Entre la cadena del Himalaya yérguese una cumbre excelsa para los alpinistas, pero por espacio de largo tiempo ha permanecido inexplorada. Erguida como otras cimas más célebres, presentábase con su silueta hostil para aquella raza de hombres que se siente poseída por el extraño impulso de abandonar las más bajas regiones terrestres, habitadas por los demás hombres, para ascender a las cimas sobre las cuales la gente no puede vivir porque están demasiado cercanas al cielo. La cumbre del Therat, menos alta que la del Everest, resultaba demasiado elevada para servir de meta a una simple excursión. Los alpinistas contemplaban su cresta solitaria, semejante a una verdadera fortificación de peñascos, y decían: «Lo mismo es llevar a cabo la ascensión del Therat, que la del Everest».
El Therat era, por tanto, considerado, incluso comparado con otras cumbres, como ligeramente inferior al Everest, y esto fue motivo suficiente para que permaneciera inviolado hasta cierta tarde de julio de un año que se ha hecho memorable, en que un joven arriesgado llamado Alberto Holm, superó el helado abismo junto a la cresta y alcanzó solo, la cima.
Que semejante empresa tuviera alguna relación con la gloria, esto no fue idea que cruzara por un momento el cerebro de Alberto Holm, fuera porque su imaginación jamás le llevaba más allá del momento presente, fuera porque, después de la conquista de la cumbre, comenzó a alarmarse por lo que podía haber dicho sir Alfredo Fessaday, el jefe de la expedición meteorológica.
Su preocupación se acrecentó al final de aquel día cuya mañana, allá en lo alto, había prometido una verdadera jornada de Himalaya, uno de esos días que parecen no tener que tocar nunca a su fin, tan repentina es la salida del sol, y tan tardo su ocaso. Había sido precisamente esa promesa la que había impulsado a Alberto Holm a abandonar a los demás y a continuar solo la ascensión, siguiendo un largo itinerario que había parecido inaccesible a las expediciones precedentes.
Alberto Holm no tenía ninguna razón particular para representar el papel de conquistador de la cima, no siendo más que el mecánico que sir Alfredo se había llevado consigo para que cuidara de los dos tractores, construidos a propósito en América para la expedición. Precisamente por ello, Alberto tenía la obligación de quedarse junto a las máquinas al pie de la montaña. No obstante, se había dado cuenta desde un principio que en el momento más oportuno desertaría, y cuando la expedición empezó a ponerse en marcha sin las máquinas, compareció ante sir Alfredo, con su grasienta bocina en la mano, y con un mohín en su bellísimo rostro juvenil, que el patrón, en la oculta flexibilidad de su corazón, acogió con cierta reserva.
—¡Oh, Alberto Holm! —le dijo con frialdad. Siempre que sentía flaquear algo en su fuero interno, comenzaba por ponerse en guardia.
—¿Me permite, sir Alfredo? —preguntó Alberto.
—Le escucho.
—¿Me autoriza para salir con usted?
Sir Alfredo se quedó petrificado. ¡Un mecánico, un jovenzuelo inexperto en la montaña, que, con su pretensión, le amenazaba comprometer el éxito de la arriesgada empresa, cuyos miembros, a excepción hecha del meteorólogo Lane, eran todos veteranos del Himalaya!
—¡Ni lo sueñe siquiera! —repuso, apartando la mirada del joven para mirar fuera de la tienda de campaña, hacia el paisaje extraordinariamente lúgubre de aquella región del Tibet.
—En América he tomado parte en importantes excursiones alpinas —insistió Alberto con ardor—. En el Estado de Nueva York, no existe altura grande o pequeña que yo no haya escalado. Hubo un verano que huí de casa para dedicarme a las Montañas Rocosas. He escalado el Pike, y el Rainier.
—La nuestra es una expedición científica, y no una simple excursión alpina —replicó sir Alfredo—. Además, usted ha venido aquí para estar al cuidado de las máquinas.
—Conozco perfectamente los motivos por los cuales me ha traído aquí, pero, hablando sinceramente, éstos no corresponden exactamente a mis aspiraciones —manifestó Holm, no sin un ligero tono de obstinación en la voz.
Sir Alfredo miró de nuevo al joven. No recordó haberle oído abrir boca durante todo el curso del viaje. Cedió a un ligero impulso de curiosidad.
—¿Y cuáles serían sus aspiraciones? —preguntó.
—Poder salir —fue la simple respuesta.
Sir Alfredo permaneció un rato en silencio. Él era algo más que un científico, y lo sabía. Un simple científico no se habría encontrado en aquel momento bajo una tienda levantada en las afueras de un asqueroso pueblo tibetano, sino en un cómodo laboratorio de su patria. Era, ante todo, un enamorado de la montaña; y como desconfiaba del amor bajo todos sus aspectos, justificaba así su propia debilidad por las altitudes dándoles una práctica justificación científica. He aquí por qué había llevado consigo al meteorólogo Lane, teniendo la intención de que el tal Lane no era propiamente lo que podía llamarse un verdadero alpinista.
—Le gusta la montaña, ¿eh? —inquirió, tirando del lóbulo de su oreja derecha, como siempre hacía cuando estaba perplejo.
—Cambio una escalada por la comida —repuso Alberto; luego, con un nuevo mohín, añadió—: ¡Y eso que comer es mi ocupación favorita!
Había en aquel muchacho un extraordinario encanto que no escapó al jefe de la expedición. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Hasta aquel momento no había reparado más que en la ausencia de fatiga del joven Alberto. Pero ahora el encanto ejercía su poder, se apoderaba de todos los poros de aquella joven, casi apolínea figura; era como un complejo de juventud, de salud y de sencillez en su estado primordial que no necesita todavía de educación alguna en su inconsciente independencia. «Parece como si el muchacho se encontrara en todas partes como en su misma casa», pensó sir Alfredo; y le invadió una ola de simpatía hacia él. Tosió y se sonó vigorosamente las narices, lo cual hizo huir a dos pequeños y sucios tibetanos que habían estado hasta aquel momento fisgoneando a través de la abertura de la tienda.
—¿No solicitará usted un trato especial? —preguntó con severidad.
—No, señor —replicó con presteza Alberto. ¡El viejo estaba cediendo!
Sir Alfredo cedió, en efecto. «Menos mal —pensó— que no tenía hijos: los habría viciado mimándolos».
—Está bien —dijo volviendo a sus mapas—. Pero preste atención a esto: no quiero oír hablar de usted. Para mí no estará usted en la montaña.
—No, señor —dijo Alberto con alegría; y desapareció.
