III

—Las hayas están más hermosas que nunca —dijo Kit con dulzura a su padre, sentado entre Alberto y su madre, en la parte posterior del gran automóvil de turismo que había ido a recogerlos en la estación.

—Coddle me ha informado de que una de ellas tiene una enfermedad —repuso su padre—. He mandado llamar inmediatamente al botánico.

Contemplaban en silencio aquella larga hilera de hayas centenarias, orgullo de Glen Barry. Coddle era el jardinero escocés, y el señor Tallant decía que era, además, su mejor amigo. Coddle no tenía confianza en los bancos, así como tampoco la tenía Tallant, que había invertido su dinero en cosas que nada tenían que ver con ellos, pero a los que pertenecía, según decía, con el único objeto de conservarlos en la mayor honradez que le fuera posible. El banquero Tallant, muy engallado, sentábase ahora frente a su esposa.

Lamentaba no conocer a su yerno, y ahora —se decía— intentaría conocerle a fondo. Kit, pese a la larga temporada pasada en el campo, le había parecido más delgaducha. Se exageraba al considerar las factorías como lugares de reposo. En las factorías se comía mal, y con toda probabilidad se debía beber la leche desnatada. La nata y los huevos se vendían siempre a la gente de la ciudad. Sobre el aspecto de Kit ya hablaría con su mujer. Miró de soslayo a su yerno: era un hombre bien plantado y tan apuesto que, en cualquier hombre, por mucho que lo mirase con benevolencia, provocaba cierto sentimiento de repulsión. No era posible ver otro hombre cualquiera bajo aquella exagerada belleza. ¿Quién sabe, se preguntó el banquero, si Kit, después de todo, se había dejado engañar? Tropezó con la mirada de Alberto, e inmediatamente volvió los ojos hacia otra parte, sin haber conseguido tranquilizarse. Poco podía haber de elevado en aquella cabeza.

La señora Tallant charlaba amigablemente:

—He convencido a Gail para que permanezca en casa una o dos semanas más, a fin de poder estar nuevamente juntos un poco, después de tanto tiempo. Su marido podrá ir y venir de la ciudad en el coche con tu padre. Personalmente, creo que Gail es demasiado condescendiente con su marido aceptando pasar todo el invierno en la ciudad, sencillamente porque a él no le agrada ir en coche y no le gusta el golf, entusiasmado como está con la equitación…

Hablaba con calma y fluidez, reseñando los variados problemas de la familia.

Alberto permanecía callado como de costumbre, pensando en algo que Kit no conseguía imaginar. Pero poco importaba. Le consolaba el retorno a su casa. Cuando el coche se detuvo, le resultó imposible dominarse y corrió inmediatamente a ver las cosas que le eran queridas: su dormitorio, su biblioteca, la piscina y el jardín.

—¿A qué hora se cena, mamá? —preguntó—. ¿Tendremos tiempo de ver primero todas las cosas?

—Claro está, querida —fue la respuesta—. Tienes todavía una hora de tiempo antes de vestirte. Pero ten cuidado de no ir a dar vueltas en la oscuridad: tendrás tiempo mañana. Está a punto de anochecer.

—Daré una vueltecita sólo por las inmediaciones de la casa —prometió Kit.

Así, cogiendo suavemente a Alberto de la mano, lo había conducido a visitar todo cuanto amaba: el jardín de las rosas, más allá de la piscina, que reflejaba la postrera luz del día. Alberto se inclinó y sumergió la mano en el agua de la piscina.

—¡Vaya, ni siquiera está fría! —exclamó.

—Está calentada —repuso Kit.

Era uno de los lujos del lugar, una piscina al aire libre, calentada artificialmente, a fin de permitir bañarse hasta muy avanzado el otoño y en la primavera.

Alberto paseó con ella, cogido de su mano, prestando oído a sus locuaces explicaciones. A Kit todo le parecía hermoso, más atrayente de cuanto podía recordar. Las últimas semanas quedaban olvidadas; estaban en casa, por fin; en su casa, con Alberto. Con los trajes que había escogido para él, tenía un hermoso aspecto, más que corriente, aun en un lugar como aquél… Lo llevó hacia la casa. Allí, tras aquella selva de árboles, estaba la casa, enorme y sólida, con todas sus ventanas iluminadas. Ella pertenecía a aquella casa, a pesar de lo que hubiese dicho Norman.

—Ven, entremos —le dijo; y lo hizo entrar, diciendo al portero mayordomo—: ¡Smedley, te presento a Alberto Holm!

El mayordomo ocupaba aquel cargo desde un tiempo inmemorial.

—Mi enhorabuena, señorita —contestó inclinándose; pero Kit advirtió la emoción en su voz.

Naturalmente, Smedley estaba informadísimo acerca de Alberto Holm, ahora erigido en personaje de leyenda entre la servidumbre de la casa.

Kit condujo a Alberto a su dormitorio en el piso superior. Ardía en deseos de volver a ver su alcoba. Bajo un estado de solitaria angustia había dormido en aquel lecho durante el tiempo de sus relaciones con Norman. Con una mano sobre la manecilla de la puerta, se preguntó si encontraría ahora sombras del pasado… Pero al abrirla vio el fuego chisporrotear alegre en la chimenea, vio descorridos los visillos color rosa y todas las luces encendidas. Si quedaban algunas sombras, se habían esfumado. Se volvió a Alberto.

—Ésta —dijo— es mi habitación, la habitación donde he crecido desde niña, donde he vivido todas mis aventuras. ¡Y ahora estás tú aquí!

Le miró con una especie de súplica en los ojos.

—Tengo la impresión de que sigues siéndolo todavía un poco, Kit —dijo lentamente Alberto.

¿Había comprendido sencillamente por qué ella trataba de obtener su comprensión? Quizá sí, aun cuando resultara imposible decir lo que se ocultaba debajo de aquellos cabellos rubios y detrás de aquel rostro de facciones tan perfectas.

De pronto sonó el gongo avisando para la cena.

—¡Tenemos que darnos prisa! —exclamó Kit—. ¡Sólo faltan diez minutos para cenar!

—¿Crees que en diez minutos puedo hacerme el nudo de la corbata? —preguntó él, y se precipitó en la habitación contigua.

Kit compareció vestida de azul con un vestido que él no había visto nunca. Estaba bellísima.

—¡Maravilloso, Kit! —exclamó Alberto—. ¿Es nuevo?

—No —respondió ella—, es viejo.

—Me parece nuevo.

—No lo has visto nunca —dijo Kit. Y luego—: ¡Hay muchas cosas mías que no has visto aún, Alberto!

Esta acometida era una de las antenas sensibles que ella a veces tendía hacía él. ¿Le correspondía o no…?

Pero él la miraba con las cejas arqueadas, mientras ella de puntillas, a petición suya, con ligeros dedos, le iba anudando la corbata negra. Él la atrajo hacia sí.

—¡Hay muchas cosas tuyas que conozco y amo! —exclamó—. Estas pestañas negras, por ejemplo, jamás he visto otras tan largas y negras. ¡Me conquistaron al instante!

De nuevo sonó el gongo.

—Pronto —exclamó Kit—. ¡Aquí no está permitido llegar tarde!

Cogidos de la mano, corrieron escaleras abajo y entraron en una sala cuyas paredes estaban cubiertas de libros. Hallaron a toda la familia reunida: su padre, su madre, un hombre grueso de rostro alargado, y una mujer bonita, ceñida en un traje de lamé, que no se parecía en absoluto a Kit.

—Os presento a Alberto —dijo Kit a los desconocidos.

Alberto sintió que una mano suave estrechaba la suya.

En la biblioteca, antes de la comida, Kit sintió miedo de su hermana Gail, que, sentada sobre el brazo de la butaca donde estaba Harvey, su marido, sorbía su aperitivo riendo y charlando.

—En verdad ha sido muy humillante no saber decir a los conocidos cómo es tu propio cuñado —decía Gail—. Todos, llenos de regocijo, rivalizaban haciéndome un millón de preguntas. Y yo lo único que podía decir era: «Amigos míos, sabéis tanto como yo misma. Creo que es un hombre guapo»… Y lo es verdaderamente.

Diciendo esto, se inclinó en una casi galante reverencia hacia Alberto.

Todos rieron, menos Harvey, que se limitó a sonreír.

Pero tras aquella charla, Kit veía muy bien los claros ojos color avellana de su hermana fijos sobre Alberto, escrutadores y admirativos. Se levantó, dirigiéndose hacia el sillón donde estaba sentado su marido, se sentó sobre uno de los brazos y compartió las miradas de Gail. Sentada junto a Alberto, podía protegerlo, podía hacerle comprender disimuladamente lo que no debía decir o hacer. Pero Alberto no dijo nada. Miraba a Gail con su sonrisa franca y amable que descubría sus dientes blanquísimos, bajo su pelo lustroso y sus ojos más azules que nunca.

La mirada de Gail tomó una expresión irónicamente mohína porque Alberto era tan guapo.

… Sea como fuere, pensó Gail fingiendo sorber su aperitivo, Kit se había casado con un hombre verdaderamente guapo. Sintió el conocido, ligero aturdimiento, que se apoderaba de ella cuando se encontraba frente a un hombre apuesto; un atolondramiento que ella llamaba «temporalmente irresponsable». Sabía bien que estaba irrevocablemente casada con Harvey: irrevocablemente, porque él la gobernaba como se gobierna a una esclava. Él se complacía con ello y, en forma de comentario, hacía observar a las amistades que esta rigidez no era habitual en los maridos americanos. Era agradable añadir que, como no era una esclava, se sentía con el derecho de rebelarse de mil modos secretos, como, por ejemplo, preguntarse cómo debía ser la vida conyugal con un bellísimo macho joven del tipo de Alberto Holm. Kit, naturalmente, no comprendía a su marido, no aprendería nunca a conocerlo. Cualquiera podía haberse dado cuenta que se había casado con el hombre menos indicado. Si ella no se daba todavía cuenta, era cuestión de tiempo. Gail había insistido mucho suscitando esta conversación con su madre, pero su madre siempre la había rehuido, lo cual le hizo presumir inmediatamente que había gato encerrado.

—¿Qué tal se entienden, mamá? —preguntaba.

—Son marido y mujer —respondía con firmeza su madre.

¡Como si esto tuviera algún significado! Gail se sentía presa de una viva curiosidad…

—La comida está servida —dijo Smedley desde el umbral, mirando de reojo a Alberto Holm.

En la cocina, el cocinero, el marmitón y las camareras se habían apresurado a preguntarle:

—¿Qué cara tiene?

—Exactamente la misma que se ve en las fotografías —había contestado Smedley. Y era cierto…

—Me sentaré a su lado, Alberto —dijo Gail—. Ahora ya no lo dejaré escapar.

—Encantado —repuso Alberto.

La sonrisa de Gail se hizo imperceptiblemente más irónica.

Detrás de ellos, rozando apenas el brazo que Harvey le había ofrecido, Kit vio el perfil de su hermana graciosamente levantado hacia Alberto. Era el perfil que hace cinco años había hecho a Gail una de las más populares principiantes en sociedad, un perfil a la vez muy hermoso y un poco demasiado afilado.

Pero aquella noche Gail, con su voz seca y susurrante, distribuía sonrisas entre todos. «Debe de estar contenta por alguna cosa», pensó Kit, y de nuevo la invadió un sentimiento de temor impotente. No obstante, gracias a Gail y a mamá Tallant, la velada transcurrió en la atmósfera habitual de las veladas familiares, una atmósfera afable, ligeramente alegre, íntima sin demasiadas confidencias. Se habló un poco de todo, de los niños, de la situación bancaria, de los empréstitos extranjeros a los cuales los periódicos dedicaban páginas enteras; hubo alguna que otra suave chismorrería dedicada a los amigos. Si Gail rozaba la malicia, inmediatamente su madre o su marido cambiaban el tema, y Gail sonreía, perfectamente consciente de la corrección. Después de la comida, mientras su madre servía el café en la salita, extrajo de una gran bolsa de seda rayada un jersey de punto que estaba haciendo para su último hijo y, entregada a su labor, tenía la apariencia —como ella deseaba— de lo que debía ser en realidad una joven matrona. Kit, observando el grupo, se sintió aliviada: pero no se desvaneció la sombra provocada por Gail.

En realidad, su hermana, tras aquel proceder suyo tan brillante, era peligrosa y lo sabía. Su matrimonio, ahora ya de cinco años de duración, era firme como una roca; pero sobre una roca se podía bailar. ¡Ningún pavimento mejor, por cierto, que la roca! Precisamente de esta consciente seguridad, su corazón caprichoso, alegre y lleno de fantasías, sacaba nuevos motivos para algún tanteo desvergonzado. Desde que contrajo matrimonio con Harvey, no había pensado por cierto en tomarse libertades extraconyugales, lo que acaso realmente deseaba era poder desahogar un poco su íntima jovialidad. Sentía la necesidad de olvidar a los niños, la casa, y hasta Harvey; olvidarlos, sin renunciar a ellos…, pero olvidarlos con alguien.

Esta necesidad, atenuada y como adormecida durante los primeros cinco años de su matrimonio, renació vivaz desde su primer encuentro con Alberto Holm. Se percató inmediatamente de ello, y sentada con aire de gravedad en la biblioteca, pensó:

«¡Dios mío, vuelvo a ser la muchacha atolondrada que he sido!».

Con manifiesta audacia fijó la mirada en Alberto.

«Es exactamente mi tipo: nada de seso, inconsciente, tan sólo un hermoso cuerpo y unos indómitos impulsos».

No le dejó lugar a duda cierta aceleración en los latidos de su corazón. ¿De quién podía haber heredado estos instintos livianos? ¿Qué malicioso antepasado por equivocación en el patrimonio, que asimismo era suyo, de práctico puritanismo, había vertido en su ser la semilla? Alberto apartó la vista y ella volvió a bajar los ojos entregándose de nuevo a su labor de punto. Permaneció así callada por espacio de un cuarto de hora, con los ojos resplandecientes bajo sus pestañas, y la roja boca ardiente.

Kit, sintiendo algo cálido y tenebroso, confirmó para sus adentros su desconfianza hacia Gail. Aguzando la vista tenía que hablar con su hermana y hacerse explicar aquella brillante e irónica inocencia suya, tan bien iniciada. Sin embargo, aquella noche no tendría tiempo para ello, excepto si aprovechaba los pocos instantes que habrían precedido a la separación de la comitiva, antes de la hora de acostarse.

Poco antes de las once, papá Tallant, levantando la vista dijo:

—Alberto, en tu calidad de miembro más joven de la familia, creo que ha llegado la hora de enseñarte dónde están escondidos los licores.

