IV

La casa Tallant estaba entregada plenamente al cuidado de Alberto, velado por las dos enfermeras como por dos centinelas. Al cabo de pocos días ambas se odiaban ferozmente, cada una convencida de que el mínimo empeoramiento del enfermo debía atribuirse a algún error de la colega, La señorita Prynne se quejó una vez a la señora Tallant, asegurando que se sentía capaz de asistir por sí sola al enfermo.

—¡Es absurdo! —atajó la dueña de la casa—. No podría aunque quisiera. Y además, la señorita Weathers habla de usted en los mismos términos que usted de ella.

No quería bromear con las enfermeras porque a la más leve flaqueza estaban siempre dispuestas a lanzarlo todo por la tremenda. Las cosas ya marchaban bastante mal de por sí. La casa estaba llena de flores; llovían cartas y telegramas de todas partes. En medio de aquella confusión ni siquiera había tenido tiempo de hablar con Kit. Quizás era una suerte que Alberto hubiese caído gravemente enfermo. La enfermedad arreglaba todas las cosas y en el intervalo se evitaban las complicaciones.

Kit, al dejar aquella mañana a su madre a la puerta de la habitación de Alberto, había bajado y se había encontrado con Brame en la biblioteca. Al verla, él se levantó, atento y reservado como siempre, aludiendo respetuosamente —en su porte más que en sus palabras— a la situación de ella como esposa de Alberto Holm. Las enfermeras le habían informado hora por hora del curso de la enfermedad, a fin de poder tener al corriente a la Prensa. Por este motivo no tenía necesidad de interrogar a Kit.

De un bolsillo de su traje gris, extrajo un sobre sencillo, completamente arrugado, que llevaba en gruesos y bastos caracteres la dirección de la señora Holm.

—Me ha disgustado grandemente que esta carta —manifestó— haya sido abierta por equivocación en mi oficina.

Kit la cogió y, al abrirla, vio inmediatamente que era una carta de sus suegros. Se sintió presa de un repentino sentimiento de culpabilidad. ¡En medio de todo aquel trastorno había olvidado a los padres de Alberto! Y ellos se habían enterado por la Prensa… Leyendo aquellos borrones casi ininteligibles, supo que sus suegros estaban muy intranquilos con respecto a Alberto y le anunciaban su llegada.

—No he podido evitar leer por encima, de qué se trataba —dijo Brame. Y tosió ligeramente detrás de su inmaculado pañuelo de batista.

—Vienen —dijo Kit—. Llegarán aquí mañana.

—No deben venir —se apresuró a decir Brame—. Hemos de impedirlo.

—Pero no veo… —comenzó Kit.

—Créame, es una visita que debemos evitar —repitió con firmeza el agente—. Sería un desastre. Está muy bien vanagloriarse de un origen rural, y éste es, de hecho, uno de los mejores títulos de nuestra democracia. Pero no es eficaz que sus suegros comparezcan en Nueva York. Sería desastroso…

—No es preciso que se sepa… —dijo Kit.

—¿Me haría entonces el favor de mirar por la ventana? —dijo Brame.

Kit obedeció. Por la acera de la casa de enfrente se paseaba un joven con una máquina fotográfica.

—Ha retratado a todos los que entran y salen de esta casa —declaró Brame—. ¡Hasta a mí me ha retratado!

—Sacó el pañuelo de su bolsillo y se enjugó la frente.

—De veras, no me siento con ánimos de asumir también la vigilancia de los padres de su esposo —declaró—. Son un tema dificilísimo y resulta imposible hacerlos figurar en una buena publicidad, excepto como personajes de fondo. Pero el fondo es el fondo y como tal ha de ser considerado.

Sí, Kit, lo sabía. Los suegros no cuadrarían jamás en aquella casa. Su padre los habría comprendido, pero su madre no, y se sentirían horriblemente a disgusto, tanto más cuando que el médico había declarado que, antes de poder dar una clara respuesta sobre el curso de la enfermedad, habían de transcurrir todavía muchos días.

—Pero tienen el derecho de ver a su hijo —murmuró Kit.

—Derecho privado; no público —declaró Brame, con impaciencia. Luego, en tono persuasivo, añadió—: Usted misma se da cuenta —dijo—. Sus suegros aquí ni siquiera se darían cuenta de que pueden ser objeto de posibles bromas irrespetuosas, con un resultado totalmente negativo para el prestigio de Alberto, y se encontrarían en una falsa posición. En su puesto poseen una dignidad; pero han de permanecer en su puesto.

—Comprendo —dijo Kit a pesar suyo.

¡Monstruosidad del público, cuyos caprichos pesaban tanto en sus vidas!

—¿No hay salvación para nosotros? —le preguntó a Brame.

—¿Salvación? —repitió él atontado.

—¿No es posible huir del público y convertirse de nuevo en gente cualquiera?

El agente movió la cabeza.

—Imposible —repuso—. No se ha dado jamás un caso semejante. Más tarde o más temprano, naturalmente, conseguirá un poco de alivio, siempre y cuando surjan nuevos motivos de admiración, otros ídolos para la masa. Yo también lo espero así. El mes pasado, y usted debe estar ya enterada, se observó cierto movimiento en favor de un muchacho que ha emprendido la vuelta al mundo en una canoa automóvil. Pero no ha atraído el interés de la muchedumbre como Alberto… No, yo dudo que el público llegue jamás a olvidar del todo a Alberto Holm. Su esposo llegó en el momento preciso con una empresa que es algo más que una simple aventura, sin contar con que le ha arrebatado la victoria a un inglés, hecho de gran importancia y de verdadero reclamo para las masas, bajo el aspecto de la guerra de liberación de Inglaterra. Y ha habido algo más todavía; algo que ni yo mismo llego a entender, pero con lo cual, naturalmente, los razonamientos nada significan.

Interrumpió su fluida charla al observar la expresión evidentemente ausente de Kit, que no le prestaba atención.

—Podría ir a ver a mis suegros —dijo Kit pensando en voz alta—. Puedo hacerlo; aquí no son necesarios mis servicios.

—¡Excelente idea! —exclamó Brame con jovialidad—. ¡Magnífica solución! Sólo le ruego que vaya muy tranquila. Y evite, se lo aconsejo, que el joven que monta guardia en la puerta la vea saliendo de noche.

Se levantó, le estrechó la mano con cierta afectación y salió.

Cuando estuvo en el coche, Kit se acurrucó en el asiento posterior, bajo el calorcillo de la manta. Sus padres se habían despedido de ella detrás de la puerta cerrada de la casa; luego salió sola a la calle, y dos manzanas más allá encontró al hombre de la máquina fotográfica que estaba aguardando.

—Rápido, Curry —habíale ordenado al chófer, subiendo al coche.

El viaje duraría toda la noche, pero era preferible hacerlo en automóvil, no en tren. Llegando al anochecer evitaría pasar por el pueblo, y llegaría a la factoría a campo traviesa. No había enviado ningún telegrama sabiendo perfectamente que el telegrafista de Misty Falls habría divulgado a los cuatro vientos la noticia de su llegada. El pueblo la asediaría entonces para tener noticias de Alberto.

Durmió ininterrumpidamente, acurrucada en su asiento. El estado de Alberto era estacionario; ni mejoraba ni empeoraba. Ella estaría ausente tan sólo un día y dos noches, y él no se daría cuenta de su ausencia, postrado como estaba por la fiebre y bajo la directa mirada del doctor y de las dos enfermeras. ¡Qué extraño! Kit dormía mejor en el coche que en casa, en su cama, donde un tristísimo sentimiento de inutilidad la había mantenido en un estado de agitación. La decisión de ir a visitar a los suegros le había causado la impresión de que, por lo menos, tenía algo que hacer.

