II

«¡Qué razón tuve precipitando la ceremonia del matrimonio!», pensó observando el muelle de San Francisco, cada vez más cercano.

En todos los puertos el calor se había hecho sentir, pero en ninguno con la intensidad que allí. Sus literas estaban materialmente sepultadas bajo grandes montones de cartas y telegramas que no habían abierto. La gente había salido a cubierta para seguir a Alberto con la insistencia de un perro, envanecida y llena de admiración, hasta que le obligaron a encerrarse con llave en su camarote, enfurecido por una persecución semejante.

—¡Dios mío, hasta a la puerta del baño me esperan! —acabó gritando exasperado—. Kit, te juro que cuando…

—¡Calla! —exclamó ella riendo, no sin cierta maliciosa complacencia—. Si ya estás ahora fuera de quicio, ¿qué será cuando desembarques? Estamos en el principio…

Sentado sobre su litera, él la miró desesperado.

—Kit, si llego a pensar que escalar aquella montaña…

—Será solo los primeros días —dijo ella para animarlo.

Estaba contenta de que sus padres hubieran decidido no regresar con ellos. Alberto, hombre famoso, no era lo que podía llamarse un hombre fácil de manejar. Por otra parte el verbo manejar no era santo de su devoción; ella no habría manejado nunca a nadie. La verdad era que Alberto era impetuoso y la gente no podría comprender. Sin apenas darse cuenta de ello, Kit se encontró como interpuesta entre Alberto y los periodistas, entre Alberto y los cazadores de autógrafos, entre Alberto y cualquiera que amenazara hacerle salir de sus casillas. Pero, una vez en casa, las cosas cambiarían. Habían dado un salto en el vacío y tenía que continuar haciendo estos equilibrios hasta que, de alguna parte, asomara la luz. Esta hora no había llegado todavía… A partir del momento en que contrajeron matrimonio en la pequeña iglesia misionera de Pekín, le parecía estar andando a través de una niebla, entre la cual los contornos de Alberto aparecían indefinidos. Bajo aquella niebla, ella le tocaba, y a intervalos era tocada por él, durante un viaje efectuado como si hubiesen estado sumergidos entre la muchedumbre. ¡Desde luego, Alberto no podía ser en realidad aquel muchacho perennemente iracundo, blasfemo y gruñón que la estaba mirando ahora!

—Quédate aquí —le dijo tranquila— y déjame salir. Contestaré a las preguntas de tus admiradores.

En realidad, estaba acostumbrada a los periodistas.

—Dame algo de beber —pidió él.

Sirvió en un vaso un poco de whisky de una botella que había sobre la mesa, se lo entregó, abrió la puerta y salió al pasillo. Inmediatamente fue asaltada por un joven vestido con traje azul oscuro.

—Sí —respondió Kit—. ¿Qué desea?

El lápiz y libro de apuntes estaban preparados.

—Pertenezco a un periódico de San Francisco. ¿Tendría la bondad de decirme dónde está su esposo?

—No está aquí —fue la firme respuesta—. Pero si quiere seguirme al puente, llamando a todos sus colegas, diré todo lo que desean saber acerca de él. Comprenda que no es posible repetir mil veces las mismas respuestas a las mismas preguntas.

—Sí, señora —respondió dócilmente el cronista.

La seguía como si temiera que desapareciese, pero de todas formas, a medida que caminaba, trató de reunir a un grupito de sus colegas: cuatro jóvenes, una muchacha y una mujer más bien anciana.

Kit se sentó junto a una ventana desde la cual, levantando la vista, podía admirar el paisaje montañoso más allá de la famosa Golden Gate. Desde allí, la llanura era lo que ella siempre había llamado tierra de los suyos. Pero de pronto, le pareció estar llegando a un país extranjero.

—Señora Holm —comenzó diciendo una voz ansiosa y respetuosa—, ¿querría decirnos cuándo conoció exactamente a su marido?

—El tres de agosto —contestó ella, obediente—, en casa del cónsul americano en Pekín.

—¿Y contrajeron matrimonio…? —preguntó otra voz.

—Hace dieciocho días, en pleno mediodía, en la iglesia de la colonia.

Había contestado miles de veces a la misma pregunta en Shanghai, en Kobe, en Yokohama y en Honolulú.

—Así que cuando se casaron ustedes hacía apenas un mes que se conocían, ¿no es así?

—En efecto.

—¿Cree en los noviazgos breves, señora Holm?

Ella sonrió levemente:

—Cuando se desea que sean breves, sí —respondió.

—Permítame… —Ahora era la muchacha la que pedía la palabra—. ¿Tendría la bondad de decirme el nombre de la tela de su traje?

A medida que hablaba trazaba un rápido bosquejo en su bloc.

—Es un tejido escocés —repuso Kit, mirando de soslayo el bosquejo que había trazado su interlocutora y que estaba rodeado de flechas indicadoras.

—¿Proyectos, señora Holm?

Ahora eran los muchachos que entraban en escena.

—Uno solo: llegar a casa.

—¿Dónde está?

—No hemos decidido todavía. En espera de elegir con más tiempo, iremos de momento a casa de mis padres, en Glen Barry…

—Cerca de Nueva York, ¿verdad?

—Sí.

—¿Podríamos ver al señor Holm?

—No se encuentra muy bien —respondió Kit.

—¿Podría decirnos, pues, su opinión sobre algunos temas de actualidad? Por ejemplo, el pueblo americano se pregunta por qué el Japón está en pie de guerra…

—El hecho de que mi esposo haya conquistado la cima de una montaña —interrumpió Kit—, no significa que se haya convertido en un perito en cuestiones políticas.

—Es posible, pero a la gente le agrada saber lo que él opina.

—No le he oído jamás expresar su pensamiento… —repuso Kit. Y añadió—: Sobre lo que me está usted preguntando.

—Pero seguramente tendrá alguna opinión sobre la aplicación de la ley de neutralidad en la próxima guerra.

La muchacha intervino bruscamente:

—¿Cuál es la opinión de su esposo sobre la mujer en los negocios?

—No sé —respondió Kit con frialdad—. No lo sé en absoluto.

Las preguntas llovían unas tras otras, sin darle tiempo para respirar. Contestaba como una autómata, pensando más bien en sí misma, en Alberto, en la vida que vivirían juntos y con la cual todo aquello no guardaba ninguna relación. Su vida no había comenzado todavía.

¿Dónde estaba el verdadero Alberto? Contempló el muelle empavesado con gallardetes de alegres colores. El buque ya estaba bastante cerca para permitirle vislumbrar la muchedumbre de pie, detrás de una cortina móvil de pañuelos ondeantes y de banderas al viento. Lanzó de nuevo una rápida mirada hacia las montañas. El gentío le había resultado siempre repulsivo… Y se preguntaba por qué. Después de recapacitar largo rato sobre la pregunta, dedujo la conclusión de que el motivo de este sentimiento iba ligado a la intensa sensación de soledad que el contacto con la muchedumbre le producía; una soledad que ahora, casada con Alberto, la aterrorizaba más que nunca porque veía que el matrimonio no la había liberado del todo de ella aunque, un día, en las Colinas Occidentales, había estado segura de su salvación.

La anciana cronista que hasta aquel momento no había pronunciado palabra, limitándose a escribir y a mirar tranquilamente a Kit, mientras los demás preguntaban, tomó entonces la palabra.

—Señora Holm, tengo la seguridad de que no se dan cuenta usted y su esposo de lo que ustedes representan para nosotros.

Kit, un poco sobresaltada, se volvió. Le chocó el rostro de su interlocutora, una cara que reflejaba su edad, con las huellas del cansancio grabadas en sus rasgos.

—Casi ninguno de nosotros se ha divertido, ni ha gozado de lo que nos parece el romance de la vida —prosiguió la mujer—. Naturalmente que sentimos el afán de lo que hemos carecido. El pueblo americano es el más romántico del mundo; así lo dicen todos, y creo que es verdad. Pero también es algo triste nuestro destino.

La mujer se dio cuenta de que todos la estaban escuchando, y se sonrojó un poco avergonzada. A pesar de ello prosiguió mirando fijamente, uno tras otro, a los muchachos.

—Creo que los jóvenes como ustedes ven, ante todo, el valor y la osadía; pero los más viejos idealizan la vida íntegra, la juventud y la bondad. Entonces recordamos cómo fuimos en un tiempo y nos decimos que así hubiéramos deseado permanecer. Las mujeres jóvenes, señora Holm, se sienten atraídas por lo novelesco de su extraordinaria aventura sentimental (la forma en que se enamoró usted tan repentinamente, pues así fue, ¿no es cierto? Por lo menos, lo dice la Prensa). En cuanto a las viejas como yo, vemos la belleza del matrimonio, de una hermosa casa y de unos chiquillos que dentro de un tiempo…

Un ligero temblor conmovió su rostro, sonrió y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Soy una tonta —murmuró, buscando su pañuelo en el monedero—. ¡Es curioso dónde se meten estos pañuelos!

Kit sacó rápidamente el suyo de su monedero.

—Tenga, tome el mío… —dijo, ofreciéndoselo.

Participaba tan hondamente del dolor de aquella mujer, como si estuviera sometida a él.

«¿Cómo —se preguntaba— los viejos se abandonan a semejantes letanías sentimentales?». Los jóvenes podían ser crueles, pero la crueldad tenía, por lo menos, nitidez. El sentimiento era viscoso; Kit lo odiaba, quizá porque, a pesar suyo, tenía el poder de conmoverla.

Se volvió de espaldas al grupo.

—Les ruego me perdonen, ahora… —dijo rápidamente; y echó a correr por un largo pasillo hacia su camarote. Alberto dormía hecho un ovillo sobre su litera.

—¡Alberto! —llamó—. Levántate… Estamos en casa… ¡Estamos en casa!

Después de todo, aquella mujer le había ayudado a comprender el sentimiento del pueblo hacia Alberto, cosa del vulgo, claro está, pero tan conmovedor como aquella vieja periodista fatigada y, sin embargo, sensible todavía a los romanticismos. Comenzaba a advertir algo en lo que no había pensado aún.

Alberto abrió los ojos soñolientos.

—¿Qué es todo ese alboroto? —murmuró.

—Vamos, querido —le dijo cariñosamente, tirándole del brazo—. Levántate, y quítate el jersey. Quiero que te pongas tu nuevo traje gris. Te pondrás la corbata azul.

—Pero si ya estoy vestido.

—Sé bueno. Hay allí millares de personas que desean verte.

Él la miró algo atontado, provocando con ello la risa de Kit, al querer demostrar que no experimentaba un placer que en realidad sentía.

—¡Vamos!

Él se levantó, y comenzó a quitarse el jersey.

—Eres un buen chico —dijo ella.

Mientras tanto, Kit cambiaba su sencillo vestido gris por otro de franela blanca. Colocó una boina sobre sus cabellos negros y se envolvió el cuello con una bufanda a rayas rojas. ¡Espléndido; ahora tenía el aspecto de una mujer casada! No estaba acostumbrada a usar colorete, pues tenía la opinión de que sólo se lo ponían las viejas para disimular sus años. Sin embargo, en aquella ocasión se puso un poquitín sobre las mejillas y los labios. Se contempló en el espejo y vio irónicamente la imagen de una morenita graciosa, lo bastante joven para ser la esposa de Alberto Holm.

—¡Kit, no pasaré inadvertido vestido de este modo! —se lamentó Alberto.

Había acabado él también de vestirse, y estaba tan bien que por un instante se quedó extasiada. ¡Loca, qué loca era! ¡Cómo todas!

—No, desde luego —dijo riendo—. Pero toda aquella gente espera allí abajo para ver al hermoso héroe, y yo quiero que vean cuán azules son sus ojos y cuán hermoso, alto, atlético y, en suma, extraordinario es él.

Ahora él también sonreía, aun cuando con cierta timidez y siempre resistiéndose a convencerse de que se sentía satisfecho, Kit pensó:

«No lo he aconsejado bastante bien hasta ahora».

Luego, de pronto, sintió en su interior algo semejante a una puñalada.

«¡Oh —se dijo—, este pensamiento lleva la marca de los pensamientos de Gail y de mamá!». ¡Ella no aconsejaba, no dirigía aún!

Pero no era momento para pensar. El buque estaba atracando lentamente. Alguien llamó a la puerta. La abrieron. En el estrecho pasillo estaban tres hombres y dos mujeres, todos sonrientes y con unos ramos de flores en las manos. Uno de los hombres entregó a Kit un gran manojo de rosas encarnadas.

—¿La señora Holm? —preguntó.

—Sí —repuso ella.

Sintió deseos de reír, obedeciendo a un secreto y malicioso impulso. Pero adoptó una actitud grave, mientras sus ojos movíanse en sus órbitas. Luego apeló al recuerdo de los centenares de imágenes de estrellas cinematográficas que se había divertido en estudiar, hojeando periódicos y revistas, o asistiendo a salas de espectáculos, y mostró la misma falsa y radiante sonrisa. Los rostros que tenía delante de ella le contestaron con otras tantas y efusivas sonrisas.

