Al ir recobrando la conciencia de sus actos, Alberto advirtió el primer vislumbre de la luz que volvía, al ver una suave aureola dorada en torno a la mancha difusa de un rostro.
«No es Kit», pensó mentalmente con dificultad.
Todavía no podía pensar claramente; le faltaban las fuerzas. Pero le incomodaba la necesidad de determinar de quien eran aquellos rubios cabellos. ¿Lily? El esfuerzo que hacía para pensar le hizo sentirse mal. Sufrió una contracción espasmódica. Una voz exclamó alarmada:
—¡Oh, no, no debe hacer esto!
La voz le acercó más el rostro. Lo miró con fijeza, tratando en su estado de extrema debilidad de distinguir sus rasgos.
—No es Kit.
Aquellas tres palabras le costaron un inmenso esfuerzo, en su estado de extrema debilidad, de distinguir sus rasgos.
Pero no fueron oídas. Finalmente la voz dijo:
—Ahora descanse, no hable.
—Me siento… derecho —dijo luego ya con mayor claridad.
Una mano se posó sobre su frente. Luego sintió que le hacían acostar sobre un lado; pero se resistió un poco, pues no quería que le cambiasen de postura… ¿Por qué no le daban de comer? ¡Un bisté para hacerle recobrar las fuerzas! De nuevo alguien se inclinó sobre él. Era otra persona; tenía los ojos oscuros; los veía, eran los ojos de Kit y suya era la voz que decía:
—Alberto, ¿por qué lloras? ¿Qué quieres?
—Un bisté —balbució él—; estoy acabado.
Alguien rió. No era Kit. Era Gail que dijo:
—Está vivo; todo va bien. ¿Por qué no darle un bisté?
Le secaron el rostro, y él se echó a llorar. Después de una larga espera, alguien le dio caldo que sabía a carne.
La habitación quedó tranquila. Sólo se había quedado una persona que le daba el alimento. Él volvió a abrir los ojos. No era Kit. Era la enfermera rubia.
—¿No eres Lily? —preguntó.
La enfermera sacudió su rubia melena.
—Soy su enfermera, Constancia Weathers.
Alberto quiso decir alguna cosa…, pero no sabía qué era. Durante un momento no consiguió pensar en nada. Sólo cuando la enfermera terminó de darle de comer y le hubo arreglado las mantas, pudo articular con dificultad:
—Encantado… de conocerla.
—Duerma, ahora —le dijo la enfermera.
Quería discutir, resistir; pero, antes de que sus labios pudiesen articular una palabra, se durmió.
Estaban todos en la biblioteca, a punto de separarse, cedida ya la crisis que los había reunido.
—¡Un bisté! —dijo Gail riendo—. ¡Es la primera palabra que ha dicho!
Brame sonrió discretamente.
—Aconsejo que no se divulgue esto —dijo. Había acudido inmediatamente después de la llamada telefónica de Harvey, que le había informado de que Alberto había superado la crisis. Naturalmente, ya tenía todos sus planes bien preparados para todos los casos. Le había dictado a su secretario dos esquemas publicitarios, uno en caso de catástrofe y otro para el más afortunado de que se salvara la vida. Estar siempre preparado era su especialidad…
—Si da su aprobación, señor Tallant, enviaré a los periódicos de la mañana un simple y digno comunicado para anunciar que el señor Holm ha superado la crisis de su grave enfermedad y se encuentra ya fuera de peligro.
—Me parece bien —dijo cautamente el señor Tallant.
Brame prosiguió con su voz áspera y en tono insinuante:
—Dentro de uno o dos días quisiera poder exponerles mis proyectos para aprovechar al máximo grado la gran oleada de renovado interés que vierte el público hacia el señor Holm. Les aseguro —y al decir esto miró uno tras otro a todos los presentes— que nunca durante el transcurso de mi carrera (y he tratado con algunas de las mayores personalidades de nuestro tiempo) he visto una avalancha tan imponente de cartas, telegramas de augurio y aflicción. Semejante tributo hubiese tan solo podido renovarse —tosió— en el caso de la muerte, tan felizmente evitada, del señor Holm. Ahora la cuestión…
—Perdone —le interrumpió Gail con los ojos brillantes de malicia—, pero nosotros hemos de irnos a casa, Harvey…
—Desde luego, querida —dijo Harvey.
Cuando hubieron salido, Brame dijo en la biblioteca, donde se habían quedado los señores Tallant y Kit:
—¿Quieren, pues, que nos encontremos mañana? No quisiera parecer precipitado, pero jamás insistiré lo suficiente sobre la necesidad de aprovechar al público entusiasmado del momento. Los periódicos, como ustedes saben —y con una mirada envolvió a Kit y a sus padres—, han ilustrado como convenía la valerosa lucha cotidiana del señor Holm por la vida, dado que, como dicen los periódicos de la mañana de hoy, él tiene una misión que cumplir en la vida. Es opinión general que Alberto Holm debe realizar proezas aún mayores de la que ha realizado.
Kit tuvo miedo de la tranquilidad que la había invadido en el instante en que supo que todo quedaría inmutable. ¿No presintió, ciertamente, la muerte de Alberto? Se levantó, incapaz de resistir siquiera sus propios pensamientos.
—He de acostarme —dijo.
Su madre se levantó a su vez rápidamente.
—Todos, todos hemos de ir a acostarnos —dijo—. ¡Qué día! Usted señor Brame…
—Desde luego —repuso el agente, retrocediendo un poco.
—Entonces, hasta mañana —dijo el señor Tallant, que apenas había despegado los labios desde que el médico se había ido.
¡Quién sabía si Kit odiaba a su marido!
Kit yacía inmóvil sobre su cama. Su padre le había dado un beso, tácito augurio de buenas noches, y su madre le había subido un poco las mantas, pues las noches se habían hecho frías; luego la había besado a su vez con afecto, y había salido sin pronunciar el nombre de Alberto.
Kit pensó con lúcida claridad los acontecimientos del día. Alberto curaría. Había estado segura de ello desde el primer momento en que había visto sus ojos azules mirarla desde su pálido rostro. No había sido posible todavía cortarle los cabellos, y los había visto caer en desorden sobre la almohada, como los de un chiquillo. Pero habían afeitado con sumo cuidado sus mejillas, lo cual le daba más que nunca el aspecto de un niño. Durante toda su vida conservaría esta expresión suya, casi infantil, porque reflejaba su íntima naturaleza. Nada podía turbarlo. Todo lo que sucedía, sucedía para ella, dejaba sobre ella su huella. Kit no podía olvidar nada. La hora transcurrida al lado de Norman había hecho revivir todo un pasado. ¿Deseaba ahora no haber acudido a aquella cita? Pero si el pasado estaba todavía oculto en ella, como el fuego bajo la ceniza, lo mismo daba saberlo y atenerse a ello.
Inmóvil en su lecho, respiraba el aire fresco que entraba por la ventana abierta. ¿Cómo vivía la otra gente? ¿Tropezando a cada paso como le ocurría a ella? Sin embargo, sus exigencias eran pocas. Poseía casi todas las cosas por las cuales la gente luchaba loca de deseo; dinero, posición, cultura, todo. No obstante, poseyendo todas estas cosas, no conseguía apreciarlas; le faltaba algo esencial: una fundamental y necesaria compañía, este bien que nada tiene que ver con la pobreza y la riqueza. En la vida no había encontrado a nadie en el estado de dárselo, salvo Norman, y Norman no la había amado bastante. ¿Acaso no se lo había confirmado implícitamente aun aquella noche?