Dos horas antes del alba estaba ya despierta. Inmóvil, en su asiento, pensaba en lo que durante todos aquellos días, con Alberto enfermo, había dejado de pensar. Durante este período de tiempo, estando Alberto enfermo y en la impasibilidad de hablar en defensa propia, le había parecido casi deshonesto dejar que cualquier pensamiento de condena fermentase en su corazón. Pero ahora una idea había cruzado por su mente, si tenía que pasar el día entero en la factoría, ¿por qué no intentar averiguar por sí misma toda la verdad?, ¿por qué preguntar en realidad a Alberto lo que siempre se había negado a referirle por su propia iniciativa? Era posible que la historia fuese inventada… Podía dirigirse a los suegros y preguntarles, como por casualidad: «He oído ciertas habladurías sobre un matrimonio de Alberto, seguido de divorcio». O quizá fuera mejor decir con menos rodeos: «¿Es cierto que Alberto contrajo matrimonio y se divorció antes de conocerme?». ¡Ese estúpido corazón que latía con tanta violencia en su pecho! ¿Qué importancia tenía saberlo? ¿Por qué se procedía así con ella, por una cosa tan antigua ya?

Una vez Gail había manifestado, riendo, que le habría gustado que su esposo hubiese estado casado por lo menos un par de veces antes de contraer matrimonio con ella, porque, en este caso, decía, no pretendería tanto de ella.

—Dos o tres matrimonios —había dicho mirando a Harvey con sus pícaros ojos—. Uno antes de cumplir los veinte años para desilusionarlo, y otro para hacerle comprender que las mujeres están locas. Toda mi vida habría sido entonces distinta, aun cuando yo también sea una loca. ¡Mejor, mucho mejor ser loca! ¿Por qué las mujeres inteligentes no se dan cuenta de ello? ¡Cuanto más locas menos explicaciones!

Pero aquella maliciosa alegría de Gail provenía de que su matrimonio con Harvey era, en el fondo, aunque de una forma muy curiosa, un matrimonio acertado. De no haber sentido admiración por Harvey, ¿le habría amado acaso de aquel modo? En Gail no había nada de maternal. Tenía sus propios hijos alejados, cuidándolos, pero como si no le perteneciesen. Y si Harvey, en vez de ser su dueño hubiese estado dominado y fanatizado por ella, Gail le habría recompensado con una dureza intolerable. Era una suerte para su familia que su marido la dominase como la dominaba. A Gail le gustaba decir que ella le guiaba, pero todos sabían que, en realidad, su guía consistía en adaptarse a él. ¡Qué cosa más compleja era el matrimonio! El viejo sueño que en su tiempo Kit había acariciado de un amor sencillo y espontáneo, no era, ¡ay!, más que un sueño, un sueño del que, sin embargo, no se resignaba todavía a despertar.

Lo que Alberto había hecho la atañía directamente. No tanto por el hecho en sí mismo, sino porque él le había mentido con tanta obstinación. ¿Por qué motivo? Era ésta la esencia de su dolor. Alberto estuvo lleno de secretos mientras ella se sintió dispuesta a jurar que su fuerza estribaba precisamente en su infantil campechanía. Aquella franca sonrisa, el azul transparente de sus ojos y toda su aparente sencillez…, ¿todo ello carecía de valor? Kit pensaba constantemente que habría sido muy fácil para él decirle: «Kit, ¿no sabes?, me encuentro metido en un buen lío», y contárselo todo. En cambio, no le había dicho nada, no decía nunca nada, ¡callaba, callaba, callaba! ¿Qué hacer frente a semejante silencio? ¿Cómo romperlo y llegar a profundizar y descubrir en él todo cuanto hubiera? Entre los ecos de las miles de tonterías que las mujeres le habían dicho acerca de Alberto —mujeres que formaban una infinita hilera de rostros pálidos y ojos nostálgicos— uno acudía constantemente a su memoria: era el eco de la voz de una muchacha que decía en voz alta a otra, prescindiendo de la presencia de Kit: «¡Es tan robusto y callado! ¡A mí me gustan los hombres altos y taciturnos!».

Pero ¿y si su silencio no fuese ni siquiera un signo de falsedad? ¿Y si tras el silencio de Alberto no hubiese habido… nada? Ésta era la pregunta de la cual dependía su matrimonio. Tenía que encontrar la respuesta y enfrentarse a ello. En su rostro se perfiló un poco de la dureza que su padre llevaba dibujada en los labios. Tenía que descubrir al hombre con quien se había casado… De pronto, se incorporó sobre su asiento, se arregló el vestido y los cabellos, se colocó el sombrero y se miró al espejo. Estaba pálida, pero ¿qué importaba?

El alba estaba próxima. Un pálido reflejo se vislumbraba en el cielo que paulatinamente íbase aclarando por oriente. Kit se sintió reanimada y con unos pensamientos más precisos nacidos de una repentina decisión. Comprobaría por sí misma la verdad sobre Alberto, y obraría luego en consecuencia. Aquellas horas de soledad le habían hecho bien. Parecía haberse liberado de la gente que dominaba su vida. ¡Qué tonta había sido soportando aquella dominación! Su madre, Roger Brame, y las enfermeras… Ella había dejado que todos la deprimiesen. Y ninguno de ellos tenía razón.

Fundamentalmente, se pertenecía a sí misma. No tenía necesidad de seguir siendo la esposa de Alberto si no lo deseaba; es decir, si la respuesta a su pregunta fuera negativa. La vida tenía demasiada importancia y todas las cosas no eran más que un paso dado hacia atrás. Quizás incluso su matrimonio, por poco que le hubiese sido dado la facultad de poder contemplarlo en perspectiva, no era más que un pasaje, un tránsito. Pero Kit pronto perdía el sentido de la perspectiva. Para ella la eternidad estaba, siempre encerrada en el momento fugaz. Siendo niña, en Glen Barry, en un día radiante de felicidad, le había resultado siempre imposible imaginar que podía llegar un día en que ella, ya mayor, había de alejarse de allí. Y más tarde en el colegio, la idea de tener que abandonarlo la había llenado de consternación. El amor de Norman le había parecido indispensable para la eternidad, y cuando aquel amor llegó a faltarle, la eternidad se había convertido en una desesperación sin fin. Sin embargo, cada una de aquellas eternidades en las cuales había creído, no habían sido eternas; se habían desvanecido, dejándola a ella intacta. Por primera vez en su vida, se daba ahora cuenta de ello.

—Dé la vuelta a la derecha, Curry —le dijo al viejo chófer.

—Sí, señorita —contestó Curry.

Durante toda la noche no había dicho una sola palabra. Por lo menos, pensó Kit, con un pálido reflejo de humorismo, el silencio del chófer resultaba consolador.

Desde hacía media hora estaba sumida en la contemplación del cielo, y en aquel momento el sol apareció en el horizonte. Muchas veces de niña había visto la salida del sol, y siempre le había parecido que surgía de repente en el horizonte. Asimismo ocurrió en aquel momento. De pronto el paisaje fue inundado de una pálida luz solar. Se había formado mucha escarcha durante la noche y el campo adquiría un brillo de plata.

—Ya estamos llegando —le dijo a Curry.

—Sí, señorita.

—En cuanto lleguemos será conveniente que baje usted al pueblo a desayunar —prosiguió ella.

—Sí, señorita.

He ahí la casa de los suegros. No presentaba mal aspecto, tan blanca entre los áceres desnudos. Pero su íntimo pensamiento la llenó de un sentimiento de rebeldía.

—No deje de volver inmediatamente después del desayuno —le dijo al chófer—. Es posible que tenga necesidad de volver a marcharme en seguida.

Él asintió con la cabeza. Sí, tenía que tener, por lo menos, la posibilidad de poder marchar en cualquier momento.

La casa de los suegros le pareció completamente extraña sin Alberto. Atravesó el césped cubierto de escarcha y llamó a la puerta. No se sintió autorizada para abrirla sin llamar, ni aun estando ella sola afuera. Era la casa de Alberto; pero, ahora, más que nunca, era la suya.

La puerta se abrió y apareció mamá Holm. Iba envuelta en un vestido de lana gris, con un delantal blanco y negro.

—¡Qué sorpresa…! —exclamó, y le echó los brazos al cuello—. Entra —dijo— estoy tan contenta de verte… Pero ¿cómo estás? Precisamente estábamos preparándonos para irnos hoy.