Sir Alfredo se había preocupado tan poco por Alberto que, una semana más tarde, cuando Lane tuvo una pulmonía a trescientos metros de la cumbre del Therat, obligando con ello a la expedición a retroceder, no reparó en la ausencia del mecánico hasta llegada la noche, cuando comenzaron a plantar las tiendas. Era un campero que reunía muy malas condiciones, pero Lane estaba demasiado grave para poder trasladarse más abajo. Los porteadores tibetanos habían levantado las tiendas tras grandes esfuerzos, lloriqueando por el frío, gimiendo ante el peligro de que aparecieran los Mirka, hombres fantásticos de la nieve, que moran, según una antigua superstición, en aquellas latitudes.
—¿Dónde está Holm? —gritó sir Alfredo.
No hubo manera de encontrarlo: había desaparecido. Ninguno le había visto durante todo el día. El jefe de la expedición, preso de angustia y sintiendo la responsabilidad del momento, perdió los estribos y exclamó:
—Estad seguros de que jamás se encuentra a un americano en su puesto cuando se le necesita…
Tampoco esta frase tuvo la virtud de hacer que apareciera Holm; así es que sir Alfredo no pudo hacer otra cosa que salir a amenazar a los porteadores, estimulándolos al trabajo, no sin cierta secreta piedad por el terror que los invadía. El Therat, de noche, era más terrorífico que nunca, y la luna, que emergía enorme y solemne detrás de las nevadas crestas, aumentaba esta impresión con su resplandor pálido y helado, Sir Alfredo penetró en la tienda donde se encontraba el enfermo, y, al contemplarlo, sintió que su inquietud sobre la suerte de Alberto se iba agudizando hasta llegar a la exasperación.
Poco después de medianoche, al advertir la presencia de alguien ante la lona que cubría la entrada a su tienda, salió. Afuera, bajo la luminosidad irreal de la luna, vio a Alberto Holm. Al verle, se sintió tan aliviado que estuvo a punto de echarse a llorar (Lane había empeorado) pero de repente aquel sentimiento se trocó en una violenta cólera.
—¿Dónde ha estado usted? —gritó.
—En la cima —fue la respuesta.
—¡Estúpido!
—Se lo aseguro.
Sir Alfredo lo miró. Evidentemente, el muchacho estaba extenuado, su rostro, incluso a la luz de la luna, aparecía quemado por los reflejos solares de la nieve. Pero sir Alfredo sabía leer en los ojos de los hombres. Aquella mirada era sincera. Su corazón se estremeció ligeramente.
—Puede considerarse despedido por insubordinación a partir del momento en que vuelva con las máquinas —dijo—. Compóngaselas como quiera, pero no hará conmigo el viaje de regreso.
—Está bien, si usted lo manda así —respondió Alberto, devolviendo con sus palabras la calma a los ojos del jefe. ¿Qué podía importarle ahora?—. Ahora que he hecho lo que deseaba, señor —prosiguió—, no me quedará más remedio que volver a casa por mi cuenta y riesgo.
Fue así como Alberto Holm emprendió el viaje de regreso, vía China.
En el espacio de unas pocas semanas todos supieron en América la empresa llevada a cabo por Alberto Holm. Produjo lo que se denomina un furor colectivo de entusiasmo. La empresa, en aquel año de desanimación, fue una de las que superan su significado, para asumir otro, enteramente simbólico. La gente, en el transcurso de aquel año, sentíase decepcionada y asustada de encontrarse bajo aquel estado de ánimo. Algo, se decía, se había perdido; la vida, en aquel mundo terriblemente confuso, había perdido algo joven, bueno, una esperanza. No se lograba discernir ya dónde estaba el error y dónde la razón con la consoladora claridad de un tiempo que había sido.
En aquella atmósfera miasmática de depresión general, produjo una gran conmoción el relato de la hazaña llevada a cabo por Alberto Holm. Millares de personas levantaron la cabeza. ¿Un héroe? La respuesta no era segura. Alguno se preguntaba si se podía ser héroe por haber efectuado una escalada. Pero ¿por qué no?, respondían otros. Habían sido descubiertos ambos Polos, se había volado sobre los océanos, cruzándolos, pero el hombre no ha pensado aún en la forma de explorar las estrellas. Los gigantescos picos del Himalaya eran todo lo que quedaba aún inviolado en la tierra. Alberto Holm había conquistado uno de los más célebres, que sólo el Everest y el Pangbat superaban en altura. Por lo tanto Alberto era un héroe; un héroe que había desafiado los hielos y las cimas, impávido ante la amenaza de las avalanchas, solo y victorioso, allí donde una expedición que tenía todos los medios a su alcance había fracasado. Aún cuando el fracaso de la expedición se atribuyera a la pulmonía de uno de sus componentes, la importancia del acto de Alberto no sufría ningún cambio. El acto era la prueba decisiva; la definitiva. Y Alberto era americano. El viejo espíritu no había, pues, muerto aún, por mucho tiempo que hubiese transcurrido desde que una nación necesitada de héroes había podido aclamar a uno. Del seno de la nación habían surgido muchos héroes, zapadores, guerreros, exploradores, aviadores. Y he aquí el último: una nueva especie de héroe, el héroe de las cumbres. Un día plantó la bandera americana sobre la cima conquistada. Los americanos le imaginaban cumpliendo este acto.
Pero ¿quién era él? Millones de personas se afanaban por saberlo, y Alberto Holm, sorprendido de improviso por los periodistas en Singapur, en Hong Kong, en Shanghai y en Pekín, respondió confuso que él no era nadie, prueba decisiva; la definitiva. Y Alberto era americano. Él, al contrario, se dirigía suspicaz a los periodistas, preguntándoles cómo diablos habían descubierto quién era él.
—¡Eh! ¿A qué juego estamos jugando? —insistía.
Ellos se echaban a reír como locos, no dando crédito a tanto candor. Y cuando estuvieron realmente convencidos de que no fingía, le explicaron que sir Alfredo Fessaday había relatado el suceso en Calcuta. Un periodista americano tomó la noticia al vuelo y telegrafió urgentemente a Nueva York; y la Prensa, siempre dispuesta a sentir las emociones del público, había reclamado un sinfín de pormenores sobre el pasado de Holm. En resumen, querían ver y hacer ver al público de qué clase de paño estaba él hecho.
El paño era bueno. De las declaraciones de Alberto resultó que su padre era un agricultor de Misty Falls, establecido en la región septentrional del Estado de Nueva York. Él, no obstante, no había sentido jamás la menor inclinación por la vida de la factoría. Terminados sus estudios en la escuela, encontró un empleo temporal. Pero tampoco trabajó con demasiado entusiasmo. Su pasión era el alpinismo. Entre los proyectos que había acariciado antes de su expedición al Asia, figuraba el de escalar la pared del Niágara, bajo el enorme arco que el agua forma al caer; y quizá en invierno, cuando el agua estuviese helada. Misty Falls emergía junto a profundos desfiladeros, por encima de las rocas que Alberto Holm había escalado un sinfín de veces.
