calles desconocidas; esto no me ha gustado nunca.

—Adiós, Kit —le dijo su padre—. Haz lo que te dé la gana y diviértete.

Y le dio uno de sus besos peculiares, estrechándola contra sí.

—¡Adiós! ¡Buena suerte! —saludó Brame con inusitado fervor—. Señora Holm, no se preocupe por nada. Apenas el señor Holm se haya ido, comenzaré inmediatamente a preparar la campaña publicitaria para su retorno.

Kit tendiéndole la mano, se sintió cómicamente compungida.

—Gracias por todo cuanto ha hecho —le dijo.

—No he hecho nada, querida señora —le aseguró él, conmovido por su gentileza. La gente olvidaba a menudo darle las gracias.

—Es usted quien lo ha hecho todo —dijo ella, una vez más con tono pausado.

—Está bien, pero… —Aquí Brame tosió con modestia. Luego miró a Alberto con ojos críticos. Alberto se liberaba, riendo, de los últimos periodistas—. Desde luego, es un buen elemento publicitario —dijo aún Brame—. Con la cara que tiene —añadió— la gente creerá siempre en él. Y esto es lo que tiene importancia… lo esencial: hacer que la gente tenga fe.

Kit lo miró para descubrir si había alguna ironía en él. Pero no la había. Brame contemplaba a Alberto con honrada admiración.

Alberto se dijo que aún no estaba del todo bien. Después de todo aquel ajetreo, sentía necesidad de descansar.

—Me acostaré en la toldilla, sobre una silla plegable —le dijo a Kit. La nave se dirigía a alta mar. Era a primeras horas de la tarde y faltaba mucho todavía para la hora de la cena—. Me acostaré en la silla, y tal vez me haga servir un poco de caldo o alguna otra cosa.

—Ahora voy a llamar al camarero que está de servicio en la toldilla —dijo Kit.

Él la dejó hacer. Se sentía cansado y la esperó apoyado en la barandilla, absorto en la contemplación de la línea del horizonte. La toldilla estaba casi desierta. Todos debían de estar en los camarotes, ocupados en deshacer el equipaje. Un sueño… he aquí lo que necesitaba. Se metió una mano en el bolsillo e inmediatamente la retiró. Allí estaba la carta de Constancia, la enfermera rubia. La había leído a hurtadillas, sólo para medir la insensatez de aquella pobre tonta. No, rompería la carta y lanzaría los fragmentos al mar. Cada día le llegaban docenas de cartas de ilusas admiradoras, pero jamás se había sentido turbado leyendo cartas de mujeres nunca vistas ni conocidas. Y tampoco le produjo ninguna emoción la carta de Constancia…, una carta estupenda, por otra parte. La releyó rápidamente, la hizo trozos, y se quedó mirándolos, mientras el viento los hacía revolotear bajo el sol, a lo lejos. No volvería a verla nunca más… No quería volver a verla. Pero ¡pobrecilla!, ella le adoraba. Inútilmente, pues él permanecía fiel a Kit y tenía la intención de serlo siempre. Precisamente la víspera, durante su última conversación, Brame había dicho algunas curiosas palabras. Cuando Kit se hubo marchado del salón, el agente le sermoneó con un singular tono de reproche: «He de prevenirle de una vez para siempre, señor Holm, contra el peligro de aventuras amorosas durante el viaje. Serían fatales para su reputación y para el plan publicitario que estoy preparando para usted. Lo único que el pueblo americano no tolera es la descarada inmoralidad». Y él había contestado, claro y conciso: «Brame, deseo que sepa que soy fiel a mi esposa».

Era la verdad; pero Brame lo había mirado como si hubiese tenido en los labios algo que no quería decir. ¿Liliana? Pero Alberto ya casi no se acordaba de ella… Había transcurrido tanto tiempo… Imaginaba que la vieja historia estaba liquidada para siempre… Si no había salido a la luz hasta el momento presente, ya no saldría nunca más. ¡Pobre mamá! Ella hubiese deseado ir a despedirlo, pero una indisposición imprevista del padre se lo había impedido. Él, Alberto, había ido a hacerles una visita y permanecido un día en casa, durante el cual había tenido que oír las lamentaciones de su madre, ahora completamente ocupada a causa de la indisposición de su esposo. ¡Llevando en sus espaldas el peso de todo el trabajo de la factoría, incluido el de ordeñar las vacas! Él se había ofrecido para pagar a un hombre que la ayudase. Nada le parecía bastante bueno para su madre. Ahora pensaba con afecto en su abrazo blando y fuerte.

—Ya no te veo casi nunca, mamá —habíase lamentado. Le parecía haberse convertido de nuevo en un chiquillo.

—Yo digo lo mismo —había contestado ella con tristeza—. Pero no me es posible mover a tu padre de aquí.

—Yo me quedo donde estoy —había contestado su padre, desde la cama donde estaba acostado.

—En cambio, tendrías que moverte —le había amonestado Alberto—. Ahora podría hacerte conocer un poco de mundo.

Pero el viejo había meneado la cabeza.

Alberto vio aparecer de nuevo a Kit en la toldilla, con su abrigo blanco. Tenía el sombrero en la mano y el viento despeinaba un poco sus cabellos rizados. Era tan bonita que sintió inflamarse en su corazón una oleada de afecto y le tendió los brazos. ¿Cuánto tiempo hacía que ya no había hecho aquel ademán? Ella sonrió, pero no se precipitó en ellos, como habría hecho en otro tiempo. Por un instante él se sintió extrañado. Pero luego, viendo a dos mujeres que les estaban mirando con curiosidad, dejó caer los brazos.

—¡Al diablo! —comenzó.

Pero Kit ya estaba junto a él.

—He mandado preparar una silla para ti en un sitio resguardado del viento —dijo—. Te he traído también tu manta. Al camarero le he encargado que te sirviera un té con bollos y dulces.

Producía tanto bienestar olvidar… Después de todo, tenía que pensar en sí mismo, se dijo Alberto.

Abajo, en su compartimiento, Kit pasó revista al correo y a las flores. Su madre había deseado que se llevara consigo a una camarera, por lo menos hasta su llegada a la India, pero ella no había aceptado. Ni siquiera por un momento habría permitido a la vieja Sara, o a Rosa, que se ocupasen de deshacer los paquetes. Si lo hacía ella ahora, dividiría en grupos las cartas y telegramas, atándolos en paquetes, y luego, salvo la correspondencia familiar, lo entregaría todo al joven que debía desempeñar el cargo de secretario de Alberto, llamado Harden Coombes.

Trabajó tranquilamente por espacio de una hora hasta que al final del montón de la correspondencia, vio un sobre largo que inmediatamente reconoció; era de Norman. En muchos lugares del mundo había esperado aquel sobre centenares de veces. Algunas, había llegado; otras, no. Pero ahora no había previsto ni deseado su llegada. Después de la llamada telefónica nocturna, no había oído de nuevo la voz de Norman, ni vuelto a verle porque, por atención a Alberto, las cosas tenían que quedar tal como estaban hasta el final de la expedición. Kit sentía desprecio por las mujeres casadas que se divierten con los hombres, y no había podido estar de acuerdo sobre este tema con su hermana Gail.

—¿Qué importancia tiene? —había dicho Gail—. Harvey sabe muy bien que sólo me ocupo de él.

—Pues entonces, ¿qué necesidad tienes de pasear con otros? —había preguntado Kit.

—Para divertirme, oh, pequeña puritana —le había respondido Gail de mala gana—. Yo hago muchas cosas por diversión.

Era una gran verdad. Gail era de una ligereza incurable superficialmente, pero infinitamente sana en el fondo. Sin embargo, Kit no era Gail. Quizá hubiera sido mejor si hubiese podido parecerse algo más a su hermana, ser distinta de como era, puesto que para ella las cosas o tenían demasiada importancia o no tenían ninguna.

Rasgó el sobre, y leyó las pocas líneas trazadas por Norman con su menuda caligrafía.

Kit, veo que estás de viaje para el otro lado del mundo. Dios sabe por qué me intereso tanto por todas tus cosas. Te deseo que te diviertas y toda clase de otras posibles satisfacciones, dado que puedes encontrarlas en el Himalaya. Por otra parte, no creo que te haya preguntado jamás qué es lo que tú entiendes por satisfacciones, y házmelo recordar en nuestro próximo encuentro: seguramente tendré interés en saberlo. Mientras tanto, ¡buena suerte!

P. S. El estreno de mi comedia ha sido aplazado. Se me han ocurrido ciertas posibilidades de modificación. Será más que nunca un gran éxito.

Siempre hacía lo mismo. Su descontento le hacía aplazar el estreno de sus obras para añadirles algo más. Los empresarios protestaban, pero si Norman estaba convencido de la necesidad de hacer alguna modificación, prescindía de ellos sin ninguna clase de miramientos. Una vez, Kit había oído gruñir a uno:

—Con este individuo es jugar al azar. De todos modos, la comedia será casi un fracaso y de nada sirve este empeño suyo en añadir otras cosas. El público no se da cuenta de si figuran o no las adiciones y no las agradece. ¡Mal rayo lo parta! Lo dejaría plantado de buena gana si no temiera que se dirigiese luego a otro con alguna obra de éxito. ¡Esta clase de suerte la tienen los locos de este calibre!