Pero esta frialdad afectiva de Norman no le causaba ya, como en otro tiempo, la angustia que tanto la había hecho sufrir. En otra época él la había humillado y ahora ella sabía que Norman se sentía, aun cuando resistiéndose, ligado a ella. De todo esto nacía otro sentimiento más inseguro, pero no demasiado distinto del amor. Él había dicho algo sobre la elección de la felicidad. Esta elección existía. Ella la tenía ahora ante sí. Cuando Alberto se hubiese restablecido, podría decidir ser o no ser desgraciada. ¡Si al menos hubiese podido ser despiadada! Pero no había en ella sentimientos despiadados, y en ello estaba su debilidad. Lily y Norman, estos dos seres opuestos, sosteníanse ambos por una inútil dosis de ruda energía. A ella, en cambio, que todo lo toma en consideración, nada llegaba a serle intolerable. Su vida estaba llena de consideraciones. Suspiró y trató de apartar sus pensamientos de sí misma… Si hubiese ido cuando menos a ver la comedia de Norman… Habría sido una diversión asistir de nuevo a los ensayos. Había pasado horas interminables sentada en teatros vacíos y oscuros siguiendo el ensayo de alguna obra, atenta a la locura de la gente que trataba de encerrar todo el universo en una sola disertación, en un movimiento…
Pero Alberto curaría. Cansada, se adormeció, pero el cerebro permanecía desierto y fue recordando fragmentariamente. Alberto curaría… Pero existía Norman que jamás había olvidado. Profundos dilemas la aguardaban. Vio su propia minúscula figura emergiendo de un sendero entre dos enormes peñascos. ¡Las montañas de Alberto!
De repente el teléfono sonó junto a su lecho, despabilándola. La voz de Norman sonó en su oído.
—¿Kit?
—¿Eh? —repuso ella.
—No sé porque te he llamado.
—Ya estaba casi dormida.
—Yo en cambio, no consigo dormir. He estado trabajando hasta ahora en un ensayo. Tú, ¿qué has hecho?
Ella se apresuró a contestar:
—Alberto está mejor. Cuando regresé a casa estaba gravísimo. Pero ahora la crisis ha sido superada.
Norman guardó silencio un instante. Luego con muchísima calma, dijo:
—Quizá por eso he llamado… para saber lo que me has dicho.
Y colgó el auricular.
—La ciencia —prosiguió diciendo Brame— la ciencia es, quizá lo que más agrada por su seriedad.
Kit no había conseguido conciliar el sueño hasta el alba; luego había dormido hasta muy tarde, pero no había conseguido sacudirse de encima el malestar que le había dejado un sueño insuficiente. Ella y sus padres, rodeados de flores, estaban de nuevo sentados en la biblioteca.
Durante todo el día la servidumbre había luchado, por así decirlo, con las flores. Desde que los periódicos habían anunciado la curación de Albert, las flores no habían cesado de llegar en avalanchas procedentes de todas partes. La señora Tallant no pudo evitar hacer la observación de que no se habrían recibido menos si se hubiera tratado de los funerales del yerno. Ahora que Alberto estaba realmente fuera de peligro, había muchas cosas sobre las cuales ella tenía que tomar cuanto antes sus medidas. El asunto de las enfermeras, por ejemplo. La cocina se hallaba en pleno caos por las contradictorias disposiciones de las enfermeras que estaban siempre como el perro y el gato. La señora Tallant se había abstenido de discutir mientras Alberto estuvo grave; pero ahora que él mejoraba era preciso arreglar un poco las cosas… ¿La ciencia?, decía Brame. La señora concentró su excitada atención en lo que hablaba.
—Es preciso —continuó Brame, sentado ante la gran mesa de caoba—, es preciso consolidar la posición del señor Holm. En nuestro país la ciencia es lo que se desea. Nada tan digno y eficaz para atraerse el público respeto como el estudio de cualquier cuestión científica. El público respeta siempre aquello que no entiende. Por eso sería necesario orientar al señor Holm hacia algún trabajo científico afín, en cierta manera, con sus dotes y, por otra parte, no demasiado definitivo, pero suficiente para que ocupara el resto de sus días. Esto serviría perfectamente para nuestro caso y, ante los ojos del público, lo colocaría a él en una posición a la vez firme y digna.
—¿Qué es lo que usted propone? —preguntó blandamente el señor Tallant.
Era preciso, y lo sabía muy bien, llegar a una concreción formal. Por eso precisamente había recurrido a los servicios de Brame, porque era un hombre que acababa siempre de llegar a algo sólido, por poco que se tuviese paciencia para esperar.
—Propongo una segunda expedición —repuso rápidamente el agente—. Pero de ningún modo como la primera. No, en otros términos, una aventura, sino una expedición científicamente organizada. —Volvióse hacia Kit—. ¿Le ha hablado a usted alguna vez de una segunda expedición? —preguntó.
Kit se acordó de la noche en la terraza de Gail, cuando Alberto contemplaba la ciudad.
—Una vez me dijo que le gustaría volver a sus montañas —repuso.
—Sería lo mejor —se apresuró a contestar Brame—. El público ama la repetición de todo original con adición de aventura, pero siguiendo siempre la antigua tendencia. Las modificaciones, en cambio, no le gustan. Pongan por caso que el señor Holm se dedique a una investigación académica o científica completamente solo. Esto no haría ningún bien al mantenimiento de su posición. El público se desorientaría. Al señor Holm le conocen como explorador y así lo califican. Ha de continuar siendo explorador. Pero tenemos necesidad de examinar esta actividad suya desde distintos puntos de vista. La ciencia…
—¡Pero Alberto no entiende de ciencia ni poco ni mucho! —exclamó la señora Tallant.
Estaba sentada en una gran poltrona forrada de cretona, en una actitud majestuosa e irritada.
—¡Ah, señora, aguarde! —exclamó Brame. Extrajo de su bolsillo un pañuelo blanquísimo y limpió con él sus gafas—. No es preciso que entienda; nosotros podemos emplear casi gratis a los científicos que sean necesarios. Científicos los hay a montones… sólo escasean quizás, los matemáticos. No, el verdadero problema estriba en lo siguiente: ¿qué hay digno de estudio en las grandes altitudes? Una cuestión pura y simplemente investigadora no ofrecería ningún atractivo para el alma popular, siempre ardientemente sentimental. Es preciso que exista un algo con visos de humanidad, o excelsamente científico, en torno a lo cual sea posible centrar la finalidad de la expedición. Al público, cuando se trata de héroes jóvenes, le agradan los héroes serios. ¿Me comprenden?
—¿A partir de qué edad Alberto puede comenzar a prescindir de la seriedad? —preguntó Kit con una sonrisa algo forzada.
—No entiendo bien —repuso Brame, con una gravedad algo desconcertada.
El señor Tallant sonrió al encontrar de pronto la mirada de su hija. Ella le devolvió la sonrisa, y luego suspiró.
—¡Pobre Alberto, que sin darse cuenta de que efectuaba un acto de heroísmo haya arruinado su propia existencia!
—Esto es vida —dijo Alberto, sonriendo al gracioso rostro inclinado sobre él. ¡Qué felicidad, mejorar! Antes no había estado nunca enfermo y ahora veía a todo el mundo ocupándose de él. No tenía ganas de leer; una de las enfermeras de día lo asistía, se pasaba casi todo el tiempo durmiendo; pero de noche, cuando la sustituía la otra, la muchacha rubia, quería que le leyeran durante largas horas. Todos habían salido, Kit le había deseado las buenas noches… Kit era muy cariñosa en aquellos días… Cuando Alberto se despertaba, hallábase junto a la cabecera de su cama, sonriéndole. Todavía convaleciente y falto de fuerzas, podía permanecer como adormecido, sin pensar nada en absoluto ni darse cuenta siquiera, por ejemplo, de cierta expresión de desconsuelo que había en Kit y que se veía claramente en las comisuras de sus labios.
—¡No se preocupe por nada! —habíale recomendado el médico—. Comer, dormir, recuperar fuerzas… He aquí toda su obligación.
Y él no se preocupaba. Pero se sentía dichoso cuando todo el mundo se había ido, y la casa permanecía sumida en la tranquilidad y, al cerrarse las puertas, él se quedaba solo con la enfermera rubia que lo preparaba para pasar la noche (¿cuándo había soñado jamás que podía disponerse de tantas cosas para estar cómodo?). Finalmente la enfermera se sentaba sobre la silla bajo la luz de la lámpara.