Decenas, centenares de veces, repitió a los periodistas la misma sencilla historia, sin jamás añadir ni alterar nada. En realidad —decía— no había hecho nada extraordinario, nada que mereciese ser considerado de una forma especial. Todo podía reducirse a un hecho muy sencillo: habiendo hecho un viaje tan largo para alcanzar la conquista de una montaña, no quería regresar sin haberla efectuado.
Pero América idealizó igualmente a Alberto Holm. Los ánimos estaban preparados. Y cuando Fessaday afirmó que era extremadamente peligroso aventurarse así, solo, hasta la cima del Therat, los americanos, al leer la Prensa, tuvieron palabras sarcásticas. ¡Naturalmente! ¡También la Revolución americana había sido peligrosa! Además, Holm, había conquistado él solo la cumbre, y había regresado sano y salvo de la empresa. Una locura, de acuerdo; pero también este rasgo era americano.
Y Alberto Holm insistía dócilmente por su parte en que había sido por cierto una locura; pero que, además, había hecho siempre lo que le había parecido, sin detenerse a pensar si era cosa de locos o de sabios.
Millones de personas acogieron esta declaración suya elevándola hasta el firmamento. En cierto modo, Holm hizo renacer la fe nacional, y la gente empezó a creer respecto a él todo cuanto se le antojaba. Siempre había alguien que tenía algo nuevo que decir acerca de Holm. La anécdota volaba de boca en boca, y a nadie se le ocurría preguntar si era auténtico o no, porque nadie, en lo íntimo de su corazón, deseaba conocer la verdad. La verdad es siempre triste, y no tiene nada de novelesco; la verdad se presenta siempre con la cruda realidad de que el mundo no es bueno, y que los Estados Unidos no son un país perfecto. Era mejor alejar aquella verdad. Más bien deseaba saber cuál era el credo que profesaba Alberto Holm. ¿Y sus opiniones? ¿Qué opiniones tenía?
En grandes titulares leíase en los periódicos: ALBERTO HOLM PREDICE LA GUERRA DEL JAPÓN CONTRA AMÉRICA. HOLM AFIRMA QUE EL MUNDO ESTA SEDIENTO DE RELIGIÓN. Cualquier cosa que dijera o hiciese, la gente la revestía, inmediatamente de un halo de luces mágicas.
La menor insignificancia que se refiriese a Alberto Holm, se hacía del dominio público. No era casado. La primera pregunta que los periodistas le habían dirigido era precisamente para saber si tenía esposa. La respuesta fue negativa. Luego siguió la coletilla de que, claro, nunca le había sobrado mucho tiempo para dedicar a las muchachas, y esta coletilla reavivó más aún —si esto era posible— la llama del entusiasmo popular. En una época en que la gente comenzaba a sentir náuseas de sus propias impurezas y temor de su propia maldad, era pues, magnífico recordar tiempos en que les habían hablado de la existencia de cosas ahora pasadas de moda, como el pecado y el infierno.
Todos, al unísono, pedían la repatriación de Alberto Holm; todos deseaban verle, pese a que los periódicos reprodujeran en abundancia su imagen. Era alto, rubio y de bella presencia: el prototipo de un favorito. Sus ojos azules tenían una mirada de gravedad, hasta que una sonrisa infantil no se asomaba a ellos, transformándolos. Sus cabellos rubios estaban siempre enmarañados. En Shanghai le habían hecho una fotografía con la indumentaria de alpinista, sobre un fondo artificial, y desde aquella nieve artificial del Himalaya, él miraba a la muchedumbre que lo contemplaba por la mañana, sentada alrededor de millares de mesitas dispuestas para el desayuno. En las alcobas de muchas mujeres solitarias, viejas y jóvenes, él miraba a sus admiradoras desde unos marcos baratos, que encuadraban su imagen recortada de los periódicos. «¡Es un muchacho magnífico!», murmuraban cada una en lo íntimo de su corazón, soñando.
Holm pisaría el suelo de la patria en septiembre. No tenía prisa, afirmaba. Todos le recomendaban que aprovechase su estancia en China para visitar Pekín. Y la gente, en la patria, leyendo sus dilaciones, se resignaba con una sonrisa. No era, pues, que se dejara cautivar por la admiración popular, según podía verse… Podían adorarlo tranquilamente, y todos se enorgullecían viendo que se comportaba como el modesto y honrado mecánico que había sido. El fervor colectivo se desahogaba fundando Círculos que llevaban su nombre, organizando suscripciones para el héroe, y poder saludarlo con ello a su regreso; hasta que un día el presidente del Círculo Alpino Americano, alarmado por la posibilidad de que no todo cuanto se entregaba llegase a manos del héroe, fundó una oficina encargada de recoger los fondos, y anunció que Alberto Holm, al volver a su patria, se encontraría dueño de una fortuna.
Naturalmente, a nadie le importaba ya nada de lo que sir Alfredo Fessaday tenía o no que decir. No le quedó pues, más remedio a éste que declarar oficialmente disuelta la expedición. «Más adelante —dijo—, con sus renombrados científicos emprendería de nuevo la ascensión a la montaña, puesto que la finalidad de la expedición era puramente científica». Y alguna vez, en ciertos círculos íntimos, sir Alfredo se atrevió a decir que «no existían pruebas positivas con las que hubiese podido comprobar personalmente con respecto a que el joven Holm había llegado en efecto a la cumbre, con lo cual él, sir Alfredo, pudiera dejar de tener duda alguna sobre ello». No era éste el motivo suficiente para considerar que el muchacho era un bribón. Además, prescindiendo del frío y de la altura, la parte más dura había quedado cubierta por la expedición, que se reintegró luego al lugar donde Lane había enfermado. Desde aquel punto la salida era gradual, por lo menos hasta los últimos diez metros. Las condiciones meteorológicas habían sido desde luego fatales, y durante las ascensiones alpinas él jamás había querido, cuando veía que ofrecía un peligro evidente, cargar con la responsabilidad de que sus hombres continuaran avanzando. Prefería detenerse y obrar con cautela, más lentamente si era preciso, pero con el mayor número posible de seguridades, dado que su expedición, repetía, tenía un carácter científico, y no era la empresa de unos acróbatas de la altura; sin contar que cuando un hombre de la importancia de Lane estaba enfermo de pulmonía, el deber del jefe era protegerlo. No existía la menor duda de que si aquella preciosa vida se había salvado era gracias a su decisión.