—Oportunísima idea —replicó jovialmente Alberto, poniéndose en pie. Salieron juntos, Alberto con un brazo alrededor de los delgados hombros de su suegro. Harvey se puso a charlar con mamá Tallant, y Kit miró a Gail que había dejado su labor y bostezaba repetidamente.

—¡Estas labores de punto…! —murmuró—. ¡Las detesto!

—¿Y por qué continúas haciéndolas, tontuela? —preguntó Kit.

—A mi marido le gusta verme entregada al trabajo —repuso con brío—. Le parece que si trabajo en ellas me tiene segura.

Kit se echó a reír, se acercó al sillón de su hermana y se sentó sobre uno de los brazos.

—¿Bien? —preguntó en voz baja al cabo de un rato.

Sí, era de vital importancia conocer los pensamientos que se ocultaban detrás de aquel aire indiferente. La miró a los ojos desmesuradamente abiertos y Gail comprendió.

—¡He de decirte que es perfecto! —dijo con el mismo tono ligero—. Sólo que no quisiera estar en tu pellejo querida, ni siquiera por un millón de dólares.

—¿Por qué?

—Demasiado… demasiado guapo. ¿Sabes que es una gran responsabilidad estar casada con un campeón de belleza?

—Él no le da ninguna importancia a su aspecto físico.

—Ya se la dará cuando millares de mujeres le hayan hecho su elogio —repuso Gail.

—No es como tú crees —insistió Kit.

—¡Oh, querida —protestó Gail, recogiendo su labor—, no seas tan pueril! La única cosa que salva a mi pobre Harvey es que es tan inteligente que no daría crédito a la mujer que le dijera que es guapo. Sabiendo muy bien que es feo, no dudaría que detrás de ello esa mujer perseguiría arrancarle un empréstito bancario o cualquier cosa por el estilo. ¡Pobre Harvey! Gozaría mucho más de la vida, si no fuera tan inteligente.

Kit no respondió, pero la miró con reproche, Gail estaba en uno de sus momentos perversos y nadie hubiera sido capaz de asegurar cuál era en realidad su verdadero pensamiento.

—No me mires con esos ojos —dijo—. ¿No he dicho acaso que era perfecto, ingratísima hermana?

—¿Perfecto en qué sentido?

—El perfecto Héroe Público número uno —repuso Gail. Al decir esto se levantó—. ¡Vaya por Dios —añadió—, mi ovillo ha ido a parar debajo de la butaca! —Se inclinó para recogerlo, y por un momento se quedó vacilante sobre Kit sentada. De improviso depositó un beso sobre sus cabellos. Kit lo sintió caer como una flor que olía al especial perfume francés que usaba su hermana—. No seas tonta —añadió Gail—. ¿A quién puede dejar de gustar? Esto es natural.

La puerta se abrió dejando paso a Alberto que llevaba una bandeja.

—¡Aquí estoy! —exclamó, con aquella expresión que le era habitual cuando entraba en algún sitio.

—A propósito, Kit —le dijo su padre a la mañana siguiente—. He rogado a Roger Brame que viniera hoy para tener una entrevista contigo. Cuando antes organice Alberto su publicidad, tanto mejor para él.

—Sí, papá, gracias —murmuró Kit.

Se había levantado temprano para tomar su desayuno con él antes de que se fuera para la ciudad. Durante toda su niñez había permanecido fiel a esta costumbre mientras había vivido en su casa. Lástima que no se hubiese quedado más tiempo allí. La costumbre no había favorecido aquella intimidad que de otra forma hubiera crecido entre ellos dos. Había habido largos períodos de ausencia producidos por la escuela y las vacaciones se terminaban en un abrir y cerrar de ojos. Pero su padre no había olvidado la vieja costumbre, y ahora, al verla entrar en el gran comedor, la miró con afecto, por encima de su periódico.

—Buenos días, querida —dijo—. Veo que el matrimonio no te ha hecho cambiar.

Ella movió la cabeza.

—Alberto tiene sueño —repuso—. No está acostumbrado a trasnochar.

—Pero no hemos trasnochado en absoluto —dijo su padre en tono afable mientras Smedley le servía la segunda taza de café.

—Para Alberto es tarde después de las diez —dijo Kit sonriendo.

—¡Ah! —comentó su padre. Y le anunció la visita de Robert Brame—. Puedes confiar ciegamente en él —continuó.

—¿Para qué? —preguntó ella con ingenuidad.

… Su padre, algo extrañado, la miró por debajo de sus pobladas cejas grises. ¿Acaso Kit quería decir que no sabía nada acerca de las cosas que Brame le había expuesto hacía algunos días? Entonces quizá Brame había exagerado. De todos modos, era poco probable que viniendo Kit directamente de Misty Falls, no supiese nada de nada, si las cosas eran ciertas. Además, ésta era una de las confidencias que un hombre debe hacer a su mujer… Kit era excesivamente sensible y se encerraba en sí misma al más leve roce. Había sido así desde pequeña, y jamás había logrado vencer aquella debilidad suya. De todas formas, nadie sabía nunca lo suficiente acerca de estos héroes nacionales. La gente contaba las cosas más absurdas, y especialmente las mujeres, iban locas pregonando por todas partes que su vida estaba llena de aventuras amorosas. Quizá en el caso de Alberto tan sólo se trataba de un error de juventud. Tallant, sin embargo, había agradecido a Brame que hubiese ido a verle con su oferta. Un periodista poco escrupuloso hubiera podido escribir alguna cosa un poco peliaguda. Le había dicho a Brame en una ocasión:

—Gaste usted el dinero de la forma más conveniente para crear la impresión justa.

—El coche espera —anunció Smedley.

—Temo no haber bajado bastante pronto para ayudarte en alguna cosa —dijo Kit con disgusto.

Su padre se inclinó para besarla.

—Agradezco la intención —repuso.

Descubría que sentía un verdadero apego por su hija menor. ¿Qué es lo que no hubiese hecho para hacerla feliz? Mientras la tuvo a su lado, se había prodigado siempre para satisfacer todos sus caprichos. En Pekín había tenido la impresión de que Kit estaba realmente enamorada del muchacho. ¿Lo estaba todavía? Tallant confiaba en que sí, a pesar de que desde que había regresado a casa con su marido, le parecía ver entre estas paredes a un bicho raro en su yerno. Estaba harto de ser interrogado en el banco, incluso por los hombres, acerca de Alberto. Tallant banquero tenía una personalidad demasiado marcada para no encontrar algo fastidioso la idea de haberse convertido, sobre todo, en el suegro de un Alberto Holm. No porque hubiese nada malo en su yerno, pero prefería no pensar demasiado en él. Recordaba con disgusto algunas fotografías publicitarias que Brame le había mostrado.

—Brame estará aquí a las once —dijo. Titubeó un poco y luego añadió—: Será mejor que tú le escuches primero con toda atención. Para un hombre como Alberto resulta difícil darse cuenta de la necesidad de una verdadera y buena publicidad. No se da cuenta de la importancia que tiene su persona; tal vez es mejor que sea así, pero otros, en este caso, han de guiarlo. Alberto cree que es libre de hacer lo que le parece, y naturalmente, no será así. Sólo puede hacer lo que la gente crea que no tiene ninguna importancia, o casi ninguna. —Hizo una pausa, y luego dijo—. Según creo, Brame tiene la intención de hablarte con franqueza.

—Sí, papá —dijo Kit.

Él la miró fijamente.

—¿No te dejas llevar de la mano por nada? —preguntó con desconfianza. Para Kit, dejarse llevar de la mano significaba una violenta rebelión a corto plazo.

—Por ahora no —repuso Kit con gravedad.

Él continuó mirándola. Luego se echó a reír. ¡Menos mal! Tallant se sintió aliviado.

—Mientras ría —dijo— es buena señal, luego no me disgustaré demasiado.

La besó y se fue.

Pero, a las once, Kit, mirando el rostro grisáceo y lúgubre de Brame en la biblioteca, se preguntó por qué motivo su padre había de disgustarse. Afuera, sobre la hierba del prado, Alberto jugaba con los dos niños de Gail. Kit no le había visto hasta entonces en compañía de chiquillos, y mientras Brame hablaba siguió mirando a la ventana. Alberto se había puesto a gatas, y Enrique, el menor, gritaba de alegría.

—Para llegar a tener una eficacia —empezó diciendo Brame— diré que se trata sobre todo de una cuestión de selección. ¿Cuál es la imagen de nuestro héroe que nosotros tenemos interés en presentar al público? Cuando hayamos fijado este punto pasaremos entonces revista a nuestro material, eliminando todo cuando no esté conforme con la imagen y concentramos, en cambio, toda nuestra atención sobre los elementos aptos para aumentar y reforzar la impresión que nosotros deseamos producir.

Tosió, y miró con ojos escrutadores a la hija de su cliente. Estaba perfectamente preparado para encontrarla tal como ésta era al natural; es decir, una muchacha delicada, más bien hipersensible y, desde luego, sin la menor experiencia de la vida. En suma, el típico producto de una familia rica y conservadora. Por esto reservó para sí muchos argumentos que se había propuesto mostrar a título de prueba. La muchacha parecía inteligente y era la hija de Roberto Tallant, lo cual quería decir que tras el claro espejo de aquel rostro sensible, había una sutil y profunda perspicacia con la cual era preciso contar. Una vez comprendida una situación, ella sabría cómo comportarse cualesquiera que fueran sus sentimientos.

—Nosotros tenemos aquí —prosiguió Brame, revolviendo entre un montón de periódicos— una sarta de historias periodísticas que atañen al señor Holm. De éstas no es posible extraer nada que pueda considerarse como un cuadro concreto. Ahora el público desea tener ideas precisas y poder decir: «Conocemos a Alberto Holm, es valiente, joven y honorable. A pesar de su origen humilde, está sin mácula». ¡En suma, el tipo perfecto del americano!

Hizo una pausa.

—Todo esto correspondería perfectamente a la verdad —dijo Kit con calma.

—Naturalmente —convino Brame.

Su tarea era bastante más ardua de lo que él se había imaginado. Su interlocutora, evidentemente, no sabía nada. Del chisme que iba ganando terreno, era mejor hablar con Tallant padre. No había aparecido aún en la Prensa, pero Brame: sabía que los periodistas estudiaban con cuidado lo que podían o no podían todavía decir. Y había luego aquellas columnas de los periódicos dominicales, las célebres columnas de las indiscreciones y chismorreos de sociedad que, en verdad, iban más allá de lo que era tolerable. Si él, Brame, hubiese podido decirle: «Señora Holm, todos nosotros sabemos, desde luego, que la historia del primer matrimonio de su esposo ya no tiene la menor importancia; pero, con un hombre de su categoría, todo esto puede parecer importante por muy honorables que hayan sido las soluciones de sus deberes precedentes. Ahora, por desgracia, su marido ha desmentido públicamente, por un motivo que sólo él sabe, su anterior matrimonio».

La aventura había sido un error de extrema juventud.

Mejor hubiera sido si Alberto no hubiese contraído nunca matrimonio con otra antes de Kit. O bien, no; el público hubiera tal vez preferido un precedente matrimonio del héroe, aunque éste hubiera sido seguido de un divorcio, a condición de que los motivos del mismo hubiesen sido tan respetables como, por ejemplo, la llamada «crueldad mental», si, por ejemplo, el marido echaba de casa al gato a puntapiés. En suma, cualquier razón habría sido buena para el público, salvo el adulterio. El público no quería oír hablar en absoluto de esto. Por lo tanto, había que evitar a toda costa las habladurías sobre el primer matrimonio de Alberto. Brame aún no le conocía, pero todo indicaba que él era para ella el mismo héroe que para millones de americanos. De otro modo, ¿cómo hubiese contraído matrimonio con él? ¿Quién sabe por qué, más tarde, Alberto no le había dicho nada de aquel capítulo de su vida? En sus ojos Brame no leía reflejo alguno, nada que pudiera hacer sospechar que ella estaba al corriente de lo que él aludía. Si su interlocutora lo hubiese sabido, le habría resultado imposible disimularlo; no era ése el rostro de una persona capaz de ocultar algo.

La estancia se llenó de improviso con el rumor de un aparato que volaba a poca altura. Brame se apresuró a mirar por la ventana. Una avioneta volaba sobre los árboles, precisamente sobre el prado donde Alberto jugaba con los chiquillos.

—Fotógrafos —dijo fríamente Brame—. En este caso particular —sentenció Brame con voz profesional— no hay nada de malo. Al público le agrada ver a las personalidades jugando con los niños. Pero, mire usted, señora Holm, yo desearía que me dejara a mí la dirección de estas cosas. Fíjese bien como van. Yo propongo para esto tener una entrevista con el señor Holm y formarme un concepto de sus mejores cualidades para presentarlo, valorándolas, al público. Si luego quiere referirme todo cuando pueda revestir un carácter publicitario me sentiré satisfecho de escoger, en su interés, lo que puede contribuir a la impresión que nosotros perseguimos —sonrió, y, complacido, añadió—. La publicidad, hoy en día, es un arte.

Kit le había escuchado inmóvil, sin abrir boca. Había algo en aquel hombre que no le gustaba; algo de furtivo, como un vago e indefinible olor a tabaco. La idea de una figura con los contornos de Alberto, pero coloreada según los gustos del público, le resultaba desagradable.

—Creo que lo único que debe usted hacer es presentarlo no más ni menos que como es —dijo con un transporte de orgullo herido.

—Desde luego —repuso secamente Brame.

Kit estaba a punto de tocar la campanilla para mandar a Smedley en busca de Alberto, cuando la puerta se abrió dejando paso a su marido. Tenía el pelo en desorden y la corbata torcida.

—Vaya Kit —exclamó—. Me estaba preguntando dónde te habrías metido.

—Iba a llamarte. —Le sonrió y le tendió la mano; perfectamente consciente de los ojos pardos fijos sobre ella, dijo—. Te presento al señor Brame.

—Encantado de conocerle —dijo Alberto en tono jovial tendiéndole la mano.

—Gracias —repuso Brame.

Examinándolo, se dijo que de aquel muchacho se podía hacer lo que se quisiera. Poseía todos los requisitos físicos: guapo, rubio, expresión jovial y cordial: en suma, todo lo necesario para predisponer bien los ánimos en su favor. Pero el problema estaba en valorar todos aquellos elementos. Ahora, al verlo, dudaba de que fuera malo. Con toda probabilidad era más bien fatuo. ¿Cómo decir a Roberto Tallant que su hija se vería probablemente envuelta en un embrollo si las riendas de Alberto Holm no se confiaban a unas manos seguras? ¡Lástima que la muchacha tuviera aquella expresión tan sensible, tan de idealista! La otra hija habría sido una mujer más adecuada para una figura pública; desde luego una consejera más experta.