—Quítese la cofia para que pueda verle los cabellos —le pedía cada noche. Pero la enfermera sacudía la cabeza—. ¡Vamos, Constancia, sea buena! —insistía él—. ¡Me gusta verlos inundados de luz!
—No puedo, señor Holm —respondía Constancia.
Incluso este modo de dirigirle la palabra suscitaba sus protestas.
—¡Pero si hasta los periódicos me llaman Alberto! —decía.
Pero ella se mantenía firme. Era una enfermera terca: como, por otra parte, todas las mujeres rubias.
¡Qué curiosos sus sentimientos hacia ella! ¿Estaba acaso enamorado? Sea como fuere, resultaba maravilloso renacer después de una catástrofe como aquélla y encontrar a su lado una muchacha graciosa para atenderle y velarle.
—¿Recuerda en qué punto estábamos de nuestro libro, señor Holm? —preguntaba la enfermera, ajustándose el rígido delantal blanco.
Él contestaba bromeando. Ella le sonreía con afable malicia y, con su voz suave y graciosa, daba comienzo a la lectura:
—«La estrechó entre sus brazos…». ¿Es aquí dónde estábamos?
—Para mí la frase suena bien —contestaba él—. Es una idea que me gusta.
Se divertía haciéndola sonreír y sonrosarse. Bostezaba y se desperezaba. Se sentía revivir hasta los huesos. Unos días más y sería de nuevo un hombre. Cada noche se sentía mejor que la anterior. Una semana más y se despertaría en él la furiosa impaciencia por salir y andar… ¿Hacia dónde, por cierto? Había durado tanto tiempo su olvido de todas las cosas… Una vez estuviese restablecido, podría, quizá, volver a emprender sus escaladas. Hacía tanto tiempo que no pensaba en las montañas, ¿por qué? Era extraño: volviendo a pensar en ellas, sentía despertarse otra vez en su alma la manía de las ascensiones.
Aquella noche la enfermera comenzó leyendo:
—«Él la estrechó entre sus brazos y la besó largamente en los labios. Era la primera vez que el amor lo arrastraba de aquella manera, haciendo de él un hombre puro y bueno».
Alberto contemplaba el hermoso perfil bajo la luz de la lámpara y escuchaba la voz gentil que, como una límpida corriente, llevaba consigo las ardientes palabras. Quién sabe si… No, basta de tonterías. Había tomado una resolución muy firme la noche que, en casa de Gail, aquella mujer —¿cómo se llamaba?— había querido bromear diabólicamente con él, proponiéndole —ebria ella también— que se divorciara de Kit. ¡Cómo podía divorciarse de una mujercita como la que él tenía! ¡No, basta de tonterías! Estaba satisfecho de que Constancia no fuera tan fácil como otras muchachas. En el silencio de la enorme mansión, la escuchaba medio adormecido, con un sentimiento de cálido bienestar. Esto no le había ocurrido nunca mientras no estuvo enfermo. Pero en aquella amplia estancia, rodeado de gente que lo cuidaba, se sentía maravillosamente. Y no se había equivocado casándose con Kit Tallant… ¿Cómo diablos podía esperarse, pues, la extraña actitud de la muchacha cuando había decidido precisamente no cometer más locuras? Y no había hecho ninguna locura; únicamente —esto era todo—, a la mañana siguiente le había cogido las manos cuando la enfermera de noche se disponía a abandonar su turno. Desde luego, aun cuando hubiese tenido otros propósitos, no hubiera sido tan estúpido como para arriesgarse precisamente en aquella hora, con el peligro de ver aparecer, de un momento a otro, a la vieja Prynne, la enfermera de día. No, se había limitado a coger la mano de Constancia y a estrechársela mientras ella cepillaba sus cabellos. Había hecho lo mismo otras veces, y Constancia había tratado siempre de evitarlo, diciendo:
—¡Por favor, señor Holm!
En cambio, en aquella ocasión, ¿qué había ocurrido? La muchacha lo había mirado con el rostro alterado y, sin pronunciar una sola palabra, se había abandonado sobre su lecho, ocultando su rostro en el cuello de él, ¡y en el preciso instante en que la vieja Prynne llegaba para hacerse cargo de su turno!
—¡Constancia! —susurró Alberto—. ¡Levántese!
Y ella se había levantado.
¡Bah! Confiaba en que la suerte no le reservara un espectáculo tan desagradable como el de una escena entre las dos mujeres.
—¡Señorita Weathers! —dijo la Prynne, con la voz del que muerde una manzana agria.
Y Constancia, agresiva como una víbora, saltó:
—¿Qué pasa señorita Prynne?
—¡Podría hablar con quien yo sé! —chilló a su vez la otra.
—¡Pues bien, hágalo!
—Lo haré, pero antes me despediré de esta casa.
—¡No lo hará antes que yo, porque yo me despido ahora mismo!
Lo asustaron.
—¡Constancia —suplicó—, no se marche!
Hubiera sido mejor que se hubiese callado, pues la Prynne le lanzó una mirada fulminante y, dando media vuelta, salió. Constancia ocultó su rostro entre las manos y empezó a llorar. ¡Mujeres! Siempre tomaban las cosas por lo trágico. Se volvió de lado y cerró los ojos. ¡Que se fueran todas al diablo! Para él pertenecían al infierno…
La señora Tallant, dispuesta ya muy temprano para salir de compras con Gail —que llegaría después del desayuno con su esposo—, se paró delante de la puerta, a través de la cual oíanse gritos de mujer en la habitación de Alberto.
—Pero ¿qué demonios sucede? —exclamó. Mas antes de que tuviera tiempo de comprobarlo, la señorita Prynne irrumpió como un bólido en el rellano, dando un portazo tras de ella—. ¡Señorita Prynne! —le reprendió severamente la señora Tallant. La enfermera se volvió con el furor pintado en su faz enrojecida y cuadrada.
—Me despido, señora Tallant —dijo furiosa—. ¡No estoy acostumbrada a casas de este género!
La indignación de la señora Tallant se hizo majestuosa.
—¡Me refiero a casas donde la enfermera de noche se comporta de un modo escandaloso! —añadió con voz potente la señorita Prynne—. Yo soy una profesional, señora Tallant, y he estado acostumbrada a no permitir que el enfermo entregado a mis cuidados se tome ciertas libertades inadmisibles. ¡Y precisamente ahora, señora, en la habitación del señor Holm, cuando iba a hacerme cargo de mi turno, he podido comprobar que no todas piensan lo mismo que yo!
—Hágame el favor de venir a explicarse en la biblioteca —dijo la señora Tallant, apresurándose a bajar.
Gail se hallaba a la entrada en aquel momento. Acababa de llegar, y estaba encantadora, tan alta, esbelta y atractiva con su abrigo de piel lisa y oscura, y el pequeño sombrero rojo. Al ver a su madre la saludó alegremente con la mano. La señora Tallant se mostró más que satisfecha al encontrarse en aquel momento con su hija mayor.
—Ven tú también a la biblioteca —murmuró—. Hay no sé qué lío entre Alberto y las enfermeras.
Podía hablar con toda franqueza a Gail, y Gail, frunciendo sus finas cejas, la siguió.
Pero la señora Tallant no esperaba encontrar a Kit en la biblioteca, acurrucada en el gran sofá, con sus pies apoyados en el suelo y abierto sobre sus rodillas el libro que había estado leyendo. Al ver entrar a su madre y hermana, se incorporó sobre su asiento y las miró con una mirada vacilante.
—¿Ya estabas durmiendo a esta hora? —le preguntó bruscamente su madre.
—No, vine aquí inmediatamente después de haber desayunado con papá. Había un libro que me interesaba.
La señora Tallant reflexionó rápidamente. Lo mismo daba que Kit lo supiera. Ya era hora de que dejara de servir de tapadera. Un día u otro, Kit, sola, tendría que hacer frente a la situación.
—¡Hola, Kit! —dijo Gail con su tono habitual.