—Estas flores en nombre de la Cámara de Comercio —dijo uno de los tres hombres—. Bienvenida sea con su esposo.

—¡Aquí está! —interrumpió ella en tono alegre, atrayendo a Alberto hacia sí y apretándole el brazo—. ¡Qué flores más bonitas! —Las colocó en la curva de su brazo izquierdo y hundió su rostro en ellas—. ¡Gracias, gracias! ¡Qué alegría causa encontrarse de nuevo en casa!

¿Casa? ¿Dónde estaba su casa? ¡No allí, por cierto!

Todos los componentes del grupo le sonreían y ella contestaba con insistencia a todas aquellas sonrisas. Una de las mujeres, alentada, exclamó:

—¡Oh, señora Holm, venga un momento sobre el puente! ¡Hay gente que aguarda para verles desde hace cinco o seis horas!

—Este gesto por parte de usted, señora, sería muy estimable —intervino un hombre alto y delgado, de semblante grave.

—Estamos dispuestos —repuso Kit—. ¿Para qué rehusar?

Por el momento, tanto para ella como para Alberto no existía una posibilidad de vida apartada.

Sintió, no obstante, que ofrecía una resistencia, mientras ella seguía al grupo. Al alzar la vista tropezó con su interrogadora mirada azul.

Y ya estaban de pie, el uno junto al otro, apoyados contra la barandilla del puente, ella con el manojo de rosas sobre su brazo, distribuyendo una sonrisa tras otra, y él grave y correcto. Su seriedad no le causaba ningún perjuicio; la naturaleza le había dotado de un perfil estatuario y cabellos rubios. El tono bronceado de su piel ofrecía un agradable contraste con sus grandes ojos azules.

La muchedumbre gritaba su entusiasmo; millares de ojos los contemplaban con avidez. Aferrada al brazo de Alberto, Kit podía sentir casi físicamente el calor de millares de sueños que revoloteaban sobre ellos como blancas palomas, de los cuales en cierto modo, Alberto era la realización. Miró hacia aquellos rostros entusiastas y, de pronto, con gran sorpresa por su parte, sintió un nudo en la garganta. ¡No, su sarcasmo se desvanecía! ¡Qué triste resultaba la gente, así amontonada! Jamás lo había notado hasta aquel instante, y ya no podría olvidarlo nunca.

«No tenemos que decepcionarlos», se dijo.

Comprendía ahora y ya había desaparecido su ironía. Una ola de sentimiento la invadió. ¡Sueños! Todo, después de un sueño hecho trizas, parecía inútil.

Se dejó caer sobre una silla y cerró los ojos. Era más de medianoche, y sólo en aquel instante había conseguido, por fin, encerrarse en su habitación del hotel.

—¡Oh! —murmuró.

Alberto se sentó sobre la cama y comenzó a quitarse los zapatos.

—No sé cuáles son tus proyectos para mañana, querida —dijo rascándose el pie cubierto aún por el calcetín—, pero, por mi parte, he decidido huir de aquí en el primer tren.

—¿Hacia dónde?

—Hacia mi pueblo, Misty Falls —repuso él con firmeza—. Allí no se publican periódicos y la factoría de mi padre está aislada en un radio de quince kilómetros. Tanto como para desanimar a cualquiera que tenga el deseo de aventurarse por aquellos lugares.

—La idea es buena —dijo Kit—. Pero ¿sabes que hay organizado para mañana un banquete durante el cual se te entregarán las llaves simbólicas de la ciudad?

—No sé qué he de hacer yo con las llaves —fue la respuesta. Se tumbó soñoliento sobre el lecho, y bostezó suavemente. Si durante la mañana, en cierto modo, se había divertido, ahora todo el placer se desvanecía. Estaba cansado—. Huir —refunfuñó— y cuanto antes.

—No, Alberto —dijo Kit, con calma.

Se levantó y empezó a desnudarse.

—Pero, Kit…

—No es justo que te portes de esta manera. ¿Por qué decepcionarles? Han gastado miles de dólares en ti.

—¿Y quién les ha pedido que lo hicieran?

—Pero lo han hecho. Por esto es inútil cavilar ahora. ¡Estoy cansada, tanto como tú!

—Razón de más para largarse.

—¡Pero no podemos hacerlo!

—¿Y quién nos lo impide?

—Pero, Alberto, ¿no comprendes que ahora no puedes pensar sólo en ti? Tú has llevado a cabo una proeza que te ha convertido en un héroe a los ojos de millones de personas.

—¡Personas estúpidas!

—Te has convertido en un símbolo.

—Será muy listo el que te comprenda.

—Sé que no me comprendes —rebatió Kit con aspereza. Pero se detuvo ante la mirada atónita de Alberto.

—Oye, Kit, ¿no estás menos enamorada de mí?

Ella se acercó a él.

—¡No, Alberto!

—Ya me estás censurando —se lamentó.

Ella no contestó, pero se empequeñeció en sus brazos.

—Ya sé que soy un ogro —dijo Alberto tras una pausa.

—Lo eres de verdad.

—¡Vaya! No es nada amable por tu parte insistir en ello —dijo él.

Ella levantó la cabeza, lo miró y se echó a reír.

—Pues entonces no debes decirme cosas sobre las cuales estoy de acuerdo contigo —continuó en broma—. Además, ¿por qué no admitir que eres un ogro? Te enfadas con los camareros, pues no les quieres dar propina, y me tratas de una forma…

Empezó a enumerar pequeñas quejas que hasta entonces había mantenido calladas, sorprendida ahora al observar que, contrariamente a lo que había creído, no las había olvidado.

—¿Cuándo te he tratado como dices? —preguntó Alberto, sorprendido; luego, sin aguardar la respuesta añadió—: No desearás acaso que haga siempre el tonto, ¿verdad? Digo esto refiriéndome a terceras personas. En lo concerniente a ti, me parece que soy como el azúcar.

Ella señaló con el índice el contorno de sus labios y de su barbilla.

—Esta noche, antes de cenar, no has querido afeitarte.

—Nadie me inducirá a afeitarme más de una vez al día —declaró Alberto. La estrechó en sus brazos y frotó su barbilla contra su mórbido cuello—. Tu marido no es un afeminado —le dijo con pasión—. ¡Es un hombre!

Finalmente se acabó todo. Detrás de una profusión de flores, Kit, con Alberto junto a ella, saludaba a la muchedumbre desde la plataforma del vagón. Lentamente el tren empezó a moverse y aceleró la marcha. Los rostros de la gente se fueron confundiendo, luego desapareció. Kit se sentó. Alberto tocó la campanilla. Apareció el mozo.

—Llévese todas esas flores y arrójelas por la ventanilla —le ordenó.

—Sí, señor —dijo el mozo desconcertado.

Recogió con grave semblante los ramos de flores y salió.

—Ahora disponemos de un poco de sitio para acostarnos —dijo Alberto.

Kit no protestó. Una pobre mujer había conseguido abrirse paso entre la muchedumbre para ofrecerle un ramo de rosas caseras.

—Son de mi jardín, querida —le había dicho—. Las cultivo yo misma, y si pudiera ponerlas en su habitación… Me sentiría feliz al pensar que la había alegrado a usted con estas flores. ¡Querida, tiene un marido tan guapo!… ¡Les deseo que sean siempre tan felices como ahora!

—Gracias, gracias —había respondido Kit.

Pero ahora había dejado que el mozo se llevase aquel ramo con todos los demás. Al día siguiente encontraría otra multitud, y otras pobres mujeres le harían la ofrenda de sus flores, contemplando absortas a Alberto.

¡Oh, la sensación de reposo que producen las ruedas del tren, corriendo a través del campo desierto, y la sensación de que en torno nuestro sólo la máquina tiene vida! Con todo, durante aquella jornada, Alberto había representado su papel con empeño. Había superado todas las pruebas con un tenaz silencio de resignación. Empezaban a acostumbrarse a su porte taciturno, y los periodistas daban a ello una gran importancia, presentándolo como la expresión de un sentimiento de dignidad. Tal silencio —se repetía Kit para sí— es símbolo de fuerza. Y quizá Alberto poseía, en realidad, mucha fuerza. No había tenido aún la oportunidad de convencerse de ello; se conocían todavía demasiado poco. Los días habían sido muy intensos, y por la noche estaban tan completamente agotados que, después de entregarse al más simple acto de amor, se quedaban profundamente dormidos. Un día, cuando se sintieran menos cansados y se encontrasen solos, ella aprendería a explorar, por así decirlo, en sus respectivos caracteres, y lo induciría a hablar, a expresar su propio sentimiento. Hasta la hora presente Alberto había hablado muy poco.

«Ni siquiera sé cuáles son sus platos favoritos, ni sus lecturas preferidas, ni lo que le gusta hacer —pensaba ella—. No le conozco todavía».

Por el momento, nada superaba a la importancia de desnudarse y descansar toda la noche. Durante el día había oído tantas voces que su único anhelo era entregarse al reposo…

Alberto no había vuelto a pronunciar una sola palabra. Estaba sentado en un ángulo de la cama, en mangas de camisa, sin parpadear siquiera, como si estuviera completamente ausente. Kit le sonrió, se puso el camisón, se acurrucó en su sitio y cerró los ojos. En seguida se presentaron ante su imaginación millares de personas que se movían de un lado para otro, mirándola con fijeza. Abrió los ojos y miró a Alberto a la cara. Éste, con la mano derecha abandonada sobre sus rodillas, parecía tener la mirada perdida en el vacío. Kit bajó los ojos y contempló su mano. Las manos de Alberto tenían siempre algo de fascinador y de repelente a la vez. Eran unas manos fuertes, con los dedos demasiado rollizos. Uno, además, estaba deformado. «Cuando era pequeño me lo dejé pillar entre los engranajes de una trilladora —le había dicho—. Suerte que no perdí el dedo. Yo siempre he sido afortunado».

Ahora, mientras ella se detenía a estudiar su rostro, ocurrió una cosa curiosa. Sus rasgos perdieron su característica nota externa. Alberto se le hizo intolerablemente extraño. Por un momento tuvo la sensación de no haberlo visto nunca hasta aquel instante. Fue tan honda aquella impresión, que sintió la necesidad de oír el sonido de su voz para desvanecerla.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Kit. Él, extrañado, la miró, pero no contestó—. ¿Piensas en algo que no quieres decirme? —insistió Kit.

—No pienso en nada —fue la respuesta.

Así, como siempre, él interponía entre él y ella aquella frase.

—¡Alberto, te diré…! —exclamó, y de repente se detuvo.

—¿Qué?

Ella movió la cabeza y cerró los ojos. No, no serviría de nada iniciar precisamente aquella noche una discusión que podría arrastrarse para siempre. Resonó en sus oídos, entre el fragor del tren, el eco de centenares de voces:

«Quisiera decirles cuán maravillosa nos parece la imagen que nos formamos de su marido…». «Tocar su mano es la dicha mayor de mi vida…». «Escribirá su marido la novela de amor para nosotros, ¿verdad?». Y otras tantas pueriles y conmovedoras frases. Sobre sus oscuras pupilas aquellos rostros reflejaban su imagen, la miraban con envidia, curiosidad, ardor, pensativos y confusos. ¡Pobre gente! Pero ¿por qué no podía evocarla sin experimentar un sentimiento de temor…?

Quizás Alberto no pensaba en realidad en nada.

Hacía tiempo que habían pasado Denver y Chicago. Ya se estaban aproximando a Nueva York, desde donde habían llegado a ellos centenares de telegramas. Un representante del alcalde había subido al tren para decirle cuánto lamentaría la ciudad que Alberto Holm no se detuviera en ella. Se llamaba Horacio Finberg. Era un joven petulante, charlatán y algo cínico. Poco faltó para que Kit y Alberto se convencieran de que era mejor acabar con aquella charla cediendo.

—La gente lo tomará muy mal si no van ustedes —manifestó Finberg con brío—. Hasta le diré, señor Holm, que su negativa podría ser perjudicial en todos conceptos. Por ejemplo, sé de alguien que tiene la intención de invitarle a asumir la presidencia honoraria, mediante una compensación. Bien, sé que esta persona dirá que no es a mí a quien incumbe darle a conocer la cifra; pero sé que se trata de una cifra importante. En cuanto al pueblo, está ansioso de organizar un desfile en Broadway en su honor. Siempre es aconsejable un hermoso desfile; hace bien al pueblo, le brinda la oportunidad de desahogarse. Hay ciertos impulsos a los cuales conviene dejar una válvula de escape; de lo contrario, se tornan agrios. ¡La muchedumbre odia a uno con la misma facilidad con que lo ama, téngalo presente, si no se le da cuanto ella pide!

Se echó a reír a carcajadas pero Kit no tomó parte en sus risas, además ya habían tenido ocasión de respirar una ligera atmósfera de odio por parte del populacho en una ciudad del mediodía. El tren se había detenido cinco minutos y ellos se habían apeado para respirar un poco el aire fresco del campo. Un muchacho de doce o trece años, reconoció inmediatamente a Alberto.

—¡Eh, Berto! —gritó.