Kit leyó y releyó varias veces las breves líneas. Norman estaba peligrosamente al borde de sentir de nuevo amor hacia ella. Quizá la amaba ya de verdad y no quería confesárselo. Ella lo adivinaba, pero no por ello se regocijaba. Si se hubiese parecido a Gail habría acercado un fósforo a la pira para hacer la prueba. Pero Kit nunca sería capaz a menos de estar muy segura de quemar su vida en la hoguera así encendida. Releyó la carta. ¿La rompería? Ya no quería conservar nada que la hiciera soñar: de una sola cosa estaba segura: «no hay que fiar en los sueños…».

Vida monótona a bordo. Alberto tomaba la expedición muy en serio. Brame la había concebido a su manera, pero, para Alberto, cualquiera que hubiesen sido las ideas del empresario, la expedición era la cosa más importante que efectuaba hasta la fecha. Minuciosamente comenzaba a vigilar sus alimentos y bebidas y, entre otras cosas, eliminó los alcoholes.

—No quiero que el corazón me falle —decía— precisamente en el momento en que, a punto de alcanzar una cima, aferrado a una roca, pueda tener la máxima necesidad de él.

Comía vorazmente, pero con moderación; se acostaba temprano y recorría kilómetros y kilómetros sobre el puente siguiendo un programa trazado sobre una hoja que había clavado detrás de la puerta del cuarto de baño. Cada mañana, a las once, reunía a todos sus hombres y sostenía con ellos una llamada «charla polémica», rica de libres y acaloradas discusiones.

—Donde Fessaday fallaba completamente —díjole a Kit— era en su incapacidad para despertar el entusiasmo en sus hombres. ¡Dios sabe si a nosotros nos interesaba poco o mucho que él alcanzara la meta que había fijado! Distribuía a cada uno de nosotros las órdenes, y no se dignaba luego dirigirnos siquiera una mirada. ¿Cómo podía esperar nuestra particular adhesión o lealtad? Yo, con mis hombres, sigo un procedimiento diferente y quiero que ellos estén al corriente de mis ideas y que todos me ofrezcan su colaboración. Naturalmente, yo soy el jefe; pero hay que dar al César lo que es del César. Cuando la publicidad sobre la expedición divulgue nuestras andanzas entre el público, los nombres de mis agregados figurarán junto al mío. Hablaré de ello a Frisk.

Frisk era el joven periodista que, a última hora, por voluntad de Brame, había sido incluido entre los hombres que formaban la expedición. Quiero que la publicidad —habíale dicho a Alberto— venga fiscalizada por un solo individuo. Deseo puntualizar, señor Holm, que nadie, fuera de Frisk, pueda divulgar nada con respecto a la expedición. Frisk es un buen chico, uno de los mejores elementos de la redacción del «News», y me enviará su correspondencia. Yo examinaré todos los datos y veré si pueden incluirse en mi esquema publicitario.

Jacobo Frisk, designado para hacer los informes cotidianos de Alberto, era un muchacho pálido y vivaracho, con un par de ojos verdosos bajo una cabellera de un denso color ceniciento. No decía nunca nada y era muy reservado. Cada noche entregaba a Alberto para que las leyese unas hojas mecanografiadas.

—¿Le parece bien? —preguntaba cuando éste se las devolvía.

—Perfectamente —contestaba Alberto en tono jovial—. ¡Estupendo en verdad, Jacobo!

Lo había llamado así desde el primer momento, y había insistido para que, a su vez, su interlocutor correspondiera con la misma familiaridad.

—Llámenme Alberto —había dicho, por otra parte, alegremente a todos—. ¡Creo que no les resultará difícil desde el momento en que todos me llaman así!

Todos habían sonreído con la franca cordialidad que Alberto deseaba vivamente de los que le rodeaban. El único que no sonrió fue Baker, que solía sentarse siempre a un extremo de la mesa, con su pipa entre los dientes, que no abandonaba ni un momento desde la mañana hasta la noche.

—¿Le parece bien? —habíale preguntado Alberto la primera vez, cuando hubo hecho la propuesta de que todos se llamaran unos a otros por el nombre de pila, y para subrayar su deseo de que reinara la cordialidad.

—Ya que me lo pide usted, señor Holm —repuso Baker—, le diré que prefiero el uso del apellido. —Y luego, a modo de explicación, añadió—: En una expedición como la nuestra, durante la cual nos veremos obligados a hacer la vida en común hasta sentir náuseas, lo que conviene es menos familiaridad y más reserva.

Alberto no comprendió. Baker, evidentemente, era más frío que un pez. No permitía ser tratado con familiaridad por nadie. Pero Alberto se había limitado a decir:

—Muy bien, Baker. Y vosotros, muchachos, acordaos de que en mi expedición, mientras no se trate de cosas especiales, deseo que cada uno obre a su antojo.

A Kit, cuando volvió a aparecer luego en la toldilla, le dijo.

—Acabaré por enfadarme con Baker.

—No, Alberto —exclamó ella—. ¡Es demasiado prematuro!

—No ha ocurrido todavía nada, tranquilízate —le dijo—. Pero ojalá hubiese obedecido a mi instinto. Ninguno de mis instintos me ha engañado jamás.

—¿Qué ha hecho Baker? —preguntó Kit.

—Nada —insistió Alberto—. Sencillamente, no le agrada colaborar. Creo que va por este camino.

Kit comprendió que, de pronto, se había hecho evasivo y no quiso volver a insistir. Cuando Alberto se retraía obstinadamente —cosa que formaba parte de su naturaleza— ella, como ahora, se daba cuenta en seguida, y aun cuando se tratase de alguna cosa sin importancia, desistía de preguntar.

Con mayor razón, además, cuando esta característica suya le hacía recordar que jamás él le había hablado de Liliana. Pero ¿llegaría a hablarle alguna vez? La pregunta hacíase insistente y unas veces le parecía poder responder en forma negativa y otras creía que más tarde o más temprano él acabaría por hablar. Del pasado con Liliana ya nada le importaba. En cuanto tuvo conocimiento de él, se conformó. Recordando la mañana de su encuentro con ella en la pastelería, llegó incluso a decirse que Liliana era una muchacha honrada, aun cuando su alma fuera poco más compleja que un microorganismo. A pesar de todo esto, había veces que, al encontrarse sola con Alberto, deseaba que él le hablase de aquel episodio lejano, aunque sólo fuera para disminuir la distancia que sentía entre ella y él. En aquellos momentos, cuando recordaba el secreto de Alberto, llegaba a obsesionarse únicamente porque él no quería confesárselo y porque, por otra parte, ella no podía decirle que lo sabía. Él era quien tenía que hablar primero; sólo así podrían restablecerse muchos delicados equilibrios. Durante mucho tiempo había estado dándole vueltas a estos pensamientos, persuadiéndose cada vez más que el primero en hablar tenía que ser Alberto. Intolerable era la visión de la repentina expresión furtiva de sus ojos cuando se le obligaba a confesar uno de sus instintivos secretos.

Sin embargo, ahora, tendida sobre su silla en la toldilla junto a la de Alberto, contemplaba el rítmico movimiento de la nave que surcaba las olas espumosas con sus flancos poderosos, se le ocurrió pensar que jamás había hablado a Alberto del otro, de Norman, y se dijo que este silencio era injusto. No había mucho que contar… Además, ¿qué ventaja le reportaba el hablar? ¿Servía de algo desenterrar el pasado? A decir verdad, quería que Alberto desenterrase el suyo; y no había diferencia entre el amor que ella había sentido en un tiempo por Norman y el que conduce al matrimonio. Había deseado contraer matrimonio y hecho sus preparativos para ello… Como una imprevista revelación, se dio cuenta de que había sido monstruosamente injusta al no haber hecho por su parte lo que pretendía que Alberto hiciera. ¡No se había dado cuenta hasta ahora! Se incorporó en su silla, y con un ímpetu de arrepentimiento que imponía una reparación, dijo impetuosamente:

—Alberto, hay algo que no te he contado… quiero decir algo que me concierne.

Ahora que había empezado se decía que era tonta y se sentía cohibida; pero era preciso que prosiguiera; no había ya escapatoria posible. Él no cambió de expresión, tanto es así que ella estuvo dudando si le había oído; él continuaba tendido sobre su asiento, con los ojos cerrados.

—Hubo un tal Norman Linlay, dramaturgo, de quien estuve terriblemente enamorada antes de encontrarte a ti.

Él abrió los ojos sorprendido.

—¿Fuisteis novios? —preguntó con solemnidad, después de una pausa.

—Sí.

Kit le vio asimilar, por así decirlo, en su imaginación, esta revelación inesperada. Sí, estaba impresionado. Ella se apresuró a continuar.

—Pero él decidió… de… —No, la fórmula era evasiva—. Quiero decir…; él se dio cuenta de que no sentía… —«¡Adelante!, se dijo casi con rabia, adelante, di la palabra justa»—. No me quería lo suficiente —concluyó.

¡Ya estaba! ¡Parecía que se había clavado un puñal en el pecho! Sea como fuere, era una tontería sentirse humillada, pero superar el sentimiento de humillación era un trabajo más arduo. Alberto la miraba con una expresión de profunda piedad. Piedad, nada más que piedad.

—¡Oh, pobre Kit! —dijo. Y alargando una de sus manos, cogió la suya.

Ella no pudo soportar su piedad. Resultaba repulsiva.

—¡Oh, lo mismo me da ahora! —se apresuró a declarar.

Era conveniente reír, hablar con indiferencia, rápidamente, para abreviar la tortura. Retiró la mano.

—Así es mejor —dijo él, y se volvió a mirarla a la cara—. No te preocupes por ello. Y, además, Kit, si no hubiese sucedido lo que ha sucedido, piensa cuál habría sido la consecuencia para nosotros; ¡no nos habríamos casado!