Tomó asiento y encendió un cigarrillo. Los ojos le brillaban, Se estaba preparando una bonita escena… Veía ya el momento de contársela aquella noche durante la cena a su marido que disfrutaba tanto como ella con los chismes. Gran parte de la bondad de su recíproca compañía nacía de este gusto común.
—Kit, se ha producido algo turbio entre las enfermeras —comenzó su madre.
Precisamente en aquel momento alguien llamó a la puerta y entró la señorita Prynne con la cofia puesta y arrogante como siempre. Con los labios fruncidos miró a las tres señoras.
—Diga pronto lo que tenga que decir, señorita Prynne —le ordenó la señora Tallant—. Tengo mucho que hacer hoy.
—Sencillamente, deseo marcharme, señora —repuso con tono frío la enfermera—. Yo soy una mujer respetable.
—Le ruego que me diga lo que ha ocurrido —dijo la señora Tallant con firme paciencia.
—Cuando entré esta mañana en la habitación del señor Holm, encontré a la enfermera de noche en brazos del enfermo —declaró sin rodeos la señorita Prynne—. Yo, realmente, no estoy habituada a escenas de este género.
—¡Cómo! —exclamó aterrorizada la señora Tallant, casi arrepentida de pronto por haber pedido una información demasiado precisa, Kit pareció a punto de desmayarse.
Pero Gail se echó a reír alegremente.
—¡Ahora ésta! —exclamó—. ¡Alberto es verdaderamente irresistible! ¿Quiere apostar señorita Prynne, a que toda la culpa es de la enfermera de noche? ¡Pobre Alberto…, todas se comportan así con él! ¡Estoy admirada de usted, señorita Prynne, de usted que ha resistido al hechizo fatal! Pero ¿cómo?, ¡si todas las mujeres se enamoran de Alberto!
El rostro de la señorita Prynne volvió a congestionarse.
—Yo no me permito… —comenzó; pero una nueva risita de Gail le cortó la palabra.
—¡Oh, usted también! ¡Qué divertido, qué divertido! —exclamaba Gail entre risas—. Kit, ¿qué te había dicho? ¿No te dije que las dos se enamorarían de Alberto antes de que se curase?
—Tanto usted como la señorita Weathers pueden irse —dijo con dureza la señora Tallant a la enfermera—. Pediré al médico que me recomiende otras enfermeras. ¿Gail, estás lista?
Se levantaron juntas, y la señorita Prynne se encontró fuera de la biblioteca, sola y ante una puerta cerrada. Ya estaba.
… No volvió a subir. Se dirigió a la escalera de servicio; se puso el sombrero y el abrigo y salió a escondidas. Las mujeres que dejaba tras sí eran mujeres malas, mujeres ligeras: todas las ricas eran así, las ricas que no tenían nada que hacer. Lo que más le había ofendido fue aquella frase de Gail… sí, ¡todas las mujeres se enamoraban de Alberto! ¡No resultaba fácil enamorarse de una mujer de su edad! Ella había tratado de imaginarlo como un hijo suyo, esto había sido todo; el hijo que hubiese podido tener si se hubiese casado. He aquí por qué aquella mañana, al entrar y ver la escena, se había exaltado tanto. Desde hacía mucho tiempo se había dado cuenta de que aquel tipo de muchacha, la Weathers, no era adecuado, no, para un muchacho como Alberto… ¡Pobrecillo! Evidentemente, era joven e inocente. Pero era mejor no volver al verle. Quizá, cuando estuviese restablecido, le escribiría una carta para decirle el honor que había sido para ella poder cuidarlo. ¡Bah! Era mejor llamar al médico y explicarle el caso. ¡Pobre muchacho! Sabía ella que cualquier cosa que le ocurriese no sería culpa suya… con las mujeres que corrían…
Detrás de la puerta cerrada, la señora Tallant y Gail miraron inmediatamente a Kit. Estaba tranquilísima.
—Gracias, Gail —dijo—. Has sido muy amable.
—Siempre es mejor reírse de cosas como éstas —repuso su hermana—. Además, es algo de lo cual no puedes culpar a Alberto, Kit. Es un hecho que se repetirá.
—Lo sé —dijo Kit. Miró a su hermana, luego a su madre, y continuó con su voz tranquila habitual—: Precisamente porque es así —sus labios la traicionaron con un leve temblor—, precisamente porque es así, he decidido no resignarme más a ello.
—¡Kit! —exclamó su madre.
—No me resigno —añadió Kit.
Sólo en aquel preciso instante había terminado de tomar aquella decisión. A partir de aquel momento se sentía dispuesta a cortar por lo sano, a liberarse. Norman tenía razón, tenía siempre razón. Ser libre bastaba; era el único final feliz. Ella había perdido la fe en el amor o el derecho a la felicidad; por esto, desde luego, podía obtener la libertad.
Gail se sentó. Conocía aquella expresión en los ojos de Kit, y se dijo que su decisión estaba tomada seriamente. La primera vez que había visto en ella esta expresión había sido años atrás cuando Kit, que sentía un verdadero pánico por el agua, se decidió a efectuar una gran zambullida.
—¡Kit —había exclamado entonces Gail, riendo—, te ahogarás, ve con cuidado!
—No me importa ahogarme —había contestado la pequeña Kit; y se había lanzado al agua.
Gail miró fijamente a su madre y la señora Tallant se sentó a su vez.
—Kit, no hablas acaso de divorcio, ¿verdad? —preguntó.
La miró, y en aquel instante sintió Kit que Gail estaba a su lado. En efecto, la vio levantarse, quitarse el abrigo y el sombrero y volver a tomar asiento sobre su silla.
—¿De qué he de hablar entonces? —preguntó Kit con sencillez.
—Vamos, Kit —comenzó la señora Tallant. Tenía que reflexionar rápidamente y evitar que su hija fuera víctima de uno de esos estados de ánimo que la hacían irreflexiva, obstinada y sorda a cualquier razonamiento—. Alberto no es tan malo como para que te veas obligada a solicitar el divorcio. Es exasperante, lo sé; pero, querida, encontrarás defectos en todos los hombres. Sabes muy bien, tú misma lo confesaste una vez, que aquel joven escritor (¿cómo se llama, a propósito?) te fastidiaba hablándote continuamente de sus obras.
—Esto no tiene nada que ver ahora con lo que ocurre —replicó Kit.
Hubiese deseado añadir algo más, pero guardó silencio.
—No existen matrimonios perfectamente dichosos, como en las novelas —prosiguió la señora Tallant con mucha gravedad—. Existen, en cambio, matrimonios acertados, esos en los que la mujer ha decidido adaptarse a ignorar mucho y a hacer un tesoro de lo poco. Me atrevo a decir que por esto Gail se amolda a ciertas debilidades de Harvey. ¿No es cierto, Gail?
—Así es —murmuró Gail. Y al decir esto casi cerró los ojos—. Algunas veces lo detesto.
—Precisamente —apoyó la señora Tallant—. Cualquiera a quien preguntes te dirá lo mismo. A menos que no sea tan tonta como para temer el divorcio; algunas veces es la única solución. Pero a la gente, aquí en América, no les gusta el divorcio… Me refiero a la gente que tiene formado un concepto tan elevado de Alberto.
Gail apoyó a su madre aportando una serie de casos que confirmaban cuanto ella estaba diciendo. Pero casi al instante su madre la interrumpió para continuar hablando.
—No quiero oír hablar de divorcio; no, por lo menos de un divorcio repentino, Kit. Sería pedir demasiado a tu familia. ¡Piensa en el escándalo! Porque no sería un divorcio como todos los demás; saldrían a relucir quién sabe cuántas habladurías. Todos se preguntarían por qué, y esas estúpidas mujeres enamoradas de él no creerían jamás que el divorcio se hubiera pedido por culpa suya. Tú perderías, Kit, y también nosotros, todos nosotros; nos desacreditaríamos.
—Claro está, Kit, que si no le quieres… —intervino Gail.
Kit miró a su hermana y se mordió los labios. No tenía que permitirles que fueran demasiado lejos, por lo menos en estos momentos que ni ella misma sabía aún a punto fijo lo que quería.