Pero Alberto, agotado ya, se limitó a mirarlo fijamente con el ceño fruncido.

—¡Descarado! —murmuró.

Los pocos viajeros que también se habían apeado, dirigieron una mirada de animosidad a Alberto.

—Un poco más de condescendencia no haría mal a nadie —dijo un hombre en voz bastante alta para ser oído.

—Es un chiquillo, Alberto —observó Kit con dulzura.

—Tan chiquillo como quieras, pero descarado —repitió Alberto. Luego, fijando la mirada en el individuo que había hablado, añadió—: Y he de decirle que empieza a fastidiarme el hecho de que cualquiera se crea con el derecho de hacer de mí lo que se le antoje.

El muchacho, entre tanto, se había armado con un hermoso tomate maduro, y mientras Alberto, llegada la hora de la partida se disponía a subir de nuevo al tren con Kit, lanzó su proyectil con la mayor puntería sobre el traje gris del héroe, dejando en él una enorme mancha roja. Los espectadores se echaron a reír, y a Kit no le resultó agradable el sonido de sus risas. Hasta el mozo había dado muestras evidentes de su regocijo, mientras se entretenía limpiando la mancha.

—Buena puntería —había murmurado entre dientes.

En Chicago no había faltado la nota acre en el comentario de un periodista:

«Alberto Holm —había escrito— lleva hasta el extremo la teoría americana del austero individualismo…».

—Será conveniente que nos lleguemos a Nueva York, Alberto —dijo en aquel momento Kit, haciendo gala de buen sentido.

No sentía ningún temor, pero comprendía que podía producirse algo desagradable, por poco que no anduviera con cuidado.

Horacio Finberg se puso en pie.

—Voy a telegrafiar —dijo; y se precipitó a la puerta.

Kit conocía Nueva York desde el día de su nacimiento, pero ahora la ciudad le parecía desconocida. La visión que tenía de Nueva York era la de una ciudad de hermosas calles tranquilas, a pleno sol; de gente bien vestida, teatros, grandes edificios y voces corteses. Ésta era su visión y Norman, su exprometido, con todas sus prédicas contra los ricos, no había conseguido atraerla. Pero totalmente distinta era la ciudad que la recibía ahora con Alberto.

Había tomado asiento en un gran automóvil negro descubierto, y recorrían Broadway entre dos hileras de un pueblo en delirio. Desde su niñez, Kit, siempre había sentido miedo de todas las fuerzas indomeñables. Por esta razón le resultaba imposible soportar el viento; más que por su rumor, por su furia insensata. El océano tenía también la misma absurda fuerza potencial, y aparte el placer con que se entregaba a la natación y a la navegación a vela, se había mantenido siempre latente en ella el horror hacia todo cuanto pudiera desencadenarse por poco que el mar se enfureciera. Una vez, siendo chiquilla, la habían llevado a ver las cataratas del Niágara. Contaba sólo seis años, pero fue presa de un terror tal que resultó imposible calmar la crisis de llanto y pánico que se apoderó de ella. ¿Por qué? Ni siquiera ella lo sabía. Tan sólo sentía la presencia de una fuerza que allí, a dos pasos, palpitaba, privada de dominio, en aquella agua, que para precipitarse en el abismo, formaba un arco liso y potente.

Ahora, sentada junto a Alberto, experimentó aquel antiguo, profundo y ciego sentimiento de horror que invadía todo su ser. La muchedumbre la rodeaba… algo de frenético e indomeñable ululaba tumultuosamente. Sintió temblar sus rodillas, y cruzó las piernas. Humedeció sus labios, esforzándose en cobrar ánimos.

«Sólo se trata de un gentío cualquiera —pensaba—. Gente que siente simpatía hacia nosotros. No tiene deseo de hacernos ningún daño y están contentos de poder saludarnos de regreso a la patria».

Trataba de desintegrarla, de individualizarla en seres humanos, de separar sus rostros; pero no lo conseguía. La muchedumbre permanecía formando una unidad compacta y furiosa, salvajemente falta de remordimientos, como un océano.

Comprendía que la muchedumbre se mantenía quieta, que la sensación que experimentaba de que toda aquella masa se movía a su alrededor era tan sólo una ilusión. Los que se movían eran Alberto y ella. Pero por muy consciente que estuviera de todo esto, quedábale la impresión de que eran como unas briznas impelidas por una mugiente, espantosa e insensata fuerza. Sentía escalofríos y, sin embargo, tenía la impresión de estar como paralizada. Ni siquiera conseguía moverse para librarse de aquella lluvia de papeles que caían sobre ella. El aire estaba lleno de papeles volantes: hojas arrancadas de las guías telefónicas periódicos hechos pedazos y billetes de tranvía. Un fragmento de periódico cayó revoloteante y ella tuvo tiempo de leer, en gruesos caracteres: ALBERTO HO…

Sus oídos recogían los gritos y los aullidos que se fundían en un único e intenso estremecimiento. Vio moverse los labios del alcalde, sentado frente a ella, pero no comprendió lo que le decía. Se vio obligada a sonreír y distribuyó saludos con la cabeza. De pronto vio que el alcalde hacía señas a Alberto para que se levantara, ¡para que se levantara!

El terror le hacía ser estúpidamente sumisa.

¡Alberto! —le gritó al oído—, ¡levántate!

Lleno de turbación, él se puso en pie sobre el coche que se abría paso con fatiga a través de la muchedumbre, Kit se hizo cargo de aquella turbación. El aire de gravedad de Alberto parecía la actitud más convincente y más digna que podía tomar. De pronto el clamor se elevó hasta el cielo: todos aclamaban, y en medio de aquel tumulto de locos se destacaban las agudas notas de las voces femeninas. Los platillos de la banda vibraban con golpes estrepitosos, rítmicos y repiqueteantes.

En cierta ocasión, durante el invierno, Kit realizó un crucero con sus padres por el sur de África, un África dócil y pacífica, más tranquila que cualquier otro lugar del mundo. Pero, por la noche, cuando el viento de tierra soplaba hacia el mar, llevábase consigo el eco de sones oscuros y profundos como estos que procedían ahora de los platillos de la banda. ¡Inolvidable son! Desde entonces le había sido imposible acostarse en África sin sentir el temor de ser despertada por ese son profundo y lejano que llegaba de las invisibles selvas. Acabó por marcharse de África antes del tiempo prefijado por sus padres, y no supo explicarles por qué.

Pero allí no cabía la posibilidad de una fuga. Allí estaba en casa. Apretó sus manos enguantadas, y, sentada en su sitio, se quedó contemplando como hechizada a la muchedumbre. ¿Qué estaba haciendo ahora ella, Kit Tallant, que no podía sufrir las masas y a quien ni siquiera agradaba sobresalir en las tertulias de un salón, en medio de calles negras de gentes a quienes jamás había visto antes, y de quienes no había huida posible?

Luego el buen sentido le sugirió pensamientos más serenos. No siempre sería así y el tiempo la liberaría de aquella prueba; esto, por lo menos, era cierto. Aquel día tocaría a su fin, como todos. La noche dispersaría a la muchedumbre y ella volvería a encontrarse sola, como si hubiera surgido otra vez de aquel abismo. Y, de nuevo sola, volvería a sentirse segura.

Alberto se despertó a primeras horas de la mañana con un curioso sentimiento que se había hecho ahora habitual en él, un sentimiento que le paralizaba la lengua y lo insensibilizaba. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía en un lujoso hotel, en medio de aquel ruido? Cuando por la noche se dejaba caer sobre el lecho, se sentía tan agotado que aseguraba no se levantaría hasta el mediodía. En cambio, se despertaba sobresaltado cada mañana, permaneciendo desvelado en medio de un gran alboroto, sintiéndose atontado.

Se incorporó sobre un codo y miró a Kit. Era su mujer, pero aún le resultaba difícil creerlo. A aquella hora Kit dormía inmóvil y como muerta. Dormía siempre en la misma postura, boca arriba y con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha. En aquella hora matutina, vista así, era tan solo una parte de los curiosos acontecimientos que le habían ocurrido. ¡Él, Alberto Holm…, casado con una Tallant!

«¿Quién sabe lo que ocurriría si me marchara?», se decía contemplando aquel rostro inmóvil.

Kit, cuando estaba dormida, daba la impresión de no respirar siquiera, tan inmóvil estaba. Y él no la conocía. Enamorado como estaba de ella, encontraba que no tenía siquiera la mitad de la consistencia de la otra, de Liliana. ¡Una figura irreal! Pero quizá esto provenía de su odio por Liliana. La gente odiada es siempre real, concreta.

¿Qué ocurriría si se iba para no aparecer nunca más?, se preguntó de nuevo. La Liga de los Exploradores daba un gran banquete en su honor. ¿Y si no se presentaba?

Inmóvil sobre el lecho, prestó oído a los ruidos de Nueva York, que empezaba a despertar. Odiaba el ruido y quizá fuera este sentimiento el que lo impulsó a escalar la cumbre de la montaña silenciosa. Y la primera simpatía que sintió por Kit, ¿no tenía acaso esta misma razón? Kit tenía un temperamento tranquilo y él jamás había encontrado hasta entonces mujeres de este carácter. Su madre hablaba desde la mañana hasta la noche, y Liliana lo mismo. Liliana se quedaba hasta muy entrada la noche charlando —de tonterías, claro está—, mientras Kit era tranquila hasta en su sueño. Había mucha gente a la que le resultaba imposible hablar sin armar un gran ruido, y la mayoría de las veces Alberto se quedaba sin entender la mitad de su discurso. ¡Y este ruido de Nueva York no podía continuar siempre! Más tarde o más temprano (Kit se lo había asegurado) esto se apaciguaría, se terminaría, y ya sólo quedarían los beneficios de todo ello. Presidente honorario… ¿Qué era presidente honorario? ¿Por qué había gente que deseaba pagarle por no hacer nada…? Era asunto de ellos, no suyo. Era muy cómodo asegurarse una buena renta para el resto de su vida, por haber escalado, sencillamente, la cima de una montaña… ¿Cómo podía haber gente que se entusiasmase de manera tan absurda por semejantes empresas?

Lo que le resultaba más molesto era la pretensión de la gente por saber qué opinaba sobre cosas acerca de las cuales jamás se había detenido a pensar. Cuando todo terminase, él y Kit se irían a cualquier lugar, y él le haría construir una hermosa casa, amueblada con los objetos más modernos. No habría una casa igual a la suya. Y a fuerza de montar la guardia, escopeta en mano, dejarían de rondar por los alrededores periodistas que se ganaban el jornal a costa suya, como había tenido la desfachatez de decirle uno una vez, recriminándole porque se negaba a ser explícito.

—Supongo que no creerá que nos interesa lo que pueda decir —habíale dicho—. ¡Pero hemos de ganarnos el jornal!

—¿Y qué tengo yo que ver con su jornal? —había protestado en vano Alberto.

Volvió a mirar a Kit, y la oscura mirada de ella estaba fija ahora sobre él. Estaba despierta; se había despertado silenciosamente, como siempre le ocurría, sin los bostezos, los desperezos y los guiños con los cuales, en otro tiempo, Liliana le anunciaba su despertar. ¡Qué extraño! Cuando Kit le miraba, siempre él se daba de repente cuenta de ello. Algunas veces se preguntaba si sería conveniente hablarle de la otra, de Liliana. Este pensamiento le resultaba molesto. ¿No había repetido antes mil veces a los periodistas que no era casado? Esta negativa había escapado la primera vez de sus labios, no considerando que su caso pudiese interesar a los curiosos; pero después de aquella primera ocasión le convino continuar insistiendo. Por otra parte, no estaba en realidad casado. Un divorcio obtenido en Reno había disuelto los lazos, sin que siquiera se reclamara su presencia. Liliana, en cambio, debía haberse encontrado muy a gusto en Reno… Era aquella una ciudad apropiada para ella. Suerte que todo esto había terminado y sido liquidado antes de su conquista del Therat. Por lo tanto, hoy esto no tenía la más mínima importancia, salvo la de tener que confesar a Kit una cosa que nadie sospechaba. Si la ocasión se presentaba, entonces hablaría. Probablemente nadie le había precedido en la vida de su esposa. Kit era una de esas muchachas apacibles a quienes los jóvenes no prestan gran atención…

—¿En qué estás pensando, Alberto, cuando me miras de este modo? —preguntó Kit, de improviso.

—En nada —repuso él, volviéndole la espalda.

Ella no insistió.

En una ocasión había contestado del mismo modo a una pregunta que Norman le había hecho, y él había protestado enfurecido: «Nadie puede decir que no piensa en nada. Dime más bien: No quiero decírtelo». En aquel momento recordó perfectamente lo que había estado pensando. Pensaba en la excesiva belleza de la boca de su amado. Norman no era tan guapo como Alberto, pero ahora, recordándolo, volvía a ver su boca… Y no había sido cierto que ella no hubiese querido decírselo. Sencillamente, él no insistió, y en aquella época ella era algo reservada. Con el tiempo fue perdiendo esta timidez hasta el día en que él le confesó que ya no la amaba. ¡Bah, ahora todo había terminado!