¡Éste era todo su consuelo! Ella no se sentía capaz de responderle. Permaneció sentada donde estaba, bajo el claro sol de aquella mañana de junio en el mar, tan inesperadamente vencida por un sentimiento de miseria y de fracaso al verse obligada a confesar la verdadera causa por la cual había hablado. Mirando el azul horizonte marino dijo:

—Alberto, algunas veces te encierras en ti mismo, incluso para mí. ¿Te das cuenta? Quisiera que sintieses deseos de decírmelo todo… aunque fuesen tonterías, tan sólo por hablarme.

Apartó la mirada de la línea lejana donde el cielo y el mar se encontraban y la posó fijamente sobre él. Pero sólo vio en los ojos azules aquella infantil expresión furtiva que tanto temía.

—¿Te refieres a Baker? —preguntó—. Te he dicho que no tiene intención de colaborar de ningún modo. —Y luego, con su antiguo gesto huraño, añadió—: No entiendo bien de qué estás hablando, Kit.

Ella no contestó. Hubiera podido evitarse lo que había dicho, pues habían quedado los dos en el mismo punto y nunca irían más allá. Habría deseado ardientemente poder retirar las propias palabras, pero se le habían escapado… palabras perdidas que nunca más habrían de repetirse.

Y no obstante, si reconocía un error fundamental en la vida, era sorprendente comprobar también cuánto aún la vida reserva de bueno. Supo que podría dividirse en dos personas: una era la señora Holm y la otra la Kit Tallant de un tiempo y de siempre, aquella que algunas veces podía resignarse a no preocuparse de las dificultades de la otra, de la señora Holm. Las dos criaturas se repartían el día. Por la mañana Kit se levantaba temprano y se bañaba en agua de mar, luego subía sola a la toldilla, mientras Alberto continuaba durmiendo. Iba paseando de proa a popa, pasando de una toldilla a otra, a medida que los marineros, armados de cepillos y mangueras, las iban dejando limpias y húmedas. Cielo, viento y mar, en una trinidad de impetuosos movimientos y de simples colores, eran siempre los mismos y sin embargo, jamás del todo iguales. La ventaja del mar sobre la tierra consistía en este cambio, según sus propios humores, que hora tras hora variaba.

Si levantaba los ojos para cruzar la mirada con la de Alberto Holm, inmediatamente desaparecía Kit Tallant, y la mujer de Alberto Holm pensaba rápidamente: «Los pasajeros se levantan. Es preciso que baje junto a Alberto».

Bajaba, abría la puerta, y lo encontraba sentado sobre el lecho, comiendo pan tostado y té.

—Buenos días —exclamaba él—. No te he oído levantarte. ¡Dios mío, cómo duermo!

Ella se inclinaba, lo besaba en la mejilla, se sentaba sobre su litera y le escuchaba.

—Di, Kit, ¿viste ayer a la vieja de los cabellos blancos? ¡Hubieses tenido que verla! Primero se me acercó y me pidió un autógrafo. Bien se lo di. Luego me explicó cuánto le recuerdo yo a su querido hijo muerto, valiente como yo, según dice. Pero lástima que se haya muerto durante la guerra mundial. La primera vez que vio mi fotografía, dice que fue como si hubiera visto al hijo resucitado. Cuando leyó que pensaba hacer el viaje en este buque decidió embarcar ella también. Lleva unos brillantes gruesos como huevos de gallina. Debe de tener mucho dinero.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Naturalmente, he estado amable con ella. Pero si tuviese que ser hijo de todas estas viejas señoras que creen que me parezco a sus hijos, estaría aviado. ¿Por qué las mujeres son así, Kit? Las jóvenes desean que las divierta y las viejas quieren ser todas mi madre. —Reía e hincaba el diente en una enorme tostada—. ¡Tú me gustas, Kit! Y me dejas solo. Coge la bandeja, por favor. Es mi primer bocadillo antes del verdadero desayuno.

Ella cogía la bandeja, la colocaba sobre la mesita junto al lecho, y se sentía abrazada por Alberto.

—¡No exageres luego, Kit, con este juego tuyo de dejarme siempre solo!

Sentía los largos brazos estrujarla contra su cuerpo robusto y el fresco olor varonil que trascendía su piel. Uno de los dones de Alberto era tener siempre la piel fresca y suave. Resultaba imposible sentir repulsión de su carne. Hasta la parte de ella que se llamaba Kit Tallant, recelosa y huraña, comprendía y sentía. El cuerpo de Alberto era diáfano como la mañana sobre el mar y por esto era imposible que no gustase; era imposible separar a Alberto de su cuerpo. Su espíritu formaba una unidad con su carne, tanto que todo cuanto hacía o decía más parecía la expresión de su cuerpo floreciente que la de un espíritu reparado de él. La misma simple unión de movimientos y colores que constituían el alma del mar, era también el alma de Alberto, de Alberto Holm, que no era nunca más complejo de lo que eran su cuerpo, sus deseos y su energía…

—¡Bueno! —decía, y la dejaba nuevamente de pie—. ¡Buen principio de jornada!

Saltaba de la cama, despojábase del pijama y corría al baño.

Por nada del mundo Kit habría confesado a su madre que se había visto obligada a presionar mucho a Alberto para persuadirlo de la necesidad del baño cotidiano y del consiguiente afeitado, como de limpiarse las uñas y hacerse cortar el pelo con cierta frecuencia.

—Eres peor que mi madre —había refunfuñado él una vez—. Mi madre encontraba suficiente un baño los sábados y en verano me iba a nadar. —Pero, a su manera, había acabado por aprender las lecciones de Kit y, si olvidaba alguna vez hacerlo, ella no podía menos que echarse a reír ante su expresión de culpabilidad y su relativa prisa en repararla. Hacía sinceramente cuanto podía para complacer a su esposa, circunstancia esta que Kit jamás llegó a olvidar del todo. Salía del baño envuelto en un enorme albornoz blanco, esbelto y apuesto de verdad. Ella le observaba mientras él se dedicaba a examinar sus trajes. ¿Éste? ¿Aquél? ¿Y de qué color me pondré hoy la corbata?

—Alberto, te estás convirtiendo en un petimetre —decía ella—. ¿Recuerdas que en Glen Barry salías siempre sin corbata? ¿Y cómo refunfuñabas cuando se trataba de cambiarte de traje antes de cenar?

Él la miraba con un mohín sonriente.

—No tenemos que desilusionar a las señoras viejas —respondía.

—Entonces ponte ésta —decía ella; y escogía una corbata de un hermoso color azul reluciente—. Hace juego con tus ojos —añadía.

Él se contemplaba complacido en el espejo, silbando una cancioncilla.

—¿Me dices que estoy guapo? —le preguntaba mirando el rostro de ella reflejado en el espejo.

—¿Tú no crees que lo estás? —preguntaba ella, sin variar la grave expresión de sus labios.

—Bastante —confesaba él.

Ella se echaba a reír, se cogían de la mano y salían corriendo a desayunar.

La señora Holm, al hacer su entrada en el comedor, parecía la estampa de la felicidad, y tenía motivo, por estar casada con aquel guapísimo muchacho. La vieja señora Townsend, alzando la vista, sentía humedecerse sus ojos.

—No creo una sola palabra de las habladurías que circulan sobre él —díjole a su hermana Emilia—. Con esta cara no puede ser malo… La misma cara de mi pobre Felipe —añadía.

—Salvo que Felipe no era precisamente rubio —corrigió Emilia.

En su interior se decía que Felipe se parecía mucho más a cualquier otro.

—¡La tez de Felipe era admirable! —sentenció con voz cortante la señora Townsend—. ¡Exactamente igual a la de este muchacho!

Y miró a Alberto con ojos tristes, llenos de pesar. Si Felipe hubiese sobrevivido a la horrible guerra, habría podido casarse con una muchacha tan bonita como la que estaba al lado de Alberto. Y ella no sería ahora una vieja solitaria que cada año hacía un viaje a Europa en compañía de Emilia. Ya estaba harta de Europa y de Emilia… pero ¿no estaba, acaso, hastiada de todo? Sus sueños, llenos de cosas que no se realizarían jamás, circundaban la cabeza luminosa de Alberto con los colores del arco iris. ¡Ya estaba riendo otra vez, y a ella le gustaba tanto verle reír!

Alberto, después de haber comido pastelillos con jalea de fruta, disertaba sobre Baker, sobre los nombres latinos de sus plantas, sobre cierto proyecto, encaminado a estudiar las condiciones de un futuro sanatorio en las altitudes para la construcción del cual se recolectarían fondos en su nombre…, tal vez lanzando sobre la Unión unos sobrecitos especiales dirigidos al héroe del Himalaya.

—Sí, creo que la idea es buena —dijo Kit.

Imaginaba la consternación de su madre al ver América inundada de sobrecitos con fines filantrópicos, dirigidos a Alberto Holm.

—¿Qué es lo que te hace tener este aspecto preocupado? —preguntó Alberto—. El aire sobre las montañas, donde sólo hay nieve, es purísimo. Uno se siente muy distinto allá arriba. Come y duerme como un lobo. Naturalmente, escogeríamos una localidad que no estuviera demasiado elevada… lo necesaria para asegurar un aire puro. Jacobo Rexall considera acertada mi idea del sanatorio. Podría hacer de él el director comercial de la empresa, y de Frisk, el periodista oficial. Sería una empresa grandiosa, con la construcción de todo lo necesario. Estos orientales trabajan casi por nada.