—Precisamente estaba diciendo a la señora —dijo Brame— que casi no hay necesidad que les moleste, ni a él ni a usted. Tengo una idea bastante clara de lo que agrada al público, y, con los datos que poseo, estoy seguro de que conseguiremos organizar una publicidad del agrado de ustedes.

En los azules ojos de su interlocutor observó una expresión de asombro.

«Mirada más bien vacía», pensó.

Pero Alberto contestó riendo:

—Muy bien dicho. Yo no soy lo que se llama un maestro en publicidad. Todo marcha bien hasta que vienen a molestarme.

Kit pensó que hubiera sido difícil hallar una criatura más bella de lo que era Alberto en aquel instante, con sus ojos llenos de vida y sus mejillas arreboladas por el fresco aire matutino. Tendría que quererlo tal como era; contemplar un hermoso cuerpo, amarlo y gozarlo por su belleza.

Pero, mezclada con estos pensamientos, sintió una tristeza que la envolvía sin motivo, lo mismo que una niebla fría y opaca.

En el piso alto, en su espacioso dormitorio de estilo antiguo, la señora Tallant se disponía a acostarse. Sentada delante del tocador, bostezó. Tenía sueño, pero no sentía ningún deseo de entregarse a él, aun cuando toda la habitación invitase al reposo. El fuego en la chimenea se había casi apagado y el mullido lecho estaba preparado ya. La señora Tallant sentía aún más amor por el sueño que por el juego. Pero aquella segunda noche había disuelto la reunión más temprano, pues había observado en su esposo algo como una idea inexpresada o un propósito determinado. Mirándole a la cara, adivinaba en seguida cuando alguna cosa no marchaba bien. En tales ocasiones el rostro de su esposo adquiría una expresión impenetrable, semejante a la de una estatua, y el banquero se extendía hablando de los argumentos que poco a poco iban acudiendo a su mente. En cambio, cuando estaba contento, su conversación estaba hecha de una serie de frases humorísticas, distintas enteramente del tono y del estilo que su mujer denominaba «de presidente de banco».

Aquella noche la conversación de su marido había sido tan varia y difusa sobre los temas más dispares, que la señora Tallant, bastante antes de terminarse la cena, se había dado cuenta de que era conveniente disolver cuanto antes la reunión. Ni siquiera la exhibición vocal e instrumental de Gail y de Kit al piano (a pesar de que ambas ejecutaban piezas que el banquero adoraba) habían conseguido frenar aquella corriente de palabras e inducirlo a unir a sus voces la suya, algo desafinada, de bajo.

Ahora, en la habitación, la señora lo miraba mientras anudaba el cordón de su pijama gris. Tenía un rostro solemne; su rostro de estatua. Pensó que si se trataba de negocios, ella nada podría hacer, y, por otra parte, no habría motivo para tomárselo tan a pecho, pues todo llegaría a resolverse. Si, por el contrario, se trataba de otro asunto, él se confiaría a ella, pues nada podía ocultarle.

—¿Qué te ocurre, Roberto? —preguntóle, peinándose los grises cabellos ondulados.

—Nada.

La respuesta había sido la de costumbre.

—¿Preocupaciones de negocios? —preguntó otra vez, sin preocuparse por la respuesta.

—Los negocios no podrían ir mejor de lo que van —repuso el banquero.

—Supongo que no ocurre nada con las chicas, ¿verdad?

Él vaciló un momento.

—Que yo sepa… —dijo luego. Pero este titubeo le traicionó.

—¿Qué otra cosa ha hecho Gail? —preguntó ella apresuradamente—. Me parece que Harvey podría cuidar ahora de sus asuntos familiares, sin tener la necesidad de recurrir continuamente a ti. Después de todo, Gail ya tiene edad para razonar; es madre de dos hijos, y si no ha aprendido a preocuparse de sus asuntos…

—No te excites así… —le interrumpió su esposo—, Gail no tiene nada que ver con esto.

—Si es a Kit a quien te refieres, Kit es feliz.

—No digo lo contrario —convino Tallant. Luego, incurablemente sincero ante la mirada de su esposa, añadió—: Es feliz, por ahora.

—¿Qué quieres decir Roberto?

—Hubiéramos tenido que ser menos confiados con este individuo —contestó—. A tontas y a locas hemos permitido a Kit que contrajera matrimonio en un país pagano donde cualquier hombre blanco parece un hombre de bien, mejor de lo que puede ser en realidad.

—¡Pero, Roberto, en cualquier parte del mundo Alberto sería una buena presa! —exclamó—. Además, insisto en que Kit parece feliz.

—Ella no es en ningún modo la esposa adecuada para él —dijo Tallant, con acusada tristeza—. A Kit le gustan los libros y la poesía; es una criatura delicada. Él, en cambio, ni siquiera mira los libros.

—Esto no tiene importancia en un matrimonio —replicó secamente ella, colocándose sobre su cabellera ondulada una redecilla color de rosa, que anudó debajo de su barbilla, mientras miraba a su esposo—. He de recordarte que yo también escribía versos cuando iba a la escuela pero dejé de hacerlo desde el día en que nos casamos. Además, no he sentido la menor necesidad de volver a escribirlos. Personalmente, creo que Alberto es el tipo de hombre adecuado para llevar un poco de realidad a la vida de Kit. ¿Sabes? Siempre me ha parecido que Kit estaba más bien un poco fuera de la realidad de la vida.

Su marido la miraba buscando las palabras para expresar lo que deseaba decirle. Tenía una inmensa necesidad del apoyo de su buen sentido; los principios de honor familiar de su mujer serían para él un guía instintivo. Pero su esposa era la última mujer con quien él podía hablar sin vergüenza de la conducta erótica de los hombres. A él no le importaban en absoluto las relaciones de Alberto con las mujeres, pero sabía muy bien que hablar de ellas ahora con su esposa significaba hacerle pensar, en cierto modo, que él, como hombre, estaba mezclado de una forma u otra en un asunto semejante.

La señora Tallant comprendió que su marido se hallaba ante un dilema.

—Vamos, Roberto —dijo con firmeza—, creo que podrías decirme sin rodeos qué es lo que ocurre.

—Tienes razón —asintió él—. El caso es que… En resumen, querida, el marido de Kit tiene un pasado, un pasado que, como siempre ocurre, le persigue. Esto, que no tendría la menor importancia si no hubiera hecho la conquista de esa dichosa montaña, al parecer la tiene mucho ahora que todos le consideran un superhombre.

Su mujer le miró con frialdad.

—Prosigue, te lo ruego, Roberto. —Y cruzó sus manos sobre la falda de su bata de seda color lavanda.

—Bien, el caso es que ya ha estado casado antes.

—¡Casado antes! —repitió ella con voz sofocada—. ¿Quieres decir que es bígamo?

—No, no se trata de esto —se apresuró a precisar su marido—. No hemos llegado a este punto. Pero alguien fue a Misty Falls cuando empezó el chismorreo sobre Alberto y allí ha habido quién, según se asegura, se ha ido de la lengua. El informador afirma haber visto a su primera mujer, una camarera o algo por el estilo.

—¿Reclama alguna cosa?

—No —dijo lentamente Tallant, mirando a su esposa—. Dada la condición de la primera esposa de Alberto, cabría sospechar que fuera una charlatana, pero no ha hablado. Cuando el periodista la interrogó, contestó que esto ya no le interesaba. Hasta pareció encontrar ultrajante la curiosidad del periodista. Pero, al parecer, corren unos rumores aunque muy vagos, de que Alberto se casó con esa mujer sólo por… obligación.

La Tallant le miró fijamente y él se ruborizó.

—¿Quieres decir que existe un hijo? —preguntó.

—No, no —se apresuró a contestar él. Y añadió—. El asunto no tuvo consecuencias.

—¿Así, que no hay hijos?

—Esto parece.

Ella pareció quedar aliviada.

—Sin duda alguna —dijo—, se trata de alguna maquinación, una habladuría. No consigo imaginar que una mujer no explote una situación como la de la presunta primera mujer de Alberto. Y hasta si es verdad, si ha habido un divorcio…

—Ha habido un divorcio —dijo en voz sorda Tallant—. Pero, mira, el demonio lo ha estropeado todo, pues recordarás que Alberto ha declarado a todos los periodistas que siempre había sido soltero.

Su mujer no supo qué decir y se quedó mirando al vacío. ¡Vaya una tontería la que había cometido Alberto, el joven sin mácula! ¡Una camarera… un matrimonio por obligación!

—Nadie peor que él —dijo finalmente— podía entrar a formar parte de nuestra familia. ¡Qué sórdido asunto…!

—Pero hubo matrimonio —observó Tallant—. Y esto, para la mayor parte de la gente, tiene un valor.

—Un sórdido matrimonio —replicó ella— y un sórdido divorcio.

—Un divorcio corriente conseguido en Reno —replicó con delicadeza su esposo.

—Cualquier divorcio es sórdido cuando pasa a dominio público —repuso la señora—. Y, además, es ahora un asunto feo cuando, como tú dices, nuestro yerno ha causado una inmejorable impresión, haciéndose pasar… ejem, por soltero y puro… ¿Y quién más ha visto a la mujer? —preguntó a continuación.

—No sé —contestó su marido.

—No es que a nosotros nos interese gran cosa —se apresuró a añadir ella—. Y Kit, ¿está enterada?

—Lo ignoro —contestó Tallant pensativo—, pero me parece que no.

—Estoy segura de que no sabe nada. No habría sido capaz de disimularlo. Me dijo una vez que la familia de él era… Me di cuenta de que no puede sufrir a aquella gente. Pero, muy acertadamente, ha dicho que muchas personalidades americanas descienden de familias como ésta. ¡Mira, por ejemplo, la mayoría de nuestros presidentes! No obstante, si hubiese habido alguna mancha en el marido de Kit, ella me lo habría dicho sin duda.

La señora Tallant se quedó unos momentos pensativa.

—Después de todo —dijo finalmente—, todos tenemos alguna cosa que nos conviene callar. —Siguió una pausa después de lo cual añadió—: Alberto gusta a todo el mundo.

—Esto creo —dijo su esposo.

Se miraron con una expresión de mutua comprensión y apoyo. Luego él desvió la mirada. Los dos pensaban en lo mismo. Una vez, hacía mucho tiempo, cuando eran todavía muy jóvenes, habían ido a ver a una famosa actriz francesa que trabajaba en una comedia. Esto había ocurrido durante su luna de miel en París, y él se había sentido insólitamente alegre, no porque estuviera en plena luna de miel sino porque estaba en París. En aquella época su experiencia en cuestión de mujeres no era muy grande, especialmente en lo que se relacionaba con la mujer que había convertido en su esposa. Se había expansionado hablando de cierta danzarina llamada Raquel, a la que habían visto actuar y había hecho un gran elogio a sus piernas. El resultado fue una crisis de llanto por parte de la graciosa y tenaz americanita, con quien apenas si había acabado de contraer matrimonio. La crisis duró un día entero en la habitación del hotel donde residían y acabó con el ruego de que regresaran inmediatamente a casa. Se reconciliaron decidiendo salir para Alemania. Sabían muy bien los dos que si hubiesen vuelto realmente a casa les habría resultado imposible explicar a sus respectivas familias lo que había ocurrido. Si bien pelearon durante su luna de miel, como rasgo característico de sus temperamentos, poseían, en cambio, una buena reserva de sentido práctico que acudía siempre en su ayuda.

El suceso había terminado allí. Sin embargo, al cabo de tantos años, aquel viejo recuerdo volvió a sus memorias. La señora Tallant se dijo que, de no haberse comportado de aquella manera, quién sabe dónde estaría en esos momentos… Tallant leyó este pensamiento en sus ojos y consiguió dominar un gesto de despecho.

—Roger Brame es el hombre que requiere esta situación —dijo.

—Yo también lo creo así —repuso ella.

Un alto muro rodeaba Glen Barry. Cuando cerraban la verja de la entrada, Kit estaba segura de no ver a nadie. Delante de la verja se detenían muchos coches; sus ocupantes se apeaban y miraban por entre los barrotes, pero todo terminaba aquí. De la verja hasta la casa había una distancia de medio kilómetro. Lo único que no podían evitar era la vista de los aviones que aparecían a intervalos rozando las copas de los árboles. Era imposible evadirse de ellos, aunque la señora Tallant insistiese en que algo se podía hacer. Sea como fuere, Kit podía imaginar siempre que sólo se trataba de unos grandes pájaros. Además, aquellas visitas aéreas eran muy breves y Glen Barry quedaba de nuevo tranquilo y solitario, recuperando la querida soledad de la infancia de Kit.

De niña, por haber sido de una constitución más bien delicada (por cuyo motivo su madre no la había dejado regresar nunca a la ciudad antes de la entrada del invierno) había vivido largas semanas sola en Glen Barry, con la única compañía de una aya. En cuanto a su hermana Gail, no tardó en ser enviada a un pensionado de señoritas, donde siguió los cursos acostumbrados, necesitaba siempre de compañeros de su edad e imposible, además, de ser gobernada por ninguna aya.

—No te encierres siempre en ti misma, Kit —solía advertirle su madre, cuando, llegado el otoño, se despedía de ella en la terraza.

Se inclinaba y la besaba en las mejillas. Jamás había que añadir, como era necesario hacerlo con Gail:

—Y procura ser obediente con el aya.

Kit era una muchacha obediente.

Era obediente porque éste era el único modo de librarse de la gente. Obedecer representaba quedarse sola y, cuando estaba sola, era libre de hacer lo que quisiera. Glen Barry era el lugar donde la soledad representaba la ocupación más hermosa del mundo, los bosques, las corrientes, los caballos, las pistas, los senderos y los paseos por el campo tenían tanta belleza que los días resultaban siempre demasiado cortos. Durante los días de lluvia se podía recurrir a la biblioteca donde, al lado de los suyos, estaban todavía los libros del abuelo. No habrían bastado años de asidua lectura para leerlos todos. De este modo, Kit había aprendido a soñar con los libros y a escribir con fácil inspiración versos que siempre había guardado celosamente escondidos.

Sólo durante un breve período de tiempo la soledad le había resultado insoportable, y esto había ocurrido cuando Norman Linlay le confesó que había dejado de quererla. Entonces le pareció Glen Barry un lugar insoportable, y la soledad ya no era el cumplimiento de un deseo suyo, sino un destino de cautiverio. Por esto cuando su padre dijo un día que había de ir a China, ella sintió el deseo ardiente de acompañarlo. De no haberse ido, ¿qué habría sido de ella? Vivir esperando a Norman era una locura, y ella, además había perdido la esperanza. Ahora, sin embargo, apenas hubo puesto el pie en Glen Barry, comprendió que lo que más había echado de menos era aquella vieja soledad. El primer día, al despertarse, sintió deseos de saltar de la cama y salir sola afuera.