—Lo sé… y por esto he venido.

Hasta aquel momento no había pensado en la manera de decirles a los suegros que no fueran a Nueva York.

—No le autorizan a ver a nadie —se apresuró a contestar—. Las enfermeras ni siquiera me lo permiten a mí…

La señora Holm la condujo hacia el interior y cerró la puerta. La casa trascendía olor a colada.

—Precisamente estaba acabando de hacer la colada y pensaba tender la ropa afuera para que se secara con ese frío durante las cuarenta y ocho horas de nuestra ausencia —explicó—. Ven a la cocina conmigo; estamos desayunando. Ahora cuéntamelo todo. Pero ¿quién es ese individuo que está ahí fuera?

—Es Curry, nuestro chófer —se apresuró a contestar Kit.

—¿Querrá desayunar también? —preguntó la señora Holm.

—No, no… irá al pueblo. No se moleste por él.

—No es ninguna molestia: se trata tan sólo de añadir un par de huevos, y basta.

Así hablando, la llevó a la cocina donde papá Holm estaba comiendo, sentado a una mesa cubierta por un hule, junto a la cocina económica.

—¡Mira quién ha venido! —dijo su mujer.

Él levantó la cabeza y miró a Kit con sus ojos azules de mirada vaga.

—¡Buenos días! —dijo.

—Buenos días —repuso Kit.

—Siéntate y come.

—Gracias —dijo Kit.

Se quitó los guantes y el sombrero, y se sentó.

—Ahora cuéntame —insistió mamá Holm.

En un gran recipiente de cinc estaba la ropa a punto ya para ser tendida. Invadía la cocina un olor a colada y huevos fritos.

—Les hablaré de Alberto y luego iré a lavarme —repuso.

Quizá soportaría mejor aquella atmósfera después de haberse refrescado un poco.

E inició su relato sobre el estado de Alberto. Luego, una vez hubo terminado, dijo con cierta vacilación:

—No sabría como decíroslo, pero, al parecer, en Nueva York tienen la opinión de que las visitas no le hacen ningún bien. A mí apenas me está permitida la entrada en su habitación.

Ambos suegros se miraron sin pestañear.

—Desde luego, no seremos nosotros quienes hayamos de causarle un perjuicio —dijo el viejo.

Kit sintió una gran aversión por cualquier cosa que no pudieran entender.

—Comprendo sus sentimientos —dijo—. Yo también pienso lo mismo que ustedes. Algunas veces parece como si Alberto fuese otro…, alguien que no nos pertenece ni poco ni mucho. Es como si perteneciera a los demás.

—No nos quedaremos mucho tiempo —dijo papá Holm—. No podríamos. Tengo que cuidar las vacas. Sólo puedo aquí contar con que alguien me sustituya durante un par de días, al cabo de los cuales tendré que estar de vuelta.

—Es que, ¿saben?, los fotógrafos, el público… —murmuró Kit—. Desde que se ha puesto enfermo las cosas han ido empeorando, con la Prensa…

—A mí no me importan gran cosa —dijo la vieja Holm con vivacidad—. Ya estoy acostumbrada, yo…

—Las enfermeras no les autorizan a estar con él… —comenzó Kit.

—¡Espero que me será permitido cuidar de mi hijo! —exclamó la suegra.

—No —dijo explícita Kit. Era mejor hacérselo comprender—. Alberto ha de estar al cuidado de una persona competente. No podemos permitirnos hacerle correr ningún riesgo. El médico se irritaría mucho. Todo ha pasado a ser ahora del dominio público: las enfermeras especializadas, los cuidados que se le prodigan día y noche y todo lo relacionado a su curación…

—Mi madre murió de una pulmonía —declaró enérgicamente la vieja Holm—. Y a mí nadie me la da sobre esto. Paños de lana sobre el pecho y cataplasmas… y, ¿han cerrado herméticamente las ventanas?

—Me han enviado para que les diga que no vayan —expuso Kit sin rodeos.

—Es extraño —comentó con voz imperceptible la suegra.

—Todo lo que es preciso hacer por su hijo está ya hecho —añadió Kit.

—¿Sabes? —dijo de repente el viejo Holm—, tengo la impresión de que no nos quieren.

Kit no negó. Hubo un silencio.

Luego papá Holm dijo:

—Creo que no será preciso que busque un sustituto para cuidar las vacas.

—Entonces, ¿no piensas ir? —preguntó mamá Holm.

Él sacudió la cabeza.

—No me gusta ir donde no desean mi presencia —repuso con sencillez.

Kit se arrepintió de haber obedecido a Brame. Había que permitir a los viejos que fueran, si así lo deseaban… ¡Al diablo con Brame!

—Ninguno tiene razón —dijo Kit—. Tienen que ir. Haremos el viaje juntos, en mi coche. Alberto no les reconocerá. Supongo que no le molestará, ¿verdad? Y las enfermeras, aunque son muy fastidiosas, no les dejaran permanecer en la habitación. Pero ustedes tienen el derecho de ver a su hijo.

El viejo Holm movió de nuevo la cabeza y se levantó pesadamente de su asiento.

—No, no voy —dijo—. Comprendo lo que usted dice. Alberto no es… ya no nos pertenece. Es como usted dice.

—Yo voy —manifestó mamá Holm.

—No, no irás —le replicó el marido—. En el estado en que se encuentra Alberto, una visita nuestra no le haría ningún bien. Déjalo en paz.

—Yo…

—¡Déjalo en paz, te digo! —le gritó de repente.

Cogió una vieja boina del clavo en que estaba colgada y salió. Mamá Holm se sentó.

—Lo siento —dijo Kit.

—Algunas veces desearía que mi hijo no hubiese conquistado aquella cumbre —dijo con voz sorda la vieja—. Me ha horrorizado siempre tanto… con esa pasión suya por las escaladas. Se le antojaba escalar cualquier cima y, en seguida, marchaba sin decirme jamás una sola palabra hasta que había llevado a cabo su deseo. Yo no quería que se fuera a aquel país pagano; he deseado siempre tanto que se convirtiera en ministro de Dios, y permaneciese aquí en nuestra tierra… He rezado para que llegara a ser un predicador y poder ir algún día a vivir con él. Esperanzas frustradas… Se fue y… —se detuvo—. Voy a tender la colada —dijo tristemente.

—¿Qué hizo? —preguntó de pronto Kit—. ¿Qué le ocurrió antes de irse de casa?

Mamá Holm quitaba los cubiertos de la mesa. Kit oyó un nervioso chocar de platos en la fregadera.

—Oye, Kit —dijo—. Ve a arreglarte y, mientras tanto, te prepararé un huevo como a ti te gustan.

Tan firme era la despedida de la vieja suegra que parecía como si Kit fuese una niña. No pudo contenerse.

—Ya lo sé —dijo con voz tranquila.

Sí, deseaba a toda costa saber quién y cómo era Alberto; después obraría en consecuencia.

Pera la suegra le repuso:

—Aun cuando le haya ocurrido cualquier cosa, no por ello ha cambiado.

Y le volvió la espalda, Kit salió y subió al piso. Estaba decidida. Después de desayunar, iría a ver a la muchacha de la pastelería, Liliana como la llamaba Alberto. Liliana Roos era su verdadero nombre, según Brame. Por primera vez Kit se dio cuenta de por qué tanta gente había acudido a la pastelería en aquella ocasión en que Alberto la había llevado allí. ¿Cómo se había atrevido a hacerlo? Sin duda la gente había regresado riendo a su casa. Se sintió enviscada en la vulgar e insensata conjura de aquel silencio. ¡Intolerable! Y, por contraste, le pareció ahora admirable la sinceridad con que Norman le confesó un día, sin rodeos, que no la amaba. Había demostrado valor y gentileza. Podía confiar en un hombre así, la amase o no.

Después del baño, arreglada y peinada, volvió a bajar. La cocina estaba vacía. Tomó asiento y comió su huevo, con pan, mantequilla y leche. A través de la ventana podía ver a mamá Holm de pie, luchando ferozmente contra el viento, tendiendo la ropa limpia. Curry ya había regresado.