Kit le observó mientras hablaba. ¿Lo decía en serio, o Rexall, para hacer dinero, le había metido este proyecto en la cabeza? Kit no se fiaba del amigo de Alberto; tenía más conchas que un galápago. Rexall no le dirigía nunca la palabra y se limitaba a saludarla con un movimiento de cabeza algo frío: una forma de saludo, por otra parte, que ella sabía estaba en auge entre la comunidad masculina de Misty Falls y con respecto a las mujeres casadas y respetables. Alberto se levantó.

—Ven, Kit. ¿Has terminado? Vamos a hacer un par de kilómetros de marcha por la toldilla.

Kit lo siguió fuera del comedor, consciente de los cien pares de ojos vueltos hacia ellos. Pero ella, cruzando por entre las mesas, no miraba a nadie. Sólo aquel día, al pasar entre las mesas, donde estaban sentadas las dos ancianas de pelo blanco, sonrió a un par de trémulos ojos azules.

Fue la señora Townsend la que, por primera vez, hizo comprender a Kit que el público —al que Brame describía como una gran comunidad tiránica— no era en realidad tan monolítico. Kit estaba en la toldilla, tendida en su silla, soñando desde un librito de versos de un joven poeta desconocido, cuando oyó una voz, la dulce voz bien modulada de una anciana y, al levantar la vista, vio a la señora a quien había dirigido una sonrisa.

—Perdóneme… no sé si puedo hacerlo… —dijo la señora Townsend, ya que era ella. Sus ojos terminaron la frase—: …sentarme por un momento a su lado.

—Se lo ruego —dijo Kit, librando de un montón de mapas la silla de Alberto.

La señora se sentó en el borde de la silla.

—No me quedaré mucho rato —dijo—. Pero ¡he deseado tanto hablar con usted! Su joven esposo… me recuerda tanto a mí hijo muerto. —Los labios le temblaron.

—Mi marido me lo ha dicho —murmuró Kit.

Su corazón sintió una oleada de afecto hacia la anciana y delicada criatura, que luego conservó.

—Pero, naturalmente, no deseo hablarle sobre esto —prosiguió la anciana—. No quiero afligirla con mis penas personales. Sólo me ha impulsado una cosa…, ¿sabe?, lo que más choca en su esposo; un cierto no sé qué, algo, en suma, que se armoniza con la vida de todos y de cada uno. Un don de simpatía universal. Mi hermana Emilia me ha dicho hace poco que su marido le recordaba al joven con quien había estado prometida y que murió de tifus, hace muchos años en el Sur. Era del Norte. No creo que Emilia hubiese llegado jamás a contraer matrimonio con él… Nosotros somos del Sur y estábamos en guerra con el Norte… Lo cierto es que su esposo es un joven ideal, ¿no es verdad? A todos nos recuerda la criatura amada. —Le temblaron los labios mientras acariciaba suavemente la cabeza de Kit—. Algunas veces querida, debe ser duro para usted tener que compartir, por así decirlo, a su marido con el mundo. Pero también, ¡qué privilegio! Y él la quiere; se le ve. Es un buen esposo, ¿no es verdad?

Se sonrojó ante la sonrisa de Kit.

—Perdone si hablo a tontas y a locas. Pero me siento feliz por la posibilidad que me ha sido ofrecida de viajar en este mismo barco con él y comprobar con observaciones particulares lo bueno que es. Le aseguro que si alguna vez me refieren historias malévolas sobre Alberto, las desmentiré, y deseo que usted lo sepa. Estoy contenta también de que adopte públicamente actitudes sobre tantas cosas justas. Recuerdo cierta afirmación suya hecha una vez con respecto a que todos deberían ir a la iglesia. Sea como fuere, no crea, querida, que yo me atreva a considerar este encuentro nuestro como una amistad. Debe estar usted rodeada de gente que lucha para contarse entre el número de sus conocidos, y yo no quiero figurar en la lista.

—Estoy contenta de que haya venido a hablarme —dijo Kit con vivacidad.

¡Qué bondadosa anciana! Por nada del mundo habría quitado aquella estrella matutina del halo que aureolaba la cabeza inconsciente de Alberto.

—Adiós, entonces; y para todo lo que pudiera necesitarme permítame que me presente; señora Townsend, de Richmond, Virginia.

Y se alejó haciendo un ademán con su mano enguantada de negro.

Un rayo de luz había penetrado en la compacta y confusa solidez de la masa que constituía el público curioso. Y un fragmento se convertía en una criatura humana. Lo que había dicho la anciana era verdad. Cuando, al poco rato, Alberto, animado aún por la importancia de su conferencia matutina, acudió a reunirse con ella, Kit vio detrás de él, a cierta distancia, a una muchacha bonita acompañada de un joven de mediana estatura y de aspecto vulgar. La muchacha, cuando Alberto se detuvo para sentarse, se detuvo a su vez. De codos sobre la barandilla, de espaldas al mar, hablaba riendo con el joven mientras el viento hacía revolotear el pañuelo de seda rosa que llevaba en la cabeza. Kit, un momento antes, habría mirado hacia otra parte, hacia el cielo o las olas; ahora, en cambio, miró a la muchacha.

—«Mira —se dijo—, no habla en absoluto con el muchacho; él no le gusta lo suficiente».

Reía con él, pero no veía más que a Alberto, a quien continuamente miraba de soslayo.

«Este pobre diablo —pensó Kit, observando la expresión de felicidad del muchacho— no se da cuenta de que ella, en realidad, habla y hace tantas carantoñas, sólo por Alberto. Imagino que todo esto es por él».

Pero Alberto, sentado junto a ella, no pensaba en aquel momento en nada más que en sí mismo.

—Kit —dijo—, me han pedido que hablara esta noche, después del concierto, sobre la expedición.

Ella se opuso inmediatamente.

—Ahora no —dijo con desagrado—. No antes de que la expedición se haya llevado a cabo y no tengamos datos concretos. —Lo vio decepcionado e inmediatamente añadió—: Estoy segura de que Brame compartiría en absoluto mi opinión.

—Será sólo… —manifestó Alberto, todavía dudando.

—Te aseguro que se opondría —concluyó ella con tono firme; pero hablando pensaba en la diminuta señora Townsend y en la muchacha bonita, y en todas las demás que eran como ella y en el camarero que la había parado la víspera para preguntarle si el señor Holm tendría algún inconveniente en que le hiciera una instantánea con su pequeña máquina fotográfica. Pensaba en el radiotelegrafista que había preguntado si se le concedía autorización para radiar noticias sobre Alberto o si preferían que no lo hiciera. Kit rechazaba instintivamente la idea de que el público viera en Alberto al hombre ingenuo que se expresaba con dificultad apenas si trataba de decir algo más de lo que decía en los habituales discursos pronunciados en un lenguaje que era una semijerga. Felipe Townsend, el hijo de aquella canosa y dulce anciana, habría repudiado desde la tumba cualquier parecido con él. Y la muchacha de ojos negros habría vuelto inmediatamente junto a su compañero, del todo desconcertada, si hubiese sabido… «No creía que Alberto fuese así», habría dicho; todas hubieran manifestado lo mismo; y Kit les oía transmitirse, en una infinita cadena, estas tristes palabras.

—No, Alberto —añadió apresuradamente—. Estoy segura de que no conviene que hables. Sin contar que resulta imposible preparar un buen discurso en las pocas horas que nos quedan. Tú, ahora, ya no puedes hablar de la pasada expedición.

Él permaneció inmóvil, sin contestar; luego se puso de pie, nervioso.

—Bien, entonces, bajo un momento al gimnasio para boxear un poco —dijo.

Con las manos en los bolsillos se alejó a grandes pasos. Por su aspecto se le habría imaginado capaz de conquistar la montaña más elevada del mundo.

—¡Señora Holm!

Alguien llamaba con afán a la puerta de su camarote. Kit había bajado hacía unos momentos para peinarse y quitarse aquella pátina salobre que el viento había depositado sobre su rostro y sus manos. Abrió la puerta y se encontró frente a Frisk, el periodista, que estaba consternadísimo.

—Señora Holm, no sé cómo decirle… —empezó—, pero ha ocurrido algo en el gimnasio.

—¿A Alberto? —preguntó bruscamente.

—No precisamente…, es decir, a los dos —balbució Frisk.

—¿Qué?

—Alberto y Baker —repuso Frisk precipitadamente—. Estábamos todos en el gimnasio y creíamos que bromeaban. Alberto, para entretenerse, había ejecutado algunos de sus trucos pugilísticos, y todos reían. De pronto, cuando creíamos que él y Baker estaban haciendo un simulacro, nos dimos cuenta de que, al contrario, se pegaban en serio… y con un ardor extraordinario, por cierto.

—¡Oh! —exclamó Kit.

Y, apartando al periodista, se dirigió casi corriendo hacia el gimnasio. ¡Pueril desenfreno de Alberto! Frisk la siguió rápidamente.

—Desde luego, no debe trascender el hecho —decía el periodista—. ¡Qué hermoso golpe, de todos modos, si se pudiese contar!

—¡No le permito siquiera tener semejante pensamiento! —le ordenó ella.

—No, no —prometió él.

—Confío en usted —dijo ella mientras bajaban las escaleras.

¡Un hermoso golpe! Veía claramente que el espíritu del periodista era víctima de la tentación.