Consultó el reloj. Eran las cinco y media. Demasiado pronto todavía para levantarse.

Alberto se volvió de pronto.

—¿Nos levantamos, Kit? —preguntó inquieto.

—Pero ¿para qué? —protestó ella.

—En casa ya es de día.

—Aquí apenas si empieza a amanecer.

Él le volvió de nuevo la espalda y escondió la cabeza en la almohada. Ella aguardó, inmóvil, prestando gran atención. ¿Alberto sentía algo sin que ella lo supiera? Pero si se obstinaba en callar, ¿cómo podría saberlo jamás? Su madre lo había comparado con una estatua de piedra.

«Es incapaz de articular una sola palabra, Kit —había dicho—. Tendrás que hacer uso de tu dinamita para animarlo».

Cuando su madre expresó este pensamiento, a ella no le pareció que esto fuera un defecto. Tampoco lo era ahora. Pero ¿qué podría hacerse cuando un hombre se encierra en sí mismo, convertido en una simple criatura animada? Ella estaba acostumbrada a personas que hablaban, que hacían uso de las palabras para expresar sus propios pensamientos. Pero para Alberto los pensamientos eran obstáculos que debían evitarse, y las palabras una trampa en la cual uno no debía dejarse coger. Kit suspiró y permaneció despierta, en expectativa, oprimida por el silencio de Alberto como por una fría y densa oscuridad que se interpusiera entre los dos.

Lo veía con más claridad cuando no estaban solos, y lo comprendió la noche siguiente en un gran banquete. La gente, ansiosa de elogiarlo y de expresarle su entusiasmo, lo situaba en un ángulo destacado. Aquellos rostros alzados hacia él, sus miradas intensas, devotas y curiosas, eran para ella como un gran espejo que reflejaba la imagen de Alberto Holm. Ella lo contempló como podía haberlo contemplado uno de aquellos admiradores. Helo aquí al centro de la mesa de honor, erguido, distante, un poco frío, como un hombre que ha realizado una hazaña inigualable. Alberto empezaba a comportarse mejor; había aprendido a ser menos arisco con el prójimo, desde el momento en que ella le había demostrado que su hosquedad le traicionaba tanto como las palabras.

—¿Qué quieres decir? —había inquirido él, lleno de turbación.

Y Kit había descubierto sutilmente que lo que más temía era lo que él denominaba traicionarse.

—Estoy orgullosa de la forma en que acoges todas las tonterías que te dicen —habíale respondido ella indirectamente.

—Explícate —había insistido él, sintiendo despertar un súbito interés por sí mismo.

—Fíjate, has aprendido a decir «gracias» con perfecta tranquilidad, como si te refirieses a cosas que no tuviesen la menor importancia para ti. Me agrada esta despreocupación tuya.

—¡Oh, no sé! —dijo Alberto con evidente malestar—. La gente, al parecer, gusta de las personas que se dan tono.

—Alguna vez ocurre así —concedió Kit—. Pero tú no necesitas darte tono. Sabes que para todos eres un héroe.

—¡Tonterías! —dijo él, sonriendo algo confuso.

—Y lo eres en realidad —insistió ella bromeando—. Un verdadero héroe.

Ahora le parecía enternecedor que él pusiera todo su empeño en hacer lo que ella deseaba, aunque el resultado fuera su arrogante silencio en público. Pero ella había aprendido a no preocuparse por el silencio de Alberto con la gente; su belleza física bastaba para satisfacer a la muchedumbre.

Aquella noche Alberto estaba en gran forma. La sala de baile del hotel más grande de Nueva York estaba adornada con flores y banderas y llena de mesitas. Se sucedían los fogonazos del magnesio de los fotógrafos que enfocaban a Alberto para retratarle en todas las posturas posibles. Alberto era fotogénico, y en todas las fotografías salía a las mil maravillas. Kit sentada a su lado, mirando con ojos tranquilos a los centenares de invitados bien vestidos. ¡Nada había que temer aquí! Ésta era una masa de gente entre la cual contaba con muchos conocidos. ¿Acaso no habían transcurrido en Nueva York casi todos los inviernos de su vida? Aquí y allá, mientras dirigía la mirada en torno suyo, una mano se levantaba y hacía un saludo. Al final del banquete, grupos de señoras que ella conocía bien o tan solo de vista, acudirían a rodearla, felicitarlos, pero especialmente a comerse a Alberto con la mirada.

—¡Dios mío, qué romántico es! —exclamarían—. ¡Pequeña pícara, que has conquistado a Alberto Holm! —Éstas y otras frases serían pronunciadas. Luego en un susurro—: ¡Pero, querida, es hermoso como un dios! —Ésta era la frase más corriente junto con esta otra—: Parece completamente un dios de la esgrima, ¿no crees? —Y cuándo ella les presentaba a Alberto (que era el verdadero objetivo que perseguían), no le soltaban la mano—. He conocido a Kit cuando era una niña —afirmaban, aun cuando la aludida recordaba haberla visto un par de veces a lo sumo, o nunca.

Su hermana Gail no conseguía resignarse a permanecer en su casa de Glen Barry y que su esposo no le hubiese permitido abandonarlo para asistir al banquete. A Gail le habría parecido extraño hallarse entre los invitados; pero de haber estado, en ese momento habrían llegado a creer que era ella la esposa de Alberto, en lugar de Kit, cosa ésta que el marido de Gail sabía muy bien, Gail jamás podía dejar de imponer la propia presencia, y su marido, que no lo ignoraba, había firmemente declarado que no tenía la intención de dejarle hacer correrías a su antojo. Por lo tanto, no le había dejado más remedio que escribir cartas llenas de súplicas, rogando a Kit que llevara a Alberto a Glen Barry. ¡Era tan extraordinario —decía— que la pequeña Kit hubiera contraído matrimonio con Alberto Holm!

Un camarero, lleno de agitación, murmuró algo al oído de Alberto.

—Desde luego… —se apresuró a contestar éste—. ¡Desde luego! —Después, volviéndose hacia Kit, añadió—: Ponen mesitas en la galería —le explicó con orgullo—. El hotel ya no puede dar cabida a más.

Cogió la minuta que tenía delante de él, y la estudió con suma atención. ¿Hasta cuándo duraría la paciencia de los comensales?

Kit, por su parte, tenía la extraña sensación de encontrarse en una atmósfera a punto de explotar; en una iridiscente, lúcida y frágil burbuja de jabón que, de un momento a otro, podía desvanecerse, dejándola sola. Todo cuanto sucedía a su alrededor era demasiado grandioso, demasiado bello, demasiado irreal. Sólo Alberto, que comía con apetito el plato de cordero, era la única cosa estable. Fue acometida de improviso por una profunda ola de afecto hacia él.

—No comas demasiado —susurró para bromear—, acuérdate de que has de pronunciar un discurso.

Él contrajo el rostro con una sonrisa que más bien parecía una mueca y le guiñó el ojo.

Pero ella ya iba aprendiendo a no tener miedo del momento en que él tendría que levantarse para pronunciar su discurso. Al principio había tenido momentos de angustia y de temor… ¿de qué, en realidad? Le torturaba la idea de que los neoyorquinos, aquella gente que conocía tan bien, pudiesen encontrar en él algo risible, o tal vez, siempre dispuestos para la broma, se burlaran de la simplicidad de su marido. Pero ahora, se sentía más tranquila respecto a Alberto; y, aquélla, en el fondo, era una multitud como otra cualquiera.

—Ha llegado la hora de empezar —murmuró, no sin inquietud, el presentador oficial.

Se levantó antes de que los postres hubiesen terminado y dio principio a su larga perorata. Molesto por la abundante comida, tenía los ojos bajos para no encontrarse con la mirada de los comensales. Ningún ser humano merecía o podía merecer lo que él decía de Alberto. En verdad que toda esta retórica acababa por ridiculizarlo. Kit le miró de reojo y vio claramente, por la expresión de su rostro, que no prestaba en absoluto oído a lo que se decía de él. Miró a los invitados, pero con gran asombro observó que no había la menor señal de burla en aquellos rostros que reflejaban, al contrario, una cordial aprobación, mezclada con una expresión de alegría. Todos creían lo que sentían porque deseaban creer de veras en ello.

—¡Y ahora —afirmó en tono dramático— os presento a nuestro caballero sin Miedo, Alberto Holm!

De nuevo Kit encontró que no había motivo para sufrir por la simplicidad de Alberto frente a los invitados. Resultaba aún mucho más simpático a todos al no establecer entre él y los espectadores ninguna impresión de rivalidad. Cuando más sencillo y más balbuciente era su discurso y más tímido e inseguro su continente, tanto mayores eran las simpatías hacia él. Aparecía más «real» a todos los presentes, nostálgicos aún —pese a las sofisticadas pretensiones adquiridas en una generación— de la simplicidad de los zapadores de un tiempo y de lo que comúnmente denominaban «el terruño».

Alberto se levantó, y por un instante se quedó con la vista fija ante sí. Kit sintió que él intentaba anular al público de su imaginación, y recordar, sin meditarlo, su discurso, el discurso que pronunciaba en todas partes.

—Bien, amigos —comenzó a decir lentamente—, no sé a punto fijo lo que he de deciros, sólo que la comida que me habéis ofrecido es una de las mejores que jamás haya probado, comparable tan sólo con las que me prepara mi madre. Es una gran cocinera, pero no estoy muy seguro de si su habilidad llegara a tanto como para prepararme una comida como ésta. En suma, es a ustedes a quienes debo haber vivido aquí unas horas magníficas y siempre recordaré a esta ciudad como la ciudad de las horas magníficas. Imagino que deseáis os diga alguna cosa acerca de mi hazaña sobre la montaña. No tengo, en realidad, mucho que deciros. Cuando sir Alfredo Fessaday dio la orden de abandonar la empresa y de prepararse para descender, a causa de la enfermedad de uno de los miembros de la expedición, tenía cien razones para ordenarlo así. Pero yo me dije: «¡Caramba, he hecho tanto camino para alcanzar la cumbre…!».

En la pesada atmósfera de la ciudad, la gente estaba pendiente de sus labios. No se perdía una sola palabra de su discurso; todos le veían descender lentamente sobre la pendiente helada. Sentían el terror del momento en que él se precipitaba en una hondura, en una pendiente de veinte metros, saliendo de ella milagrosamente para asaltar las inalcanzables paredes de roca. Superado a su vez este obstáculo, lo veían arrastrándose hasta las enormes grietas, donde se agarraba. Respiraban el aire helado, poseído por la pureza de los años… Ante ellos abríase la visión de la selva de picos nevados, hasta donde la mirada pueda alcanzar, allá, hacia el límite del Tibet. Kit había ayudado a Alberto a extenderse sobre los detalles que le agradaban al público. Así él se encontró en forma para hablar casi por espacio de una hora, con su tono sencillo y vacilante que resultaba tanto más simpático por lo distinto del espíritu de su auditorio lleno de secretos y de silenciosos sobrentendidos. Cada oyente estaba separado de su vecino de mesa por la incesante rivalidad de la vida; pero no del muchacho que estaba hablando. No le hubieran perdonado ser como ellos, y podían amarlo precisamente porque no lo era.

Alberto se sentó, entre una salva de aplausos.

—Tu discurso ha gustado —le dijo Kit, conteniendo su ironía.

—Figúrate —se vanaglorió él con la respiración jadeante todavía.

Después de cada discurso tenía una sed terrible. Hablar tanto tiempo le dejaba sin saliva, pero era innegable que hacía grandes progresos en la oratoria. Hablar no le producía la menor emoción, y la verdad es que le agradaba poder hacer de vez en cuando un discurso en público, contemplar a todos aquellos invitados en traje de etiqueta, a aquellas mujeres que lo miraban como se mira a una personalidad… Cierto que conquistar aquella cima no había sido empresa fácil, y una vez llevada a cabo aquella proeza no volvió a pensar más en lo que había hecho. Pero ahora, a fuerza de hablar de ello, se persuadía de que realmente había efectuado una proeza, ante la cual la misma expedición Fessaday había retrocedido. De esta forma toleraba todas las molestias que lleva consigo la celebridad; sólo le enfurecían aquellos fogonazos de magnesio que los fotógrafos lanzaban ante sus ojos. Lo cogían siempre de sorpresa, y lo sacaban realmente de sus casillas…

—¡Acabemos! —gritó con ímpetu a un fotógrafo—. Por esta vez basta. —Los espectadores que le rodeaban se echaron a reír. Él se volvió hacia el presentador oficial—: Me parece que…

Kit le apretó el brazo con disimulo. Él no terminó la frase.

—Ya está terminado, Alberto —murmuró.

Precisamente en aquel momento un hombrecillo de aspecto refinado se adelantó, sosteniendo sus lentes en la mano. Se volvió hacia Alberto y dijo con una vocecilla agria y tranquila:

—Sólo una palabra, señor Holm: tenga presente que en caso de que se decida usted a organizar una expedición por su cuenta, estoy dispuesto a costearle hasta la suma de cien mil dólares. Le haré mi oferta por escrito. Su servidor Alberto Canty.