Abrió la puerta y gritó:

—¡Voy al pueblo!

El viento se llevó su voz. Mamá Holm se volvió y asintió con la cabeza. Kit, con el corazón palpitante, se dirigió hacia el coche.

—Lléveme a la pastelería —le ordenó a Curry.

—¿Dónde he desayunado? —preguntó el chófer.

—Sólo hay una.

El auto aceleró silencioso la marcha por la carretera en pendiente, mientras Kit luchaba contra un malestar que la ahogaba. Era desagradable pensar en aquella otra mujer, la primera esposa de Alberto. Todo lo que había en ella de susceptible, por educación y temperamento, surgía ahora en un ímpetu de purificación. Tenía que meditarlo bien, pues jamás Alberto, una vez restablecido, diría nada. Si había podido callar el día de su matrimonio, si había callado cuando la llevó a su casa, y luego, más tarde cuando fueron a Glen Barry, podía estar segura de que tampoco hablaría nunca. Y ella, desde luego, no se rebajaría a arrancarle una confesión frase por frase…

El coche se detuvo delante de la pastelería. Kit se apresuró a entrar. Temía que le faltara el valor necesario para llevar a cabo su proyecto. La tienda estaba vacía, a excepción de una muchacha que se hallaba detrás del mostrador, que le daba la espalda, entretenida en lavar la vajilla. Mientras se entregaba a su faena, cantaba con voz potente y alegre. Se interrumpió al oír la puerta que se abría, y comenzó a parlotear.

—¡Hola, buenos días! No hay un alma hoy, y no creo que comparezca nadie antes de una hora, salvo en el bar. Sabía que había usted llegado; su chófer ha venido a desayunar aquí. «¿Quién es? —le pregunté—. Su rostro me es desconocido». Entonces él me dijo quién era y con quién había venido. ¿Y ahora, qué desea?

Pasaba el estropajo por el mostrador, hablando, sin fijar nunca sus inquietos ojos pardos en los de Kit.

—Deseaba tan sólo cambiar con usted unas palabras.

—Cuando guste —asintió graciosamente la muchacha. Si estaba sorprendida, ninguna señal de asombro se traslucía en su rostro. Se secó las manos y salió del mostrador—. ¿Nos sentamos a una mesita? —preguntó.

—Sí, quizá será mejor —convino Kit.

Tomaron asiento. Kit miró la cara redonda, vulgarmente graciosa de su interlocutora, quien empezó a mascar la bola de chiclet que tenía en la boca.

—Me juzgará usted extraña —balbuceó Kit—. Ni siquiera sé cómo empezar. Pero nosotros… Bueno, me han dicho que usted y Alberto…

Quiso decir «mi marido», pero le fue imposible pronunciar la palabra.

—¿Le ha contado Alberto? —preguntó la muchacha. Detrás de la mesita donde estaban sentadas había un espejo y, mientras hablaba, se contemplaba en él.

Kit movió la cabeza.

—¡Hubiese apostado a que no había dicho nada! —exclamó la primera mujer de Alberto—. Le dije a Jacobo que si lo hubiese usted sabido, no habríais venido aquí, comportándoos como si nada hubiera ocurrido. —Se detuvo, arregló mejor sus cabellos y se echó a reír, contemplándose en el espejo—. ¡Es muy propio de Alberto no soltar nunca prenda! —exclamó.

—¿Quisiera explicarme usted… qué es lo que ha ocurrido?

—Desde luego —repuso la mujer—. Llámeme Liliana, o mejor todavía Lily, ¿eh, Kit? Todos me llaman así. Y no existe, en realidad, ninguna razón para que nos odiemos. Quizá usted ve en Alberto algo especial que yo no he visto. No hay nada malo en ello. Cuando alguien me pregunta qué opino sobre el nuevo matrimonio de Alberto, contesto siempre que seguramente usted ha visto en él lo que yo no he visto. Y añado: «A mí no me importa en absoluto». Obtuve mi divorcio en Reno y es un divorcio en regla, como el de cualquier gran señora. Me divertí una barbaridad en Reno, ¿sabe?, y si lo hubiese querido habría podido contraer matrimonio con un cowboy, pero no quise porque, ¿ve usted?, ya me enamoré en una ocasión de un hombre guapo, y no di en el clavo. La próxima vez me enamoraré de un verdadero hombre que sepa cuidar de su mujer. Basta, me digo muchas veces, basta de melindres y de debilidades, no volveré a engañarme nunca. Una sola vez es suficiente.

—¿Duró mucho tiempo su matrimonio con Alberto? —preguntó Kit en voz baja.

—¡Me pareció una eternidad! —exclamó con rudeza Lily, riendo a su propia imagen en el espejo—. En realidad, no duró más de un año. ¡Qué le vamos a hacer! No nos comprendimos. Obramos demasiado a la ligera. Ya sabe cómo ocurren ciertas cosas. Usted es un tipo fácilmente impresionable y Alberto es una beldad. Además, cuando quiere, sabe muy bien cómo pescar a una chica. —Apartó la mirada de Kit—. Pero yo, ¿ve usted?, no he querido nunca las cosas a medias. Tengo mucha experiencia con los hombres. Para mí, o el matrimonio o nada. Así se lo dije un día en una excursión que hicimos con la escuela dominical. «Oye, me dijo él, ¿estás bromeando?». Y luego añadió: «Si tú lo deseas así, yo estoy dispuesto». A lo cual le respondí: «Está bien, llévame ante el cura». No creí que aceptara; pero usted ya sabe cómo es un niño que acepta un desafío. Aceptó; nos metimos los dos en un coche y, antes de que me diera cuenta yo misma, me encontré ante el cura pronunciando el sacramental «sí». —De nuevo lanzó una carcajada—. Sí, desde luego, yo creo en la celosa salvaguarda de la virtud. Es todo cuanto una chica posee y poco me importa si los hombres dicen que estoy chapada a la antigua. He de velar por mí misma. ¿Me explico?

Era evidente que no diría toda la verdad sobre su aventura con Alberto. Por un momento se contempló con aire solemne en el espejo.

—¿Y luego? —preguntó Kit.

—¡Oh, nada de particular! —explicó Lily, con indiferencia, arreglándose un rizo de sus cabellos—. Dejé mi empleo aquí y me trasladé a la factoría. Dígame, ¿cómo se encuentra usted allí abajo? El primer día que llegué discutí con su madre. Alberto tomó su partido y continuó tomándolo siempre; así es que un día acabé diciendo: «¡Eh, ésta no es vida para mí!». Volví aquí y recobré mi empleo. —Hizo una pausa y se miró de nuevo al espejo—. Con todo, no sé si Alberto hubiese consentido en divorciarse, si realmente hubiera tratado de atraerme a la vieja.

—¿Por qué entonces… por qué? —murmuró Kit.

—¡Oh, ya estaba harta de Alberto! —dijo Lily con franqueza. Y volvió a masticar con energía el chiclet que tenía en la boca—. No sé por qué. No me pregunte… Son cosas que ocurren, ¿no le parece? Un día un muchacho la hace estremecer a una y sonrojar con una sola mirada; otro día no nos causa ya ningún efecto, ni aunque nos besara, como yo entiendo. Creo en resumen, que Alberto es demasiado joven para mí. A mí me gustan los hombres más maduros que él, no puedo remediarlo. Un tipo como él será siempre niño hasta la hora de la muerte, y a mí no me gustan los hombres a quienes hay que prodigar cuidados maternales. Compréndame bien; él no tiene nada de malo, pero, sencillamente, es mudo.

Hablaba con mucha tolerancia. La puerta se abrió, y apareció Jacobo con el traje de mecánico lleno de grasa.

—¡Lily! —llamó.

—Perdone —murmuró Lily a Kit—. ¡Es un amigo que viene a tomar su cerveza! —Y se levantó. Luego se inclinó hacia Kit tanto como para que ella pudiera sentir su fresco aliento al que el chiclet que mascaba daba una buena fragancia.