Públicamente, sin embargo, sir Alfredo no dijo nada de todo esto. Se limitó a sonreír, y, al ser solicitado, se prestó a hacer constar su entusiasmo por Alberto. Era un buen mecánico y había que reconocer que no había hecho nada para dar relieve a la importancia de su empresa… En Calcuta había huido como una liebre del asedio de los periodistas. Claro está que el muchacho no tenía la menor idea sobre lo que le esperaba en América, y cuando se le interrogaba acerca de lo que haría el día de su regreso a la patria, respondía que él mismo lo ignoraba.
En Pekín el día era muy bochornoso. Sobre la ciudad pesaba una ligera humedad, impropia del mes de agosto, que hacia el mediodía fue descendiendo lentamente hasta envolver las azoteas y las calles; se adentró hasta el barrio extranjero, donde estaban los hoteles, y llevó su indefinido hedor hasta la amplia y cómoda habitación donde los Tallant estaban sentados silenciosamente como su hija Kit, vestidos los tres con las ropas más ligeras que podían soportar. El silencio era en realidad un síntoma de extenuación después de la mañana empleada en visitar monumentos; pero también obedecía a un viejo convenio familiar que exigía que cuando uno estaba absorto en sus pensamientos, nadie debía distraerlo.
Pero Tallant padre era nervioso. Se levantó, empezó a dar vueltas por la habitación, fumando un cigarro, y echando de vez en cuando alguna ojeada a su mujer que tenía entre sus manos el periódico que él hubiera deseado leer. Se impacientaba esperando que ella diera fin a la lectura de los ecos de sociedad, para entregarse, a su vez, a la que para él tenía mucho más interés: la de las finanzas. Tenía que tomar una decisión sobre cierto cablegrama dirigido a los directores de su banco neoyorquino, acerca de un empréstito chino; y precisamente durante estos días, bajo la amenaza de la invasión nipona, la moneda bajaba de una forma alarmante.
Se desabrochó el cuello.
—Desde hace un tiempo, hasta en Pekín, si no me equívoco, el clima es peor que antes —gruñó.
Su mujer no le prestó atención, pero Kit le miró con una de esas leves sonrisas suyas que parecían surgir de una profundidad tal que, cuando llegaban a los ojos oscuros y a los labios mórbidos y carnosos, iluminaban todo su rostro sin descomponerlo. Estaba sentada ante la minúscula mesita china que le servía de escritorio, dispuesta a escribir. Vestida con aquel pijama de seda amarillo pálido, daba la impresión de estar fresquísima, lo cual, en realidad, no era nuevo, ya que constantemente y no sólo en el aspecto físico, su persona reflejaba cierto aire de frialdad. Pero su padre sabía —ya que la conocía muy bien, a pesar de que no se jactaba de ser un gran conocedor del sexo femenino— que se trataba tan solo de una apariencia. Él tenía la idea fija de que los hombres y las mujeres no están considerados como seres racionales; y por mucho que detestara a las mujeres en general, quería a su esposa e hija, sin sentir por ello una imperiosa necesidad de comprenderlas. Tenía demasiados quebraderos de cabeza para perder el tiempo haciendo ejercicios de psicología.
—¿Terminas la lectura del periódico, Dot? —preguntó a su mujer, con una voz que la costumbre había hecho melosa.
La señora Tallant no pareció haberle oído. De repente miró a su hija por encima del periódico.
—¡Alberto Holm se encuentra en Pekín! —exclamó.
Kit no respondió. En aquel momento prestaba atención a alguna cosa que sus padres no oían. En el rumor confuso que provenía de la calle, su oído había advertido el imperceptible son de una melodía, el sonido de un violín chino de dos cuerdas. Se puso a escribir, trazó rápidamente unas cuantas líneas, y añadió abajo unas notas. La invisible musiquilla dobló en aquel momento una esquina y penetró en un portal, llevándose tras de sí la melodía. Ella aguzó el oído, pensando: «¡Ya nunca más conoceré el fin de esta melodía!».
—¿Kit, has oído lo que te he dicho? Alberto Holm está aquí —repitió su madre.
—Sí, lo he oído, mamá —fue la respuesta. Dejó la pluma y encendió un cigarrillo. Indiferente y casi ausente como se sentía era inútil fingir no haber oído el nombre de Alberto Holm. Y no sin cierto delicioso interés observó ahora, aun cuando fuese demasiado moderna para creer en las cosas extraordinarias, que una ligera curiosidad se había despertado en ella. Desde hacía tiempo, por lo menos de unos meses a esta parte, no había sentido el menor interés por ningún nombre masculino. Todavía seguía enamorada de Norman, y no tenía la esperanza de poder librarse de su recuerdo; consolábase solamente con el pensamiento de que todas las cosas un día u otro tocan a su fin.
—¿Sabías que Holm venía a Pekín? —le preguntó su madre.
—No, mamá.
La señora emitió un bostezo, golpeándose suavemente la boca con la palma de la mano. Era imposible confundir su nacionalidad: era una mujer lozana y atractiva, sin ser ninguna belleza, con un cuerpo de líneas enérgicas incluso cuando estaba inmóvil, y con cierta expresión de protección y bondad en el rostro: americana, americana legítima, por nacimiento y por educación.
—Después de toda la propaganda que han hecho sobre él estoy impaciente por conocerle —dijo, riéndose de sus propias palabras. De nuevo bostezó y, con una sonrisa de tolerancia conyugal, ofreció el periódico a su esposo—. Siempre serás el viejo hombre de negocios —dijo alegremente. Cogió el cigarrillo de una mesita situada junto a ella, y una vieja revista, y comentó—: ¡Hoy hace un calor insoportable!
—Se ahoga una —asintió Kit; y se puso a escribir de nuevo.
En silencio intentó terminar lo que estaba escribiendo. «Una poesía tonta», le habría puesto por título, fiel a su costumbre de no querer volver a tomarse nada en serio. Pero no le fue posible continuar. La melodía había, por decirlo así, arrancado de su mente los versos, como si el músico —probablemente un ciego— hubiese soplado su inspiración. ¡Qué calor hacía! Empezó a sentirse nerviosa y se puso a dibujar cabezas de muñecas sobre el papel. Sentía su espíritu tan vacío, que, para distraer su pensamiento, empezó a preguntarse quién era en realidad aquel Alberto Holm; y fue creando en su imaginación la visión de escaladas alpinas, evocando la extraordinaria aventura. Todos, desde hacía un mes, fecha en que habían abandonado América, habían oído hablar de Holm; y ni aún ella —que parecía haber quedado insensible a causa de su primer desengaño amoroso— había podido dejar de oír por lo menos aquel nombre, de leer los titulares de los periódicos y de estar informada —aunque fuera de una forma superficial— de las proezas que circulaban de boca en boca.