El hombrecillo se inclinó tan rápidamente que no hubo tiempo de contestarle, y desapareció.

Desde niña, Kit lo conocía de vista y por haber oído hablar de él. ¡Alberto Canty, el multimillonario americano, hijo de unos agricultores escoceses que ya había patrocinado generosamente varias expediciones arqueológicas con la misión de demostrar la existencia de antiguas civilizaciones; Alberto Canty, cuya bella esposa irlandesa le había dejado plantado para huir con un capitán francés, cuyo hijo se había suicidado en la Universidad y cuya hija, todavía al lado de su padre, vivía tan vigilada como si fuese una monja en clausura! Su delgada figura, apareciendo así, súbitamente, entre el tumulto resplandeciente de los invitados, adquiría la imperiosa fijeza del motivo melódico de una sinfonía que empieza de nuevo después de la disonancia y el estruendo de la orquesta. ¡Hasta Alberto Canty había respondido, y con semejante oferta! ¿Acaso se escondía alguna oculta magia en el hombre con quien se había casado?, se preguntó Kit. Mientras estaba sumida en esta reflexión, y antes de que la muchedumbre volviera a sumergirla, Alberto le dijo:

—¡Una expedición organizada por mí, Kit! Jamás lo había pensado. —La idea inesperada parecía trastornarlo—. Aquellas montañas —murmuró meditabundo—. Pero, quién sabe, Kit. ¿Qué volveré a hacer?

—¿Por qué lo hiciste una vez? —preguntó ella.

Él se detuvo un momento, luego rió:

—Lo ignoro —dijo—. Una de mis tantas locuras, me figuro. Me entró un deseo imprevisto de hacer una prueba, y desde luego la hice. Quizá pruebe de nuevo. Pero ahora me encuentro aquí, no tengo el menor deseo de intentar de nuevo ninguna prueba. ¡Bah! —Bostezó ruidosamente—. Quiero irme a casa, Kit. Mañana nos vamos a casa.

Ella no contestó. Debía acordarse de decir a su padre lo que había dicho Alberto Canty; y aquella noche, desde hacía mucho tiempo, le fue imposible conciliar el sueño, asaltada por el recuerdo de aquella figura delgaducha en cuyos ojos cínicos y desesperadamente cansados, había visto por un momento la luz del olvido de sí mismo.

Símbolo que todo lo inexpresado que existía entre ellos era su silencio sobre el temor que le causaba la idea de ir a casa de sus suegros. ¡Ojalá hubiera podido ser como Gail el día en que había ido a casa de los padres de su marido!

—¿No tienes miedo? —le preguntó entonces Kit.

—¿De qué? —había replicado a su vez Gail. Luego había añadido con un pícaro destello en sus ojos—: ¡Estoy segura de que existen muchas más probabilidades de que sean ellos los que sientan miedo de mí, que yo de ellos… por lo menos después del primer día!

¡Magnífica e indiferente seguridad de Gail! Pero ella, Kit, no tenía seguridad en sí misma. Llegar a aquella casa extraña que forzosamente había de llamar suya, le producía un sentimiento de verdadero pánico. ¿Y quiénes eran aquellos desconocidos que, como consecuencia de su casual matrimonio con Alberto, ella debía llamar padre y madre? Este solo pensamiento hería en cierto modo una íntima lealtad hacia sí misma. En una situación semejante habría dicho a Norman: «No quiero ir a Misty Falls. Tus padres y yo somos demasiado diferentes». En cambio a Alberto se limitó a preguntarle:

—¿Qué me pongo para ir a Misty Falls?

Era a primeras horas de la mañana, y estaba haciendo las maletas. La noche anterior se había sentido demasiado cansada para prepararlas.

Alberto, acostado todavía, bostezó.

—Cualquier cosa de fantasía, Kit —dijo—. A mi madre le gustan los vestidos de fantasía.

Ella se detuvo consternada. ¡Fantasía! No tenía vestidos de este estilo. Sus vestidos eran siempre de líneas sencillas. Vaciló un momento, luego continuó guardando en silencio los trajes que había pensado llevar a su casa, falda de lana, chaquetas de punto, uno o dos sencillos trajes de noche y un abrigo de líneas sobrias.

En aquellas palabras de Alberto vio muy claramente a su madre, tan claramente por cierto, como aquella misma mañana la vio en persona; y recordó que siempre, al encontrarse ante algo desconocido, se sentía algo esquiva. Sus primeros días en el colegio, su ingreso en la Universidad y la noche de su presentación en sociedad, habían sido otras tantas experiencias, caracterizadas más o menos por un pánico loco. Se dijo que debía acostumbrarse a los padres de Alberto… Cuando se iba acostumbrando a alguna cosa, acababa siempre por reconocer que le gustaba. De pronto, se sintió invadida por la idea de que la única cosa imprevista que había hecho en su vida era la de haberse casado con Alberto.

«¿Quién sabe por qué me he casado con él?», pensó.

Pero dejó que la pregunta se difiriese en su espíritu privada de respuesta.

En la estación de Misty Falls estaba aguardándoles una mujer gruesa llena de excitación, vestida con un traje de flores estampadas y una chaqueta nueva de color mostaza, demasiado ceñida para ella. A su lado estaba un hombre con la espalda encorvada, enfundado en un descolorido traje negro. A la derecha de la pareja veíase un nutrido grupo de gente.

—¡Mira! —exclamó alegremente Alberto—. ¡Todo el pueblo está aquí!

—Si no me equivoco, dijiste que estaríamos tranquilos —exclamó Kit.

Él la miró contrayendo el rostro con una mueca.

—Estaba en un error, evidentemente —admitió—. Pero lo mismo da; han venido todos. ¡Mira, está también aquel granuja de Jacobo Rexall! Trabajé con él una vez. ¡Eh, vieja zorra! ¡Hola, mamá! ¡Hola, papá! ¡Os presento a Kit!

El tren se había detenido. Kit se sintió estrechada en los mórbidos brazos de la suegra, mientras resonaba en su oído una balbuciente y casi llorosa:

—¡Querida, querida, me parece mentira que Alberto haya traído consigo a su casa una esposa tan bonita! Jacobo, ¿verdad que es una hermosa mujercita?

Kit fijó la mirada en los solemnes ojos azules del señor Holm, y le tendió la mano. Él la tomó entre las suyas, una manaza enorme e inerte.

—Encantado de conocerla —dijo.

Con una sonrisa hueca miró a su alrededor, deslumbrado, mientras la muchedumbre gritaba su entusiasmo a Alberto, que contestaba con alegría, rodeado de hombres que vociferaban y le daban fuertes golpes en la espalda.

—Bien, viejo león. Te empeñaste en alcanzar aquella cima, ¿eh? ¡El Rey de la Escalada ha vuelto a la ciudad! Eh, Alberto, ¿creíste que eras un gamo?

Todos lo miraban con ojos de adoración; con los ojos de todas las muchedumbres precedentes, pero con algo más, con la alegría del que, de rechazo, siente reflejarse sobre él una parte de la gloria del héroe. Una charanga compuesta de un tambor y dos trompetas atacó ruidosamente una pieza.

—¡Eh, un poco de silencio por allí! ¡No soy todavía el presidente de los Estados Unidos! —gritó Alberto.

—¡Cuando desees presentarte en las elecciones, avísanos! —gritó en respuesta un coro de voces.

De pronto Alberto se acordó de Kit, que se había mantenido silenciosa a distancia, esperando, sin saber ella misma qué era lo que esperaba. La atrajo impetuosamente hacia sí y la levantó bien alto, por encima de su cabeza.

—¡Concurrentes, os presento a mi mujer, Kit!

Desde aquella altura ella miró a la multitud con una sonrisa algo forzada.

—Hazme bajar, Alberto —murmuró entre dientes.

Pero él no la oyó, y todos siguieron contemplándola levantando la nariz, moderando el tono de sus gritos, mientras la miraban, hasta enmudecer intimidados. Todos sabían quién era, pues lo habían leído en el periódico de los domingos. Era Catalina Tallant, la hija de Roberto Tallant. Habían visto su fotografía. Había sido presentada en sociedad hacía uno o dos años. Delante de ella, se sentían cohibidos… Era hija de casa rica, y de posición elevada…

—¡Concurrentes, os presento a mi mujer, Kit!

Pero la multitud no consiguió vencer su turbación, ni aun cuando Alberto volvió a dejarla en el suelo y la hubo presentado a docenas de personas. Kit estrechó un sinfín de manos, distribuyendo sonrisas a diestra y siniestra. Pero ni aun así llegó a desvanecer la timidez que flotaba en el aire.

El padre de Alberto, tranquilamente, se había dirigido, mientras tanto, hacia un viejo automóvil, en el cual tomó asiento junto a su esposa. ¿Qué ocurría? Era como si la alegría de una comitiva, después de haber llegado al punto culminante, hubiese cesado de improviso.

¡Tranquilos, finalmente! La factoría surgía, cuadrada y blanca, sobre el flanco de una colina medio oculta por los árboles. No ofrecía ninguna belleza particular, salvo la de los campos y los árboles que la circundaban, y el inmenso silencio. Pero el silencio, después del alboroto de aquellas últimas semanas y del cansancio agotador de las ceremonias a las cuales se habían visto obligados a someterse, era ahora bien recibido. Kit descendió del viejo automóvil sobre la mórbida hierba que crecía libremente por el umbroso patio de la entrada, y se detuvo un momento, saboreando el silencio.

—Me gusta —dijo.

Alberto gritó:

—¡Mamá, qué alegría encontrarse de nuevo en casa! —y le dio un fuerte y afectuoso abrazo.

—Estoy contenta de que tu vieja casa te guste todavía —dijo la vieja señora Holm.

Lo que más agradaba a Kit era el silencio, aquella inmensa quietud que la rodeaba. Allí el viento sólo traía el eco de sus voces.

Pocos días bastaron a Kit para convencerse de que le sería imposible querer a sus suegros. Y honradamente se confesaba que era culpa suya por lo menos en gran parte. Su olfato, por ejemplo, era demasiado delicado. Era inútil fingir: le resultaba imposible soportar el olor a establo que envolvía al viejo Holm, si bien no era suya la culpa, dada la vida que llevaba en la factoría. Cuando volvía del establo se lavaba siempre con suma paciencia en la pila de la cocina, según una costumbre que no agradaba a Kit. Alberto mismo usó esta pila para lavarse después de la primera comida, a pesar de que en el piso superior hubiese un baño del cual su madre estaba muy orgullosa.

—Alberto, ¿por qué no te lavas en el cuarto de baño? —le había preguntado estupefacta Kit.

La vieja Holm intervino con tranquila decisión:

—No quiero que se me ensucie la bañera.

Alberto miró a Kit guiñándole un ojo:

—Lo sé mamá —dijo.

—Y tú, jovencito, acuérdate de utilizar siempre la escalera de atrás —añadió con autoridad mamá Holm—. Puedes escalar todas las montañas que quieras, pero te ruego que me ahorres el trabajo de limpiar la escalera de entrada.

—Está bien, mamá —aseguró Alberto con tono alegre—. No he olvidado los viejos preceptos. ¡Ea, Kit, vamos a comer!

No había la menor duda: eran buenas gentes que adoraban al hijo, orgullosas de él hasta el fanatismo y dispuestas a amarla también a ella, por poco que se les dejara hacerlo. Kit se odiaba por su altivez. Sobre todo, sentía repulsión por las manos de su suegro, aquellas enormes y horribles manos en forma de jamón, con la porquería que eternamente se anidaba entre sus pliegues. «No puede evitarlo —se decía Kit— dado la clase de su trabajo». Y se esforzaba en comer. «Es un buen hombre, y no tiene importancia que apenas sepa leer y escribir».

Recordó que precisamente estas susceptibilidades suyas habían servido a Norman para reñir con ella el invierno pasado durante el ensayo de una de sus obras. Ella había encontrado algo risible en el vaho que se desprendía de uno de los tramoyistas. Norman, descendiendo de muchas generaciones de burgueses acomodados, había saltado enfurecido:

—Eres insoportable, Kit —le dijo con calma, a pesar de la cólera que se traslucía en sus ojos—. Eres insoportable ¿Qué hay de malo en este olor a sudor?

—Nada de malo —había contestado ella—; si a ti te gusta, a mí no.

Sus disgustos siempre habían empezado con la misma calma; los dos decididos a no ceder, pero sin dejarse llevar por ningún arrebato.

—Este tramoyista es un buen chico —había insistido Norman, empezando a excitarse—. En el café de enfrente he tomado cerveza con él. Tiene mujer y tres hijos, y el invierno pasado se quedó sin trabajo durante tres meses.

—No pongo en duda lo que me dices —había contestado ella con frialdad—. Pero esto no quita que un buen lavado no le haga el menor daño.

—¡Qué palabras más antipáticas, Kit! —había replicado Norman, furioso—. Es un hombre honrado y bueno; un verdadero americano, de buena pasta y…

—Americanos también lo somos tú y yo, Norman Linlay —respondió ella—, y así mismo lo son nuestras familias desde hace varias generaciones, y no por ello apestan como este individuo.