Gail tuvo un sincero rasgo de simpatía hacia Kit. ¡Si hubiese podido hablarle de mujer a mujer! Pero jamás se había revelado a su hermana bajo este aspecto, e ignoraba hasta qué punto podía fiar en el poder de soportación del poder de Kit para cierta confidencia escabrosa… Por esto ahora hablaba exclusivamente como una mujer juiciosamente casada, defendiendo todavía la causa de Alberto.
¡Era tan bueno, y el divorcio estaba tan poco de moda! Aquella muchacha, la enfermera, ¿quién era, al fin y al cabo? Muchos hombres cometen tonterías; cosas sin importancia…
—Kit —le pidió su madre—, prométeme, por lo menos, que no tomarás ninguna decisión antes de haber meditado bien las cosas. Hazlo por todos nosotros.
—Lo prometo —dijo Kit.
—Se inclinó, recogió el libro y lo apoyó abierto sobre sus rodillas. Era una obra del poeta William Blake. Había sentido deseos de leer cualquier cosa que la alejara de la realidad… ¡Había demasiada realidad en su vida aquellos días! Y a diario ésta la apremiaba más.
—Así está bien —dijo con vivacidad su madre; luego, con un suspiro, añadió—: ¡Me siento tan fatigada! ¡Ni siquiera sé si me conviene salir o no, Gail!
Gail se estaba poniendo de nuevo el abrigo.
—¡Vamos! —dijo con firmeza—. No hay como ir de compras para recobrar los ánimos.
—Pero… —dijo su madre resistiéndose. Se acercó a Kit y la besó—. Cuento con tu discreción —murmuró.
—Quiero hacer lo que sea justo —repuso Kit, en voz alta.
—Lo sé, querida —contestó su madre—. ¡Oh, he de telefonear al médico para las enfermeras! —añadió.
Salió acompañada de Gail, dejando a Kit sola. Kit sintió la necesidad de una amistad, de una guía, aunque fuera fría y despiadada —pero no la de Gail— que ordenase las confusas directrices de sus complicadas aventuras. Si alguien conseguía hacerlo, ella vería con mayor claridad. No había que fiarse demasiado de los sentimientos. ¿No había confiado acaso en los de Norman y se había visto luego abandonada? Y, siguiendo un ciego impulso del alma, ¿no se había entregado a Alberto? Si un largo y penoso monólogo interior no le había proporcionado un esclarecimiento de las cosas, quizás algo externo y frío podría hacer el milagro. Tenía necesidad de claridad, de una fría claridad que la guiase. Reflexionó un momento. ¿Por qué no recurrir a Roger Brame? Nadie en el mundo era tan claro y frío como él.
Pronto decidió hacerle una visita.
Andar sola le había sentado bien. El aire puro y penetrante de aquel día de invierno le despejó el cerebro y reavivó la circulación de la sangre. Entró en el ascensor.
—Treinta y tres, por favor —dijo.
Vertiginosamente se sintió transportada hacia la altura. Hacia el piso pedido. Al salir del ascensor, vio unas palabras con letras de oro: «Roger Brame, Oficina de Publicidad». Entró en una minúscula antecámara donde una mujer de mediana edad, sencillamente vestida, escribía a máquina. Un poco más allá, en un pequeño despacho, entrevió la cabeza casi calva de Brame que se levantó para mirarla. Luego Brame se puso bruscamente de pie, tratando de dominar su sorpresa.
—¡Señora Holm! —exclamó—. Me siento honradísimo. —Salió de detrás de su mesa y ella sintió el rápido contacto de su mano en la suya—. Pase, haga el favor. ¿En qué puedo servirle?
Kit entró en el despacho tapizado con innumerables fotografías de gran tamaño con sus respectivos autógrafos. En la habitación sólo había una mesa y algunas estanterías.
—Mis clientes —dijo Brame, señalando los retratos.
Cien rostros miraron a Kit; rostros sonrientes de artistas o caras pensativas de escritores famosos, conferenciantes y exploradores. En aquel sórdido cuartito, Roger Brame había elaborado sus planes de publicidad para numerosas personalidades destacadas.
Algunas de ellas eran conocidas de Kit; otras muchas, en cambio, no lo eran. Pocas vivían ya e incluso éstas, ¡cómo habían cambiado! En aquella pared, elegida por ellos o por Brame, figuraba su efigie recogida en el breve y más destacado momento de su fama.
—A propósito —continuó Brame—, desde hace mucho tiempo tengo la intención de pedirle permiso para exponer también un retrato del señor Holm.
—Desde luego, puede hacerlo —murmuró ella.
¡Ah, Alberto pertenecía también a aquel grupo; era una criatura del señor Brame!…
El agente abrió un cajón y extrajo una gran fotografía.
—Ésta es la que he escogido.
Se la mostró.
—La recuerdo —dijo Kit; y se quedó contemplando a Alberto.
Era una de las fotografías más logradas; estaba de pie con las manos en los bolsillos, despeinado, mirando hacia ella con sus claros ojos sonrientes. Al mirarlos ahora, le pareció que se iban tornando azules.
—Creo que personifica exactamente la imagen que hemos creado de él —dijo Brumo con tono crítico.
—En efecto —repuso ella, dejando el retrato.
Era realmente la fotografía precisa, la más adecuada para figurar en las paredes del cuarto de Brame.
Brame tomó asiento ante su mesa, esperando que Kit abordase el objeto de su visita. Ella le miró y, rompiendo con toda vacilación, dijo de pronto:
—Señor Brame, quisiera que me contestase, en la forma más concreta, sobre cuáles serían las consecuencias públicas para mi familia y para Alberto si yo solicitase el divorcio.
Le miraba fijamente, Pero Brame no contestó en seguida. Inmediatamente se dijo que un accidente semejante no había entrado en sus previsiones. Todo tendría que hacerse de nuevo, y, ¡qué enojoso resultaría por cuanto el banquero Tallant era su cliente! Por otra parte, sería prudente y además lógico, considerar a ambos en una justa medida… Pero ¡qué penoso, qué confuso y difícil asunto!…
—Me temo un verdadero desastre —dijo con calma.
Kit, satisfecha de que no le hiciese preguntas, aguardó a que se explicara.
—El público —prosiguió Brame— exige a su héroes mucho más que cuanto pide a un hombre cualquiera. Ahora es tan común el divorcio que no provoca escándalo ninguno, a menos que se trate de un personaje como Alberto Holm. En tal caso sólo se tolera una libertad mínima por la sencilla razón de que el público desea creer que su héroe es, es… —Buscó la frase adecuada, y finalmente, sonriendo, añadió—: «Un caballero sin miedo y sin tacha», ya me comprende usted. Al público no le cautiva la idea de que su héroe es víctima de sus mismas tentaciones y menos que sucumba a ellas. —Tosió, la miró fugazmente y prosiguió—: No sé muy bien, señora Holm, si le han dicho… si está al corriente de un caso precedente, llamémosle así, en la vida del señor Holm…
—¿Se refiere a su primer matrimonio? Sí, estoy informada —le interrumpió.
Él pareció aliviado. ¡Así, pues, lo sabía! Y, por lo que podía comprobar, estaba tranquila. Pero nadie estaba en condiciones de adivinar qué era lo que pasaba por la cabeza de las mujeres decididas y de ojos oscuros como Kit.
—Que el caso se repitiera —añadió— sería tanto más deplorable cuando que el primer divorcio, hasta ahora afortunadamente ignorado por el público, saldría de nuevo a relucir y bajo su aspecto menos edificante. Hoy por hoy, si la noticia del divorcio se difundiese, yo ya tengo preparado un contraataque con objeto de atenuar el efecto que produciría en el ánimo del público. Pero una repetición, y esta vez para divorciarse de la hija de Roberto Tallant —aquí movió la cabeza—, le socavaría peligrosamente el terreno. Por mi parte, me sentiría prácticamente impotente.
—Lo comprendo —contestó Kit con firmeza.