Así, a pesar de que interiormente se distrajera tarareando una canción, prestó oído a lo que su madre estaba diciendo. ¡Hay tan poca cosa que hacer, cuando el corazón se niega a interesarse por algo! Hasta Pekín podía transformarse en un lugar triste, y en simples ruinas los grandiosos palacios de un sueño que jamás ha sido realidad. Su madre cogió de nuevo el periódico que su esposo había dejado para escribir unas cifras, y, con timbre agradable, comenzó a leer en voz alta los últimos detalles que se publicaban sobre Alberto Holm. «El señor Holm —decía el periódico— ha dejado de formar parte de la expedición Fessaday. El jefe de la misma ha sido reclamado a Inglaterra, pero el señor Holm regresa a su patria, vía China. El cónsul americano dará hoy una recepción en el Consulado en honor del huésped…».
La señora Tallant se interrumpió:
—¡Oh, Kit, entonces nosotros también le veremos!
Había en su voz una especie de triunfo, pero sin ninguna agitación. Ella, al igual que su esposo, descendía de una antigua familia americana y había tenido ocasión de encontrarse con bastantes personajes para dejarse ahora impresionar por la idea de enfrentarse con Alberto Holm, quien después de todo, procedía de un ambiente que ella llamaba con benignidad «muy humilde». Su marido, el señor Tallant, había sido el representante de su Banco neoyorquino en casi todas las capitales del mundo, y todos consideraban que era un privilegio frecuentar al matrimonio. En una ocasión, ¿no había estado invitada la señora Tallant nada menos que en una recepción oficial del Gobierno?
—Quede bien entendido que no es que me importe gran cosa conocer al personaje —dijo—. Pero, Roberto, es curioso el destino de este muchacho. ¡Un mecánico convertido en héroe nacional! Será romántico y tonto, pero me gustan las circunstancias.
Sus ojos azules reflejaron una mórbida expresión de complacencia.
A Kit, sin embargo, siempre entregada al pasatiempo de trazar figuras y círculos, se le ocurrió pensar que la atlética figura de Alberto Holm debía de contener algo más que un mecánico y un aldeano. ¡Debía de ser así para que se hubiese aventurado él sólo entre los picos nevados en la oscura hora antelucana de la imaginación! ¡Qué desesperadamente solitarias eran las cumbres de las montañas! A ella, la soledad le causaba terror: no la soledad física, sino sentirse sola en compañía. ¡Nada podía ser más solitario que una inviolada cresta alpina! ¡Pensar que se respira por primera vez un aire jamás respirado, que se ve lo que ningún ojo humano ha visto, que se pisa una nieve inmaculada que recubre unas rocas tan antiguas como el mismo mundo!
«En cuanto se me presente una oportunidad —pensó—, le preguntaré cuáles fueron sus impresiones en aquel momento».
Su madre pareció salir de una profunda reflexión.
—Después de todo, la circunstancia requiere cierta etiqueta. Y por una vez siquiera, Roberto, creo que deberías sentarte a mi izquierda, pues hoy el puesto de honor corresponde al señor Holm.
Tallant no respondió inmediatamente. Le había cogido de nuevo el periódico, y lo estaba leyendo, frotándose lentamente con el índice su gruesa nariz, mientras se dedicaba a su lectura. Por la tarde examinaría junto con el cónsul el asunto de los empréstitos chinos. Ésta era la principal razón por la cual había ido a China; no obstante, jamás lo había dicho ni a su esposa ni a su hija, para quienes este viaje no tenía otra finalidad que ser un viaje de recreo. No le gustaba hablar de negocios con las mujeres de casa, los negocios no eran para las mujeres. En el fondo se jactaba de no hablar de semejantes cosas con su esposa y su hija. Las mujeres de su familia se divertían, se compraban cosas e iban a Europa cuando lo deseaban. No tenía ningún hijo varón, y su otra hija Gail había contraído matrimonio con su socio, que, en realidad, era una buena persona.
En cuanto a Kit, pese a sus incomprensibles caprichos, era una muchacha particularmente dotada. Le había hecho frecuentar las mejores escuelas, y había obtenido premios y alabanzas, cosa que había de enorgullecerla, aun cuando una mujer que hubiese recibido tales premios y alabanzas, no tuviese, en el fondo, ninguna necesidad de hacer uso de ellos. Como era bastante bonita, seguramente acabaría casándose, a pesar de que no tuviera a su alrededor toda aquella corte de muchachos que rodeó a su hermana Gail. Su esposa le había hablado de cierto pretendiente, un tal Linlay, un dramaturgo; pero la cosa no había pasado de allí.
Miró a su hija. Ésta se había entregado de nuevo a la tarea de escribir en su cuaderno. Estaba graciosa con sus ojos oscuros y sus movimientos tranquilos. Tallant estaba orgulloso de la belleza de sus mujeres, especialmente de la de su esposa. Cuando miraba a las mujeres que ciertos hombres están condenados a arrastrar consigo le invadía cierto sentimiento de lástima.
—Me es indiferente ocupar el puesto que sea… —respondió.
Si el Gobierno Chino se sentía en estado de ofrecer cualquier forma de garantía, concedería el empréstito…
Pero el cónsul americano no colocó a Alberto Holm a derecha de la señora Tallant, ni tampoco a su izquierda, sino al centro de la mesa. Las mujeres blancas hermosas eran raras en Pekín, y he aquí por qué, al lado de Alberto Holm, sentaron a Kit Tallant, por el momento la más bonita y la más joven de la colonia. Ésta había llegado tarde de regreso de una tienda de antigüedades, donde días antes había visto algunos sellos de marfil que habían llamado su atención, uno de los cuales representaba la minúscula cima de un monte, con la figurilla de un hombre que sobresalía en él. Aquella mañana había vuelto a la tienda e, indecisa, había examinado de nuevo el objeto. Concluyó con recomendarle al anticuario que se lo reservase, pues ya se había demorado un poco, y le prometió volver a pasar por la tarde para decidir. Cuando entró en el salón del Consulado, los invitados se dirigían en aquel momento al comedor. Tuvo el tiempo preciso para dar la mano a la señora del cónsul, y oír que le decía al oído:
—La he colocado junto al joven, querida mía.
Cuando llegó a su sitio, Alberto Holm ya estaba allí en silencio, muy erguido, lo cual destacaba su elevada estatura. Kit tuvo suficiente con una mirada para advertir que era un jovenzuelo. El vago interés que sentía por él se desvaneció. Todos tomaron asiento. Por un momento ella se dijo que no hablaría. Era mejor esperar. Todos, además, estaban pendientes de Holm. Una señora llamada Carleton sumergió el volante de encaje de su blusa en el plato.