Así lo hizo. Pero estaba casada y una mujer casada, no puede comportarse de este modo. Alberto, al despertarse, solo, en la habitación vacía, se lamentó:

—¿Por qué no me has llamado? —le preguntó cuando volvió unas horas más tarde, fresca por el aire matutino.

—Dormías —le contestó.

—Aseguraría que ni siquiera te has molestado en comprobarlo.

Era cierto. Había sentido el deseo de ir sola, y el sueño de Alberto le había servido para disculparse a sí misma. No obstante, no podía confesárselo. Empezaba a comprender que cuando una mujer se casa existe una serie de cosas que es mejor guardar para sí…

Su hermana Gail ya había enviado a los niños a la ciudad, pero ella se demoraba todavía en Glen Barry. De pronto, la tarde del tercer día, su marido apareció con el coche para conducirla a la ciudad.

—Gail se irá conmigo después de comer —dijo con calma a su suegra.

Gail contrajo un poco los labios, mirándolo de reojo y le volvió la espalda.

—Alberto —dijo luego con perversidad, volviéndose hacia su cuñado—, cuando vayas a la ciudad iremos a comer juntos tú y yo.

—Estupendo —repuso inmediatamente Alberto.

No llegaba a comprender todavía a Gail, y de no haber tenido con ella el parentesco que tenía, habría sabido comportarse con más soltura; pero una cuñada no era una mujer.

—El primer día —insistió Gail, mirando a su esposo con el rabillo del ojo.

—Estupendo —repuso inmediatamente Alberto.

Pensó que su cuñado Harvey debía de ser un tonto. Allí estaba, bebiendo su cóctel, con la mirada fija en su mujer y la bondadosa expresión de un perro que guardaba a su dueña.

Pero, después de la comida, Harvey se marchó en seguida, llevándosela consigo, tal como había dispuesto.

—Mandaré mañana a alguien a recoger tus cosas —habíale dicho.

Siguió un hermoso mes de noviembre y luego diciembre, con una fría lluvia. Una mañana, durante el desayuno la madre de Kit tuvo escalofríos y se lamentó a Smedley de que la casa era demasiado fría. Era tarde, y la escasa luz les había tenido adormecidos más de la cuenta.

—Creo que ya es hora de que regresemos a la ciudad —dijo bruscamente—. Ya es hora, ya es hora. La temporada de invierno ya ha empezado allí, y esta fina lluvia da fin al golf de tu padre. No existe ningún motivo para que permanezcamos más tiempo aquí. A menos que…, Dios mío, quizás es mejor que dejemos pasar el fin de semana.

—¿Puedo ayudarte en alguna cosa, mamá? —preguntó Kit.

—No —contestole su madre—. La casa de Nueva York ya está preparada desde hace varias semanas. He retrasado sencillamente nuestro regreso. Enviaré a Smedley el lunes y nosotros nos marcharemos el martes.

Hablaban como si Alberto no estuviera presente. Éste era un hábito que habían contraído sin apenas darse cuenta. La señora Tallant, viéndole comer turrón de almendras, pensó: «Resulta realmente decorativo. De no ser así, ¿para qué otra cosa serviría?». Desde la noche en que su marido le había hecho aquella confidencia se había sentido siempre poseída de pequeños pensamientos malévolos con respecto a su yerno.

—¿Qué piensas hacer hoy, Alberto? —le preguntó bruscamente.

Él levantó la vista.

—Ni siquiera lo sé. Quizá me dedique un poco a mis sellos.

Había empezado a hacer colección de sellos. Brame había llegado a hacerle comprender que muchos sellos tenían un gran valor y, por fin, le pareció estúpido no coleccionarlos, ya que recibía tanta correspondencia de todos los rincones del mundo. Brame guardaba las cartas y él se reservaba los sellos.

—Si alguien pregunta por mí, estoy en la salita —dijo la señora Tallant. Lavó sus dedos en el aguamanil de cristal que Smedley le presentaba, y salió de la estancia.

Kit, al quedarse sola con Alberto, se apoyó sobre los codos, y le sonrió vagamente.

—¿Dónde vas a ir a ordenar tus sellos? —le preguntó.

El rostro de Alberto se le aparecía indefinido, casi como una mancha confusa. Por un segundo ya no vio sus hermosos rasgos bajo los rubios cabellos.

—No sé —repuso él. Pero Kit tenía los oídos llenos de sus propios pensamientos, y no advirtió el tono de ligera impaciencia que había en su voz—. Podría estar contigo en la biblioteca si no tienes otra cosa que hacer más que leer.

Ella se sintió presa de inquietud, luego se avergonzó. ¿Por qué esto? ¿Cómo podría haberla estorbado dedicándose tranquilamente a clasificar sus sellos en silencio, sobre una mesa? Sin embargo, ella jamás había sido capaz de leer con tranquilidad si no estaba sola en la biblioteca. Y Alberto que sabía permanecer tan quieto cuando se encontraba con otra gente, al estar solo con ella se dejaba oír por ciertos pequeños movimientos nerviosos, insistiendo —y ella se daba cuenta de ello— en atraer su atención sobre él. Era una costumbre que al principio le había parecido enternecedora y a la que ella no tardaba en corresponder. Producía una sensación de bienestar ver que alguien tenía necesidad de ella en aquella casa, donde ella, la más joven, jamás nadie le había pedido ayuda. Había algo conmovedor y a la vez divertido en la actitud de aquel muchachote que se inclinaba para que le hiciera la raya de los cabellos o le abrochase el cuello. Habitualmente ella se sometía a él, pero ese día se sentía sola. La profunda oscuridad de la tarde gris gravitaba como una niebla entre ella y las cosas. La bondad del tiempo siempre había estado de acuerdo con su estado de ánimo. En los días sombríos no conseguía reanimarse hasta que las tinieblas lo envolvían todo y, cerradas las cortinas de su alcoba, ya no se presentaba a su vista la visión melancólica del paisaje. Aún así le molestaba oír el rumor del viento que dominaba cualquier voz humana. Su habitación se convertía entonces en refugio y renuncia a la vez.

En aquel instante advirtió que el rostro de Alberto no le parecía más próximo ni más suyo que otro cualquiera.

—¿Por qué no vas a la salita? —preguntó—. Te haré llevar allí los sellos y me quedaré un rato contigo.

—Perfectamente —asintió él con docilidad, mirando a través de la ventana.

La lluvia había comenzado a caer copiosamente y los últimos vestigios de luz morían sobre los árboles entre las hojas agitadas por el viento.

… Pero en cuanto estuvieron en la salita no le fue posible a Alberto permanecer mucho tiempo dedicado a su labor. Necesitaba hacer algo, moverse. No era aquél un día propicio para salir a dar un paseo a caballo. Sería mejor ir al gimnasio a hacer un poco de ejercicio con el punch.

—Me aburren hoy los sellos —exclamó de repente—. Siento necesidad de hacer un poco de ejercicio.

Se levantó de un salto. Le era insoportable permanecer sentado ni siquiera un momento más. No tenía nada que hacer y sí la impresión de sentirse como un caballo atado a un poste. La casa era tan tranquila… Si hubiese estado en la suya habría bajado al pueblo a jugar a los naipes. Pero ésta no era su casa. Se inclinó y besó a Kit en la mejilla.

—Hasta luego —dijo—. Quizás volveré dentro de un rato a verte…

Kit se dirigió a la biblioteca y se sintió gratamente invadida por la profunda quietud aterciopelada de los libros. Era una quietud penetrante, más intensa que la simple inmovilidad del cuerpo; era el silencio lleno de recónditos sentimientos, de meditación y de la poesía que emanaba de lo más hondo de su espíritu. Había dicho más de una vez que aquella estancia que su abuelo había hecho construir junto a la casa más sencilla de su bisabuelo, era la más bella estancia del mundo. Estaba toda forrada de madera de encina y envuelta en la penumbra; las luces estaban dispuestas de tal forma que sus rayos iluminaban directamente los libros. Las alfombras eran gruesas, mullidas y verdes como el musgo bajo los árboles del bosque. Un gran ventanal se abría frente a las montañas y los libros cubrían las paredes hasta el techo. Para Kit no existía el tiempo en aquella estancia; lo encerraba tras de sí al cerrar la enorme puerta de encina de la entrada. Nadie —lo sabía por larga experiencia— acudiría allí durante todo el día, salvo el domingo. En la biblioteca estaba segura de no ser molestada.

Se acurrucó en el mullido sillón junto a la ventana, y se quedó mirando afuera, hacia los senderos mojados. De pronto se sintió libre; todo se había desvanecido, excepto su lucha con sus pensamientos. Quedose así absorta por espacio de varias horas, entregada a su propia tristeza nacida de sus mismos sentimientos, hasta que por fin, empezaron a brotar de su alma palabras rimadas: dos versos, luego otros, y otros más. El fenómeno se acentuó, se extendió. ¿Había terminado ya? Ni siquiera ella lo sabía. Sólo de una cosa estaba segura: se sentía aliviada e invadida por una desconocida paz. Se apartó de la ventana como un pájaro en un valle sin vientos.

Dormía desde hacía largo rato, o así le pareció por lo menos, cuando la puerta se abrió y oyó la voz de su madre que la llamaba con una aspereza que la despabiló instantáneamente.

—Kit, volvemos inmediatamente a la ciudad. He cambiado de parecer.

Abrió los ojos y se incorporó sobre su asiento. El rostro de su madre reflejaba una gran turbación a pesar de que su cuello veíanse unas manchas rojas.

—¿Regresamos ahora? —preguntó.

—En cuanto terminemos de comer.

—¿Ha ocurrido algo?

—No —se apresuró a contestar su madre—. No estará de más que subas a prepararte.

La puerta se cerró. Kit comprendió que su madre había mentido. Era preciso encontrar a Alberto. Algo había ocurrido.

Lo encontró tendido sobre el diván de su habitación, mirando por la ventana, con las manos cruzadas sobre su nuca. Kit observó que seguía lloviendo.

—¡Alberto! —exclamó.

Él volvió hacia ella sus ojos amorosamente.

—Creo que tu madre ha descubierto que soy un… —comenzó diciendo.

—Mi madre sólo me ha dicho que regresamos inmediatamente a la ciudad. Nada más —dijo Kit mirándolo aturdida.

—¿Ni una palabra más? —preguntó él.

—No. Pero ¿qué pasa? ¿Qué es lo que ha ocurrido?

—Nada —repuso Alberto con voz sorda—. Salvo que hemos discutido, una especie de…

—Pero, Alberto…

Él se incorporó y alisó sus cabellos.

—¡Cielos, estoy harto de no hacer nada!

Kit se quedó mirándole, consciente de que algo había cambiado en él.

—Creo que tienes razón —dijo quedamente. Algo había sucedido, pero él no diría nada. Kit sintió que su orgullo se rebelaba y no preguntó nada más.

La señora Tallant, en su dormitorio de la casa de la ciudad tapizado de tafetán, explicaba a su esposo las razones que le habían impulsado a abandonar a toda prisa Glen Barry.

—Naturalmente —dijo—, he despedido en el acto a la muchacha. —Las manchas rojas habían aparecido de nuevo sobre su cuello: las veía en el espejo ante el cual estaba sentada, peinándose para la comida. Aquellas manchas indicaban que la presión sanguínea había aumentado, y el médico le había puesto en guardia contra este fenómeno—. La muchacha está en… —y nombró la localidad— y la hice acompañar inmediatamente hasta la puerta de su casa. Dice que su padre es carpintero. ¡Qué desagradable! Me ha resultado imposible permanecer una hora más en Glen Barry.

—¿No estaba haciendo acaso… algo en particular? —preguntó Tallant, después de una pequeña pausa.

Sostenía en la mano una copia de los textos de propaganda que Brame se proponía publicar en la Prensa de la mañana. Apenas su esposa le hubo telefoneado, anunciándole su regreso a la ciudad, telefoneó a Brame. Cuando la gente se enterase de que Alberto había llegado a Nueva York, las invitaciones lloverían a montones. ¡Adiós entonces a la esperanza de vivir tranquilos! Pero, si esto había de ocurrir, era mejor que sucediera de una forma regulada, con oportunas gacetillas. Ya se había molestado bastante sin aquel ruidoso suplemento sobre Alberto… Sin atreverse a confesarlo decíase para sus adentros que su mujer había dado una excesiva importancia a lo ocurrido y, al fin y al cabo, hasta un hombre felizmente casado como él, y padre de dos hermosas muchachas, podía aún tomarse la libertad de recrearse la vista contemplando a una muchacha bonita.

—¡No entiendo lo que quieres decir con esto de… algo de particular! —exclamó su mujer—. Alberto no hubiese tenido que hacer nada en absoluto, si esto es lo que quieres decir. Tan sólo doy gracias al azar que ha hecho que sea yo, y no Kit, la que los haya sorprendido.

—¿Dónde estaban?

—En el pequeño y sombrío pasadizo que conduce al gimnasio. Siempre he dicho que estaba demasiado oscuro. Él llevaba los pantalones cortos y ella había ido a… limpiar, según dijo. Yo bajé para revisar el funcionamiento del tubo de desagüe de la piscina interna, que no iba muy bien. Naturalmente, ellos no me esperaban; ni yo esperaba encontrármelos en aquel lugar, por cierto.

A Tallant le pareció inútil pedir más pormenores.

—Me pregunto —añadió su esposa, obedeciendo a su pensamiento— si es justo que no digamos nada a nuestra hija. —Luego, volviéndose directamente hacia su esposo, dijo—: Si creyese que Alberto es realmente malo, te juro que no vacilaría un momento en hablarle sin rodeos; pero opino que es un pobre de espíritu, ni más ni menos. Y ella, ¡tan buena! Si se tratase de Gail dejaría que ella sola desembrollara sus asuntos. Pero ¿cómo dejar a Kit sola frente a un caso como éste? No tiene la menor experiencia sobre los hombres. Y nadie me quita de la cabeza que lo que este individuo necesita es una ocupación. Si pudiéramos encontrarle alguna… ¿No podrías emplearlo en el banco?

—No —repuso Tallant con energía—. No puedo, y deseo que no se añada nada más a este capítulo, querida. No tengo la intención de hacer nepotismo. Es un muchacho de una ignorancia completa, y mi último pensamiento será aceptarlo conmigo en el banco. Precisamente porque se ha convertido en héroe nacional de los Estados Unidos, no sirve para otra cosa que para hacer de héroe…

Su esposa le miró y suspiró con una expresión de desespero en sus ojos.