Norman estaba tan furioso que se levantó y la dejó plantada. Ella oyó sus pasos resonar en la escalera y luego detrás del escenario vacío. Sintió deseos de correr tras él y gritarle: «¡Oh, cariño, es ridículo que peleemos así! ¿Qué me importan los olores?». Pero no cedió ni corrió tras él porque sabía que lo que había dicho era la verdad, y también porque sabía que Norman estaba realmente enfurecido.

Más tarde se dijo que quizás la verdad no fuera la cosa más importante del mundo. Pero, en aquel tiempo, a ella y a Norman les había parecido necesario hablarse recíprocamente con absoluta sinceridad. En aquella precisa ocasión, ella esperó un momento, pero Norman no volvió y se vio obligada a levantarse e irse sola a casa. Ésta había sido su primera pelea, pero otras la siguieron, ya que ninguno trató de enmendarse después del primer disgusto.

—Padre —dijo ahora Kit, no sin gran esfuerzo, volviéndose hacía su suegro—, ¿quiere un poco más de estofado?

Él movió la cabeza.

—No… tengo bastante —repuso.

Sentado en su lugar, comía a grandes bocados mientras su mujer hablaba.

Al principio, Kit había prestado oído a la charla de su suegra y aun intentado contestar, e incluso tratado de entablar una conversación. Pero pronto se dio cuenta de que la suegra perdía pronto la paciencia. Desde hacía muchos años la vieja Holm estaba acostumbrada a hablar, sin que jamás su esposo y su hijo la interrumpiesen. Por esto las intromisiones de Kit la dejaban asombrada. Kit acabó por no desprender prenda y la suegra había proseguido tranquilamente su incesante monólogo.

—Digo, Jacobo, que no sé dónde iré a sacudir las cosas si no te dedicas un poco al jardín. Las dalias están cubiertas de yerbajos, y yo me entretendría en arrancarlos si pudiese doblar aún un poco la espalda. Alberto, ¿por qué no intentas hacerlo tú? Desde que has llegado a casa, no has hecho nada. No lo vicies, Kit; yo siempre he predicado que trabajara.

Alberto se echó a reír.

—¡Es cierto, y precisamente por esto huí de casa, mamá!

—¡No digas esas cosas! —le conminó en tono afable—. Será porque te has convertido en un personaje, pero tengo la impresión de que ya no levantarás nunca más un dedo por tu madre. Si supieras, Kit, qué buen hijo era de niño y cómo se afanaba en ayudar a su madre… Por esto jamás he sentido no haber tenido una niña… Hasta que creció fue dócil como una muchacha. Entonces el demonio empezó a descamisarlo. ¡Bah! Creo que todos los chicos hacen lo mismo y más vale olvidar el pasado, Alberto. Has hecho cosas grandes, y todos nos sentíamos orgullosos de ti.

Al decir estas palabras se inclinó su hijo y le golpeó suavemente el dorso de la mano.

Afuera la paz era profunda. Los bosques donde Kit podía corretear a su antojo y los prados en declive, sobre los cuales le gustaba tenderse, poseían una gran belleza. Aquella intensa calma hacía amables todas las cosas. Kit era demasiado americana para no saber que muchos personajes americanos descendían de casas como aquélla, en la que Alberto había nacido. Esta pequeña casa de madera, fría en invierno y caliente en verano, a la que el viento y las tormentas hacían temblar y que era en su esencia indestructible, era también esencialmente americana, y, física y espiritualmente, Alberto integraba todo aquello. Mucho tiempo antes de verla como la estaba viendo ahora, desde su observatorio sobre el flanco de la colina, allí, desde aquel recodo, la había visto millares de veces en los periódicos y en las revistas. Era ésta la casa tipo que gustaba a la gente. Los héroes de América debían de provenir de casas como ésta, precisamente porque era una casa como todas. Pero lo que la gente solía olvidar, era que los héroes no habían vivido en aquellas casas, del mismo modo que Alberto no tardaba en cansarse de residir en ellas.

—Cuéntame alguna cosa de tu casa —le había pedido una vez Kit.

Pero él no había sabido decirle gran cosa.

—No sé —había contestado—. Es una casa cualquiera.

—Pero, pensando en tu casa, ¿no recuerdas nada de particular?

Sólo entonces él se acordó de una trivialidad, al fin y al cabo insignificante.

—Mi madre tiene una salita con una vitrina llena de objetos curiosos —dijo, arrugando la frente—. Alguien le mandó un junco de África… Creo que fue un misionero; no lo sé a punto fijo. Mi madre siente una gran pasión por las misiones.

Al domingo siguiente a la llegada de Kit a la casa, la señora Holm le enseñó la vitrina.

—Cuando los platos estén limpios —había dicho durante la comida con un tono de dignidad— quiero enseñarte mis cosas.

Se habían dirigido, pues, a la salita. La suegra apartó las cortinas y, después de abrir la vitrina, empezó a sacar todos los objetos uno tras otro.

—Esto —comenzó diciendo— es un cuchillo que usan en África. No recuerdo bien cómo lo llaman, pero tiene un nombre especial, según me dijo el misionero. Nuestra iglesia de Misty Falls sostiene a un misionero en África…, un santo varón. Esto es un cestito; está hecho con fibra de coco trenzada. ¡Es extraordinario lo que estos pobres paganos son capaces de hacer…! ¡Me entristece pensar que son tan ignorantes! ¡El reverendo Stanley nos ha contado algunas cosas que hacen…! Y todo porque no saben hacerlo mejor. ¡Es la ignorancia! ¡Qué sensible!, ¿verdad?

Kit, sentada en una pequeña mecedora, cogía y miraba en silencio cada objeto. Increíble, era increíble… Pero en aquel momento se sentía más compenetrada con aquellos africanos (los había visto vivir tranquilamente tumbados al sol) que con aquella buena mujer, la madre de Alberto.

… Tendida sobre la espesa hierba del prado, en una tarde de octubre soleada y sin viento, recordó sus sensaciones en aquel primer domingo. ¿Qué era lo que hacía semejantes y diferentes entre sí a las criaturas humanas?

Miró a Alberto, echado sobre la hierba junto a ella y con sus grandes ojos cerrados.

… Él pensaba que no hubiera tenido que temer, como había temido, que su casa no fuera del gusto de Kit. La casa le gustaba, y la gente quería a Kit. A fin de cuentas no tenía una gran importancia granjearse simpatías entre los conciudadanos, puesto que pronto llegaría el momento en que tendrían que ir a instalarse en otra parte. Alberto pensaba que establecerse en su pueblo natal significaba, más tarde o más temprano, hablar de Liliana, la mujer de la que se había divorciado. En la estación, en un momento que pudo llevarlo aparte, su amigo Jacobo le había ya informado de que Liliana había vuelto y trabajaba en un bar. No se había quedado en Reno, y parecía como si nada le hubiese ocurrido.

—Como si tú no existieras —había precisado Jacobo.

—¿Y qué me importa? —había contestado Alberto—. Para mí es un cero a la izquierda.

Y era la verdad; pero un día se vería obligado a confesarlo a Kit, seguro de que si permanecía en Misty Falls, otros habrían de tomarse la molestia de informarla. Menos mal que Liliana había tenido la bastante oportuna idea de no presentarse en la estación. Él, a decir verdad, había esperado cualquier escena por parte de ella, aunque tan sólo fuera para intentar asegurarse una elevada indemnización, ahora que él era rico y todos hablaban de sus proezas. Cuando Liliana obtuvo el divorcio fue lo bastante tonta para no reclamar nada de él; pero en aquel tiempo sabía que Alberto no tenía nada, aunque él había declarado que de haber tenido algo, tampoco le hubiese dado un céntimo. En suma, Liliana lo había dejado por propia voluntad. Pero ahora era rico… o estaba en camino de serlo… Quizás era mejor no fijar residencia en Misty Falls.

Kit estaba diciendo algo y él abrió los ojos.

—Decía —repitió con un tono algo vago— que he esperado mucho el momento en que habríamos de quedarnos un poco solos, Alberto. ¿Te das cuenta de que desde que nos casamos apenas nos hemos podido hablar tranquilamente?

—Es cierto —convino él.

—No nos han dejado ni un momento de descanso —murmuró pensativa.

¿Cómo persuadir a su corazón de que se abriera y a su alma de que hablase? Ahora, ahora era el momento de hablar, de decirse recíprocamente lo que nunca se habían dicho. Algunas veces ella había sentido el deseo de confiarle su noviazgo con Norman. Quizá, se había dicho, si hablara de él a Alberto, su marido la ayudaría a borrar de su recuerdo el último residuo que quedara de él; pero no era cosa para contarla en el breve período de tiempo de un viaje de regreso a casa, extenuados y después de un pesado banquete, con los apresurados preparativos para un recibimiento antes de la comida. Misty Falls le evocaba la figura de Norman, no con amor, sino más bien con la malicia propia de un amor que no se ha desvanecido todavía del todo. Ya no tenía para Norman los pensamientos anhelantes de otro tiempo. «¡Quisiera que se diera cuenta de cómo son realmente las cosas fuera del escenario!», pensaba. Estas ideas y otras por el estilo, la inducían a recordar a Norman de una manera insólita. ¿O era sencillamente porque aquella paz favorecía en cierto modo los recuerdos?

—¡Qué día más espléndido! —suspiró.

El otoño resplandecía con un cálido sol sobre las colinas circundantes y sobre el fondo de los valles. Le temblaron en sus labios las palabras que deseaba decir a Alberto… Si se las decía, entonces sí que su lealtad habría creado un puente entre ella y él…

—Espléndido, es cierto —asintió Alberto.

Arrancó una brizna de hierba y empezó a morderla. Sobre la colina vio a su padre que conducía las vacas hacia el prado.

—Papá hará labrar este campo antes del invierno —dijo.

—¡Ah! —murmuró Kit.

Por el momento, renunció a sus confidencias. El aire era puro y delicioso. ¡Qué hermoso era aquel valle en declive, y el huerto, a la derecha, con las casas debajo; y al fondo, aquella pálida cadena de montañas! Sentía la tierra tibia bajo su cuerpo. Alargó la mano, cogió la de Alberto y la retuvo entre la suya. Cuando el momento de las confidencias llegase, no lo dejaría huir.

—Alberto, cuando fuiste niño, ¿no soñaste jamás en que un día abandonarías este país para ir al extremo del mundo, y conquistarías allí una montaña jamás conquistada por otro ser humano?

Él siguió mordiendo pensativo la brizna de hierba, con sus azules ojos absortos en el recuerdo.

—No creo que en aquella época pensase mucho —dijo después de una pausa—. Por lo menos no lo recuerdo.

De… —Se interrumpió—. ¿Qué ocurre allá abajo, en casa?

Señaló con la mano, y se incorporó para sentarse, mirando hacia abajo al pie de la colina.

Un automóvil se había detenido bruscamente sobre la empedrada calle de pueblo, delante de la casa. Tres hombres gruesos se apearon de él llevando una enorme máquina fotográfica y un trípode.

—¡Maldición! —murmuró Alberto—. ¡Huyamos!!

Kit se puso de pie, se cogieron de la mano y echaron a correr hacia el huerto, perdiéndose entre los manzanos cargados de frutos.

—Ahora no nos cogerán —afirmó Alberto.

Huir así había resultado una diversión inesperada. A su alrededor, en aquella luminosa tarde, la fragancia de las manzanas maduras producían una ligera embriaguez. Kit se sintió libre, salvaje, excitada. Con la sutileza que se usa para apaciguar un pájaro excitado, había tratado de aprehender al vuelo un instante propicio. Pero este momento, ahora, mientras corrían, estaba más próximo de lo que hubiese podido acercarlo con sus palabras.

—¡Oh, Alberto, te quiero! —exclamó. Se echó en sus brazos.

Él la abrazó y la estrechó contra sí.

—Estoy loco por ti —dijo con pasión—. Loco, loco, loco…

La levantó del suelo, como si fuera una pluma. Era fuerte y ella sentía su fuerza con el escalofrío de un renovado fervor.

Luego, de pronto, quedó roto el encanto de aquel delicioso momento. Alguien andaba sobre la hierba. Era la vieja Holm.

—¡Vaya! —dijo sorprendida—. ¡Estabais, pues, aquí!

Alberto dejó a Kit en el suelo. Ambos trataron de dominar su turbación, evitando la mirada de la madre que había llegado jadeando con el rostro colorado, después de subir la cuesta.

—Te he buscado por todas partes, Alberto —dijo con una ligera irritación—. ¿No has oído que te llamaba? Allá abajo hay unos hombres enviados por el periódico del Condado que desearían hacerte una fotografía…

—¡Al diablo! —comenzó diciendo Alberto—. Que nunca pueda…

—Date prisa, te esperan —le ordenó mamá Holm—, y ciertas palabrotas no son muy convenientes —añadió con severidad.

—Está bien, mamá.

Con su obstinado silencio ambos la siguieron por la colina.

No había manera de tener paz. Los primeros periodistas se habían acercado a Alberto, y otros, envalentonados, siguieron a aquéllos.