La puerta del gimnasio estaba cerrada y Frisk tuvo que gritar antes de que fuera abierta por Rexall. Alberto estaba tendido en el suelo y alguien, espantado, le echaba agua sobre la frente. Baker estaba inclinado sobre un cubo, y con una mano se lavaba un ojo que se le había puesto negro. Dos o tres hombres contemplaban la escena. Eran todos miembros de la expedición, según observó Kit con alivio.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Creíamos que Alberto bromeaba —repuso secamente Rexall—. Siempre le ha gustado bromear, como solía hacer en la escuela; pero —y lanzó una mirada a Baker— siempre dispuesto a batirse lealmente…

—Si pretende decir con esto que yo no me bato lealmente —exclamó con rapidez Baker—, salga y lo comprobará usted personalmente.

—No diga esto. He dicho sencillamente que a Alberto le agrada bromear, pero que, no obstante esto, se ha batido bien. No hemos llegado a comprender cómo ha sido puesto fuera de combate, señora Holm. Cada uno de nosotros, por cierto, estábamos entretenidos en ese momento; y en lo primero de que nos dimos cuenta fue en que Alberto se desplomaba.

Alberto volvió en sí. Tenía el rostro verdoso. Gimió débilmente y luego abrió los ojos.

—Kit —murmuró.

Baker, poniéndose la americana, se echó a reír de pronto a carcajadas.

—Será mejor que vaya a acostarse, Holm —dijo—. Vamos, muchachos, echadme una mano. Se inclinó y levantó a Alberto agarrándolo por la espalda.

—Puedo levantarme solo —dijo de repente Alberto.

Y se levantó con fatiga, tambaleándose aún. De un salto Rexall estuvo a su lado y lo cogió por un brazo.

—Ven Alberto —dijo Kit. Luego se dirigió a Baker—: Nadie ha de saber una palabra.

—¿Qué finalidad tendría? —preguntó Baker con una tranquilidad que la desconcertó.

El gongo para el almuerzo había sonado desde hacía rato; los pasillos estaban vacíos y todos se dirigieron a sus camarotes sin ser vistos por nadie, salvo por una camarera atareada que corría con una vasija en la mano. Auxiliada por Rexall, Kit ayudó a Alberto a acostarse. Estaba aún pálido y aturdido.

—¿Tiene whisky? —preguntó Rexall.

Kit abrió un armarito y le entregó una botella de la cual Rexall vertió un poco de su contenido en un vaso y se lo acercó. Alberto lo bebió y se sintió mejor de pronto. La luz volvió a sus ojos, respiró profundamente y los miró.

—¿Lo he tocado, Rexall? —le preguntó al amigo.

—En el ojo.

Hubo una mueca de satisfacción.

—Enhorabuena —dijo—. Pero este Baker entiende lo suyo en boxeo.

Kit estuvo tentada de sacudirlo por la espalda y reprenderlo ásperamente, pero la dominó un repentino deseo de reír. ¿Por qué reía? Quizá por esa suerte extraordinaria que tampoco en esta ocasión quedaba desmentida: ¡sobre el rostro de Alberto no se veía ni siquiera la señal de un rasguño! Pensar que el pobre Baker tenía un ojo amoratado en su solemne y desgraciado rostro, mientras Alberto en cambio, a pesar de haber sido vencido, no tenía el menor arañazo… Que esperase Alberto, que esperase a que Rexall marchara y ya la oiría. ¡Absurda niñería, dos hombres que la emprendían a puñetazos como dos colegiales!

Estaba a punto de empezar, cuando Alberto se puso en pie sin apenas tambalearse.

—Vamos a comer —exclamó—. Después de un partido de boxeo, siempre tengo apetito.

Kit prescindió de los reproches. ¿De qué servía reñir a un muchacho por una falta que ni siquiera se daba cuenta que había cometido?

—Nos veremos dentro de diez minutos, Rexall —dijo Alberto.

—¿Todo va bien? —preguntó el amigo.

—Perfectamente.

Una vez Rexall se hubo ido, Kit dijo con dulzura:

—Cuéntame qué ha ocurrido, Alberto.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó él con los ojos más azules que nunca.

—Pues me refiero a vuestro pugilato.

—¡Bah, si es por esto…! —repuso él—. ¡No tiene importancia! Pero, desde luego, Baker ha pegado duro. —La miró con un mohín sonriente—. ¡Mi concepto acerca de Baker ha mejorado mucho!

Kit lo miró. ¿Qué podía hacer sino reír? Era imposible no sentir un impulso de simpatía hacia él. Gustaba a todos; le habría gustado también a ella… ¡de no haber sido ya su mujer!

Atraída por la luna, cuyos rayos inundaban su lecho, Kit sin hacer ruido, salió al puente y se apoyó en la barandilla. Todos, sin duda, estarían durmiendo, salvo los que montaban la guardia nocturna. Ella y Alberto, por ser la última noche que pasaban a bordo, tomaron parte en el baile hasta que la orquesta abandonó sus instrumentos para dirigirse hacia sus camarotes. Alberto se entretuvo aún un momento después del baile y algunos que hasta aquel momento no le habían dirigido la palabra, aprovecharon la ocasión para hacerlo.

—Ya que ésta es la última noche, queremos confiar en que usted nos perdonará la indiscreción…

Era la fórmula habitual. Algunos, pocos, se habían aventurado a pedirle un autógrafo. La mayoría, en cambio, sólo habían solicitado poder estrecharle la mano y augurarle buena suerte. A la luz de la luna vio Kit en cada rostro el mismo ardor de la muchedumbre entusiasta. Alberto, que estaba más favorecido que nunca con su traje de etiqueta blanco y negro, resultaba —por unánime definición femenil— fantásticamente romántico.

Luego bajaron los dos también. Pero Kit no había conseguido cerrar los ojos y, poco después, se levantó con sigilo, se echó el abrigo sobre el pijama y salió al puente. No había nadie paseando, ni siquiera una de tantas parejas que acostumbraban a rezagarse. Se quedó contemplando la luna en medio de una perfecta soledad. Perezosamente se dijo que a la luna le era necesaria la llanura del mar para mejor revelar su aparición. El mar no tenía sombras que produjeran interferencias a su puro esplendor; ninguna colina, ni valles, ni duras líneas en el horizonte. Sobre el mar la luna resplandecía plenamente y con toda su potencia.

De pronto alguien se detuvo a su lado. Ella se volvió; era Juan Baker.

—Le pido mis excusas —dijo—: espero que no la molestaré. Pero durante toda la tarde la he buscado para manifestarle mi disgusto.

—¿Cómo va su ojo?

—No podría ir peor de lo que va —contestó alegremente Baker—. ¡Vaya «pegada» que tiene su marido en la derecha! No me figuraba que la cosa iba en serio hasta que me tocó. ¡Bromas! Pero a mí no me agradan las bromas. —Titubeó. Kit le vio guiñar su enorme ojo sombreado—. Sentí que mi ojo se iba a paseo y me quedé asombrado y lleno de furor a la vez. Tanto que temo haberme lanzado a matar.

—No le condeno por ello —dijo Kit con tono tranquilo.

Conocía las bromas de Alberto. Cuando se le negaba algo volvíase violento. En cierto modo, era ella, Kit, la responsable del ojo amoratado de Baker. Quizá Alberto había deseado realmente poder pronunciar el famoso discurso sobre la expedición; ella se había opuesto y él entonces, en el gimnasio, había empezado a luchar más que por juego con Baker.

—No recuerdo haber cometido jamás semejante estupidez —dijo Baker bruscamente, y se volvió hacia el otro lado.

Ningún hombre podía decir a una mujer que su marido era un tonto; probablemente Kit lo adoraba, siguiendo la costumbre habitual de las mujeres para quienes cuanto más estúpido es el hombre más digno es de amor, a condición de que sea guapo. Un sentimiento de terror lo invadió de repente. ¿Acaso no envidiaba a veces la insulsa belleza de Holm?

—No sé qué es lo que le habrá dicho —comenzó.

—Nada —repuso ella.

—¿Nada de veras?

La pregunta fue hecha en tono seco.

—No es en realidad costumbre suya lamentarse —declaró Kit con orgullo.

Alberto tenía que ser defendido de aquel joven glacial.

—Pues —dijo Baker, mirándola de nuevo, y ella veía muy bien sus ojos, uno penetrante y severo, y el otro que presentaba una ridícula lividez—, pues quería decirla que ya no me dejaré arrastrar más por ninguna insensata estupidez de este género. La culpa es mía… Ya no quiero batirme a puñetazos como un cobarde o un chiquillo.

—No creo que Alberto sea un cobarde —se apresuró a replicar Kit—. Por el contrario, es muy valiente. Me refiero al valor físico, claro está.

—¿Sabe lo que se entiende por valor físico? —preguntó él.

—Yo temo no tener —confesó Kit.

—No admire demasiado este valor —precisó Baker—. Por valor físico se entiende pobreza de imaginación. La mente incapaz de imaginar cualquier cosa no puede tampoco imaginar el desastre o la muerte, especialmente si se relaciona con su misma persona.

Rió y encendió un cigarrillo.

No había en Baker el menor indicio de vanidad. ¡De lo contrario no la habría mirado así con el ojo desfigurado!