Se incorporó, mostrando a través de su franca sonrisa una dentadura blanca y perfecta. Corrió luego al mostrador, ajustándose su cinturón de cuero rojo.

Kit se levantó. No veía el momento de encontrarse fuera y, con una leve señal de saludo, salió. Curry, correcto y grave, le abrió la portezuela del coche. Kit se sintió llena de regocijo cuando volvió a hallarse en el interior del coche y el fiel Curry la cubrió con la manta de viaje. Se sentía feliz por poder huir de allí en silencio, a lo largo de la carretera, lejos de Misty Falls.

—Lléveme a casa —ordenó.

—¿No volvemos a…? —comenzó Carry.

—¡No, a casa! —repitió con firmeza.

—Sí, señorita.

Las horas se sucedieron lentas. Kit, sentada inmóvil en su asiento, pensaba como petrificada en la desdichada, sórdida y loca aventura que Alberto le había mantenido secreta. «Un tipo como él será siempre niño hasta la hora de su muerte», había dicho la mujer, aquella mujer que no quería volver a saber nada más de él.

Ya era de noche. De la oscuridad invernal pasó al vestíbulo cálido e iluminado, jamás había estado tan consciente de la belleza del lujo y del formulismo previamente ordenado como cuando Smedley le abrió la puerta de su casa. Las puertas del salón estaban abiertas de par en par y a través del pavimento cubierto de espesas alfombras vio el fuego encendido, las luces que brillaban y el esplendor de las flores.

—¿Alguna novedad en el señor Holm? —preguntó.

—Creo que sigue igual, señorita —dijo tristemente Smedley—. La comida estará servida dentro de media hora.

De momento estuvo tentada de contestar que no bajaría a cenar, pero luego se dijo que tomaría un baño, se peinaría hasta hacer brillar sus cabellos y vestiría su traje de noche de terciopelo azul oscuro. Se sintió exigente y meticulosa hasta en lo más profundo de sí misma.

Había varias cartas sobre la mesita y las miró rápidamente. Una cincuentena eran para Alberto y dos para ella. Las cogió distraídamente, pero, de pronto, sintió helársele la sangre en las venas. Una era de Norman Linlay; reconoció al instante su caligrafía. ¿Por qué esta emoción al leer su nombre en aquella apretada escritura? No, no era su nombre… Por primera vez Norman dirigía su carta a la señora Holm. Ella se había convertido ahora en otra mujer.

Subió la escalera apretando la carta en la mano. No conseguía imaginar el motivo por el cual Norman le escribía; quizá no era nada, quizá se tratara tan solo de unas entradas para algún «estreno» teatral. ¡Quién sabe! Ignoraba si Norman había escrito o no una nueva comedia. Entró en su dormitorio, cerró la puerta, se apoyó un momento contra ella y rasgó el sobre. El habitual papel blanco de Norman contenía un escrito de pocas líneas.

Kit (su nombre estaba escrito como siempre, sin dirección o fórmula alguna). Un trabajo encarnizado y una comedia que he estado montando me han impedido mandarte antes estas líneas para decirte cuánto lamento que tu marido esté enfermo. Mi comedia es la mejor que jamás he escrito. Debes verla y procura confirmarme mi opinión —nada de elucubraciones críticas, te lo ruego—. Deseo oír de ti que es la más maravillosa comedia de nuestra generación; ni una palabra menos, porque lo es en realidad. Esta vez no se trata de ningún tema rural. He abandonado ya para siempre este género; quizá, después de todo, tenías razón sobre los argumentos. ¿Recuerdas nuestra famosa discusión? Con mis mejores augurios de curación para tu esposo. Tuyo siempre. Norman.

Dobló la carta. Un temblor se había apoderado de todo su cuerpo. Todo aquel estudiado desapego de los últimos meses se había derrumbado ahora. Deseaba oír la voz de Norman; tenía que comprobar sencillamente que él seguía existiendo. No se trataba de amor; era sencillamente la necesidad de saber que él, Norman, era siempre Norman. Poder contemplarlo y oírle hablar… Muchas cosas volverían a quedar equilibradas en ella.

Se acercó rápidamente al teléfono y marcó el conocido número. No había vuelto a pensar en él, pero había permanecido imborrable en su memoria. Contestó un criado.

—¿Está en casa el señor Norman Linlay? —preguntó.

—Creo que sí, señora. Un momento por favor.

Era imposible que Norman fuera tan accesible y estuviera tan a disposición de cualquiera. ¡Durante tanto tiempo se había obligado a imaginarlo fuera, muerto, infinitamente lejos de donde ella estaba! Pero él había permanecido siempre cercano a ella. ¿Por qué le había parecido siempre tan importante que él no la amase? Lo que importaba sencillamente era que Norman existiese.

Luego la voz conocida, invariable:

—¿Diga?

—Soy Kit —repuso, esforzándose por no llorar. No había ningún motivo para llorar, si Norman seguía estando vivo. No obstante, en lo profundo de su ser sentíase aniquilada, desalentada casi. Se sentó, concentrando toda su atención en el esfuerzo de oír bien su voz.

—¿Qué hay, Kit?

—He recibido tu carta.

—Muy bien. ¿Cómo se encuentra tu marido?

—Regular…

—Mala suerte. Pero ya saldrá de ello… Ha de salirse; todo el público está pendiente de él. ¿Sabes? Este sentimiento colectivo crea una atmósfera de defensa. Esto dispersa el mal.

—Sí.

No tenía nada que decirle; la necesidad se limitaba a oír su voz.

—Imagino que has de estar muy ocupada, Kit, ¿verdad?

Si se lo preguntaba, ella tenía…

—No, las enfermeras no me autorizan a permanecer junto a él. Es terriblemente aburrido tener que esperar sin tener nada que hacer.

—¿Quieres que cenemos juntos mañana? Ya sabes que yo no acostumbro a ir a comer.

—Lo sé. Sí, Norman, me gustaría cenar contigo.

—¿En el mismo sitio?

—Sí.

—Adiós, Kit.

—Adiós —murmuró.

Oyó que él colgaba el auricular. Se había ido, pero le había dado una cita para el día siguiente.

Comenzó a desnudarse con un sentimiento casi exultante de alivio. Vertió en el baño una abundante cantidad de sales aromáticas y se bañó lentamente; luego se vistió con un cuidado minucioso y bajó despacio la gran escalinata hasta el salón. Encontró a sus padres que tomaban el aperitivo, y a Smedley que había oído sus pasos y acudía con un vaso.

—¡Ya estás aquí, querida! —exclamó su madre—. Estás muy bonita esta noche. Bésame.

—Con mucho gusto —contestó con tono alegre.

—El viaje te ha sentado bien —intervino su padre—. Entre paréntesis, podrías besarme a mí también.

Los besó a ambos.

—¿Lo has hecho… todo?

—Sí, gracias —repuso—. Todo.

Se sentó junto al fuego, bebió lentamente su aperitivo, y comió una pasta. Todo era delicioso: su cuerpo lindo y fragante, el fuego, el vino… ¡y mañana!

Miró a sus padres y sonrió. Los dos estaban admirables: su madre luciendo un vestido de encaje plateado, y su padre con sus blancos cabellos cuidadosamente peinados hacia atrás y su faz rosada por el calor del fuego y del vino que tomaba como aperitivo.

—Estoy segura de que todo se resolverá de la mejor manera —dijo la madre de Kit.

—Todo marcha muy bien —repuso ella.

Se levantaron y salieron, ella entre sus padres, teniendo a ambos cogidos de la mano. Sentía los mórbidos dedos de su madre, llenos de sortijas, oprimir ligeramente los suyos, y la mano fuerte y delgada de su padre. Y allí delante de ellos estaba el comedor, la mesa que lanzaba sus brillantes reflejos bajo límpidas luces. Pensó apasionadamente que ya no acogería como naturales ninguna de aquellas cosas, aun cuando siempre las hubiera tenido… ¿Qué había tenido? Mirando a su alrededor, comprendió que no le faltaba el lujo, ni las comodidades. Necesitaba algo mucho más fundamental; sentimiento e inteligencia, he aquí las cosas esenciales.