—En cuanto a su familia —la mirada de comprensión de su interlocutora lo había evidentemente animado—, en cuanto a su familia, las consecuencias serían también… difíciles. El motivo del divorcio sería la crueldad mental de su esposo hacia usted. Pero ¿qué quiere decir «crueldad mental»? El campo es tan vasto como para que el público pueda lanzarse a todas las interpretaciones que quiera. En su caso, señora Holm, es preciso que usted recuerde que no goza de la libertad comúnmente concedida en nuestro país a un individuo cualquiera. No existe ninguna ley que pueda impedirle obrar como guste. Pero tenga en cuenta que hasta usted se debe al sentimiento del público; un público que, ¿cómo decirle?, sentimental como es, condenaría a usted o al señor Holm según en la forma en que se presentara el caso. Y no puede excluirse del todo la posibilidad de que les asocie a ambos en la misma condena.
Se detuvo. Kit no dijo nada y se limitó a mirarlo con sus ojos oscuros e impasibles. Imposible saber cuáles eran sus pensamientos. Brame se apresuró a llegar a la idea concreta que había ido meditando.
—Si me lo permite, quisiera proponer que aplazara usted su decisión hasta después de la expedición que estoy estudiando ahora en todos sus pormenores. Podría ocurrir —y aquí hizo una pausa y frunció sus delgados labios— que la expedición consolidase en modo tal la figura de Alberto Holm que le permitiera recibir el golpe del desastre sin consecuencias graves para su popularidad. No lo sé en absoluto y habría que estudiarlo. Si me permite hacer una reflexión, le diré que, considerando cada aspecto y en interés de las dos partes, me parece justo que se aplazara cualquier acción por un período de siete u ocho meses. ¿Puede hacer usted esto, señora Holm?
—Sí.
Brame pensó que ni siquiera en aquella circunstancia descubría ella sus sentimientos. Kit se levantó y le tendió la mano. Era pequeña y él la sintió arder bajo su palma fría.
—Adiós —dijo—. Y le doy las gracias, señor Brame.
Había una palidez tal en su rostro que él tuvo miedo de dejarla salir sola.
—A propósito —dijo para retenerla un momento, el tiempo necesario para pensar en lo que podía hacer—, ¿sabe usted algo acerca de la cuestión financiera para la expedición?
Kit le miró, tratando de ordenar sus propios pensamientos.
—Hubo una vez un individuo —repuso—. Un hombrecillo insignificante, que dijo estar dispuesto a contribuir hasta la suma de cien mil dólares. ¿Sería suficiente? La oferta fue hecha durante un banquete oficial, en ocasión de nuestra primera visita a Nueva York. Creo que su nombre es Alberto Canty.
—¡Alberto Canty! —repitió Brame.
Kit asintió.
—Es uno de los más poderosos hombres de negocios —comentó con solemnidad Brame—. Un eremita, un excéntrico, pero… Perdone, señora Holm, permítame tomar nota. Es muy importante.
—¿De veras? Pero no me es posible esperar más.
Y salió. Brame se dejó caer resoplando sobre su asiento. ¡De buena se había librado! Había trazado el plan de la expedición, pronta a salir en cuanto Alberto estuviese restablecido, y he aquí que ahora llegaba el dinero. Tenía que ir a ver inmediatamente a Canty. En el caso que hubiese habido divorcio toda su labor se habría convertido en humo. Pero la esposa de Alberto Holm era una mujer razonable; por algo era hija de Roberto Tallant.
Bajo el sol radiante, Kit, caminando hacia casa, entre toda aquella gente atareada, compartía la clara frialdad de Brame. El aplazamiento era justo. Sabía que estaba hecho a conciencia, cualesquiera que pudieran ser las consecuencias. Pensó con orgullo que había de ser recto cada paso dado hacia la consecuencia de su actitud. Continuaría andando en línea recta, jugando con lealtad, hasta que Alberto no hubiese explotado todas sus posibilidades. Esto quería decir que por un tiempo al menos había de evitar otras decisiones.
Con esta disposición de ánimo llegó a casa. Fue informada de que su padre había preguntado por ella. Evidentemente, su madre y Gail ya habían hablado. Se dirigió al teléfono, marcó el número del despacho paterno y aguardó la voz de su padre.
—Kit.
—Soy yo. ¿Qué hay, papá?
—¿Qué ocurre? Tu madre y Gail…
—No te disgustes papá; yo no… No, por lo menos antes de la expedición…
—Pero tu madre me ha dicho…
Ella advirtió la ansiedad en la voz paterna.
—Lo sé. Esta mañana había decidido en realidad sí… Pero he ido a ver a Brame y me ha convencido de que hoy por hoy sería… desastroso.
—Claro, claro, y estoy contento de que tú lo veas así.
—Lo veo, papá.
Él vaciló.
—Pero si te sientes desgraciada, Kit, tenemos que examinar, naturalmente, lo que conviene hacer.
—Esperaremos, papá. Ya verás. Mientras, es mejor que no se hable de ello, que no se diga nada a nadie, ¿verdad, papá?
—No diré nada, se comprende —prometió él—. A menos que tú desees…
—He decidido demorarlo —repuso Kit.
—Eres una buena chica.
El cumplido fue hecho con voz cálida y cordial. La conversación terminó aquí.
También su padre juzgaba que su conducta era justa, y esta opinión acabó por sellar su decisión.
—¡Gracias a Dios! Menos mal que esas mujeres se han ido —dijo Alberto a Kit aquella noche, aludiendo a las enfermeras.
Kit, a continuación, le informó de la expedición y él acogió la idea con verdadero entusiasmo.
—¡Espléndido! —exclamó—. ¡Ésta es una idea razonable!… Durante las largas horas de mi enfermedad, quién sabe cuántas veces me he preguntado qué es lo que haría una vez estuviese restablecido. Esperaba precisamente algo… algo tonificante. Créeme, mis piernas me hormigueaban; estoy dispuesto a ir al otro lado del mundo. No puedo soportar más esta inmovilidad.
—Estate quieto, Alberto —le dijo ella sonriendo.
Y luego, al verla algo abatida, se apresuró a repetir que estaba contento de que aquellas mujeres se hubiesen marchado. Quizá aquella mañana la vieja Prynne había hablado; algo desde luego, había trascendido. No había vuelto a ver a la señorita Prynne, y cerca del mediodía había aparecido un hombre de mediana edad con una cara parecida a la de un pájaro: el nuevo enfermero. Alberto lo había acogido con una sonrisa mueca, y había dicho:
—Apuesto a que la vieja se ha encargado de buscarle.
El individuo se había limitado a responder en tono seco diciendo que se llamaba Brown. Resultó realmente desagradable que unas manos masculinas le incorporaran sobre las almohadas. Luego llegó la noche y no hubo la menor traza de la enfermera rubia. La asistencia nocturna, le informó Brown, había sido suspendida. Él, Brown, dormiría en el cuartito contiguo sobre un diván. Alberto había permanecido largo rato tristemente pensativo, diciéndose que no volvería a ver a la enfermera rubia, a menos que consiguiese obtener su dirección una vez estuviese curado. Luego apareció Kit y le informó de la nueva expedición de la cual él sería jefe. ¡Al diablo con la rubia!, se dijo Alberto de repente. No quería saber nada de ella, ¡que se fueran todas al infierno! No veía la hora de recobrar la salud y lanzarse a la nueva empresa. Deseaba sentir bajo sus pies la tierra de las montañas. La manía de las ascensiones volvió a poseerlo. Si Kit se había molestado por el asunto de la enfermera rubia, él se apresuraría a decirle que esto no tenía la menor importancia, que la amaba siempre y que siempre le había sido absolutamente fiel. Él creía en la fidelidad hacia la mujer propia y se decía que su conciencia no le permitiría jamás dormir con otra mujer, mientras estuviese casado. En tanto no ocurriese lo peor, su mujer —se decía—, tenía que sentirse contenta. Muchas mujeres no tenían un marido como él. Estaba preparado para defenderse, pero Kit no dijo nada que dejase traslucir sus sentimientos o que demostrase que estaba enterada de alguna cosa… En cambio, habló largamente de la expedición, y no había transcurrido mucho tiempo cuando ella le hizo una curiosa pregunta…
—Alberto —preguntó—, ¿puedes justificar una expedición como ésta con un buen motivo científico?