—¡La última cosa que yo espero de este viaje —prosiguió— es la fama! La odio, siento por ella una profunda repulsión. La masa no adora jamás al dios verdadero. El verdadero dios está lejos…

—¿El verdadero dios? —Kit estuvo por preguntar dónde estaba, pero se abstuvo. La noche se iba acercando al alba y la luna iba descendiendo hacia su ocaso. Pronto las sombras se enseñorearían del mar. En aquella inmensa quietud sentía al dios de Baker silencioso, claro y gélido como una infinita luz de cristal en el centro del oscuro universo. Para alcanzarlo había que recorrer un largo espacio de sombra. No era, pues, asombroso que la gente no quisiera penetrar en aquella soledad, y se creara otros dioses de menos importancia o más cómodos, frente a cuya soledad poder encender la propia trémula llamita.

—¡La luna desaparece! —exclamó Baker.

La contemplaron en silencio, hasta que en el último instante pareció hundirse en el mar, a lo lejos en el horizonte. Entonces Kit se movió, pero él permaneció quieto con los ojos fijos en la oscuridad. Ella no podía ya ver su rostro, pero sentía su presencia junto a ella, una presencia áspera, intrépida, sarcástica, y un miedo imprevisto la invadió, no por ella, sino por Alberto, que frente a aquel hombre ya no era nada. Alberto no se daría cuenta de que éste lo heriría con frecuencia; sin embargo, la herida se infectaría y provocaría la infección. Y cuando la expedición fuera repatriada, las palabras de aquel hombre aun pronunciadas sin malicia, habrían germinado en las mentes como semillas de desconfianza.

—No se ría de Alberto —se apresuró a decir—. Y no sea cruel con él.

—Olvida —replicó irónicamente Baker— que yo tengo un ojo a la funerala. ¿No es este ojo el que hace de vencedor?

—Ya sabe a lo que me refiero —le replicó Kit—. Alberto está… está indefenso.

—Instinto maternal que se manifiesta. —Ella sintió vivamente su sarcasmo—. La historia de siempre con las mujeres. Son ustedes las que condenan a los hombres a una eterna pericia.

—En mí ni siquiera existe la sombra de instintos maternales —repuso Kit con aspereza.

Él, lentamente, después de una pausa, hablando en la sombra, continuó:

—Gracias, no por él, sino por usted. Si lo hubiese defendido, me sentiría tentado de aniquilarlo. Siempre me ha gustado derribar a los fantoches. Pero después de todo, hay metas más prolíficas.

Estaba sarcástico como siempre y no había que fiarse de él. La incurable sinceridad de Kit la obligó a ir a su encuentro.

—Tiene usted razón —dijo—. Comprendo que sea usted como es.

—Claro que tengo razón —convino él. Luego volviéndose bruscamente, dijo—: Buenas noches, señora Holm.

—Buenas noches —contestó ella.

Baker se alejó a grandes zancadas. Bajo la débil claridad nocturna le vio por un momento dirigirse hasta la más vasta e impenetrable oscuridad y luego desaparecer en ella como si caminara hacia su gélido dios de cristal. Ella no deseaba saber nada más acerca de este dios, pero sabía que se llamaba Verdad. La muchedumbre lo temía, y porque lo temía se creaba otros dioses. Bajó a su camarote y se metió en silencio en la cama. Alberto dormía y no hizo el menor movimiento.

«¡Publicidad maravillosa, acontecimiento admirable!», telegrafió Brame. Encontraron el telegrama del agente entre un montón de ellos, mientras el buque se iba acercando a Southampton. El viaje por mar tocaba a su fin, pero no se detendrían mucho en ningún sitio. Brame había repartido sanos consejos; ir directamente. Una expedición seria no debía dar la impresión de que se entretenía por el camino. En Londres la escala debía demorarse hasta una o dos semanas durante las cuales se podían adquirir víveres. En París, una escala más breve. Brame aconsejaba, además, aparecer muy poco en público antes del éxito de la expedición. De Londres se dirigieron en avión a París donde fueron huéspedes del embajador americano. Durante una comida Baker se encontró con el famoso botánico francés Delanier y, en áspero y afectuoso francés, se lanzó a una animadísima discusión botánica. Kit, observándoles, se dio cuenta de que Baker acribillaba al colega a preguntas y que, en cierto momento, sacábase del bolsillo una pequeña libreta y tomaba una serie de rápidos apuntes. Su ojo mejoraba rápidamente. Cuando, al día siguiente del pugilato, encontró a Alberto, lo había saludado con una especie de indiferente cordialidad:

—Adiós, Holm.

—Adiós —había dicho Alberto y luego, impulsivo dijo—: Celebro haberle puesto un ojo a la funerala.

—Y yo celebro haberle derribado —había replicado, el otro con presteza.

—Y yo me siento muy disgustado por haberme dejado derribar —había contestado aún Alberto—. Sólo que, como verá, no llevo la menor señal de ello.

—Suerte que tiene uno.

Aquella noche, en la embajada americana, Baker se dijo que seguiría manteniéndose en la actitud bonachona que había adoptado desde la noche en que había hablado con Kit y observado su rostro demasiado sensible, iluminado por la luna. Por la delicadeza de su rostro había comprendido entonces cómo debía ser Kit en la intimidad. Por otra parte, ya no tomaría en serio a aquel fantoche de Alberto, por lo menos no hasta el punto de llegar a pelear con él. Un día escribiría la historia de la expedición y demostraría cuán tontos son o se vuelven, los héroes populares; tarde o temprano acaban siempre por revelar la arcilla de la que están hechos… Con una sensación de alivio se volvió hacia Delanier. He aquí un hombre para él. La ciencia fortalece el alma del hombre y lo ayuda a no calentarse la sangre.

Alberto se aburría. Poco después, vio al embajador escuchando un discurso de Baker. Alberto quiso unirse también al grupo.

—¡Eh, Baker! —dijo cuando estaba a su lado—. ¿Le he hablado de mi proyecto de construir un sanatorio?

—Frisk me ha dado a leer el artículo que escribe sobre ello —repuso Baker.

—¿Sí? Pues desde entonces se me han ocurrido nuevas ideas…

Se disponía a hablar de ellas cuando sintió la pequeña mano de Kit sobre su brazo y oyó su delicada voz.

—Alberto, mañana tenemos que levantarnos antes del alba. ¿No sería mejor que nos retirásemos un poco temprano?

Así lo hicieron. Desearon a todos las buenas noches y en un santiamén se encontraron en la calle, dirigiéndose hacia el hotel.

—¡Dios mío, ya me resultaba imposible soportar tanto aburrimiento! —le dijo Alberto en el taxi.

Kit, sin pronunciar una palabra, sonrió de aquel modo que tanto le gustaba a él. Cuando sonreía así, él se sentía tentado de seguir hablando… Pero ¿qué es lo que podía decirle a Kit? Miró a través de la ventanilla del coche. París resplandecía de luz. No tenía ni pizca de sueño. Pero no supo comenzar un discurso cualquiera.

A la mañana siguiente, el avión, volando sobre Europa, se dirigió hacia el Este. Alberto, sentado detrás del piloto, exhaló un suspiro de alivio. Si mal no recordaba, nada había olvidado. Se volvió y gritó a Rexall:

—¿Dónde está la relación?

El interrogado, por toda respuesta le entregó una libreta y Alberto empezó a comprobar los datos con la magnífica estilográfica de oro que la señora Townsend le había regalado al separarse de ella en el aeropuerto. La señora Townsend había querido ir a saludarlo mezclándose con la multitud. Al regalarle la pluma le había dicho:

—Para que escriba para nosotros su historia.

Alberto la probó escribiendo repetidas veces su nombre sobre el bloc, y luego dio comienzo a la verificación.

«Ni un objeto olvidado», pensó con aire de triunfo.

Ninguno de sus hombres podría decir que él no era un buen jefe de expedición. El aparato con el cual volaban era una maravilla. Hasta el avión había elegido lo mejor de Holanda para su ruta. Todos le habían aconsejado tomar un avión, y así lo había hecho. Se sentía insaciable. Se inclinó hacia Kit y le susurró:

—Estoy contento de que Baker haya decidido portarse bien.

Para asombro suyo ella contestó con tono algo enojado:

—¡Oh, Alberto, no digas tonterías! ¿Por qué no tendría que portarse bien?

—¿Sabes? El puñetazo que le di…

—Pero también él te dio uno a ti, si tanto quieres llevar las cuentas.

—Es cierto —admitió Alberto—. Estamos, pues, a la par, según parece.

—Alberto, domínate cuando comencemos la vida en las montañas.

—Ya lo haré —respondió con dignidad—. ¿Acaso no me domino siempre?

—No, no siempre.

—No te comprendo. ¿Pretendes que he de decir siempre que sí, aunque el otro no tenga razón?

—Pero eres tú quien cree tener siempre razón —se lamentó Kit.

—¿Y qué mal hay en ello? ¿Quién me mantendrá en alto si no me mantengo yo?

A esto Kit no respondió y prefirió mirar hacia el otro lado, a través de la ventanilla, hacia los campos. Así él no supo en qué pensaba. Alberto pensó que la mayor parte del tiempo ignoraba cuáles eran los pensamientos que cruzaban por la mente de Kit. En aquellos momentos ella parecía difuminarse y convertirse en otra, como si no fuera su mujer.

Pero quizá era porque se hacía difícil hablar entre el ronquido de los motores.

Kit, contemplando el paisaje, se olvidó de Alberto. La montaña era espléndida. Imposible no sentir ningún deleite al levantarse al filo del alba, correr hacia el aeropuerto y partir en aquel enorme monstruo plateado que aguardaba con las alas tendidas. Volaban todavía sobre Francia, hermosa como un jardín inundado de sol. Pero delante de ellos el cielo aparecía cubierto. Era preciso remontarse para no perderse entre las nubes. Apenas hubo tenido este pensamiento, el aparato se fue elevando hasta que al poco rato, tuvieron encima de ellos el cielo azul y debajo las nubes como el plateado pavimento de un universo nuevo.