Pasó una velada tranquila. Su madre confeccionaba algo para uno de los chiquillos de Gail, y hablaba. Smedley apareció con una botella de whisky y un sifón y los dejó sobre la mesa. Le oyeron cerrar la enorme puerta de la entrada y retirarse a descansar. Finalmente, mamá Tallant arrolló su labor de punto.

—Voy a acostarme, queridos —anunció—. Kit, supongo que irás a ver a Alberto antes de irte a la cama.

—Sí, mamá —repuso sin decir que aún no le había visto.

Con su sentimiento incorruptiblemente honrado comprendía que quizás hubiese tenido que ir a verle, pero no fue inmediatamente. Se dirigió a su habitación en el piso superior y trató de leer. Sólo una hora más tarde abrió la puerta del dormitorio de Alberto. La señorita Weathers, la enfermera, se levantó llevándose un dedo a los labios.

—Acaba de dormirse ahora —murmuró con una voz apenas perceptible.

Kit asintió con la cabeza y se acercó al lecho del enfermo. Se evidenciaba en él que estaba muy mal. Poco en sus facciones le recordaba al Alberto que conocía; y, no obstante, se quedó impasible.

—¿Mejor? —murmuró en un soplo.

La enfermera movió con gravedad la cabeza.

—Siempre igual —dijo entre dientes, sin dejarse apenas oír.

Kit se retiró como había venido. Era inútil pensar en el porvenir, por lo menos en el porvenir del día siguiente. No había ningún mal en pensar en el mañana porque Norman ya había dejado de quererla. Si él la hubiese amado todavía, desde luego ella no habría ido a su encuentro. Pero también era cierto que si la hubiese amado, no habría ocurrido nada de lo que había sucedido. Ella no se hubiera convertido en Kit Holm, sino en otra mujer cualquiera.

Podía pensar en el día siguiente con perfecta tranquilidad.

Era como si las viejas costumbres no hubiesen sido jamás interrumpidas. No había vuelto a aquel local desde hacía mucho tiempo y, sin embargo, al entrar le pareció que la última visita la había efectuado el día anterior. Bajo la superficie de otro tiempo y otra actividad sus verdaderas costumbres alentaban todavía. Por esto sus pies no habían olvidado el bajo peldaño de la entrada del pequeño restaurante, ni su mano la familiar resistencia de la puerta que se abría. Cuando entró, su mirada se dirigió instintivamente hacia el ángulo bajo de la dudosa pintura mural que representaba a caballo un héroe de la Independencia americana. Bajo aquella pintura al fresco, Norman y ella habían reído como locos. Él pretendía que el héroe tenía el aspecto de un gallo belicoso.

En aquel lugar lo había esperado muchas veces. Norman siempre llegaba con retraso, y en ocasiones, si había algún ensayo, no acudía a la cita. Quedaba acordado que si surgía algún contratiempo él no podría ir, pero saberlo no hacía menos fastidiosa su ausencia. Hoy, en cambio, ya estaba él allí aguardándola. Kit le vio en seguida. Hasta su corazón había recordado la vieja costumbre: latía con violencia en su pecho. Trató de reprimirlo para evitar que le traicionara, haciéndole brillar los ojos y dando a sus palabras un tono de alegría. La costumbre no era más que un ciego instinto físico y nada en ella era realmente como lo fue en otro tiempo. Pasando por entre las mesitas que llenaban el local, se dirigió hasta él. Norman alzó los ojos, se levantó y le estrechó apresuradamente la mano.

—No recuerdo haber visto jamás tanta gente —dijo ella.

Él tenía su mismo aspecto habitual. Nada había cambiado en él. Kit tenía ante sus ojos aquel rostro conocido y franco y aquellos ojos que siempre miraban frente a frente.

—El dueño —le contestó— ha mejorado mucho económicamente desde hace algún tiempo.

Se sentaron. Él tomó la minuta.

—¿Cómo de costumbre? —preguntó frunciendo ligeramente sus cejas oscuras.

Kit asintió…

En lugar de Tom, el camarero y viejo exmayordomo que les sirvió en otro tiempo y les aconsejaba escoger cordero, había ahora otro, un español pequeñito y vivaracho.

—¿Dónde está Tom? —preguntó Norman.

El español murmuró con una mueca trágica:

—Ha muerto. Hace dos meses murió aquí como una casa que se derrumba.

—¡Oh, pobre Tom! —murmuró Kit.

Quizá murió ignorando lo que les había ocurrido a ellos, a la joven pareja que frecuentaba diariamente el local, que comía con tanta voracidad y que no dejaba nunca de discutir.

—¿Ustedes dirán? —preguntó el nuevo camarero; y escribió rápidamente en su bloc lo que Norman encargaba.

—Bistés para dos, ensalada, queso y café. Los bistés bien crudos —precisó Norman.

Ésta había sido su invariable minuta. Norman no quería hacer nunca experimentos con la comida; única excepción pues en lo demás era un experimentador nato. El camarero se alejó rápidamente. Kit observó que Norman lo seguía con la mirada frunciendo la frente.

—Espera —le ordenó cuando ella iba a decirle algo—. No llego a ver bien a qué se parece… Esta nariz larga, estos ojos salientes, sus codos afilados… ¡Ah, sí! Ya lo tengo, parece un saltamontes con un delantal blanco. ¿No has visto nunca un saltamontes, Kit?

—No —repuso ella, riendo porque realmente encontraba que Norman no había cambiado.

—Observa uno el verano próximo. Verás una gran prudencia en él, una gran satisfacción de sí mismo. Un cangrejo, por ejemplo, está siempre deseoso de algo; insatisfecho, busca constantemente alguna cosa. Lucha contra su coraza, es inquieto, nervioso y parece huir continuamente de sí mismo. Pero el saltamontes es un ser satisfecho.

—Háblame de tu nueva comedia —le dijo ella—. Si no te interrumpo, no acabarás con el saltamontes.

Él la miró de pronto, distraído y como ausente.

—¡Oh! —dijo reacio—. Es una obra que no gusta a nadie excepto a mí: pero estoy seguro de que se trata de una buena obra. A ti no te gustaría.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Trata de un espíritu inquieto que se libera poco a poco de todo lo que le ata.

—¿Con que finalidad?

—La de ser libre.

¿Cuántas veces habían discutido sobre el significado de la libertad? Kit decía: «No tiene ningún sentido destruir una tradición como se derriba un árbol, por el solo placer del gesto». Y él: «Sí, tiene un sentido, porque únicamente cuando el árbol ha sido derribado se puede valorar la importancia de la sombra que proyectaba».

—Pero ¿qué hace tu personaje? —insistió ahora Kit.

—Nada —repuso él, encogiéndose de hombros.

—No me parece que tu comedia tenga una gran consistencia.

—Sin embargo es una obra teatral desde el primer acto hasta el último —declaró Norman—. ¡Una magnífica obra!

—Pero ¿cómo termina?

—El personaje obtiene su libertad.

—Norman, ¿qué final es… si no ocurre nada?

—¡Tontuela! ¡Pero si éste es el único final feliz que existe!

Mirándolo, se dijo que ésta era ya para ella una felicidad suficiente. Ya volvía a ver aquellos conocidos cambios de expresión en el rostro de Norman. Su boca era aún hermosa… aún demasiado hermosa, más hermosa —¿por qué?— que los siempre maravillosos y arqueados labios de Alberto. La boca de Norman no estaba nunca en reposo; no habría sido posible señalarle una forma definitiva. Variaba con la expresión de su rostro. Dura, cruel y ardiente. Pero raras veces Kit la había visto tan milagrosamente tierna, poseída por una ternura que la obligaba a contemplarla.

El pequeño camarero saltamontes llegó con los bistés, cuyo aceite hervía aún, sobre un plato de metal, cubiertos con setas y pimientos colorados. Con gran rapidez cortó la carne con el cuchillo y colocó delante de cada uno su porción.