—¿Y qué vamos a hacer con él? —preguntó.

—Cuidaremos de su publicidad del mejor modo posible —repuso con amargura el banquero.

—¿Y Kit?

—Para ella también servirá este consejo: cuidar de su publicidad —repitió—. Pero no decir nada.

Sacó del bolsillo su estilográfica y escribió «Está bien» sobre la copia que tenía en la mano. Tocó la campanilla y apareció una vieja camarera a quien entregó el sobre.

—Haga llegar inmediatamente este sobre al señor Roger Brame —exclamó.

—Bien —dijo la señora Tallant—. No engañaríamos tan fácilmente a Gail. Se parece demasiado a mí.

Gail miró a su esposo sentado al otro extremo de la mesa, donde estaba servido el desayuno. Sus claros ojos color de avellana centelleaban con picardía. Su marido había pensado que muchas veces los ojos de Gail parecían cubiertos por escamas luminosas. Él los contemplaba, pero conocía a su Gail.

—¿Qué piensas hacer para el almuerzo? —preguntó.

Ella alzó los ojos de la taza que había acercado a sus labios.

—¿No recuerdas? Hoy es el primer día de Alberto en la ciudad. Estamos comprometidos para almorzar juntos.

—Ve con cuidado, Gail —dijo él quedamente. Ella dejó su taza y lo miró con una sorpresa demasiado marcada—. Tú eres una bebida demasiado fuerte para un hombre que resiste mal el alcohol como Alberto —continuó impasible.

Su rostro tenía la virtud de la imperturbabilidad, y ni la misma Gail conseguía penetrarlo.

«Un día u otro —le había dicho en una ocasión— me dedicaré a rajar tu rostro como los melones, para ver qué es lo que hay dentro».

—¿Yo? —preguntó ahora, con demasiada inocencia.

—Tú —le respondió él.

No se preocupaba en absoluto de la libertad de su esposa. Antes de formalizar su noviazgo, había visto y decidido con precisión la propia línea de conducta con respecto a Gail: mano firme sosteniendo las riendas. Gail tenía que saber que él había de conocer todos sus pasos; pero su inexorabilidad no iba más allá de cierto límite. Gail podía comer con cualquier hombre que le agradase, pero a las horas de las comidas tenía que estar con su marido. Podía conceder una docena de bailes, pero era él, su esposo, el que la conducía al baile y volvía a acompañarla a casa. Toda la vivacidad que él reconocía en suma como de orden vital, había de manifestarse y expansionarse exclusivamente sobre el sólido terreno del hogar y del matrimonio. Ya antes de casarse con ella se había dedicado a convencerla de que necesitaba, como reactivo, el contraste de la estabilidad matrimonial. Él sabía que, de las dos hermanas, Gail era la que vivía más sujeta a las convenciones sociales. Con todas sus exuberancias, en lo íntimo de su ser era dócil y se sentía dichosa de ser fiscalizada… En cambio, Kit… Kit pertenecía a esa clase de criaturas que venden su alma por gusto, pero que naufragan por completo el día que pierden el dominio de sí mismas. Había algo inestable en Kit…, la inestabilidad de un alma demasiado sensible para soportar hasta las propias decisiones.

—¿Por qué? —preguntó maliciosamente Gail con los codos sobre la mesa y la barbilla graciosamente apoyada sobre las manos entrelazadas. Miró a su marido bajo sus largas pestañas doradas—. No pensarás acaso que yo…

—No pienso nada, naturalmente —repuso él—. Veo que mariposeas con todos mis amigos, pero he de decirte que ya están acostumbrados a ello. Alberto, en cambio, no lo está. Bajo el calor comienza a derretirse.

Ella estalló en una alegre carcajada, se levantó, se acercó a él y revolvió sus lisos cabellos color de arena.

—Me gustas —declaró—. Y no comprendo por qué, pues en cuestión de belleza estás muy por debajo de Alberto Holm.

—Es porque yo sé leer en tus ojos —repuso él.

Le cogió la mano y la besó con calma aparente. Pero Gail, aun cuando estaba acostumbrada a su marido, no pudo contener un ligero estremecimiento de admiración. Él sabía leer en sus ojos… En cambio ella no sabía leer nunca en los suyos, aun cuando estaba ejercitada en penetrar los pensamientos de los hombres y las mujeres. Antes de casarse con Harvey, ella había vencido a todos con su inteligencia y su perspicacia. Él, en cambio, jamás le había dicho una sola palabra sobre su persona antes de su matrimonio, y seguiría sin decirle nada, mientras Gail descubría, llena de sorpresa, que más tarde o más temprano ella acababa contándole sus cosas con todos sus pormenores.

Ahora, apoyada sobre el brazo de su butaca, exclamó con humorística tristeza:

—¡Qué lástima que Alberto sea el esposo de Kit! Habría resultado divertido…

—… Bromear un poco con un héroe público —concluyó él. Dobló su servilleta, empujó suavemente a su esposa y se levantó—. Pero en este caso, querida, sería muy torpe por tu parte bromear con tu cuñado. Parentesco demasiado cercano… demasiado «casa Tallant», por no decir a tu propia casa.

Gail suspiró y ofreció sus labios para un beso.

—¿Qué tal sigue el resfriado de Alfredito? —preguntó él.

—No he ido a verle —confesó Gail—, pero la niñera no ha…

—Sube inmediatamente a verle antes de que me marche, ¡vamos! —ordenóle imperturbable.

Gail no era un modelo de madres, pero a él le interesaba ante todo, que fuera su mujer. De los chicos ya se preocupaba él cuando hacía falta.

Ella obedeció, demorándose un instante en el umbral para hacerle una mueca.

—Me pregunto de qué me sirve madrugar cada mañana para desayunar contigo —observó—. No conozco a ninguna mujer que haga otro tanto con su marido.

Él sonrió ligeramente sin contestar. Entre los dos existía un lazo de pasión absolutamente recíproca; de esto él estaba muy seguro. Sabía, y también que Gail no lo ignoraba, que ningún hombre del mundo habría sido capaz de satisfacerla mejor que él. Él penetraba hasta el fondo de sus venas. Ahora la contempló, orgulloso de ella y de sí mismo.

Apenas Gail desapareció en dirección al cuarto de los niños, él salió al vestíbulo y cogió su abrigo. Uno de sus motivos de orgullo era su sentido práctico. Y, desde luego, la única base práctica del matrimonio era la completa reciprocidad. Él poseía a Gail hasta en lo más íntimo de su ser y ella lo sabía.

—¡Gail! —llamó.

—Se encuentra mucho mejor —repuso ella apareciendo en la escalera.

La miró, Gail representaba para él la belleza perfecta. Cada línea de su cuerpo gracioso y esbelto le gustaba. No podía sufrir las mujeres gruesas, pues la grasa había sido siempre su enemigo mortal. Esperó que ella se acercase. La atmósfera entre ambos se hizo más cálida. Él se dio cuenta de ello, y ella también; estaba seguro. Cuando la tuvo delante la atrajo hacia sí y la besó largamente. Gail no pronunció una sola palabra y se abandonó a él. Pero Harvey se apartó de ella.

—No conozco a otra mujer en el mundo —dijo— capaz de inducir a su propio marido a hacerle el amor inmediatamente después del desayuno.

Gail le sonrió.

—Escandaloso, ¿verdad? —afirmó.

Él no insistió. Gail era capaz de aprovecharse de cualquier cosa para tomarle el pelo.

—He de ir al despacho —dijo.

La besó ligeramente sobre los labios, y se fue.

Apenas hubo salido, Gail se dirigió al teléfono y llamó a casa de su madre.

—El señor Holm, por favor —dijo a la camarera que le contestó. Y cuando la voz ansiosa de Alberto sonó en su oído, se apresuró a decirle—: Alberto, me es imposible ir a comer contigo, como habíamos quedado. Lo había olvidado y tengo otro compromiso.

Se sintió satisfecha al oír la protesta de él, al otro lado del hilo:

—Pero, Gail…

¡Qué fácil le resultaba a una mujer hermosa suscitar tales sentimientos!

—No, mañana tampoco es posible. Almorzaremos los cuatro juntos, la semana próxima, tú, Kit, Harvey y yo. Cualquier día de la semana.

Y colgó el auricular. ¡Pobre Kit! Con un destello áureo en sus ojos de tigresa dio unas vueltas por la habitación inundada de luz.

… Alberto, al oír colgar el auricular, se sintió de nuevo poseído por el acostumbrado sentimiento de melancolía que lo embargaba. He aquí un día malogrado, uno de esos días vacíos como los que había vivido a veces de niño cuando su padre faltaba alguna vez a su promesa de llevarlo al pueblo. Resultaba extraño cómo aquella dinámica Gail hacía parecer tranquila por contraste, a Kit. Demasiado, demasiado tranquila era Kit, a pesar de que él le hubiese dicho en una ocasión que hasta su temperamento tranquilo le agradaba. Seguramente Kit estaba ahora en la biblioteca sumida en la lectura de algún libro. Tuvo la intención de ir a su encuentro, pero de repente se dijo que ella levantaría del libro aquellos ojos suyos perdidos en la lejanía… Cuando él deseaba que Kit le acompañase a una parte, o hiciera algo, ella contestaba invariablemente: «Desde luego, desde luego»; pero se comprendía perfectamente que en realidad no era éste su deseo. Y Alberto sentía el afán de hacer algo por su cuenta, pero con alguien que participara de lo que hacía. Gail —y se consideraba dispuesto a apostarlo— habría estado resuelta a hacer cualquier cosa.

Se dirigió hacia el comedor. Abrió el aparador y encontró una jarra vacía. Sonó largo rato la campanilla imperiosamente, y apareció Smedley como proyectado por un resorte, poniéndose rápidamente la chaqueta y con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Qué diablos le ocurre para que me mire usted de este modo? —le preguntó Alberto.

—Nada, nada, señor, le ruego me perdone —se apresuró a contestar el mayordomo—. Lo que ocurre es que nadie llama así, salvo el señor Tallant, que a esta hora está en el banco.

—Tráigame un poco de aquella bebida que tomamos anoche —le ordenó Alberto.

—No está en este aparador, señor —repuso Smedley con premura febril.

—En éste o en otro, poco me importa —replicó Alberto—. Vamos, apresúrese.

Al poco rato Smedley compareció con una botella que llevaba la etiqueta dorada y le sirvió una copita de licor.

—Es muy fuerte, señor —observó con cautela.

—Sírvame otra —pidió Alberto—. Yo mismo cuido de mi persona. Es mi lema, y me lo repetía cuando escalé aquella montaña. Smedley, alguna vez me digo que hubiera sido mejor no haber ido allí.

—¡Señor!

La voz de Smedley parecía atónita.

—Así es —repitió Alberto—. Por ejemplo, aquí me tiene vestido de punta en blanco… y no sé dónde ir. Porque no resultan muy divertidas estas reuniones familiares de aquí, ¿verdad, Smedley?

Smedley tosió discretamente llevándose la mano a la boca, rumiando para sí sobre su actitud en el caso de que Alberto le pidiese un tercer vaso del mejor whisky del señor Tallant. Era una lástima que el muchacho no tolerase mejor el licor; el señor Tallant le llevaba en esto una gran ventaja; nada conseguía derribarlo. Además, estaba acostumbrado a beber.

—Smedley —comenzó diciendo Alberto—, si estuviese usted en mi lugar; es decir, si se encontrase en mi pellejo y hubiese tenido el plan de salir con una señora que a última hora le dijera que no podía acudir a la cita, ¿cómo ocuparía su tiempo?

Smedley tosió de nuevo. «Caso complicado», pensó. Pero el muchacho era decididamente simpático.

—Lástima que no hubiera sido para esta noche, señor —observó—. Hay un excelente match de boxeo en cierto lugar que conozco.

—¿De veras? —preguntó Alberto con entusiasmo—. ¡Vayamos juntos, viejo!… No hay un solo perro con quien pueda ir a algún espectáculo en la ciudad. ¿Comprende lo que quiero decir?… Un verdadero hombre…

—¿Alude usted a ir de incógnito, por así decirlo, señor? —preguntó Smedley, obedeciendo a un íntimo pensamiento.

¿Por qué no podía ir con Alberto? ¿Acaso no se había vanagloriado de conocer personalmente al héroe? La única persona que le imponía respeto era la dueña de la casa, pero si lo ignoraba, no podría decir nada.

—Esta noche ha de asistir como huésped de honor al banquete que da el Círculo Alpino —le recordó a Alberto Holm.

—¡Qué más da! Abandonaré temprano la compañía —dijo Alberto lleno de emoción—. ¡Vamos! ¡No me he tomado un poco de libertad desde el día que rompí las relaciones con el viejo Fessaday!

Sentía la necesidad de liberarse, de salir por su cuenta, de mezclarse entre la gente de su clase. A menudo, mientras Smedley servía la mesa, había pensado que éste debía de ser un buen elemento… y que, además, debía tener más conchas que un galápago.

—De acuerdo, señor —dijo Smedley después de una breve reflexión—. Ahora le anotaré la dirección. —Sacó de su bolsillo un bloc y un lápiz, escribió algo sobre una hoja y se la entregó a Alberto—. Me encontrará allí a las diez y cuarto —dijo.

—¡Muy bien! —exclamó Alberto, y le golpeó con tanto vigor la espalda que poco faltó para que la botella le cayera de la mano, Smedley no dijo nada. Al fin y al cabo era algo poder salir con Alberto Holm, y los clientes de aquel local tenían el mismo derecho que los demás a ver al héroe.

En lo posible trató de restablecer el equilibrio comportándose durante el resto del día con extremada ceremonia como si Alberto fuera un príncipe, y fingiendo no darse cuenta del guiño que éste le dedicó mientras servía la ensalada durante la comida. Al fracasar su cita con Gail, Alberto se vio obligado a comer en casa, en compañía de Kit y la señora Tallant.

—¡Alberto! —exclamó Kit con dulce reproche—. ¿Dónde has estado? —Asombrada se incorporó sobre su lecho. Él, de pie en el umbral de la puerta que separaba sus dos habitaciones, le sonreía. Ella saltó de la cama, y se acercó a él—. Pero… pero ¡si tienes fiebre! —exclamó.

—Mucha… fiebre —asintió él con melancolía. La miró con ojos embobados, mientras ella se acercaba—. Quiero acostarme —dijo a continuación. Se volvió y se dejó caer sobre la cama. Luego se incorporó de repente—. Vete, Kit —ordenó—. Me encuentro mal… y quiero estar solo.

Kit salió corriendo de la habitación para llamar a su madre. Pero afuera encontró a Smedley, que parecía estar esperándola.

—No se le ocurrirá ir a llamar a la señora, ¿verdad? —preguntó.