Durante todo el día se mantuvieron por encima de las nubes. Luego, al anochecer, se lanzaron bruscamente a través de ellas. Kit vislumbró entonces un paisaje caracterizado por pormenores liliputienses: espesuras de árboles y puntitos que eran casas junto a pequeñas manchas verdes —bosques— y minúsculos lagos. El aparato planeó en descenso y el paisaje gradualmente se extendió, se hizo tan claro como una visión a través de un catalejo. Era un país distinto, Kit se dio cuenta inmediatamente de ello. Lo desconocía y lo miraba ávidamente excitada por la novedad de su belleza. ¿Qué país era? Iba a preguntárselo a Alberto, pero se abstuvo. Que permaneciese sin nombre, como un país de ensueño, como la tierra que jamás existió…

—Ésta —dijo Alberto con animación desplegando un mapa— es Turquía.

Kit miro con fijeza, viendo distintamente, mientras descendían, pueblecillos y ciudades de aspecto árido. Un tren, perezosamente, lanzó a lo lejos una columna de humo. Visto de más cerca no era un país maravilloso. El sueño sólo se detiene sobre cosas ignotas… La atmósfera encantada se desvaneció. Durante el curso del día, Kit había respirado demasiado aquella atmósfera; era conveniente ahora que volviera a la realidad. ¿Qué le había dicho su madre en una ocasión? «Alberto —había observado— ha de devolverla al sentido de la realidad». Lo miró; estaba sentado delante de ella, muy real y firme. Cuando sólo pensaba en su belleza, ¡qué magnífica era su cabeza! Y aún ahora, si miraba tan sólo la línea de su cabeza, su frente y cómo le crecían los cabellos, sentía despertarse de nuevo en ella los transportes de un tiempo. De repente, él la miró con sus brillantes ojos azules… Kit sonrió. Repentinamente los ojos de él adquirieron una expresión cálida y tímida.

—¿Te ríes de mí, Kit? —le preguntó, inclinándose hacia ella.

—No me río, tonto —le contestó con ternura.

Sí, la belleza inducía a tener sentimientos incluso al corazón más crítico. ¿Por qué despreciar, pues, a la ignorante masa de los adoradores de Alberto? Miró al otro lado y sus ojos se fijaron en las pupilas burlonas de Baker, fijas sobre ellos. Kit le retó con la mirada hasta que él se vio obligado a bajar la vista. Pero, al desviarla, Baker se encogió ligeramente de hombros.

En Bombay la temperatura se mantenía por encima de los cuarenta grados y las calles estaban llenos de gente de piel oscura que caminaban semidesnudos. En el hotel, Kit, trabajando vestida con su ligero pijama de seda —que se le pegaba al cuerpo bañado de sudor—, hacía esfuerzos para evocar imágenes de frío, nieve y hielos, mientras anotaba la relación de los víveres que tenían que adquirir en el lugar. Al cabo de breves semanas, con la nieve helada sobre las pestañas, se hallarían bajo la garra de las tempestades. Una vez, cuando Alberto le había hablado de la molestia que ocasiona la nieve sobre las pestañas, ella se había echado a reír.

—Le está bien a una persona como tú que tiene las pestañas de tres centímetros —había comentado.

—¿Quieres que me las corte? —amenazó él.

—¡Cómo! ¿Para arruinarte a los ojos de todas tus admiradoras?

—Te pregunto qué deseas que haga con ellas —había insistido Alberto.

—Quiero que sean tal como son, tonto.

Él la había besado, y ella le había devuelto el beso que era a la vez cálido y frío, ciertamente lo bastante frío para permitirle preguntarse cómo habría sido su vida si Alberto no hubiese existido. Estaba casada, lo sabía muy bien, podía producir cierta alquimia que nada tenía que ver con el matrimonio en sí. En ella y Alberto había determinado ciertos cambios de los que ella no conseguía medir exactamente todo su alcance, pero, si bien no había destruido a Kit Tallant, la privaron de cuanto era suficiente para hacer de ella este ser distinto que era la mujer de Alberto. ¿Quién sabe si al convertirlo en su esposo había despojado a Alberto de algo, por lo menos en parte? Así había hecho Dios en el Paraíso cuando adormeció a Adán para privarlo de una costilla. ¡Simbólico sueño del cuerpo entregado al amor, cuando el ser se dividía y el intelecto, privado de la sabiduría del amor, renunciaba por una vez!

De este modo estaba pensando mientras arrollaba, metódicamente, gruesos calcetines dentro de zapatos bien engrasados, y metía, en los ángulos todavía utilizables de las bolsas, jabón de afeitar y tubitos de pasta dentífrica.

—Cuidado con el jabón de afeitar —le dijo Alberto—. Una vez hayamos salido, ya no nos afeitaremos.

—Pero supongo que se utilizará la pasta dentífrica —dijo Kit con tono severo.

—¡Oh, desde luego! —repuso él, si bien antes de conocer a Kit jamás había hecho uso de ella.

Kit sentía el sudor deslizarse a chorro por la espalda y continuaba apartándose los cabellos de su frente. Sin embargo siguió trabajando hasta que Alberto sin preámbulos, se acercó a ella, la tomó entre sus brazos y la abrazó estrechándola fuertemente contra su cuerpo bañado en sudor.

—¿Te quedarás siempre conmigo, Kit? —le preguntó con aparente ligereza.

Sorprendida, ella prometió. ¿Quién sabe si Alberto, se dijo, sentía instintivamente su profunda agitación, su íntimo enojo y su despego? Un sentimiento de piedad invadió su corazón. Con todo, Alberto era cariñoso, y aun ahora, así acalorado, ella percibía el sano y fresco olor de su carne. Se acurrucó contra él y por un momento sintió que Kit Tallant, su otro yo, iba haciéndose cada vez más etéreo hasta desvanecerse como un fantasma.

Así, en silencio, lo siguió. El gobernador de Bombay les ofreció un banquete, el más solemne de cuantos ella había participado y durante el cual estuvo sentada a la derecha del alto personaje que no conseguía disimular su asombro al verla tan diminuta junto a su enorme corpulencia.

—Señora Holm —le dijo mientras servían el pescado, el asado y la ensalada—, ¿tratará realmente de escalar el Pangbat? Nosotros tenemos mujeres alpinistas, se entiende, y hasta famosas, pero…

—Sólo iré hasta donde mis fuerzas me lleven —repuso con dulzura Kit; y comprendió que él pensaba que no iría muy lejos.

Por otra parte, ¿qué le importa lo que pudiera pensar el gobernador? Al otro extremo de la mesa estaba sentada la esposa, una señora esbelta, de expresión dulce y sumisa, que, por así decirlo, había desterrado uno tras otro a sus hijos a la patria escuela de Inglaterra. En el piso superior, en el inmenso dormitorio de paredes estucadas, adonde había conducido a Kit antes de la comida, le había presentado en retrato a sus cuatro hijos.

—No los he visto desde que tenían tres o cuatro años, y el más pequeño fue enviado a la patria cuando contaba dos años porque enfermó de las fiebres —había dicho tristemente—. Pero siempre he considerado mi deber permanecer al lado de mi esposo, lo cual, querida, me hace comprender por qué ha decidido usted acompañar al suyo. Sépalo bien, los hombres ¡pobrecillos!, necesitan de nosotras. ¡Parecen tan fuertes y, en realidad, necesitan de tantos cuidados! Ya me comprende usted.

Le había sonreído con una dulce y triste sonrisa y Kit se la había devuelto sin pronunciar palabra. Las razones por las cuales ella había acompañado a Alberto no eran, por cierto, tan claras para ella.

Pero había demasiado que hacer para poder perder el tiempo en meditaciones y quizás era esto precisamente lo que explicaba su llegada. La mayor parte del equipaje había sido expedido vía marítima y Kit, en compañía de Alberto, de Rexall y de Baker, revisó uno por uno los bultos. Baker, a decir verdad, sólo se preocupaba de los suyos, cuyo cuidado no quiso confiar a nadie. Cuando todo estuvo en orden, se refugió en su habitación donde pasaba días enteros. Solamente al atardecer iba a pasear por las calles de Bombay. En una ocasión, Kit, oyendo a Alberto bajo su ventana —la luna resplandecía—, miró afuera y le vio en medio de una masa de hindúes entre risueños y espantados, junto a una vaca sagrada, un animal blanco que deambulaba lentamente por la acera. La vaca, al tropezar con Baker, se había detenido y lo estaba mirando.

Kit rió. Baker levantó la vista.

—No cedo el paso a una vaca —le dijo.

—No debe tocarla —le repuso ella—. Recuerde que es sagrada.

—La obligaré con la mirada —gritóle él por toda respuesta. Se agachó y se quedó mirando fijamente a los ojos del animal. Desconcertado éste emitió por último una especie de lamento, se apartó y prosiguió su camino.

—El triunfo del espíritu —le dijo Baker, saludándola con la mano.

Al día siguiente le confesó que odiaba a las vacas. Casualmente se había encontrado con Baker en la veranda del hotel, después de la comida que habían hecho solos.

—Comen las plantas —le dijo él—. ¡Piense en los estómagos que han de llenar!

—¡Y pensar que la gente les rinde culto!

—Lo mismo da adorar a una vaca que a cualquier otra cosa —replicó Baker—. Éste no es un objeto de adoración menos ridículo que muchísimos otros.