—¡Imposible expresarle nuestra admiración, señor Holm! —exclamó, tratando de abrir conversación.
Todos los rostros estaban vueltos hacia el huésped.
«Situación embarazosa para él», pensó Kit.
Pero la respuesta se dejó oír con una voz franca y cordial:
—¡Y yo me siento feliz encontrándome de nuevo en mi patria! —Rió un poco, y luego añadió—: Quiero decir encontrándome entre compatriotas, señora Carleton.
Una pequeña ola de calor circuló entre los comensales. Aquellas palabras habían sido pronunciadas con franqueza, y sin una sombra de presunción. Los comensales le miraban con ojos cariñosos, y empezaron a comer.
Kit cogió la cuchara. ¿Qué cosas eran las que un héroe debía decir a una muchacha? ¡Mejor que salieran de él! Ahora debía haber comenzado a habituarse a las mujeres entusiastas y demasiado locuaces.
Con cierto puntillo pensó que ella casi habría preferido al jefe de la expedición inglesa. Le gustaban los hombres un poco maduros. En aquella fase de su vida, los jóvenes le resultaban odiosos. Y obedeciendo al impulso de su odio, se volvió al viejo cónsul francés que se encontraba a su derecha, y empezó a hablar con él en un francés más bien convencional. No era una gran lingüista, a pesar de que amase la poesía hasta el punto de componer versos. Pero lo que escribía, ¿podía llamarse poesía? Si no lo era en la actualidad, podría serlo un día… Vivía en un estado confuso de cinismo y romanticismo. No volvería a poner en juego su corazón para nada: de eso estaba bien segura. Pero volviendo a lo de los idiomas, no podía decir que con toda su literatura fuese lingüista. Ni siquiera sabía correctamente el inglés. Cuando sus sentimientos se manifestaban de una forma precisa, veíase obligada primero a dejarlos callados, antes de poder expresarlos. Entonces brotaba de su boca una corriente impetuosa de palabras, o algún verso que a primera vista le parecía aceptable, pero que luego rechazaba.
—¿Ha visto el Templo del Cielo? —le preguntó cortésmente el cónsul francés, mirando con cierta reserva la gelatina fría que acababan de servirle como sopa: ¿un nuevo plato americano?
—Sí, monsieur —repuso ella; luego con cierto tono de impaciencia en la voz, continuó—. No me ha causado la menor impresión. Sé que cuanto le digo es reprensible, ya que contrasta con la opinión general, pero ¿qué puedo decirle? Me ha parecido realmente frío. Tal vez, pensándolo bien, quizá sea un signo del verdadero modo de adorar a un Dios justo que distribuye para todos, en partes iguales, la lluvia y los rayos del sol.
—¡Ah! —El cónsul la miró algo sorprendido.
Probó la sopa fría, y de pronto, desalentado, dejó la cuchara. Luego, con presurosa deferencia, se inclinó hacia su otra vecina de mesa.
«Lo he aterrado hablándole de Dios», pensó Kit, divertida.
Bajo todos los efectos prácticos, estaba sola.
Pese al calor, Alberto Holm seguía comiendo con buen apetito. A Kit le parecía haberse acorazado en su propio silencio. ¿Era timidez? ¿Era orgullo? Si ella hubiera realizado su proeza, ¿cómo se habría comportado? En verdad más bien tímidamente, por mucho que odiase la timidez que a veces la embargaba cuando menos lo deseaba. Pero no le importaba en absoluto que su vecino hablara o permaneciera callado.
De vez en cuando, sin embargo, Alberto Holm la miraba a través de las largas pestañas de sus párpados que mantenía siempre bajos.
Tenía un hambre canina y, en un principio, no había prestado mucha atención en ella. No era su tipo. Luego la dama sentada a su izquierda había comenzado a elogiarlo con las frases hiperbólicas de las admiradoras comunes. Al volver la vista hacia su izquierda, para tratar de evadirse de aquel inciensario de elogios, observó las pestañas de Kit. Jamás había visto otras iguales. Releyó su cartoncito: Kit Tallant. Holm no solía fijarse en los apellidos de la gente, pero recordaba haber leído el nombre de los Tallant en los periódicos: eran personas de elevada posición. Hasta había visto la fotografía de una chica Tallant, pero no era aquélla. Ésta era lo que se llama un tipo especial, y él, desde hacía tiempo no había sostenido ninguna conversación con muchachas, ya que no podía considerarse como tales a las cantantes chinas con quienes él había alternado la noche anterior en la fiesta ofrecida por cierta personalidad china.
¡Caramba, qué tipo más imperturbable! Una de las normas de Alberto Holm era la de dejar que las mujeres hablasen primero. Siempre era una señal… Pero ésta no abría la boca. No tendría más remedio que iniciar él la conversación.
—¿Le gusta la montaña? —preguntó de improviso.
Kit sorprendida, miró los ojos azules que la contemplaban.
«Después de todo me parece algo engreído», pensó abriendo desmesuradamente los oscuros ojos con un aire de inocencia perversa.
—No, ¿y a usted?
—A mí, mucho —repuso él sin parpadear siquiera.
Apartó su mirada de ella, dejándola perpleja. ¿Estaba enojado? ¿O no se había dado cuenta de su ironía? Un criado chino trajo el pescado y lo depositó delante de Holm, quien empezó a servirse. Ella estuvo a punto de burlarse de sí misma al recordar su absurda intención de preguntarle que había sentido en el momento en que pisara aquella cima inviolada. ¿Qué diantre podía nunca sentir aquel muchacho? Acabó por encontrarlo antipático, y casi se sintió satisfecha de ello. En aquellos días las antipatías se despertaban fácilmente en su corazón, y le resultaba en cierto modo agradable. Confirmaban la melancolía de su estado de ánimo.
—Cierto es que hay que entender un poco con respecto a las montañas, como en todas las cosas —continuó bruscamente Alberto Holm—. La inmensa mayoría de personas no entienden nada. —La miró—. Me parece que usted no sería una mala alpinista, aunque sea tan joven. ¿Ha hecho usted alguna ascensión?
Ella movió la cabeza. Él estaba muy serio, no bromeaba con ella y no se había percatado de su ironía, Kit sonrió y prestó oído, incrédula ante tanta ingenuidad.