—¡Precisamente voy en su busca! —repuso Kit, todavía asombrada—. ¿Cómo lo sabe?

—No la llame, señorita —insistió Smedley—. Su marido se pondrá bien en seguida. Se ha excedido un poco en la comida… tomando algo más de lo justo; Se encontrará bien en cuanto… Perdone, señorita, pero tiene el estómago revuelto.

Oyeron a Alberto en el baño, haciendo violentos esfuerzos.

—Será mejor que entre yo —dijo con dulzura Smedley.

Kit, llena de dudas, volvió a su habitación. Al cabo de un rato, cuando se hizo de nuevo el silencio, se asomó al cuarto de Alberto. Le vio tendido sobre la cama, al parecer dormido, con Smedley junto a él.

—¿Está mejor? —preguntó.

—Todo marcha bien, señorita —fue la respuesta. Luego Smedley añadió—: Ahora necesita dormir. —Tosió suavemente—. Es un muchacho realmente animoso, señorita, un temperamento que no sabe nunca cuándo ha de dominarse —dijo.

Miraron a Alberto, ambos inclinados sobre él. Cuando dormía, su rostro se volvía infantil. Las mejillas aparecían más lisas, y sus labios sobresalían. Imposible no sentirse enternecido al verlo tan joven.

—Es extraordinariamente simpático, señorita —dijo Smedley, sonriendo… Después de todo, la conocía desde niña.

Kit, al quedarse sola con Alberto, le tocó la frente. Su rostro que antes aparecía congestionado, estaba ahora casi pálido y húmedo al tacto. Quizá tenía frío; Kit lo cubrió mejor con el edredón, dulcemente, para no despertarlo. Pero él ya estaba entregado a un profundísimo sueño.

Se sentó al borde del lecho y se puso a observarlo. Durante toda la noche había sentido cierto deseo de él; efecto de la música. Había ido con sus padres a una representación de Tristán e Isolda, y la ópera la había trastornado con su melodía. Hubiera deseado tener a Alberto a su lado, aunque sabía que a él no le gustaba la música. Pero aquella ópera era algo más que música…, era un símbolo… Alberto había ido al banquete del Círculo Alpino, y ella había tenido presente su imagen durante toda la noche. Él había aprendido a llevar el traje de etiqueta con perfecta desenvoltura, y aquella noche, vestido así le había parecido extraordinariamente hermoso. El traje de etiqueta le favorecía muchísimo, como a todos los hombres altos y rubios. Aquella noche se había divertido…; siempre resultaba simpático a los hombres. Así Kit, sentada en su butaca del teatro, tranquila respecto a él, se había dejado transportar cada vez más profundamente por la música, y al finalizar el espectáculo había regresado a casa en un silencio casi sepulcral. Besó a sus padres, deseándoles las buenas noches, y se dirigió a su habitación. En algún momento tuvo la impresión de que sus padres estaban aquellos días más afectuosos que de costumbre. Era casi como cuando de niña sufría alguna contrariedad. Pero ahora no existían contrariedades. Se había desnudado, tomado un baño, y acostado esperando el regreso de Alberto.

Estaba ahora sentada, acurrucada a sus pies, a un extremo del lecho, evocando la música que había escuchado. Los amantes habían encontrado en el amor lo que todos perseguían. Cuando el amor llegaba, cesaban todos los problemas y la vida cobraba su aspecto definitivo. Con el amor el horizonte aparecía despejado. Esto decía el refrán.

En realidad, no se ve nunca claro. Y Kit veía ahora menos que nunca. Lo que nadie dice es que después del matrimonio la confusión aumenta. ¿Qué sentido tenía, por ejemplo, la vida que Kit llevaba con Alberto? Él no sabía mejor que ella qué es lo que debían hacer. Estaba aún más desorientado porque no sentía la incapacidad que ella sentía. Si hubiesen sido pobres y se hubiera visto obligado a trabajar para vivir, el trabajo habría sido, por lo menos una necesidad, ¿qué es lo que poseían? El amor no constituía un fin, una conclusión. El amor era únicamente un estado del ser humano, un modo de existir: y podía no tener tal vez ningún significado. Alberto la amaba, pero con un amor que no constituía para ella ninguna orientación.

Permaneció largo rato en silencio. Oía la respiración de Alberto dormido y, en la lejanía, la voz de Tristán.

Gail, por encima de los anchos hombros de Harvey, bailando con su marido en la recepción que habían dado en honor de Kit, observaba el espectáculo de Alberto Holm víctima de un creciente estado de embriaguez. Ahora que Harvey había puesto el veto sobre Alberto, lo observaba, todo lo más, con un solo vago sentimiento de curiosidad. Era una lástima que Kit no lo vigilara bastante para frenarlo a tiempo en el camino de la intoxicación. Ésta era la tercera vez que ocurría en un mes. La primera había sido en casa de Whitefield y la otra en casa de los Van der Meer. La situación había sido embarazosa. Alberto no resistía el alcohol y no se daba cuenta de cuándo era conveniente cesar de beber.

Gail observó ahora el inevitable efecto que la bebida producía en él. No le hacía cometer ninguna grosería ni armar escándalo alguno, sólo suscitaba en él una picardía infantil que se manifestaba dando tirones de pelo a las mujeres, o divirtiéndose en desabrochar los tirantes que sostenían los escotados trajes de noche. Si las señoritas estaban también algo ebrias, estallaban en sonoras carcajadas. Pero casi siempre, hasta las más jóvenes, al hallarse perfectamente serenas, se limitaban a apartarse de él y a lanzarle una réplica con jovial indulgencia. Al fin y al cabo, hiciese lo que hiciese, él siempre era Alberto Holm.

—Si estuviésemos en un local nocturno —murmuró Gail al oído de su esposo— no me atrevería a levantar un dedo. Pero en nuestra casa. ¿No te parece que sería conveniente que hiciéramos que se retirase de una forma u otra?

Alberto bailaba con Rita Blakeslee, una joven apenas salida del colegio. Pataleaban como dos potros, completamente locos pero sin que ninguno de los dos diera importancia alguna a ello. La dueña de la casa se había limitado a invitar a un íntimo círculo de gente moderna. No obstante, Alberto no podía hacer naturalmente lo que a otros hombres era permitido, dados los comentarios que comenzaban a circular sobre él. Pese a la labor de Roger Brame, se murmuraba, por ejemplo, que la semana anterior, en una fiesta en que se sirvieron abundantes licores, él había vaciado un vaso de agua helada en la espalda, de la anfitriona. Otros aseguraban que Alberto Holm, completamente ebrio, gustaba de hacer su aparición en lugares extraños y vulgares, a altas horas de la madrugada.

—No recuerda nada —dijo Kit, llena de angustia, al día siguiente del episodio del vaso de agua.

Naturalmente, algunos se habían reído; pero no precisamente los que interesaba. Gail misma, a pesar de su ostentoso desprecio por el conservadurismo y por los que denominaba «la vieja guardia», sabía que sus ademanes despreocupados le eran sólo tolerados por ser la esposa de un hombre como Harvey. De otro modo…

—¿Dónde está Kit? —preguntó Harvey algo irritado—. ¿Por qué no lo vigila?

—Está bailando con alguien —repuso Gail—. Además Kit es la última persona que se da cuenta, si no se lo dicen. ¡Esta chica parece estar siempre en las nubes!

En aquel preciso instante encontró la mirada de Kit y le hizo una ligera seña con la cabeza señalando a Alberto.

Kit comprendió en seguida. Naturalmente, no debía demostrar que se había dado cuenta de que Alberto se encontraba en aquel estado. Pero un sentimiento de espantosa impotencia —ahora ya latente en ella— la invadió por completo. ¿Qué haría si Alberto se entregaba a la bebida, como había hecho un tío suyo? Pero no era el mismo asunto. El tío Enrique había sabido beber con inteligencia, decidiendo muy fríamente emborracharse un par de veces al mes. Alberto, en cambio, se entregaba al alcohol sin comprender bien qué era lo que hacía. ¿Y qué se podía hacer con un hombre que nunca se daba cuenta de lo que estaba haciendo?

Apenas terminó aquel baile, Kit se dirigió hacia Alberto, pasando por entre los grupos de los invitados. Lo encontró solo algo vacilante, junto a una ventana.

—¿Alberto, querrías acompañarme a la terraza? —le suplicó—. Me da vueltas la cabeza.

Él la miró con gravedad, con ojos algo encendidos.

—¿No has bailado demasiado, Kit? —preguntó.

Ella sonrió, lo cogió por un brazo y lo condujo hacia la puerta. Afuera, bajo la fría y clara noche invernal, Alberto comprendería mejor lo que estaba haciendo. Kit abrió la puerta de cristales, salió a la terraza y Alberto la siguió hasta la balaustrada. Detrás de ellos quedaba la hermosa risa de Gail, llena de luz, de flores y de calor.

Miraron hacia abajo, hacia el Parque Central, hacia las miríadas de luces de la ciudad. La atmósfera sin viento estaba helada. Era como una de las incomparables noches de Nueva York.

—¡Bah! —murmuró Alberto, reaccionando bajo el aire frío—, hay algo en todo esto que me recuerda la cima de aquella montaña…

—¡Oh, Alberto! ¿Qué es? —preguntó Kit.

Inútil decirle en aquel instante la locura que cometía bebiendo de ese modo. Kit, además, evitaba instintivamente pensar en la deplorable figura que tenía cuando había bebido. En una época en que una gran parte de los individuos de su generación aceptaban la embriaguez como un inevitable accidente ocasional, parecía hasta falso decirle que ella detestaba aquel vicio. Sin contar que sabía muy bien que Alberto era víctima de él porque no tenía ninguna ocupación en que emplear su tiempo. Sin embargo, cuando hablaba con su madre de la casa que habían proyectado y de un lugar donde poder vivir con más tranquilidad que en Nueva York, la señora Tallant contestaba invariablemente:

—Todavía no, querida Kit, no es ahora el momento, precisamente cuando el señor Brame está organizando, para el bien de tu esposo, su publicidad. Este invierno, tanto tú como Alberto debéis dedicarlo al público. El interés público no durará, además, mucho tiempo: nada dura, lo sabes muy bien, querida. Lo que importa es que este interés concluya dignamente… quiero decir para nosotros, querida…

—Parece el cielo —dijo ahora Alberto sobre la terraza levantando los ojos—. ¡Qué grande es! ¿O quizá son los rascacielos? Tienen un poco el aspecto de montañas, ¿no te parece?

—Es cierto —murmuró ella.

Era fácil imaginar, mirando a su alrededor, hacia las cúpulas de las torres, que éstas eran peñascos de alguna cadena alpina. A la altura en que se encontraba —el piso trigésimo— la tierra parecía ahondarse en un valle. Kit se quedó por unos momentos embelesada. ¡Si Alberto y ella pudiesen marchar, ir hacia las montañas!

—Estos licores que sirve Gail son muy fuertes —dijo Alberto, con desagrado—. Confío en que no me harán daño. Me da la impresión de estar algo ebrio.

Kit volvió en sí de su fantasía.

—¿Por qué bebes tanto? —preguntó con humildad.

—No sé —repuso él, ausente.

Contemplaron en silencio la ciudad.

—Tengo la impresión —dijo él por fin lentamente— de que sería mejor partir… irnos de aquí.

—¡Oh, sí, Alberto!

—Me gustaría volver donde estaba antes de que diera comienzo mi aventura.

—¡Me sentiría tan dichosa de poder irme contigo, Alberto! —dijo ella.

¿Y por qué no? Quizás allá arriba, sobre las montañas que él amaba, Kit encontraría a Alberto, el hombre con quien se había casado. No lo había encontrado en otro lugar. ¿Por qué no marchar, abandonar aquella existencia? La tierra estaba llena de una libertad de la cual no participaban allí. Vivían su vida en medio de un vértigo de gente, recepciones y entrevistas, entre un banquete y el asalto de los fotógrafos; todo, desde luego, muy bien fiscalizado y dirigido por Robert Brame, pero… No hacían nada sin él, sin el Domador de Leones, como lo llamaba Gail, burlándose de él. Pero lo que Brame domaba realmente era la muchedumbre. Kit veía siempre interpuesta entre ellos y la muchedumbre su escuálida figura de hombre práctico. Mientras estuviera Brame para entretener al público, estaban tranquilos. Cada invitación era severamente fiscalizada antes de ser aceptada o no.

Y, no obstante, era una esclavitud. Los días estaban regulados hora por hora, desde el desayuno hasta medianoche. En medio del lujo y de las comodidades, vivían esclavos de Roger Brame. No, no de Roger Brame, sino del superhéroe Alberto Holm. Modelado por el sagaz agente, Alberto Holm comenzaba a asumir la inmensa potencialidad del héroe popular que gracias a sus preciosos dones empezaba a ser algo más que la efímera figura del momento. Kit conocía a la figura presentada por los periódicos. Alberto Holm era un hombre amante del hogar, su adhesión a la tranquila y más bien frágil esposa, era bella y noble. Por todas partes se les veía siempre juntos. Siempre que su alta figura aparecía retratada en algún periódico, la imagen de ella, algo tímida, le sonreía al lado. Contemplando los dos rostros, Kit pensaba con una especie de sorpresa: «Parecen realmente felices».

Y pensaba que podían serlo en realidad si hubiesen podido únicamente quedarse solos. Pero no estaban nunca solos, ni lo habían estado nunca. Y de no haber sido por Brame, este destino suyo les habría hundido. El público andaba siempre a la caza de ellos, les aguardaba ante todas las puertas, solicitaban autógrafos para sus álbumes, o sobre algún trozo de tarjeta, ofreciendo ellos mismos el lápiz. Los muchachos subían en el estribo del coche, cuando las señales luminosas les obligaban a detenerse, e insistían con voz ronca ante la portezuela:

—Anda, Alberto, danos tu autógrafo… No te cuesta nada, va.

Pero Brame le había aconsejado que no firmara nada. Nadie podía saber jamás lo que se podía escribir sobre una firma.

Todo aquello había acabado por hacerse intolerablemente fastidioso. Lo que en un tiempo había parecido divertido, y hasta enternecedor —pensaba Kit evocando los millares de rostros de la muchedumbre— se había convertido ahora en un insoportable descaro: las atenciones demasiado pegajosas de unos extraños a quienes aún pertenecía con Alberto.

De pronto, ante su gran asombro, Alberto se echó a llorar sobre su hombro.

—¡Alberto! —exclamó—. Pero ¿qué te ocurre querido?

—¡Pareces tan triste! —sollozó él—. Y es porque yo no soy digno de ti… ¡Soy una podredumbre!

—¡No es verdad! —exclamó ella abrazándolo—. ¡Piensa en toda la gente que te admira!