—Mírale las manos —susurró Norman.

Kit las miró. Parecían dos pequeños tentáculos peludos. Cuando hubo terminado, se las frotó un momento, y al frotárselas produjeron un rumor seco. Norman miró a Kit, frunciendo una ceja.

—¿De qué estábamos hablando? —preguntó. Luego, tras una pausa, añadió—: Hablemos de Alberto, Kit. ¿Qué haces con tanta belleza? ¿Es realmente como aparece en las fotografías?

—Sí —dijo Kit.

—¿Y cómo le describen? —insistió él, tranquilo. Comía con apetito, mientras hablaba. Era siempre así, un gran consumidor de los platos que escogía, y capaz, sin embargo, de no probar en absoluto un plato que no fuera de su elección.

—En todo y por todo —respondió Kit en guardia.

—Entonces es como vivir con un retrato famoso —prosiguió Norman.

—Con un retrato favorito —corrigió ella—. Con un retrato que he escogido, querido, y que conservaré siempre.

—¿Cómo adorno? —preguntó él con candor.

—¡No empieces! —replicó Kit—. No tengo la intención de continuar con ese tono. ¡Está enfermo de gravedad y, por cierto, yo no debería estar aquí!

—Como tú quieras —dijo Norman—. Pero si he de hablarte claro, allá va: Sólo al oír tu voz he comprendido que eras desgraciada.

—No lo soy.

—Lo eres; de no ser así no me habrías telefoneado. Una mujer feliz jamás me telefonearía.

—Quizá te he telefoneado porque no quería escribirte.

—Si tú hubieses sido feliz, no te habría importado escribirme o telefonearme. No hubiese tenido para ti ninguna importancia.

—Podría ser feliz, no obstante, sin haberlo olvidado… todo.

—Tú no, Kit. Gail, quizá. Ella es el tipo que recalienta de nuevo los residuos de un antiguo amor sólo por fría curiosidad. Pero tú, desde luego, no.

—No debes humillarme… otra vez —murmuró Kit, apartando el plato.

Él movió la cabeza.

—No te he humillado jamás. Al contrario, te he venerado. Habría podido casarme contigo por compasión, pensando tal vez en descuidarte más tarde. Pero sabía que no me sería posible desairarte luego como se desaira a cualquier estúpida… ¡Dios sabe que entre las mujeres el porcentaje de estúpidas es enorme! —Frunció el entrecejo y encendió nerviosamente un cigarrillo—. Kit, no tengo intención de meter la nariz en tus asuntos, ¿por qué he deseado que vinieses aquí? Lo ignoro y digo la verdad. He deseado que vinieras; esto es todo. Y tú también lo has querido, pues de lo contrario no estarías aquí. Todo lo que he de decirte queda resumido en esto: No creí deber ligarte a algo en la vida. Tú, pensándolo bien, no estás ligada a nadie y de este modo perteneces a todos. Yo, por mí parte, trato de evitar cualquier atadura. Y no esperes hasta encontrarte al borde del precipicio. ¡Decídete a romper antes el lazo y libérate!

Se inclinó de pronto hacia ella y le tendió la mano a través de la mesa.

—¡Un pavo real blanco! —dijo—. Alberto es como un pavo real blanco. He visto centenares de fotografías de él. ¡Kit! En muchas de aquellas fotografías había junto a él una mujer, una mujer que se parecía vagamente a ti, ¡y que no eras tú! —ella no respondió ni aceptó su mano—. ¿Qué te indujo a casarte con él? —preguntó Norman con una sencillez que la llenó de repentina irritación.

—Tú no tienes el derecho de hacerme semejante pregunta… ¡Tú menos que cualquier otro!

—¿Por qué menos que cualquier otro?

—¿Por qué? Porque… no me has querido.

Hubiese deseado retener esta palabra hasta el último instante, pero ya se había escapado de sus labios.

—¿Qué tiene que ver esto? —preguntó todavía Norman.

—Antes que el suicidio…

Con un sentimiento de terror se oyó pronunciar estas palabras. Brotaban como sangre caliente que manara de una herida de nuevo abierta. Era preciso taponarla so pena de sucumbir. ¡Oh, si por lo menos Norman se las hubiera dado de chistoso hablando así! En esta situación, hubiera usado de una sátira que le habría sido de alguna utilidad. Pero él no estaba bromeando como acostumbraba a hacerlo. Al contrario, con una especie de tristeza desconcertante dijo:

—No tengas la opinión de que yo sea siempre y exclusivamente despiadado. El motivo fue… ¿Sabes? No quería aventurarme con un bagaje inferior a tus pretensiones. Tú pretendes mucho, Kit… más quizá, de cuanto un hombre puede ofrecer a una mujer. Conmigo habrías sido desgraciada.

Ella vibraba y se estremecía ante aquella gentileza. Si hubiese bromeado o adoptado una actitud teatral habría podido mantenerlo a distancia; pero de ese modo se sentía desarmada, sin defensa. Cogió sus guantes y empezó a ponérselos, mirándolo con una especie de amor iracundo. Él, sentado, la miraba con gravedad, pero estudiándola con disimulo. Ella pensó que, cuando menos, lo había visto; que, cuando menos, lo había oído hablar, y dijo con voz apenas perceptible:

—He de irme.

Él prosiguió rápidamente:

—Quizá hubiese tenido que ofrecerte la alternativa de la infelicidad, Kit. Quizás éste es el punto en el cual he faltado respecto a ti. Concediendo que tú jamás serás feliz, ¿qué infelicidad prefieres, la actual o la que habrías encontrado conmigo?

De pie, ella se anudaba el cinturón en torno a su abrigo de paño pardo.

—Te recuerdo que me dijiste que no me amabas lo suficiente —dijo con brusquedad.

—Es cierto —admitió él con honradez—. No lo suficiente en relación a tus pretensiones. A este precio no podría amar a ninguna mujer. Pero tú ahora no has encontrado lo que necesitabas, ¿o acaso me equivoco?

Le lanzó la pregunta de una forma tan brusca que ella reaccionó casi físicamente.

—Tengo lo que he elegido —replicó.

—¿Lo que escogerías todavía?

—Yo… sí, todavía.

Él pagó la cuenta dejando un billete debajo de un vaso, y se levantó.

—Me has demostrado que cometí un error —dijo—. Creí entonces que lo mejor que debía hacer era devolverte la libertad.

—Tú tienes la idea fija de la libertad —dijo Kit confusamente.

Él la cogió del brazo y la condujo por entre las mesitas.

—Yo también lo digo —contestó—. Pero si tu destino es la desgracia, tanto importaba que te hubieses quedado conmigo.

—¡No soy tan desgraciada como supones! —replicó ella con ardor.

—Lo eres —insistió él—. Te digo que te he visto retratada junto a él centenares de veces. Siempre tienes el aspecto de la perfecta infelicidad.

—¡Si soy desdichada no me doy cuenta de ello!

Estaban en la calle y casi disputaban como en otros tiempos, precisamente bajo el mismo farol. Él estaba frente a ella, con la cabeza descubierta, y el viento despeinaba sus cabellos negros. La miraba con ojos de poseído, furioso.

—¡Enhoramala; te digo que eres desgraciada! —gritó de pronto—. Ojalá no hubiera tenido escrúpulos y me hubiera casado contigo. Habría conseguido, por lo menos, poner un poco de buen sentido en tu cerebro.

Se encasquetó el sombrero de un manotazo y desapareció en la oscuridad, sin volverse, mientras ella lo seguía con la mirada, como había hecho otras veces. Pero Norman jamás volvía la cabeza. Nada entre ellos dos podía nunca sufrir cambio alguno. Ésta era la certidumbre que ahora Kit había de llevarse consigo. Lo amase o no hasta la hora de la muerte, siempre uno y otro se habrían comportado de la misma manera. Tenía ahora la sensación de que sus huesos eran de la misma sustancia que los de Norman y de la misma arcilla su carne. Poco importaba que hubiese o no amor entre ellos. Pero había verdad.