No pasaba un solo día sin que una máquina fotográfica llegara a la casa. Algunas veces los fotógrafos llevaban consigo a periodistas, otras veces eran simples turistas deseosos de visitar el lugar donde Alberto había nacido, y arrancarle algún autógrafo. La que los recibía era siempre mamá Holm, que comenzaba ya a disfrutar representando el papel de madre del héroe. Tenía siempre preparado en la cocina un delantal limpio para ponerse encima en cuanto advertía el rumor de un automóvil. Y era la que iba en busca de Alberto y, al encontrarlo, le obligaba a seguirla al salón que ahora limpiaba cada mañana.

Al principio Alberto protestó con vehemencia.

—¡Por Dios, no puedo seguir así indefinidamente! —insistía—. ¿Qué te figuras que soy? No parezco ningún bicho raro… ¿Será posible que llegue a tener paz; un día u otro? ¿Sí o no?

—¡No digas tonterías! —replicaba ella—. No cuesta nada ser un poco amable con personas que se interesan por ti. Lo menos que puedes hacer, Alberto, es dejarte ver.

No se preocupaba en absoluto, de la cara que ponía Alberto y se prodigaba con los periodistas contándoles mil cosas de la niñez de Alberto, y el extraordinario muchacho que había sido.

—Sabía que no era un muchacho como los demás —decía pavoneándose—. Aún no tenía un año y ya masticaba la carne como ustedes y como yo… Tenía todos los dientes.

Alberto, escuchándola, protestaba:

—¡Pero mamá, basta…!

Los visitantes escuchaban, luego preparaban sus objetivos y exclamaban:

—¡Oh, señora Holm! ¿Sería tan amable de posar un momento a su lado?

En pocos días todos los periódicos de América estuvieron llenos de fotografías de Alberto de pie, alto y cabizbajo, junto a una mujer gruesa que reía: su madre.

Los periodistas preguntaban también por Kit.

—¿No está usted casado, Alberto? ¿Dónde está su esposa?

Y las periodistas:

—¡Nos sentiremos tan dichosas de conocerla!

Pero Kit había aprendido a escabullirse por la puerta trasera. Cruzaba el pequeño comedor, y salía a la montaña, entre los árboles, atravesando un pequeño prado cultivado y rodeado por una acequia. Esta acequia era su salvación, pues mamá Holm jamás se hubiese arriesgado a mojarse los pies. Una vez Alberto consiguió alcanzarla. En cuatro saltos estuvo cerca de ella y manteniendo el equilibrio sobre una piedra en medio de la acequia, empezó a parlamentar.

—Kit, mamá dice que vengas. Tan solo por esta vez. El visitante es un conocido suyo. Quiere hacernos una fotografía a todos nosotros en grupo.

—Antes me tiro a la acequia, Alberto. No puedo soportar semejante idea.

—¡Pero yo bien he de soportarla!

—Tú no eres yo.

Él la miró sin saber que decir. Luego preguntó:

—Pero ¿qué le digo a mamá?

—No me importa lo que le digas —exclamó Kit, con ardor—. Sólo que si yo me veo obligada a dejarme hacer fotografías y se me pide que hable con la gente, me voy.

En el fondo de su corazón comprendía que su miedo, sumamente ridículo, obedecía al hecho de tener que aparecer en fotografía al lado de la señora Holm. La idea de la hilaridad que esto hubiera provocado en Gail, apareciendo junto a la suegra, le resultaba insoportable.

—Después de todo, eres mi mujer, Kit —dijo Alberto.

Ella levantó los ojos.

—¿Y qué tiene que ver esto? —preguntó.

—Si mamá está orgullosa de mí, no me parece conveniente que tú no lo estés también —declaró con solemnidad.

—Alberto, ¿supongo que no desearás que haga yo también el papel de tonta? —exclamó.

Comprendió que su réplica le había chocado. Se volvió, y echó a correr al borde de la acequia, sin volverse, hasta que estuvo debajo de los árboles. Desde allí, se quedó observando a Alberto que, descorazonado, volvía sobre sus pasos. ¡Pobre Alberto! Era lamentable por él…, pero no se podía hacer nada.

El espléndido tiempo otoñal que duró algunas semanas sirvió de atracción a los turistas. Mamá Holm estaba siempre dispuesta para recibirlos. Había rebuscado todo lo que había podido encontrar en el guardarropa infantil de Alberto, y ordenó todas aquellas cosas antiguas sobre la mesa del saloncito, cubierta ahora con un lienzo blanco. Era interesante oír las exclamaciones de las mujeres a la vista de aquellos trajecitos infantiles, amarillentos ya —vestidos de algodón blanco ribeteados con un encaje— o ante un par de zapatitos deteriorados, junto a otros azules más pequeñitos, llenos de remiendos. Que Kit abandonase la casa muy temprano, era ya una cosa que se había hecho normal. Después de la categórica respuesta de Kit, no se había cruzado ninguna palabra entre ella y la suegra. Sólo Alberto se había limitado a decir:

—Kit, le he pedido a mamá que te deje en paz.

—Gracias, Alberto —había contestado ella.

Había sido bueno Alberto defendiéndola contra su madre; por lo tanto era preciso que se fueran de allí cuanto antes. Casi cada día preguntaba:

—Alberto, ¿cuándo crees que podremos irnos a Glen Barry? Mis padres han regresado y tú no conoces todavía a mi hermana, a mi cuñado y a los niños.

Sabía ahora, que el solo hecho de ser la esposa de Alberto no bastaba para hacer de aquella casa su casa y no veía la hora de poder marchar hacia la suya…

Alberto respondía siempre:

—Pronto, pronto, Kit. Mamá, ¿sabes?, disfruta con todas estas visitas. Créeme que, ni yo sé bien por qué, pero me duele estropearle la fiesta. Apenas cambie el tiempo, la fiesta tocará a su fin y entonces nos marcharemos.

Su primer furor ante la intrusión de los visitantes, que le habían seguido hasta la casa de los suyos, se había desvanecido, y ya comenzaba a sentirse tolerante. Kit no habría podido jurar que no comenzase ya a vestir realmente su papel de héroe. Su madre tenía, desde luego, un ascendiente sobre él mucho más fuerte que cualquier otra persona. No se irían hasta que terminaran las diversiones en Misty Falls…, de esto estaba ahora segura.

Pero no culpaba de ello a Alberto, cuya madre era una de esas mujeres ante quienes hay que ceder, o de quienes hay que huir. Bajo la apariencia de una gran bondad, y llena de palabras amables, ella, con su gruesa voz y su excitación, dominaba en realidad todo lo que la rodeaba. La suya era una personalidad prepotente, falta de una inteligencia capaz de dominar o encauzar las innatas exuberancias. Era despótica y enérgica. Su fuerza estaba en la afabilidad con que se expresaba y ante la cual cedía cualquier rebeldía. En la soledad de sus días, Kit viviseccionaba, por así decirlo, a su suegra. Norman sufría un error. Si hubiese estado allí habría renovado su vieja discusión, una discusión de la cual ninguno de los dos vería claramente el final, salvo que ella, Kit, sabía que Norman no tenía razón al afirmar que todo lo bueno se encuentra tan solo en la gente sencilla. La pobreza, el trabajo físico y el origen humilde no tenían por sí solos la mágica virtud de crear almas en los seres humanos, por mucho que lo cacarearan los santurrones de la democracia.

Sabía que este concepto suyo habría merecido la categórica denegación de Norman. A pesar suyo, Kit evocaba el rostro moreno y enérgico de su exnovio, quien, a modo de respuesta le había dicho que él no defendía tanto la gente como su forma de vida, una vida manual y corporal; el trabajo que de ellos obtenía reduciendo las cosas a simples expresiones. Norman era harto sutil a la náusea de la inteligencia. Lo era demasiado y demasiado superficial. El espíritu inteligente era aquel que reconocía la propia futilidad, y se entregaba al cuerpo para trabajar y comer: en suma, para vivir.

De repente, se dijo con aspereza que en aquellos días estaba pensando demasiado en Norman. Buscaba pretextos para evocar su imagen. ¿Qué importancia tenía discutir si su exnovio tenía o no razón, ahora que ella estaba casada con Alberto?

Sumida en estos pensamientos vagaba por los bosques encendidos por los más vivos colores del atardecer de otoño. De pronto, tropezó con el padre de Alberto, que intentaba derribar unos álamos. Era la primera vez que se encontraba a solas con él, y la invadió un sentimiento de timidez. Él también, por su parte, fue presa de este mismo sentimiento, como pudo observar Kit al verle enrojecer hasta la raíz del pelo.

—Buenos días —dijo él.

—Buenos días —contestó Kit.

Y él redobló su energía manejando el hacha para dominar su turbación. Kit se quedó por un momento perpleja. No quería ser incorrecta prosiguiendo su camino sin añadir alguna cosa. Pero hubiera deseado poder marcharse.

—¿De paseo? —preguntó él, abandonando un momento su trabajo.

—Sí —respondió Kit, y sonrió—. Más que paseando estoy huyendo.

—No le gustan los turistas, ¿eh?

Ella movió la cabeza.

—Tampoco a mí me gustan —continuó el viejo. Kit por primera vez, se dio cuenta ahora de que Alberto tenía los mismos ojos azules de su padre. El viejo la miraba—. Dígame —exclamó de improviso, apoyándose sobre el largo mango de su hacha—: Si no me equivoco, no le agrada mucho estar aquí con nosotros.

—Claro que me gusta —se apresuró a contestar Kit—. Hay muchas cosas bonitas aquí, los bosques, por ejemplo, y la tranquilidad de las noches. Yo tengo un temperamento muy tranquilo, aun cuando haya pasado casi toda mi vida en Nueva York, donde mi padre tiene sus negocios.

—¿Banquero, eh? —preguntó el viejo Holm, tosiendo con discreción.

Ella hizo una señal de aprobación.

—Yo entiendo muy poco de bancos —añadió aún el viejo.

Kit tomó asiento sobre un tronco.

—Yo también —dijo.

—¿Usted también muy poco? —inquirió con tono amable el viejo—. Yo, por mi parte, jamás he sabido hacer uso de los bancos.

Pareció querer proseguir su trabajo, pasando su índice por el filo de su herramienta, como para probarla. Era imposible descubrir cómo podían haber sido aquellas manos en su juventud, tan ajadas estaban en la actualidad.

—Dígame —comenzó bruscamente—, ¿por qué no se lleva a Alberto de aquí?

Kit le miró con ojos interrogadores, estupefacta.

—¿Llevarme a Alberto lejos de su casa? —preguntó.

—De su madre —respondió con sequedad el viejo Holm—. De su madre, que le hace hacer el papel de estúpido. Toda la vida he luchado contra esta tendencia materna a ridiculizar a mi hijo. Pero ahora parece como si las cosas le fuesen favorables para hacer el ridículo, aun sin el concurso de su madre.

—No creo que le guste a Alberto todo cuanto ocurre —observó Kit—. Toda esta publicidad…

—No tengas demasiada confianza en ello. Tarde o temprano él acabará por aficionarse a esta publicidad —dijo en tono de amonestación el viejo Holm—. Yo, por mi parte, no lo afirmaría; la publicidad engaña. El público se encapricha por alguien y a este alguien empieza a metérsele en la cabeza la idea de que es un personaje importante. Lo bonito del caso es que el objeto de estos fanatismos no se da cuenta de que llega el momento en que estos admiradores suyos se hastían de él para correr detrás de otros.

—Quiere decir usted… —balbució Kit.

De pronto recordó que Alberto se vestía cada mañana como si fuese un día de fiesta. Los primeros días en casa hizo gala de vestirse rústicamente, con pantalones viejos y camisas sin cuello. Ahora al contrario, se afeitaba cada mañana con gran cuidado, se peinaba y se ponía la corbata.

—Desde que nació Alberto, hemos tenido cuestiones sobre él —prosiguió el viejo Holm—. Yo quería que trabajase como un verdadero hombre, y mi mujer, en cambio, repetía que valía demasiado para rebajarse trabajando en las rudas labores del campo como su padre. —Abatió su hacha contra el tronco de un árbol, y la arrancó de un tirón—. Lo gracioso es que ella cree ahora que tenía razón. No se cansa de repetírmelo. Disfruta con estas idas y venidas de la gente. —Su voz elevó el tono y se hizo vehemente—. ¡Gente que viene de todos los lugares a meter las narices donde no le importa! ¿Por qué no se queda en su casa?

Se detuvo, escupió sobre el hierro de su hacha, y con un par de golpes derribó otros dos pequeños árboles. Cuando reanudó su charla, su voz había recobrado su acostumbrado tono de desaliento.

—Lo que quisiera hacerte comprender es que Alberto es una buena mezcla de su madre y de mí. Hay cosas buenas en él, pero lleva a su madre en las venas. ¿Me explico? Y no sé si su bondad basta para compensar lo demás. Lo que tengo por muy seguro es que, en el fondo, no es de un temple como para no prestarse a hacer el papel de tonto. —Diciendo esto, miró a Kit de un modo extraño, con una sombra de encubierta malicia—. Bien —continuó luego—, que sea como quiera. Según mi opinión, Alberto necesita ponerse a trabajar, hacer alguna cosa. Quizá tu padre pueda darle un empleo, aunque sólo fuera de conserje, o en algo donde no tenga que hacer trabajar demasiado la inteligencia. ¿Por qué no atender el ascensor, por ejemplo? Alberto jamás ha sido una lumbrera en la escuela.