—No conocen nada de mí —sollozó todavía él—. Tú eres la única que comprendes y conoces algo de mí, y a quien importo un poco.

—Pero yo también tengo de ti la misma opinión que los demás…

—¡No, no es verdad, Kit! —y se abrazaba a ella—. ¡No podrías! ¡Tú eres tan dulce, tan buena!… ¡En cambio, yo!… ¡Quién soy yo! ¡No tienes la más mínima idea de lo malo que soy, Kit! Yo…

Así, sollozando, estaba a punto de balbucir algo cuando se abrió la puerta de cristales. Era Gail, con su traje escarlata.

—¿Qué estáis haciendo los dos? —preguntó—. Romeo y Julieta están aquí junto a la balaustrada de la terraza. ¿O acaso tenéis la intención de echaros abajo?

Su voz actuó como un viento gélido sobre la emoción que embargaba a Alberto.

—Alberto no se encuentra bien —repuso Kit molesta.

Gail se acercó unos pasos y lo miró.

—¿Sabes? Sólo está un poco ebrio —dijo, y se echó a reír.

Kit sintió estremecerse el cuerpo de Alberto contra su espalda. ¿Sollozaba? No, ¡reía! Se apartó instintivamente mientras él, levantando el rostro, miraba a Gail.

—¡Tiene razón! —balbuceó—. ¡Estoy horriblemente borracho!

Y se echó a reír como un estúpido.

A pesar de sus carcajadas Gail había estado muy amable. Kit, sentada en el borde de la cama de Alberto, le sirvió un vaso de agua helada, Gail les había hecho salir por otra puerta y puesto en el ascensor; luego los hizo conducir a casa. Smedley, al abrir la puerta, no dijo una sola palabra y se limitó únicamente a ayudar a Alberto a llegar hasta su habitación.

—¿Manda algo más, señorita? —preguntó después de haber acostado a Alberto.

—Nada más, gracias —había contestado ella.

Se podía tener la seguridad de que Smedley, a la mañana siguiente, no recordaría nada de lo ocurrido.

El teléfono sonó.

—¡Oh, Dios! —masculló Alberto.

—Estate quieto —suplicóle Kit. Y descolgó el auricular.

Era Gail.

—¿Cómo está?

La voz de Gail llegaba a través del micrófono con un calor atenuado, como una esencia de la propia voz. Pero Kit estaba habituada a este tono que Gail usaba por teléfono.

—Naturalmente, tiene muchísimo dolor de cabeza.

—¡Claro! —convino Gail. Titubeó, y luego, bruscamente, dijo—: Kit; no sé si debo decírtelo, pero anoche, cuando estuvisteis fuera, Rita dijo a todos que Alberto le había propuesto huir con él.

—¿Cómo? ¡Oh, Gail, pero esto es estúpido!

—Claro que es estúpido, pero lo único que puede decir como excusa en su favor, es que estaba borracho como una cuba y no sabía lo que decía. —Aguardó en vano a que Kit contestara, y continuó—: Por esta vez saldremos bien librados. Pero Rita, al salir de casa, fue a terminar la noche en un club nocturno. Esta mañana he ido a verla y le he rogado qué no hiciese más comentarios. He de confesar que ha sido muy prudente. Ha dicho que ella también estaba ebria y que no recordaba muy bien lo que había dicho. Pero asegura que Alberto le hizo esta proposición. Yo le he contestado que hasta los grandes hombres cometen alguna vez un desatino. —Gail rió y permaneció a la escucha—. Kit, querida, ¿me oyes? —preguntó, al no oírla.

—Sí, te escucho —repuso Kit.

—¡No hables con ese tono fúnebre, Kit! Al fin y al cabo, no es culpa suya si no tolera la bebida.

—Sí, Gail, gracias.

Colgó el auricular y se volvió hacia Alberto. Estaba tendido y con los ojos cerrados.

—Alberto —le preguntó—, ¿qué dijiste anoche a Rita Blakeslee?

—¿Rita Blakeslee? —farfulló él—. Jamás la he visto ni conocido.

—Pero Alberto… —comenzó Kit. En aquel momento alguien llamó a la puerta—. Adelante —dijo.

Era Sara la camarera más antigua.

—El señor Brame está aquí, señorita —dijo—. Dice que le es preciso hablar con usted.

—Voy inmediatamente —repuso Kit.

Se levantó, fue al baño, cogió una bolsa de goma, la llenó de trozos de hielo, la colocó sobre la ardiente cabeza de Alberto, corrió un poco los visillos para amortiguar la luz y se dirigió hacia abajo a ver a Brame.

En cuanto entró en la biblioteca, comprendió que algo había ocurrido. Encontró allí a sus padres. Algo grave debía de ser cuando su padre había dejado de ir a Wall Street. Sentados en la hermosa estancia envuelta en la penumbra, sus padres parecían formar parte de ella, y la figura de Brame completaba el grupo. Eran tres personas reunidas para deliberar —así lo comprendía— sobre Alberto Holm. Kit entró más bien con cierta timidez.

—Buenos días, señor Brame —dijo.

Su voz brotó tan débil que, para excusarse, se aclaró un poco la garganta.

—Buenos días —repuso con gravedad Brame—. Me disgusta tener que molestarla tan temprano por un asunto semejante, pero esta mañana ha aparecido un artículo publicitario más bien desagradable… No en los periódicos importantes, que nosotros fiscalizamos muy bien, sino en una pequeña columna de chismografías firmada por una mujer, de un periódico de segundo orden. Todos saben que esta persona carece de seriedad, pero sus artículos son leídos por cierta fama de espiritualidad que le dan a ella. Ahora bien, todo lo que puede inducir al público a reírse de Alberto Holm, resulta lamentable. Últimamente han circulado demasiadas fábulas que proceden de fuentes completamente inesperadas. Y permítame decirle, señora Holm, que cuanto ha declarado su esposo el martes pasado sobre el problema demográfico es muy desagradable. Ha de saber que mucha gente no quiere ni oír hablar de semejante teoría. Añado que una personalidad pública debe evitar tomar una posición en una cosa que suele ser discutida.

Kit interrumpió la locuacidad del agente de publicidad.

—A Alberto no le interesan en absoluto todas estas cosas de las que usted me habla.

—En este caso —replicó Brame— es una verdadera lástima que haya expresado una opinión sobre ella.

La madre de Kit intervino bruscamente en la discusión.

—Querida, el señor Brame tiene la opinión de que es necesario estudiar alguna cosa para Alberto (una expedición o algo por el estilo) con la finalidad de apartarle por el momento de la escena…

—Más bien, si me permite explicarme, señora Tallant —intervino Brame—, más bien para volver a situarle favorablemente a los ojos del público.

—¡Pero Alberto no ha hecho nada realmente grave!

Aun aquí, en casa de sus padres, donde por lo menos se había sentido segura y protegida, continuaban las intrusiones. ¡Ni siquiera Brame conseguía mantener a distancia a los intrusos! Una vez, de chiquillas, las habían llevado a ella y a Gail a hacer una excursión a Coney Island, complaciendo a sus repetidas insistencias. El chófer las había conducido hasta allí con la aya, que había desaprobado la excursión. Se habían entregado a una desenfrenada alegría, y Gail, en particular, se había divertido extraordinariamente. Lo único que Kit recordaba era el gentío, el gentío que miraba lleno de curiosidad, que sudaba, comía y gritaba. ¡Ésta era la muchedumbre a la que Alberto había de agradar!

—No creo que sea preciso que expliquemos los pormenores —dijo en voz alta—. Casi todo el mundo, hoy en día bebe demasiado, mamá; no la gente como tú y papá, desde luego, pero la mayoría, una mayoría que no le da importancia a las cosas.

—Tiene usted muchísima razón —convino Brame.

Kit les vio cambiar una mirada de inteligencia y sintió como la presencia de algo que le era desconocido.

—No es solamente la bebida lo que perjudica a Alberto —dijo su madre—. Después de todo, uno de tus tíos había sido un solemne borracho, y ninguno de nosotros lo ignoraba, pero no por ello era menos estimado, aun cuando estuviera en estado de embriaguez.

—Pero Alberto no está acostumbrado a beber —replicó Kit con tono suplicante, mirando, uno tras otro, los tres rostros graves de sus interlocutores—. Irá progresando; ya se comporta mejor. Casi siempre… está razonable. Y no hace mucho tiempo todos elogiaban aún su dignidad y su manera de comportarse.

—Si se hablaba así hace algunos meses —dijo Brame con voz maliciosa—, existen ahora suficientes motivos para no repetirlo. En el ciclo de la popularidad de su esposo ha empezado el período de evolución. El más pequeño incidente se convertiría ahora en un escándalo.

El señor Tallant no había dicho nada todavía y se limitaba a escucharles sentado, mirando por la ventana la esplendorosa mañana de sol.

—Sin contar, Kit —continuó su madre—, que se trata de una cuestión importante para nuestra familia. Tu padre ha de pensar en mantener su prestigiosa posición, y más ahora, con estos empréstitos internacionales y con toda la situación general tan incierta en los bancos. La gente está pendiente de él, y no le favorece en absoluto que su yerno diga… haga… En suma, estamos en pleno período conservador para los particulares, aunque no sea más que como reacción al radicalismo del Gobierno. Todos lo dicen.

—El muchacho no tiene en que emplear el tiempo —interrumpió de pronto Tallant— y por esto hace el tonto.

A Kit le temblaron los labios. Todos eran severos con Alberto, y probablemente la censuraban por no haber sido capaz de gobernarlo mejor. ¿Cómo poder decirles que Alberto era variable y caprichoso como un chiquillo, que ni él mismo sabía lo que iba a hacer una hora más tarde, que no sentía el más mínimo interés por nada, que no leía nunca un libro y que ella no sabía cómo despertar su interés por alguna cosa? Alberto era inquieto como los leones del parque zoológico.

El señor Tallant miró a Kit, y casi apostrofó a su mujer y a Brame.

—¡Oh, por Dios! —exclamó—, al fin y al cabo no veo tanta gravedad en este asunto. Nos lo tomamos todos demasiado en serio.

—Roberto, no podemos compartir tu opinión —replicó con dureza su esposa.

—Comparto su opinión, señor Tallant, pero con ciertas reservas —dijo Brame—. Si su familia fuese una familia cualquiera, podríamos abandonar a Alberto Holm a su destino; eso es, que su ciclo siguiera su desarrollo y que desapareciese así como han desaparecido otros héroes populares. Pero la familia Tallant es demasiado conocida, y para ella tiene más importancia mantener la figura de Alberto Holm que para él mismo. Si todos los hechos pasaran al dominio público, serían los Tallant los que harían el papel de… engañados.

Se miraron como si Kit no hubiese estado presente. Ella se volvió a uno y a otro tratando de adivinar el significado oculto de lo que ellos callaban.

—Me ocultáis algo —dijo—. Papá, mamá, vosotros sabéis alguna cosa que yo ignoro. ¿Por qué ha dicho el señor Brame que los Tallant se arriesgaban a hacer el papel de engañados?

—Engañados es quizás una palabra demasiado fuerte —se apresuró a decir Brame. Se dio cuenta de que, para un cliente tan valioso como Tallant, había ido quizás un poco demasiado lejos; pero era un hombre honrado y, realmente, habría considerado que sería una falsa política no serlo. Además, empezaba a dudar de la conveniencia de mantener algo oculto a aquella joven dama que lo miraba con sus ardientes ojos oscuros. Después de todo, ella era la principal interesada en Alberto Holm. Y todo dependía de la forma en que ésta gobernara a su esposo.

—Personalmente —dijo el señor Tallant— opino que hay que enfrentarse con el público y batirse en su propio terreno. Si le hacemos saber que estamos al corriente de todo, ya no puede hacernos nada.

—Pero ¿lo sabemos todo en realidad? —murmuró la señora Tallant.

—¡Mamá! —exclamó Kit—. ¿Qué quieres decir?

Tallant consultó su reloj.

—¡Debo irme! —dijo—. El consejo de directores me está esperando y ya les he hecho perder media hora. Hemos prometido al presidente en Washington un informe para hoy al mediodía. Decide tú las cosas, querida. Pero te aconsejo que te lleves a Kit a tu habitación, se lo digas todo y le demuestres qué es lo que tiene delante. Es su esposa y ya no es una niña. Brame, ya le avisaremos. Pero me parece que su idea acerca de una expedición es acertada. Estoy seguro de que no tendremos ninguna dificultad en financiarla.

—Confío que no —dijo Brame, recogiendo sus papeles—. Pero no crea, señor Tallant, que todos los fondos prometidos con tanta largueza hace unos meses estén aún dispuestos. El público es así.

—¡Al diablo con el público! —dijo tranquilamente el banquero.

Se inclinó para besar la mejilla a su esposa; luego besó a Kit y se dirigió a la puerta.

—Siempre será el mismo —dijo Brame con énfasis—. Hasta la vista, señora… Buenos días, señora Holm… Siempre a su disposición.

Hizo una reverencia y siguió a Tallant.

—Vamos a mi salita, pequeña —dijo la señora Tallant a su hija cuando se quedaron solas—. Allí estaremos bien, y nadie vendrá a estorbarnos.

Lo cual quería decir: «Allí, por lo menos, no irá Alberto». La cogió por la cintura y Kit, al sentir aquel firme apoyo, se sintió invadida de una gran paz interior. Cuando su madre parecía tan decidida a conservar la calma, debía haber ocurrido algo de mayor gravedad que la debilidad de Alberto ante la bebida. Sintió su boca seca, y su corazón empezó a latir con violencia.

—Sí, mamá —dijo tranquilamente.

Cuando salió por fin de la salita de su madre era casi mediodía. Tenía que ir a ver cómo estaba Alberto, pero no inmediatamente. Deseaba estar sola unos momentos para pensar cómo se acercaría a él, y que había de ser lo que tenía que decirle. Si hubiese sido como Gail hubiera podido dominar los impulsos del corazón, y con la mirada y la voz firmes habría podido preguntar a Alberto con una cáustica sonrisa:

—¿Por qué no me has dicho nada, tontuelo? Ha tenido que decírmelo mamá… y parecía que me estaba confesando algún pecado suyo.

De haber sido Gail habría podido hablar de este modo a Alberto; y también con la ruda vivacidad de su hermana, se habría dicho:

«¡Cuánto ruido para nada! ¡Como si todos no tuviesen una locura u otra que esconder!».

Muchas mujeres preferían que sus esposos no les contaran nada de lo que habían hecho antes de conocerlas. En el colegio, las chicas hablaban de esto y afirmaban que era preferible olvidar, porque, después de todo, cada hombre tenía sus aventuras y, ¿por qué no, al fin y al cabo?