Con su llave abrió ella misma la puerta de su casa. Al entrar no vio a nadie.

Estaba a media escalera cuando oyó unos pasos rápidos en el vestíbulo, a sus pies. Se volvió y vio a Smedley que corría con una vasija.

—El señor Holm está muy grave, señorita —dijo.

En su habitación encontró a sus padres que la esperaban.

—Una crisis —dijo su padre—. Sobrevino de repente hace una hora. No hemos podido encontrarte.

—Por fortuna estaban en casa las dos enfermeras —interrumpió su madre.

—Hemos logrado traer al médico, que ha venido con otro especialista. Se hace todo lo posible. Los médicos no quieren que estemos en la habitación del enfermo.

—¿Crees que… se muere? —preguntó Kit, y su corazón latía precipitadamente en su pecho. ¡Morir Alberto!

—No digas esto, Kit —se apresuró en contestar su madre—. Mientras hay vida… Y, además, es tan joven…

Pero Kit ya había desaparecido.

Se dirigió al dormitorio de Alberto y entreabrió con sigilo la puerta. Todos estaban en la alcoba y vio a Smedley con el rostro contraído, sosteniendo la vasija. Kit no pudo ver a Alberto; todos estaban inclinados sobre él. De repente uno de los médicos, el doctor Leavett, levantó la cabeza.

—Creo que podríamos trabajar con mayor tranquilidad si usted no estuviera presente, señora Holm —dijo—. Hágame el obsequio de esperar en la habitación contigua, por favor. Si se presenta un peligro inminente, la avisaremos.

Kit dio media vuelta y volvió a su habitación. Encontró a Gail y a Harvey, además de sus padres. Sonó el teléfono y su padre descolgó el auricular: era Roger Brame. Kit oyó la voz seca de su padre que decía:

—No, ninguna novedad; está grave, esto es todo. Los médicos están preparados para suministrarle más oxígeno… nadie puede verle todavía. —Colgó el auricular—. ¡Malditos periódicos! —comentó brevemente.

Kit tenía solidarizados a su alrededor a todos sus familiares, dispuestos a ayudar a la Kit que conocían y consideraban como cosa suya. Pero, sin embargo, había un ser que no les pertenecía y que ellos ni siquiera conocían, un ser que debía decidir de su propia vida o muerte.

Sin embargo —¡curioso don que poseía Alberto!— él conseguía siempre, cuando sobrevenía una crisis, evitar las decisiones finales. No se le podía culpar en absoluto por su enfermedad. Pero si moría, su muerte sería la solución para Kit. Sufriría, pero en ningún caso su sufrimiento podría ser más intenso que el que la había atormentado durante aquellos últimos días… un sufrimiento por algo que no existía, que quizá jamás había existido. La muerte de Alberto significaría tan sólo que este algo tampoco podría existir en el porvenir. Quizás era precisamente esto, la muerte… el final de un sueño. ¿O acaso era tan sólo la libertad? Sobre este capítulo de la libertad, Norman, no obstante, no tenía razón. El simple hecho de tomarla no lo hacía libre a uno. Si la libertad era concedida, si la vida cambiaba de modo que, sin faltar al propio deber, todo terminaba y comenzase la libertad entonces sí, naturalmente, se la aceptaría como se acepta el dolor. La vida daba o no daba; esto era todo. No existía la elección. La vida le había dado a Alberto, pero únicamente tal como era. Si Alberto moría, ¿qué ocurriría entonces? ¿Volvería, quizás, a verse sumida en otro vacío?

Volviendo en torno suyo su mirada, triste y vaga, se fijó en los penetrantes ojos de su hermana Gail fijos en ella. He aquí a Gail llevándose los dedos a los labios y enviándole un beso. Ella se apresuró a sonreír como para defenderse.

El teléfono volvió a sonar. Ahora fue Harvey quien contestó con su voz firme y baja.

—Es desagradable; no sabemos nada. Agradecemos el interés. Si quisiera usted llamar, mientras tanto, al señor Roger Brame, representante del señor Holm…

—Es intolerable; esto dura todo el día… —murmuró en voz alta la madre de Kit.

Las noticias sobre Alberto parecían difundirse espontáneamente en el aire.

—Es así desde luego —intervino Gail—. Figúrate que cuando veníamos aquí en taxi el chófer quiso saber cómo se encontraba.

—Es extraño el hechizo que ejerce sobre la masa —murmuró Tallant padre.

—Un hechizo, indudablemente —replicó Gail—. Todos lo sienten. Es una especie de fluido que emana de él.

Kit alzó los ojos.

—¡Fluido! —repitió.

—Entendámonos, no quiero decir que esto equivalga a sinceridad —precisó Gail—. ¡Nada tan complejo! Más sencillamente, él obra sobre uno con espontaneidad en cualquier lugar en que haya de encontrarlo. Espontaneidad tanto más grande en él cuando que acostumbra a olvidar el día de ayer, esta mañana y todo cuanto ha ocurrido tal vez sólo hace cinco minutos. Sin embargo, todo lo que pertenece al momento, él te lo da, seas quien seas.

—¡Cielos, qué compleja eres, Gail! —se asombró mamá Tallant.

Alguien llamó a la puerta y Smedley hizo su aparición.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó la señora Tallant.

—¡Oh, señora! —balbuceó el mayordomo con voz que se iba tornando estridente—. Comprendo que he de confesarlo, y a usted señor, y a usted señorita…

Le miraron estupefactos. Nadie le había visto jamás en aquel estado.

—¡Smedley! ¡No sea usted ridículo! —le amonestó severamente la señora Tallant.

—No, señora —murmuró el infeliz—. Pero si el señor Holm se… muriera —se pasó rápidamente una mano por la nariz, y sollozó—. No me lo perdonaré nunca, señora, pero temo que sea a consecuencia del exceso de cierta noche… Una noche salimos juntos…

—¿Juntos? ¿Los dos?

La voz asombrada de la señora Tallant parecía deslizarse por la espina dorsal de Smedley como si fuera hielo.

Tragó saliva con dificultad y prosiguió:

—Sí, señora; salimos para ir a ver un match de boxeo en el estadio. El señor Holm se acaloró y luego no quiso ponerse el gabán. Dijo que tenía calor.

Aquí Smedley, ante su propia consternación, volvió a sollozar.

La señora Tallant dirigió una mirada a Gail y se mordió los labios. Realmente había sido una empresa digna de Alberto, decían sus ojos. Pero ¿habíase visto jamás cosa semejante? ¡Con un mayordomo! ¡Y ahora, por añadidura, se moría; es decir, se ponía a salvo de cualquier reproche o reprimenda!

—Lamento que haya tardado tanto en hablar, Smedley —dijo con severidad.

—Me rogó el secreto —balbució el culpable— pero a menudo he pensado en ello muy consternado.

—Ya basta, márchese —intervino de pronto el señor Tallant.

Smedley estuvo tan contento de que todo hubiese terminado, que se apresuró a salir murmurando apenas:

—Sí, señor.

—En otras circunstancias habría motivo para echarse a reír —observó Gail.

—Yo no veo nada cómico en esto —replicó mamá Tallant—. Más bien algo… bajo.

—¡Basta! —ordenó Tallant—. No se hable más de este asunto.

Miraba a Kit. Ella no había pronunciado una sola palabra; estaba sentada, pálida e inmóvil, con los labios temblorosos, como si se esforzara en contener el llanto.

—Kit, no contengas tus nervios —casi le ordenó su madre—. A Alberto no le hace ningún bien esta reserva tuya. Te consumes únicamente y él sigue siendo el que sería de todas maneras.

Kit se sobresaltó al oír las palabras de su madre. ¿Qué tonta desilusión era la suya? Pero ¿por qué Alberto había sentido la necesidad de ocultarle su deseo de ir con el mayordomo a un match de boxeo?

Antes de que pudiera bailar la respuesta, el médico apareció en el umbral. Se quitó las gafas y sonrió.

—Me siento realmente feliz al poder decirles —anunció— que nuestro enfermo está fuera de peligro.