—¿Hemos, pues, de sentir siempre adoración por algo? —preguntó Kit.

—Así parece —respondió Baker con indiferencia.

Mientras hablaban en la veranda, ella contemplaba a los clientes del hotel. Casi todos eran ingleses, mezclados con algunos continentales, algún hindú y un par de americanos. Kit reconoció sentada a una mesa —también porque había leído su nombre en un periódico de la mañana— a una joven heredera americana, hija de un hombre que había amasado su fortuna administrando un trust de drogas. Era de una gracia petulante y la acompañaba un joven español moreno, de quien, según el periódico, no tardaría en divorciarse.

—¿No es preferible adorar alguna cosa? —preguntó mirando a la americanita que no disimulaba su aburrimiento y su impaciencia.

—Es una verdad para los tontos —replicó Baker con una especie de furia. También él admiraba a la muchacha. En un momento dado se levantó, como si resultase imposible soportar su vista—. Me voy —dijo—. Estoy haciendo hacer unos receptáculos de madera de ciprés para mis plantas y he de vigilar atentamente al individuo que me los está haciendo.

Con su característico andar, dando saltitos, salió a la calle que ardía bajo el sol y Kit volvió a su habitación. Quizás pudiera conocerse a un hombre, conociendo tan sólo los objetos de su admiración… ¿Qué es lo que Alberto adoraba? No lo sabía. Pero millones de personas le adoraban a él. Porque, ¿no es adoración que la gente levante una imagen como una bandera y le atribuya todas aquellas cualidades de que siente mayores deseos?

Estaba en el tren, de pie, mientas los mozos indígenas, parloteando como monos, llenaban su departamento de equipajes.

Algo había fallado en la organización, faltaba un bulto. Alberto gritaba palabrotas a un hindú que, sudoroso, vestido con el uniforme del hotel, alzaba trágicamente al cielo sus enormes y ansiosas pupilas. Acabaron por descubrir el bulto bajo una musulmana que se había sentado sobre él para amamantar a su hijo. El hindú se puso casi a bailar de alegría en tanto la mujer se levantaba aterrorizada pronunciando un torrente de palabras ininteligibles. Los mozos cogieron brutalmente el bulto, mientras Alberto, de un salto, subía al tren y, secándose el rostro, se dejaba caer sobre su asiento.

—¡Dios mío! —jadeó—, si ya hace bastante calor cuando todo va bien, ¡no faltaba más que algo fallara! —Luego exclamó—. ¡Suerte que el tren lleva retraso!

En efecto, el tren se había ya demorado media hora y aún no se daba la señal de marcha. La atmósfera del departamento era sofocante a causa del polvo y del calor. Kit se acercó a la portezuela abierta y miró a la muchedumbre, tan distante de las que le eran familiares. Para aquellas criaturas bronceadas, Alberto Holm era un blanco cualquiera, uno como hay muchos. Si pronunciaban el nombre de Alá a su paso, era, sencillamente, porque así lo hacían atemorizados delante de todos los blancos. A Kit le agradaba aquel anonimato. De pronto, sintió un ligero roce en la rodilla. Era una mujer, una musulmana, que examinaba con los dedos la tela de su falda. Cuando sintió sobre ella la mirada sorprendida de Kit, sonrió mostrando unos dientes y ojos que brillaron como los de un chiquillo. Murmuró algo con voz blanda y quejumbrosa; debía ser una súplica, a juzgar por la expresión del rostro. Kit sólo pudo mover la cabeza y la mujer la imitó. Entre las dos cruzó un pensamiento ininteligible para ambas, un deseo de mutua comprensión que, sin embargo, no consiguieron concretar.

A Kit se le ocurrió pensar que todos los seres deberían hablar la misma lengua; pero ¿acaso bastaba el lenguaje para entenderse?

De pronto, sin previo aviso, el tren comenzó a moverse lentamente. Kit retrocedió un poco. Un ferroviario hindú pasaba delante de las portezuelas cerrándolas. Cuando estuvo ante la de Kit, empujó hacia atrás a la musulmana. La muchedumbre, al moverse el tren, desapareció rápidamente: vendedores, aguadores, peregrinos, gente anónima de todas las especies. Todos desaparecieron después de confundirse en una masa oscura. En aquel silencioso mirar de millares de ojos había algo de familiar para Kit. También éstos demostraban adoración por una máquina que no comprendían… Luego el tren salió de la estación sólidamente construida, cruzó suburbios de casas bajas y cuadradas y aceleró la marcha corriendo a través de los áridos campos. El calor era intenso, la tierra desierta seguiría así hasta la temporada de las lluvias. Alguna vaca enflaquecida husmeaba la tierra seca. Luego el tren cruzó un pueblo de gentes reducidas a esqueletos por los vientos abrasadores y la falta de alimentación.

Alberto bajó las cortinillas.

—No hay nada que ver; voy a dormir —dijo.

Se acomodó en uno de los asientos forrados de piel y se cubrió el rostro con un pañuelo para protegerse contra las moscas.

Pero a Kit no le fue posible imitarlo. El calor era tan infernal que dormir hubiera significado abismarse en un horno del infierno. Sumergió su pañuelo en la jarra llena de hielo y se lo aplicó primero en las muñecas y luego sobre la frente. Después se echó hacia atrás los largos cabellos arrollándolos en torno a su cabeza y se pasó el pañuelo por el cuello. Estaba abrasándose. Momentos después extrajo de su bolso dos cartas expedidas por línea aérea, una de su madre y otra de Gail. Habían llegado poco antes de que abandonasen el hotel y no había tenido tiempo de leerlas.

Ahora, mientras el tren corría sobre los raíles polvorientos, Kit se entregó a la lectura, olvidándose de la lluvia y de todo cuanto la rodeaba. Entre las cualidades de su madre figuraba precisamente la de atraer la atención sobre sí y la casa que habitaba. Leyendo su carta, Kit se sintió transportada a Glen Barry. Gail vivía allí con los dos niños. Alguna nube —le decía su madre— había entre Gail y su marido. Gail reía, pero él no. Ninguno había querido sincerarse del todo con ella y, por su parte, no había querido hacer demasiadas averiguaciones porque —decía—, tenía muchísima necesidad de un poco de paz. Informaba a Kit de que su padre continuaba jugando al golf como de costumbre y que Brame era «realmente magnífico» en la elaboración de una publicidad digna y hábil. En cuanto a la expedición, podía ya contarse con su más rotundo éxito. Hasta la fecha, la primavera era deliciosa, llovía mucho y estaba todo verde. ¿Qué opinaba Kit de una pequeña casa totalmente suya en Nueva York y de la que podría disponer el próximo invierno? Estaba en venta la casa Tyndal; era pequeña, pero perfecta…

En suma, una larga carta llena de pormenores, como solía escribirlas a sus hijas. Cuando estuvo en el colegio, Kit había recibido otras similares cada semana… Bajo la gruesa caligrafía de su madre, su padre había trazado una docena de rayas a toda prisa: «Kit —escribía—, la situación creada en Europa por la guerra no es buena. Convendría que vinieras directamente a casa a penas la expedición haya tocado a su fin. No escojas itinerarios largos a través de China; mantente sobre las líneas principales. He seguido la correspondencia de Frisk con gran interés: constituye un trabajo bien escrito: es evidente que el periodista admira a Alberto, lo cual, según Brame, es muy importante. Trata de distraerte un poco y gasta algo para ti».

Sus padres la rodeaban de una atmósfera de atenciones, de ternura y encantadora monotonía conyugal.

La carta de Gail salió del sobre con un rumor sedeño. Gail escribía con tinta negra sobre una sutil hoja de papel plateado. Le informaba de cosas mundanas, de chismorreos de sociedad. Y proseguía así:

Harvey, a Dios gracias, navega por buenas aguas. Todos pierden dinero, pero él consigue no perderlo. Su habilidad es increíble. Me hace siempre objeto de toda clase de atenciones, y tú me conoces, Kit.

He de decirte que Brame considera que sería un estupendo tema publicitario que tuvieras un chiquillo. No lo ha declarado abiertamente, pero lo ha dejado entrever. Dice que Alberto necesita consolidar su posición en el aspecto familiar: esto agrada al público. Le dije que él me producía la impresión de una comadrona y esta frase le sonrojó con uno de sus rubores gris azulados. Bien, Kit, diviértete. Alberto se divertirá seguramente, ¿y por qué no habrías de hacerlo tú?

Ninguna alusión a sus discordias con Harvey. Kit pensó que, en el fondo, todo se reducía a ciertas exageraciones de su hermana al burlarse de su marido. A veces su madre juzgaba con demasiado pesimismo las cosas, a pesar de que siempre defendiera con calor a la hija. Pero no olvidaba nunca la muchacha que Gail había sido.

Kit hizo pedazos las dos cartas, tiró los fragmentos al suelo y permaneció inmóvil. El calor era sofocante. Se desabrochó la blusa y se acomodó a su vez, no para dormir, sino para evitarse el esfuerzo de permanecer sentada. Notaba el asiento de piel rozarla a través de la fina tela de su vestido. Volvió a mojar su pañuelo y se lo llevó a los ojos. En aquel momento, como en un espejismo, la fantasía creó una visión de montañas que se acercaban cubiertas de nieve, frías y solitarias y de picos helados. Si consiguiera escalarlas en compañía de Alberto, el sentimiento de soledad que desde hacía mucho tiempo se había agudizado tanto en ella como en tanta gente, podría llegar a desvanecerse al fin.