—Por ejemplo, casi todos comen antes de salir. Esto es una equivocación. Es mejor iniciar una ascensión, por lo menos, un par de horas después de la comida, o todo lo más después de haber comido alguna cosa, pero poquísimo…
—Dígame —interrumpió ella, arriesgando la pregunta que retenía en su interior—, ¿cómo era la cima de la montaña, cuando puso usted el pie en ella?
De nuevo él la miró, y por primera vez pudo ella ver con claridad el color de sus pupilas. Eran de la más luminosa, de la más límpida y fina porcelana azul que jamás le había sido dado ver. Mientras él la miraba, ella comprendió cómo debió haber contemplado, desde arriba, aquel pedazo de mundo que sólo sus ojos azules habían visto. Pero ¿qué cosa habían visto en realidad? Imposible explicar qué clase de hombre era aquel que tenía a su lado; pero ciertamente, estos ojos eran completamente distintos de aquellos otros negros que habían quedado tan dolorosamente guardados en su recuerdo. Este detalle le proporcionaba alivio.
La señora que estaba sentada al lado izquierdo de Alberto Holm dijo algo con voz límpida y segura. Él se volvió hacia ella:
—Dígame, señora.
—¿Se dio cuenta claramente —preguntó con vivacidad la dama— de lo que estaba haciendo al asaltar la cumbre del Therat?
—No, señora —fue la respuesta.
De nuevo se volvió hacia Kit.
—En primer lugar, como puede usted figurarse, hacía un frío infernal. No recuerdo haber tenido ningún pensamiento personal. Pero uno estaba fijo en mi mente: el frío que amenazaba mis pies. —Hizo una pausa; luego, bajando un poco la voz, prosiguió—: Digo la verdad; no tenía ningún plan premeditado. Pero aquella mañana, cuando llegó la orden de interrumpir la marcha y los porteadores comenzaban a hacer los preparativos para emprender el regreso, yo alcé la vista y vi la cumbre de la montaña tan apacible como una colina de la patria, y me dije: «¡Sube! ¡Has recorrido tanto camino para llegar hasta aquí que no veo por qué no tendrías que continuar la ascensión!». Yendo solo podía andar más rápidamente, escogiendo incluso algún camino más breve. En un día podía efectuar la ascensión. Y por la noche, como había previsto, estuve de regreso al campamento.
—Peligroso —observó ella—. ¿Y si hubiera resbalado?
No le importaba gran cosa, pero en el fondo, sentía la curiosidad de saber cómo la gente se comportaba en caso de extremo peligro. Si, por ejemplo, él se hubiese encontrado en peligro de muerte, ¿habría hecho algo para reaccionar?
Holm dejó escapar una de sus risitas cortas y secas.
—¡Si, pero no resbalé! —le dijo. Masticó un poco, y luego añadió—: No sé por qué, tengo la idea de que siempre me acompaña la suerte.
Se volvió para servirse de un nuevo plato que le ofrecían, y Kit pudo observar mejor su perfil apolíneo. A la derecha de Kit, el cónsul francés, tranquilizado ante la aparición de un ánade asado con arroz, le preguntó:
—¿Y la Ciudad Prohibida, señorita Tallant, la ha visitado ya?
Ella se volvió para contestarle, pero en aquel momento recordó que Alberto Holm no le había contado aún sus verdaderas impresiones cuando se había visto en la cima de la montaña. Debía acordarse de preguntarle antes de llegar a los postres… Pero el cónsul francés no la dejó, y cuando volvió de nuevo la vista hacia Holm, le vio muy entretenido con su otra vecina de mesa. Sólo podía verle la base del cuello tostado por el sol, donde el pelo rubio crecía liso, cada vez más ralo, rubio y casi blanco, como el vello de un chiquillo. Luego, de repente, un instante después, le pareció (¿o lo imaginó acaso?) que el hombro de Alberto Holm rozaba el suyo más que involuntariamente. Este roce, casual o no, la escandalizó. Sí… otra vez sintió el hombro de él tocando el suyo. No, no estaba segura de que esto hubiese sido intencionado, si bien no hubiera sido de extrañar en absoluto. Pensó con sarcasmo que acaso aquel hombre fuese un tipo acostumbrado a comenzar con este sistema. Pero la mesa estaba atestada de gente, y los criados chinos se deslizaban entre los comensales para servirlos. Los hombros de Alberto eran tan anchos… Quizá ella cometía un error al hacer estas suposiciones; quizá su imaginación, en aquel estado de aguda sensibilidad, no recapacitaba bien. El cónsul americano estaba ahora preguntando alguna cosa a Alberto… No, le tomaba un poco el pelo. Kit volvió la cabeza para escucharle.
—Supongo que le veremos en la pantalla, señor Holm, ¿no es cierto? ¿Con una montaña de cartón sirviendo de fondo?
—Le juro que no, señor cónsul —fue la rápida respuesta—. No me dejaré atraer por el cine, se lo aseguro. Cuando voy al cine, voy para ver caras ajenas y no la mía.
Todos rieron aquella salida; pero Kit advirtió que además de la risa, había en todos verdadera simpatía hacia él. «Simpático, era verdaderamente simpático», pensó casi a pesar suyo.
—Lo único a lo cual aspiro, por ahora —prosiguió Holm—, es refugiarme en casa por espacio de cierto tiempo, disfrutando un poco de los guisos de mi madre.
—Es lógico, pero las montañas le atraerán de nuevo —observó una de las invitadas, haciendo tintinear los largos pendientes chinos, con los cuales había adornado sus orejas.
—Es evidente; tomaré parte en otras excursiones alpinas —repuso Holm—, pero no por el momento.
Todos rieron de nuevo. La esposa del cónsul se levantó:
—El café será servido en la veranda —dijo.
Todos se levantaron con ella.
Sobre la amplia veranda, Kit se refugió un poco aparte de los demás, saboreando su café. Comenzaban a caer del cielo gris algunas gotas, y del jardín del Consulado, lujuriante de vegetación, trascendía un cálido aroma, demasiado impregnado del olor de las raíces para ser fragante. La lluvia acrecentaba la pesadez de aquel día de agosto, y los altos muros que circundaban el jardín anulaban la esperanza de que la menor brisa acudiera a refrescar el ambiente. Los invitados, agobiados por aquel calor húmedo, y por el estado de laxitud que se apodera de uno después de un banquete, permanecieron silenciosos. La mayoría estaban demasiado gruesos y tenían aspecto fláccido y esa palidez de los que viven en países exóticos, exclusivamente preocupados del propio bienestar.