Las aventuras les hacían ser más interesantes.

Se sentó en el borde de la silla, junto a la ventana, y miró afuera, hacia East River. No, Alberto era un muchacho pueblerino que había crecido en el ambiente más sencillo y modesto, y lo que le había ocurrido había sido para él algo muy importante… demasiado importante, tanto que había querido incluso ocultárselo también a ella.

En su interior sintió todavía su corazón que preguntaba con asombro y con una extraña pena: «Pero ¿por qué no me lo has dicho?».

Por otra parte, ni siquiera su madre le había dicho jamás nada, nunca había aludido a esto. Ninguna señal. La desilusión le pareció, de pronto, intolerable y absurda. Luego se acordó de la mirada de su suegro, su repentina expresión de malicia el día en que se había encontrado con él en el campo, cuando le dijo que era fácil complicar a Alberto. He aquí el motivo por el cual el muchacho no había hablado. Ahora en un destello de intuición se daba cuenta. ¡Era por qué no quería que la gente le tomara por un ingenuo! Su miedo era el sencillo temor de los campesinos; y ella, con una repentina claridad de juicio, lo comprendía perfectamente. Los padres de Alberto le habían enseñado a comportarse de este modo, siempre con el temor de que pudiera parecer un ignorante.

Se ahogaba. Sentía la necesidad de liberarse y despejar la atmósfera de las cosas ocultas. Sin rodeos, le había preguntado inmediatamente a su madre:

—¿Por qué le damos tanta importancia? ¿Por qué no divulgamos nosotros lo que él ha callado?

Pero ella se había apresurado a contestar:

—¡Oh, no, Kit, sería absurdo! ¿Puedes imaginarnos dispuestos a confesar que ya había estado casado, contrariamente a lo que él había dicho? Sería catastrófico para nosotros.

Ella no respondió, al acordarse, de pronto, de los millones de individuos que tenían fe en Alberto, y entre los cuales ella no se incluyó. No tenía sentimentalismos excesivos, ni histerismos siquiera, únicamente se sentía triste y no poco desconcertada al pensar que se vería obligada a confesar a Alberto cuanto ahora sabía. Según su madre, tenía el deber de hacer que aquello que había sido un error de juventud de Alberto no se convirtiera en una historia equívoca que pudiera complicar a toda la familia en Dios sabe qué exageraciones, abriendo de par en par las puertas a las venganzas de un tercero. Nadie sabía a ciencia cierta cuáles podían ser sus verdaderas intenciones. Hasta la fecha no había demostrado tener ninguna pretensión y probablemente no haría nada, si no se provocaba el escándalo. Caso de que ella se presentase se le diría que la familia Tallant estaba al corriente de toda la historia y que no le concedía la menor importancia. Quedaba la posibilidad de que ella amenazase con vender a los periódicos la historia de sus aventuras, por lo que Brame, como antídoto contra la amenaza, tenía el encargo de mantener muy alta la figura de Alberto.

Esto fue lo que dijo su madre. Kit había prestado la debida atención a todo ello.

—Alberto y yo —manifestó en cierto momento— podríamos construirnos una casa en cualquier lugar, lejos de todos… O bien refugiarnos en algún sitio tranquilo como… Glen Barry.

Su madre la había mirado de un modo extraño y le había contado a continuación la historia de la doncella sorprendida en brazos de Alberto. Kit no había tenido valor para soportarlo, y había sufrido un breve colapso sin importancia, pues su madre se había apresurado a prodigarle todos sus cuidados. Los hombres —habíale dicho—, están siempre sujetos a estas fogosidades repentinas; luego (y al llegar a este punto las manchas rojas volvieron a aparecer sobre su cuello) había añadido:

—Jamás se lo he contado a nadie, Kit, y no hablaría ahora de ello si no fuera para ayudarte a comprender…, pero tu padre…

Y siguió el relato de la artista francesa en París, Kit no supo entonces si reír o llorar, tan curiosa le parecía aquella historia y tan pasada de moda como una aventura novelesca del Ochocientos. Advirtió, sin embargo, que su madre la consideraba similar al incidente con la doncella de Glen Barry…

—Trata de no dejarte engañar —había concluido la señora Tallant con voz otra vez brusca y enérgica—. ¿Por qué no hablas de ello con Gail, querida? Tu hermana tiene una visión tan precisa de las cosas, sobre todo en lo que concierne a los hombres… Al fin y al cabo, ni el matrimonio ni el divorcio cuentan en nuestro caso, sino la situación ridícula en el cual nos han metido.

Kit no había contestado. En su interior alentaba aún la secreta pena por causa de la reserva de Alberto para con ella, pese a que, en cierto modo, y más de una vez, había tratado de expansionarse con él.

Pero ¿de qué serviría —se preguntó— hablar de ello a Gail? Kit no era Gail, y no le era posible ser como ella. Suspiró y tuvo un escalofrío. Vio a un hombre salir por la ventana del palacio de enfrente: era un barnizador. Se ajustó el pesado cinturón de cuero, y dio comienzo a su trabajo, suspendido sobre el abismo. Kit lo observaba sin pensar en él… Si sus ideas y sus sentimientos no eran los de Gail, ¿qué sentido tendría hablar de sus cuitas con su hermana? Sabía de antemano todo cuanto Gail le diría; las sensatas, sanas y perspicaces consideraciones que expondría; consideraciones voluptuosamente libres de todo romanticismo, sueño o idealidad. Pero ¿por qué había de servir para algo saber que la mayoría de los hombres se habrían comportado exactamente igual que Alberto, no considerando como obligatorio tener que confiarse a cualquiera, convencidos de que lo de la mujer ignorada no la afectaba en modo alguno? Especialmente esta última opinión era falsa, desde luego, pues le afectaba a ella. Aun cuando Kit no hubiese sabido nada, se había sentido ofuscada precisamente porque Alberto, al no confiarse, había adquirido cierta fisonomía particular y se había comportado de un modo que la había hecho sufrir, a pesar de que ella no se había dado cuenta de todo. Sufría doblemente ahora que sabía…

El hombre suspendido en el vacío en la casa de enfrenta inclinábase ahora sobre el abismo, y Kit volvió la vista hacia otro lado. ¡Qué horrible levantarse cada mañana sabiendo que se tenía que pasar el día entero al borde de un precipicio! ¿Acaso no le ocurría lo mismo a ella?

De pronto, en el preciso instante en que se disponía a ir a su habitación, apareció Alberto tambaleándose, envuelto todavía en el pijama que ella le había regalado porque era azul como sus ojos. Sus cabellos rubios estaban en desorden, su rostro congestionado, y sus ojos la miraban llenos de tristeza.

—Kit, ¿dónde has estado metida todo el día? —le preguntó con voz pastosa—. Te he llamado, y no me has contestado una sola vez. Me he encontrado tan mal como un perro. —Cayó arrodillado ante ella y abandonó su cabeza sobre su regazo, aferrándose a su cinturón—. ¡Oh, estoy ardiendo, estoy en el infierno! —farfulló, y Kit apoyó su mejilla contra su frente.

—¡Pero si tienes mucha fiebre! —exclamó—. ¡Alberto, vuelve en seguida a la cama!

Se levantó y lo llevó hasta el lecho. Recostado sobre la almohada, él la miró con ojos vacíos y brillantes.

—He llamado, te he llamado tanto… —dijo.

—Pero ¿por qué no has tocado el timbre? —preguntó ella, arreglándole las mantas—. Te habrían dicho dónde estaba.

—No se me ha ocurrido —respondió él; y se rió de sí mismo—. ¿Sabes Kit? No estoy acostumbrado a los timbres.

—¡Tonto! —exclamó ella sonriéndole tristemente como respuesta—. Tranquilízate, voy a avisar al médico.

Descolgó el teléfono.

—No me dejes —le suplicó él.

Kit movió la cabeza, esforzándose en sonreír.

—No te dejo —contestó.

El doctor, levantando su calva cabeza del pecho de Alberto, declaró:

—Pulmonía, aunque no grave por el momento. —Se incorporó y escribió rápidamente una receta—. Enviaré una enfermera dentro de media hora —dijo.

«Es una perversidad estar contenta por la enfermedad de Alberto», pensó Kit.

Pero la enfermedad, fuera como fuera, le enseñaría a conducirse bien; era una especie de norma. Alberto había de curar, no podía pasarle nada; tenía que estar a la cabecera de su cama y hacer lo que el médico le había dicho mientras llegaba la enfermera. Era infinitamente mejor esto que cualquier otra cosa. Había algo claro en la confusión. Alberto tenía demasiada fiebre para advertir cualquier cambio en ella. Hasta la curación de su marido continuaría procediendo como si no supiese nada.

Su madre, siempre maravillosa cuando alguien estaba enfermo, la dejó después de decirle que se cuidaría ella de organizar el servicio para el enfermo. Una vez sola, Kit se inclinó sobre Alberto, que parecía dormir, aun cuando ella no hubiese podido afirmarlo con seguridad. No obstante, advertía que respiraba con creciente fatiga. Sus cabellos despeinados le cubrían la frente. Ella se los ordenó con dulzura.

—¿Alberto? —susurró.

Pero él no parecía oírla. De pronto sonó el teléfono. Kit cogió inmediatamente el auricular para evitar que el enfermo fuera molestado.

—¿Dígame? —murmuró.

Era Brame.

—¿Señora Holm? En lo que se refiere a la expedición tengo otra observación que hacer…

—Inútil, señor Brame. Alberto está gravemente enfermo. Pulmonía.

—¿Cómo? —Kit advirtió claramente su sorpresa—. ¡Oh, le pido mil excusas, señora Holm, pero es realmente una sorpresa…, una desgracia! Es lamentable, muy lamentable…

—No nos hemos dado cuenta hasta ahora; el doctor acaba de salir. Por esto, de momento no podemos hacer ningún proyecto…

La voz de Brame llegó hasta ella con un tono de alivio.

—No quisiera apenarla señora —casi reía—, pero, desde el punto de vista publicitario, esta enfermedad es un acontecimiento afortunadísimo. Una enfermedad despierta siempre la simpatía del público. Confiemos en que no sea nada grave. Le agradecería me tuviese al corriente, señora Holm; y para cuando su esposo esté curado, permítame aconsejarle que se aproveche sin dilación de la simpatía del público y organice la expedición…

—Kit, Kit —murmuró afanosamente Alberto.

—Perdone, señor Brame —dijo ella apresuradamente, y colgó el auricular.

«¡Maldito, maldito sea el público!», pensó. ¡Pobre Alberto! Tenía los labios secos a causa de la fiebre y le sirvió un poco de agua.

—Toma, querido, toma —dijo, acercando el vaso a sus labios. Cualesquiera que fueran sus defectos, Alberto era suyo y nadie tenía derecho de entrometerse. En aquel mundo de locos él no tenía a nadie más que a ella, ella que haría los imposibles para ser una mujer mejor de cuanto él podía esperar. Se arrodilló junto al lecho y abrazó al enfermo.

La puerta se abrió. Levantó los ojos hacia quien entraba: era una enfermera de aspecto arrogante, vestida de uniforme, gruesa y de mediana edad, que la miraba fríamente con unos ojos gris plomo.

—Soy la enfermera de día, señorita Prynne —anunció—. ¿Éste es el enfermo?

—Sí, mi esposo —murmuró, y se levantó con cierta vacilación.

—Perfectamente, señora Holm —repuso la señorita Prynne—. Ahora déjele a mi cuidado, tengo las instrucciones necesarias del doctor.

Y permaneció expectante, mientras Kit, insegura, se levantaba.

—Pero ¿no puedo hacer algo yo también? —balbuceó.

—No, gracias —repuso la señorita Prynne—. Prefiero muchísimo más quedarme a solas con mis pacientes. La pulmonía es mi especialidad.

No quedaba más remedio que irse. Kit salió de puntillas. Cuando estuvo junto a la puerta, se volvió. La enfermera se prodigaba ya alrededor de Alberto y ni siquiera se había dado cuenta de que ella había ya abandonado la habitación. Cuando estuvo fuera, se detuvo un instante y, con una mezcla de repulsión, nostalgia y confusos sentimientos, recordó los acontecimientos de la mañana. No obstante, tenía una clara y simple conciencia de que todavía los extraños arrancaban a Alberto de su lado. Aún había de pasar mucho tiempo antes de que pudiese pedirle algo e incluso hablarle.

Transcurrieron los días. Cuando llegaba la noche ocupaba el lugar de la señorita Prynne una muchacha joven y bonita, cuyas extremadas atenciones no resultaban para Kit menos dolorosamente soportables que la enérgica práctica de la señorita Prynne. Cuando Kit iba a ver a Alberto, antes de acostarse, encontraba a la enfermera de noche junto a él observándolo. Ahora Alberto estaba en pleno delirio, el médico se había ido antes de comer y pronto estaría de regreso. El delirio, había dicho, no era grave en sí, dada la constitución de Alberto, fácilmente propensa a accesos de delirio.

—Créame, señora Holm —había dicho, mirándola solemnemente con sus ojos salientes—. Yo sé cuál es mi responsabilidad y la gente, si le ocurriese algo a Alberto Holm, me consideraría un verdadero asesino. Tanto la Prynne como la Weathers son dignas de toda confianza.

La Weathers, pensó Kit, debía ser la muchacha de rubios cabellos que asomaban en forma de suaves bucles desde su gorro de enfermera. Al oír su nombre —estaba allí presente— se puso de pie.

—¿La señora Holm? —murmuró ansiosa—. ¡Oh!

Kit no sonrió.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Tiene una constitución maravillosa —repuso solícita la joven enfermera—. Estoy segura de que marcha muy bien y no pueda ser de otra manera, ¿verdad, doctor? Es un hombre cuya vida tiene una gran importancia.

Kit asintió. Luego, después de una pausa, no pudiendo soportar más el estertor del enfermo, añadió:

—¿Podría ser útil en alguna cosa?

—No, señora, gracias —repuso con prontitud la señorita Weathers—. Yo estoy aquí para hacer cuanto sea necesario. Se ha de estar especializada en la cura de la pulmonía. No se preocupe señora.

Lo mismo que la otra enfermera, también la obligó a salir, con su diáfana sonrisa ésta, porque Kit, nada podía hacer por Alberto.

Se dirigió a su habitación, se desnudó, apagó la luz y, en silencio, se tendió sobre su cama, cubriéndose con las mantas hasta la barbilla. Así acostada, aguzó el oído, pero el estertor de Alberto no se filtraba a través de la gruesa puerta de encina que la separaba de sus habitaciones. Suspiró y, de pronto, porque era joven y estaba cansada, fue perdiendo la noción de las cosas y cayó en un sueño sin sueños.