¡Alberto conserje! Kit miró a su suegro. ¿Bromeaba? No bromeaba. Se levantó.

—Gracias —murmuró—. Tendré en cuenta lo que me ha dicho y creo que tiene usted razón. Sea como fuere, comprendo sus pensamientos. —Vaciló—. Yo también creo que Alberto empieza a tomarle gusto a todo esto…

—Esto es —dijo el viejo Holm—. Tú también lo ves. Lo echarán a perder, si pueden, tan sólo para divertirse.

Cambiaron una mirada. De repente, Kit sintió una irremediable antipatía hacia su suegro. Tenía un parecido con cierto personaje de la comedia de Norman.

—Estoy contenta de haber podido conocerle —dijo.

—Lo mismo te digo por lo que se refiere a mí —repuso el viejo; y súbitamente empezó a dar golpes sobre el tronco del álamo. Kit titubeó aún un poco, pero él continuó su trabajo, imperturbable, hasta que ella se decidió a volver al bosque.

En apariencia, los días se sucedieron como de costumbre, pero Kit tenía la percepción suficiente para darse cuenta de que las apreciaciones que había hecho su suegro eran justas. Alberto cambiaba… No, no era una metamorfosis, sino más bien un proceso de maduración de elementos ya latentes en él, que no se habían manifestado hasta entonces. Con gente extraña y en lugares que no le eran familiares, Alberto no tuvo seguridad en sí mismo y había aparentado ser de una modestia llevada hasta la renuncia. Incluso sus arrebatos de mal humor habían parecido formar parte de su modestia.

Pero ahora, cuando la gente acudía a visitarlo en su casa, saludaba a las visitas con efusión, bromeaba sobre sus automóviles y sobre ellos mismos y se recreaba oyendo los relatos que hacía su madre. Últimamente se habían agregado a la solfa materna los viejos amigos. Jacobo Rexall y dos o tres tipos más. Llegaban de Misty Falls el sábado y domingo por la noche y constituían, en cierto modo, el cuerpo de guardia de Alberto, la «claque», como los denominaba Kit.

—¿Qué es la claque? —preguntó Alberto en una ocasión.

—La gente indispensable en todos los espectáculos —repuso ella con impertinencia.

Vio que él no había comprendido, pero no quería denotarlo haciendo otra pregunta. Se sintió mortificada; una leve angustia la roía, y dejó de dar más explicaciones. Asimismo evitó la claque tanto como le fue posible. Eran unos tipos singulares, con la extraña expresión de quien conoce algo ignorado por ella. Miradas significativas, más furtivas que las groseras miradas que dirigían a sus piernas y a su seno. Lo que ocultaban aquellas miradas, ni siquiera se dignaba pensarlo, aun cuando al día siguiente, en el curso de cierta visita que hizo al pueblo en compañía de Alberto, estuviera segura de que el propio instinto no la engañaba.

Alberto había deseado ir a tomar un helado en la pequeña pastelería local. Al entrar, vieron a la claque que estaba comiendo en un ángulo más bien apartado, pero teniendo en los ojos la expresión de quien está en guardia. ¿Contra qué?, se preguntó Kit con una leve irritación. Alberto se adelantó con la ostentosa indiferencia de un pachá y saludó a la muchacha del bar.

—Salud, Liliana —dijo con voz potente—. Te presento a mi esposa.

Era una rubia de pronunciados rasgos, que resaltaban aún más bajo una gruesa capa de colorete. Llevaba un cinturón de cuero rojo, que continuamente empujaba hacia abajo.

—Afortunada —dijo; y fijó sobre Kit sus impasibles ojos pardos. No los apartó un instante de ella, y cada vez que Kit levantaba la vista de su vaso de naranjada tropezaba con aquella mirada vacía.

Alberto, en cambio, no había prestado la menor atención a la muchacha, demasiado ocupado en cambiar ruidosos saludos con los que iban entrando. Parecía como si la población entera, apenas se hubo dado cuenta de que Alberto estaba allí, se hubiese citado en el local. Saludaban, gritando también y se paraban a charlar, pero Kit sentía que todos la miraban a hurtadillas. A partir de aquel día ya no bajó con Alberto al pueblo.

El tiempo continuaba hermosísimo. Un otoño luminoso se prolongó hasta fines de noviembre, con unos días de inusitada tibieza. La madre de Kit, de regreso de la India y de Europa, escribió desde Glen Barry:

«¿Cuándo piensas regresar, querida? No deseo hacerte volver del lugar donde estás, sí te sientes bien allí, pero estamos impacientes por poder abrazarte».

Kit andurreaba por la factoría, no feliz, pero tampoco verdaderamente desgraciada, sino como suspendida en un estado vacío, en el cual no era más que un intelecto sumido en un incesante autoanálisis. Aprendió a hablar de manera que se hicieran inteligibles para los de casa sus sencillas charlas sobre las cosas hechas o por hacer, aprendió a prodigarse en las faenas caseras, a coger frutas, a llevar la leche a casa, a escuchar los discursos de Alberto o de su madre; a vivir, en fin, aquella vida del cuerpo que tanto había ensalzado Norman. No por ello, no obstante, el intelecto cesaba su insatisfecha vela, su interrogante espera. Jamás había pensado o sentido tan profundamente como ahora, y sus pensamientos o sentimientos no estaban vinculados en lo más mínimo con lo que materialmente hacía. Si hubiese encontrado de nuevo a Norman le habría preguntado: «¿Qué hacemos del intelecto en estos retornos a la simplicidad? Existe, y forma parte de nuestro ser, como las manos. Mientras las manos trabajan, él presta atención. Quizá hubiera sido mejor nacer sin una fuerza racionadora. Pero ¿qué hacer si uno la lleva en su ser como el color de sus ojos o de su pelo?».

Sentía por momentos la tiranía de su intelecto, que la impulsaba despiadadamente a interrogar, a pensar, a sentir, hasta cuando su voluntad cedía al abandono de todo pensamiento y toda pregunta. Ahora estaba dispuesta a conceder a Norman que tal vez era preferible nacer necio, a condición de ser lo suficientemente necio para no darse cuenta.

Pero un día llegó una carta de su padre. Su padre escribía muy raramente. Durante el trienio que había pasado en el colegio tan sólo había recibido, a lo sumo, tres misivas suyas. Así es que cuando él escribía, Kit sabía que tenía realmente algo que decirle.

Con su diminuta caligrafía, más parecida a una sucesión de cifras que de letras, escribía:

Querida Kit: La publicidad que se está haciendo ahora sobre Alberto es equívoca. Seguramente acabará no siéndole favorable. Tu madre y yo estamos de acuerdo en considerarla de baja calidad y no precisamente digna. Os aconsejo a ti y a tu marido que acudáis a un buen agente de publicidad, recomendándole fiscalizar un poco mejor vuestros asuntos. Os recomiendo a Roger Brame, que cuida desde hace un tiempo de mis intereses. ¿Cuándo tendré la alegría de volver a verte en casa? Con afecto, Tu padre.

Durante el curso de las últimas semanas, entregada como estaba a todas aquellas tareas, no había leído los periódicos. ¿Qué podían haber escrito acerca de Alberto? Era hora de salir de la cáscara, de ver mejor. Dobló la carta de su padre.

—Alberto —dijo aquella noche cuando estuvieron encerrados en su habitación. Él interrumpió la tonadilla que estaba silbando entre dientes y la miró frunciendo las cejas—. Alberto, desearía volver a mi casa.

Estaba preparada para recibir una negativa, o al menos para ver en su rostro una expresión de desgana, pero no hubo ni una cosa ni otra. Él estaba sentado en el borde de la cama, y se quitó los zapatos.

—De acuerdo —dijo con tono alegre—. Pronto. ¿Cuándo quieres que nos marchemos?

—¿Mañana? —preguntó ella, y pensó cuándo llegaría a conocerlo de verdad.

—Como quieras —asintió él con tanta calma que ella le miró atónita—. ¿Qué te ocurre, Kit?

—¿Qué quieres que me ocurra? Nada —repuso ella—. Sólo… óyeme, ¿deseabas de veras que nos marchásemos tan pronto?

—No sé —repuso Alberto perezosamente—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque creí que tú no deseabas que nos fuéramos de aquí.

—Desde luego, me gusta estar aquí —dijo Alberto. Luego, riendo añadió—: Según parece, vaya donde vaya, tendré con qué divertirme.

Volvió a silbar:

«¿Qué querrá decir con esto?», pensó Kit.

No quería decir nada. Fue presa de uno de sus bruscos cambios de humor. Era ella la estúpida siendo tan seria y tan profunda. ¡Demasiado! ¿Por qué no conformarse con lo que poseía? ¿Qué importancia tenía que los padres de Alberto fueran como eran? Muchos americanos tenían padres así. Su padre se vanagloriaba de que su abuelo había sido director de un banco en un pueblucho y que, aparte del banco, poseía una tienda y un molino… ¡Un buen americano! En aquellos hombres se encontraba América. La única diferencia entre los padres de Alberto y los de Kit era que los primeros estaban en los comienzos de un proceso, y los segundos ya lo habían superado.

Desechó el recuerdo inesperado en aquel momento, de la ocasión en que Norman la había conducido a la casa donde había nacido; una vieja casa de Nueva York. Su madre era una anciana bondadosa y vestida sencillamente de negro. Había tomado entre las suyas una mano de Kit y había dicho: «Querida, espero que volveréis a menudo a visitarme». Y Kit había respondido: «¡Me sentiré tan feliz!… Me gusta esta casa».

Pero no había vuelto más. En cambio, estaba aquí…

—¡Alberto, quiero sentirme orgullosa de ti volviendo a casa! —dijo apresuradamente. Se acercó a él y, arrodillándose, le ciñó la cintura con sus brazos. Sintió su cuerpo delgado y robusto.

—Te conviene estarlo —respondió él riendo—. ¡Yo soy un marido hecho y derecho, querida!

Ella no contestó, ni se movió. No deshizo su abrazo, y se quedó con la cabeza apoyada contra su cuerpo. Las lágrimas comenzaron a arder bajo sus pestañas. Y él, tomando aquella angustia por pasión, le acarició el pecho. Ella se puso de pie.

—Kit…

—No, esto, no; siempre y eternamente esto.

—Pero Kit.

—Te digo que no.

—¡Cómo quieras! —exclamó Alberto.

Salió a grandes pasos de la estancia, dando un portazo que hizo temblar las paredes. «Irreal como una escena de teatro», pensó Kit.

Se acercó a la ventana, y le vio cruzar la calle, dirigirse al granero, sacar el coche de su padre y subir por la carretera que conducía al pueblo, levantando tras de sí una nube de polvo que lo envolvió como un temporal.

«Quiere su claque —pensó con sarcasmo—. Quiere elogios, quiere ser mirado y adulado como un bicho raro».

Llena de estos pensamientos empezó a preparar el equipaje, presa de un sentimiento de desolación que la espantó.

Cuando Norman la había abandonado, el dolor había podido combatirlo, pues sabía dónde estaba y cómo era. A su alrededor, dentro de sí misma, delante de ella, no había… nada…

Después de un largo intervalo, oyó a Alberto. Estaba en la escalera. Regresaba. Abrió la puerta y permaneció en el umbral, inseguro como un chiquillo.

—Aquí estoy —dijo.

… Se había sentido tan furioso que hasta le había cruzado vagamente por la imaginación la disparatada idea de volver con Liliana. Se había dirigido hacia la pastelería y había encontrado a Jacobo en el umbral. Jacobo le detuvo.

—¿Qué te pasa Alberto?

—Kit me vuelve loco. Parece siempre obsesionada con esas frases suyas que no entiendo… Hay para volverse loco.

—Márchate inmediatamente a casa y vuelve a su lado —le indicó Jacobo—, si no quieres arruinar del todo tu vida.

—No vuelvo.

—Por amor a nuestra tierra, te hemos ayudado una vez repitiendo a los cronistas que no había nada de cierto en tu historia. La gente aquí ya no querría defenderte más… América entera se negaría a saber de otro embrollo. Tú ya no eres ahora, sencillamente, el señor Alberto Holm: eres mucho más.

Y diciendo esto, Jacobo le iba empujando hacia el automóvil, y Alberto obedeció porque quizá el amigo tenía razón. Pero no, volvía porque deseaba volver…

Él le miró con tristeza y le tendió los brazos. Él se acercó a ella, abandonó su cabeza sobre su hombro, y sintió que lo abrazaban. El cuerpo de Kit estaba temblando sacudido de sollozos.

—¿Qué te ocurre, Kit? —preguntó. Trató de levantarle la cara y de mirarla a los ojos, pero ella le apretaba contra su pecho.

—No tengo… no tengo nada —susurró.