—Yo —dijo sonriendo—, sólo conquisto montañas por deporte.
—Está bien, pero ¿qué cosas se pueden encontrar sobre las cimas? —insistió ella.
Él se dio cuenta de que estaba hablando en serio y por esto, algo preocupado, se puso a la defensiva como le ocurría siempre cuando Kit no bromeaba.
—No se encuentra gran cosa —afirmó—. El viejo Fessaday hablaba de algo que podía ayudarle a predecir el tiempo para el año próximo, pero yo no le hice nunca mucho caso.
—¿Meteorología?
—Algo por el estilo —repuso Alberto con indolencia. Luego, con un brillo inesperado en los ojos, dijo—: No, Kit, la meteorología no es lo que verdaderamente atrae. Es en cambio, el riesgo y ese jugarse el todo por el todo. El viento parece llevarte hasta arriba; el frío atenaza tus huesos y no puedes fiarte de la niebla que de un momento a otro puede abrirse debajo de ti en una vorágine que te traga a cien o quizá mil metros de profundidad. Hay, entre las paredes de hielo, tan azules como el cielo, algunos abismos que no tienen fondo. ¿Qué es lo que hace la nieve tan azul? Realmente no lo sé.
La miraba con ojos de un éxtasis infantil.
—Supongo —dijo ella— que es azul porque el agua, en su estado de pureza, es siempre ligeramente azul.
Sí, ahora comprendía lo que Gail quería decir cuando aseguraba que el hechizo de Alberto se hallaba en su candor.
—¡Ah, ya! —dijo él. Luego, estirando una tras de otra sus piernas—: ¡Bah, no veo la hora de poder salir! ¿Puedo empezar mañana?
—No mañana precisamente —repuso Kit—. Pero sí en cuanto estés restablecido y todo lo demás esté listo.
De pronto se quedó inmóvil sobre su lecho.
—De acuerdo. Dame un lápiz y un poco de papel, Kit. Quiero empezar a coordinar un poco las ideas. Para una empresa como ésta es preciso tener los planes bien estudiados.
Kit pensó que se necesitaba otra cosa para estudiarlos. Tal vez él consideraba la empresa como una expedición completamente suya…
Pero fue a buscarle papel y lápiz.
Alberto se reveló inesperadamente como muy hábil organizador. Mejoraba cada día y el estudio de los detalles de la expedición obraba sobre él como un tónico. En lugar de permanecer tendido sobre su lecho, aguardando que alguien le llevara un vaso de naranjada a los labios o le arreglase la cama, comenzó a llevar a cabo secretos esfuerzos para poder levantarse. Brown, con la agitación de un pájaro, se apresuró a comunicar al médico que el enfermo infringía las órdenes.
—¡Eh! —le respondió con afecto el médico—. Tendrá que quedarse en la cama. ¿Pretende acaso echar a perder su corazón?
Todos sabían que Alberto se preparaba para una importante expedición a la inexplorada región del Himalaya. Roger Brame había llevado las cosas muy bien, enviando algunos comunicados que la Prensa se había encargado de divulgar por todas partes. Aquellos comunicados eran lo que él llamaba «entremeses estimulantes». Las informaciones más sustanciosas vendrían más adelante.
Mientras tanto, Alberto no se concedía un minuto de reposo en la elaboración del plan para la expedición. Repetía un aforismo suyo predilecto asegurando que en una empresa de esta clase el jefe tenía que ser amado por todos. Por esto la elección de los miembros para la expedición era una tarea fácil. A medida que iba recobrando las fuerzas, sentado en una butaca, envuelto en un suntuoso batín de brocado azul, recibía a numerosos aspirantes. Sus armarios estaban atestados de batines obsequio de sus admiradores, y él, entre tantos, había elegido ocho; los demás, siguiendo el consejo de Brame, pensaba regalarlos al Hospital de Inválidos. Sería una buena acción, ya que por lo demás, no podía restituirse a sus donadores, puesto que, en la mayoría de los casos, habían sido regalos anónimos. Casi siempre, en efecto, llegaban con un billetito que decía: «De una ardiente admiradora», o bien con frases análogas. Entre todos, aquel batín azul era su predilecto.
Envuelto en él, pronto estuvo en condiciones de dirigirse con paso incierto hacia la habitación de Kit, transformada ahora en un salón para él donde recibía a los aspirantes a formar parte de su expedición. Los había a centenares. Sólo unos treinta y tantos fueron admitidos. Las solicitudes de los que sobrepasaban los treinta y cinco años no fueron tomadas en consideración. Alberto no quería admitirlos para no correr el riesgo de tener que malograr la expedición por causa de alguna enfermedad, como le había ocurrido a la expedición Fessaday con el meteorólogo.
—¿Cómo te arreglarás para encontrar compañeros. Alberto? —le había preguntado Kit.
Pero él repuso, con indiferencia:
—¿Cómo me encontró a mí el viejo Fessaday? Pues del mismo modo yo encontraré compañeros.
Aunque no lo confesó, a Kit no dejó de chocarle aquella seguridad. Apenas se supo que Alberto Holm estaba decidido a efectuar una nueva empresa arriesgada, las solicitudes llovieron bajo la forma de cartas, telegramas y visitas personales, sin previo aviso. El secretario de Alberto era el encargado de seleccionar a los aspirantes: nadie que contara más de treinta y cinco años de edad, nadie que no tuviese una experiencia alpina, nadie que no estuviese en perfectas condiciones físicas. Luego los seleccionados fueron introducidos en la habitación de Alberto. Eran jóvenes y animosos, dispuestos a prestar cualquier servicio, mientras pudieran conseguir con ello formar parte de la empresa al lado de Alberto Holm. Con casi todos ellos hizo uso de la mayor severidad, confiando únicamente en su olfato.
—Cuando miro un rostro cualquiera —decíale a Kit— me parece que olfateo su carácter, es instinto. Recuerdo los nombres de los que me resultan simpáticos; en cambio me olvido de los otros. Así me ocurre ahora. Luego procedo a una selección entre los que me han resultado agradables, No quiero más que una docena de hombres en total y todos absolutamente seguros.
No obstante, Brame insistía con firmeza en favor de cierto candidato, un tal Juan Baker, científico impuesto por Canty, un hombre muy simpático. Baker tenía, entre otros cometidos, el de efectuar unos estudios botánicos sobre los rododendros y las orquídeas; y de estas últimas había prometido a Canty más de un ejemplar para su colección.
¿Qué motivo podía encontrarse para Alberto? Entre todas las montañas tan sólo el Everest reunía las condiciones suficientes para estimular la imaginación del público; pero Alberto no poseía la experiencia necesaria para montaña semejante. Todos se entregaron de lleno a la labor de imaginar un motivo satisfactorio que sirviese de tema para la publicidad de Brame, hasta que un día el mismo Brame se decidió a telefonear a Kit proponiendo una reunión de tres: entre él, Kit y Juan Baker. En cuanto a Alberto, convenía por el momento dejarle aparte, ya que él, como jefe nato, no tenía ninguna afición por las ciencias.
—Cosa muy natural —se apresuró a añadir por teléfono el agente de publicidad con voz áspera—, muy natural, mis clientes suelen…
Y cerró su discurso con frases vagas e inconcluyentes.
De esta manera Kit se encontró una mañana frente a Juan Baker y Brame en el saloncito en el cual Smedley los había introducido. Apenas vio el rostro rudo y la alta y tosca figura de Baker, exclamó impulsivamente:
—¡Oh! Hagan el favor de pasar a la biblioteca, es imposible hablar en este chiribitril.
Una vez en la biblioteca, Brame expuso las razones por las cuales había llevado consigo a Baker, escuchado en silencio por el interesado, cómodamente sentado en su butaca. Sólo al cabo de un rato Baker intervino:
—El alpinismo, si es a esto a lo que se refiere, Brame, no sirve de gran cosa. Lo que impulsa al hombre a escalar las cimas de las montañas es una especie de psicosis, un instinto de evasión de la vida común, y hasta de uno mismo. Pero es un instinto, y como tal es parcialmente ciego.
Brame pareció algo desconcertado.
—¿Quiere decir —preguntó Kit— que las expediciones a cimas muy elevadas no sirven de gran utilidad a la ciencia?
—Precisamente —repuso Baker—. Y, concretamente, me refiero a lugares en los que no existe la vida vegetal. Fessaday afirma tener preparados para su publicación los datos conseguidos en grandes altitudes, útiles para las previsiones meteorológicas; pero no los conozco, y mi especialidad, como saben ustedes son las plantas.
—En nuestro caso —declaró ansioso Brame— es esencial que tengamos una buena razón para nuestra expedición. Alberto Canty está dispuesto a suscribir la suma necesaria.
Juan Baker emitió una risita seca:
—¿Cómo ha logrado llegar hasta Canty? Yo lo he estado trabajando durante años, y durante años me ha repetido que no tenía intención de financiar más expediciones después de su experiencia con yo no sé qué arqueólogo, el cual, después de haber gastado cincuenta mil dólares volvió con una bañera de la época preromana, que parecía… una bañera americana. Ahora está en el museo.
Todos rieron. Brame dijo con modestia:
—No es obra mía, lo confieso. El señor Canty vio al señor Holm a su regreso de China, y en aquella ocasión le prometió financiarle una expedición. Fui a verle días atrás y nuestra conversación ha dado resultados muy satisfactorios.
—Sería prudente que yo viera al señor Holm —dijo Baker, volviéndose a Kit.
Kit se dijo que se trataba de un hombre honrado.
—Estará encantado de conocerle —repuso con tono tranquilo.
Profundamente abstraído, Brame se mordisqueaba el labio inferior.
—Creo —dijo lentamente— que podremos presentar como motivo de la expedición que Alberto Holm va a salir a la búsqueda de plantas raras. —Luego mirando a Baker con una luz de esperanza en los ojos, agregó—: ¿Plantas medicinales, por ejemplo? Sería un buen estímulo.
Pero Juan Baker movió la cabeza con decisión.
—Las plantas por las que yo me intereso no valen un pepino para la humanidad —replicó.
Kit se echó a reír, pero Brame declaró con sobria energía:
—No me desanimo por esto. La expedición tendrá que tener una finalidad y la encontraré, y, además, haré que el público la encuentre justa.
Garrapateó unas líneas de apuntes.
—¿Qué les parece esto? —dijo. Y leyó—: «La expedición Holm, que piensa salir para el Himalaya el 3 de junio del año en curso, tiene, entre otras finalidades científicas, la de llevar a cabo una investigación, por parte de Juan Baker, sobre aspectos hasta la fecha ignorados de la vida vegetal en aquellas regiones. El señor Holm se dedicará en modo particular a más amplios aspectos de la vida en las grandes altitudes». —Kit lo miró maravillada. Brame evitó su mirada, y prosiguió—: Lo que interesa en un caso como éste es dar al público la idea central de la ciencia; ya trabajaremos luego los pormenores. —Se levantó y estrechó la mano de Kit—. La dejo con el señor Baker, señora Holm. Si su esposo se encuentra bastante bien para…
—Está perfectamente hoy —repuso Kit.
—¡Tanto mejor! Tomo nota de ello.
Una vez sola con Juan Baker, Kit dijo:
—¿Quiere que subamos a verle?
—Estoy a sus órdenes —contestó él.
Ella le precedió y abrió la puerta de su antigua habitación donde, en el lugar que ocupaba la cama, había ahora una enorme mesa escritorio. Encima de ésta había un montón de cartas que Brame había ojeado y enviado a Alberto, una vez estuvo éste restablecido. Pero Alberto no las había abierto todavía. Tendido sobre el diván, hacía tamborilear el lápiz sobre sus hermosos dientes, mientras se absorbía en la lectura de los nombres de los jefes de avituallamiento, garrapateados con su caligrafía inclinada.
—Alberto —dijo Kit—, te presento a Juan Baker.
—Buenos días —dijo, mirando a ambos con sus pupilas azules.
Juan Baker se inclinó, no sin cierta afectación y tomó asiento.
—Les dejo para que hablen —dijo Kit, dirigiéndose hacia la salida.
En aquel instante, miró a Alberto de soslayo e inmediatamente comprendió su mirada. Alberto sentía uno de sus «instintos».
«¡Odiará a Juan Baker!», se dijo asombrada.
—Te digo que siento una invencible prevención contra ese fulano —repetía Alberto, obstinado como un mulo—. No me interesa; es uno de esos pozos de ciencia… Le he dicho que no necesitaba de él.
Todos habían acudido a la habitación de Alberto a consecuencia de una agitada llamada telefónica por medio de la cual Brame había presentado la dimisión a Tallant…
—¡Pero no puede usted dimitir, Brame! —había gritado Tallant al teléfono—. ¿Quiere decirme qué vamos a hacer con Alberto?
—No vacilo en decirle a usted, señor Tallant —había contestado el agente con una voz que parecía estallar a través del hilo telefónico—, lo que no me he atrevido a decir esta mañana a Baker, y es que sin el concurso del mismo Baker, el señor Canty no invierte en la expedición un solo centavo. Canty ya no siente hacia el señor Holm el entusiasmo de otros tiempos. No es un alpinista y se ha enterado de ciertas cosas que no son precisamente de su agrado. Sin contar con que es excesivamente católico y abstemio. Esto demuestra que hemos de hacer inmediatamente publicidad con algún elemento concreto, dado que el sentimiento popular está actualmente reaccionando contra la inmoralidad. Canty sabe que Baker es leal, y ha acabado por declarar que se mantendría fiel a la promesa que le hizo en otro tiempo al señor Holm, a condición de que Baker forme parte de la expedición, sabiendo muy bien que Baker no se prestará nunca a peregrinos motivos publicitarios. Repito que temo bastante que el interés del señor Canty hacia el señor Holm haya disminuido mucho. He intentado sugerir el nombre de otro científico de fama, pero éste no siente interés por ello; mejor dicho, no desea formar parte de la expedición, no teniendo la intención, según dice, de sobresalir en la expedición de Alberto Holm.
—Siga trabajando, Brame —había gritado Tallant al agente.
Luego, furioso, había colgado el auricular y tomado un taxi para ir a su casa, donde con Kit y su esposa subieron a ver a Alberto. La discusión duró una hora.
—En resumen, escucha —acabó diciendo Tallant frente a la testarudez del yerno—: Las cosas están de esta manera; si Baker va, vais todos; si no va, no va nadie. Es inútil que le des vuelta.
—Alberto, no seas tonto —dijo con brusquedad mamá Tallant, que no veía la hora de que la expedición saliese. La casa ya no sería la casa hasta que Alberto se hubiese ido. Ya no podía con tantas flores. Había llegado hasta el extremo de que si se abría por casualidad un capullo de rosa en su presencia, gritaba de desdén.
—A mí, Juan Baker, me ha resultado más bien simpático —dijo quedamente Kit.
Y era cierto a pesar de que la gravedad de Juan Baker, al terminar la conversación con Alberto, había sido tan profunda que había producido en ella la sombra de una previa advertencia.
—Hasta la vista señora Holm —había dicho el botánico con mucha cortesía y le había estrechado bruscamente la mano sin decir nada sobre su encuentro con Alberto.
—Decídete, Alberto —insistió Tallant.
Alberto, finalmente, cedió.
—¡Al diablo! —dijo con petulancia—. Que venga si quiere; lo mismo me da.
Estaba en la cama y se volvió hacia el otro lado sin mirar a nadie. Kit se sintió de repente disgustada con él y, cuando sus padres hubieron salido, se acercó y le tocó en el hombro.
—Alberto —murmuró.
Pero él le contestó encogiéndose de hombros. Kit aguardó un momento más y luego, al ver que no se movía, salió a su vez en silencio.