Alberto Holm destacaba por su color sano dado por el Himalaya, y por su delgado cuerpo, fuerte y ágil. «Está bien», pensó Kit, nerviosa. Pero al instante rectificó: «Está bien con ese color tostado, para las personas que gustan de su tipo». A pesar de su frialdad con respecto a los muchachos (en eso era completamente distinta de su hermana), tenía una vista bastante clara para poder apreciar la belleza de aquellos hombros anchos y aquellas caderas enérgicas; del tono encendido de su cabello, del color de sus ojos, y de su piel tostada por el sol de las altitudes. ¿O acaso aquel minucioso estudio era el exclusivo efecto de haber sufrido por un hombre totalmente distinto?
Cuando esta idea cruzó por su cerebro, la dejó anonadada. Había partido de América para huir de Norman Linlay… o mejor dicho, había partido porque él la había dejado. Si hubiese confesado a su padre que había estado comprometida en secreto con un hombre que deliberadamente había roto luego las relaciones, él habría obrado a la antigua, de una forma ridícula para decirle que pidiera perdón. Mas ¿qué perdón puede haber en su generación cuando el hombre amado declara sencillamente que no le es posible corresponder a este amor? No quedaba más que sonreír, comprender y decir adiós, deseando buena suerte y diciendo todas estas cosas que se dicen entre los seres que se convierten en extraños, después de haberlo representado todo el uno para el otro. Así hubiese tenido también el valor de destruir el retrato del exnovio. Un día, claro está, lo destruiría. Permanecer fiel, en toda la extensión de la palabra, era absurdo. No sentía el menor deseo de consumirse reviviendo un amor perdido, y deseaba sinceramente cicatrizar su herida, librándose así de él. Pero, a pesar de ello, no había tenido aún el ánimo suficiente para destruir la fotografía de Norman. La conservaba en el baúl, debajo de la ropa. El problema que se le presentaba cada mañana era conseguir pasar el día sin mirarla; pues esto —lo sabía muy bien— representaba para ella sentir la misma melancolía que invade después de despertar de un sueño. Se desesperaba por las lágrimas que vertía, pero no conseguía detenerlas.
Sobre todo le resultaba imposible confiarse a su madre. Abrirle el corazón equivaldría a soportar una vergüenza opresiva… Su madre hubiese insistido para saber, y habría quizá hecho comentarios. ¿Quién puede saber lo que quieren los hombres?
Si su exnovio se hubiese enamorado de otra, hubiera sido más fácil soportar el abandono y consolarse con la confidencia. Pero Norman había negado que se hubiese enamorado de otra, y ella lo creía. No, era mucho más sencillo: ella había sido incapaz de mantener viva en él la llama del amor. Norman era un hombre dotado e inteligente; su comedia había tenido un gran éxito el pasado año en Nueva York. Los personajes eran agricultores, y la acción áspera, casi violenta, género que aparentaba admirar, pero que por instinto odiaba.
Tampoco hubiera sido posible confiarse a su hermana Gail, ¡tan bien casada y tan orgullosa de sus dos hijos! Gail habría ironizado sobre lo acaecido y declarado con tono firme: «No hubieses debido permitir que las cosas llegaran a este punto. Siempre puede una darse cuenta de cuándo el hombre empieza a entibiarse; no faltan medios para defenderse. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Los hombres, Dios los bendiga, no fingen en absoluto: si tú hubieses querido, Kit, habrías podido ser algo más astuta».
Y hubiera sido completamente imposible explicarle que, por mucho que hubiese deseado a Norman con toda el alma, ella, Kit, no se hubiese rebajado a hacer uso de armas más o menos sutiles, sencillamente porque si él no la quería, ella tampoco le quería a él. ¿Romanticismo estúpido? Quizá, pero era así. Nada podía hacerse; era tan imposible como alisar sus cabellos llenos de rizos. Gail habría contestado que eran tonterías, que precisamente era necesario hacer creer a los hombres que son ellos los que quieren. ¡Qué viese cómo había obrado ella con su marido! Había sido un solterón empedernido, pero ella, una vez superadas las crisis de unos amoríos juveniles, se había dicho que lo amaba, que era el hombre que le convenía por su edad y la solidez de su posición, y… ¿no era acaso perfectamente feliz? «Nadie dice lo contrario, Gail —murmuraba en su imaginación Kit—. Pero mira, yo no sería feliz con tu marido, como no lo sería con ninguno que me hubiese costado conquistar y asegurarlo».
Cierto; ella le pedía demasiado al matrimonio. El error estribaba siempre en su infantil ilusión de esperar grandes cosas de la vida, con su manera de concebirla semejante a una novela. Un paseo en compañía, un viaje, una amistad… esperaba demasiado de todas estas cosas. ¡Y tan absurda como su concepción del matrimonio era el encuentro de dos almas gemelas! Ciertamente, cuanto más dos criaturas están enamoradas una de otra, tanto más pequeña es la recíproca comprensión y menos estrecha su intimidad. La sola presencia del objeto amado hacia acelerar los latidos del corazón. Había llegado a cierta curiosa teoría suya, en la cual sostenía que, cuando se verificaba, entonces las cosas marchaban mal. Norman la había turbado siempre de este modo. La vida de los dos —se decía en aquel momento— habría sido desgraciadísima.
Un poco cansada se apoyó contra la balaustrada de madera de la veranda. No, la culpa era suya. No había sido culpa de Norman; la culpa había sido de ella, que fue incapaz de conservar para sí aquel amor. Tenía el secreto temor de no ser bastante interesante o atractiva; hablaba poco, sabía que le faltaba ese modo franco y directo que Gail tenía para decir las cosas que deseaba expresar.
—¡Cuidado, querida! —Era la esposa del cónsul quien le hablaba—. Yo, en su lugar, no me fiaría demasiado de esta balaustrada.
Kit se apartó.
—Pues me parece sólida —murmuró.
—No lo niego. Pero ¡si supiese cómo las hormigas blancas roen el interior de la madera!, especialmente en la estación de las lluvias. ¡Un objeto puede parecemos perfecto y nos traiciona, no obstante, cuando más confiamos en él!
Kit sonrió vagamente, dando las gracias, y cambió de postura. En aquel instante vio a su madre hablando con Alberto Holm. Inmediatamente después de la comida su madre se había acercado a él con ese porte señorial que la caracterizaba, sonriente y decidida. Su padre, en cambio, había desaparecido, así como el cónsul; los demás charlaban con cierta languidez; el cónsul francés, por ejemplo, con su inglés minuciosamente estudiado, interrogaba a la esposa del colega americano. Kit se acercó a su madre con desconfianza, sin saber a punto fijo lo que iba a decir o hacer. Se sintió a la vez confortada y fastidiada, al notar, rodeándole la cintura, el brazo que su madre había tendido hacia ella. Su madre, al hablar con Holm, hacía ostentación de toda la gama de su talento.
—Precisamente, querida, estaba diciendo al señor Holm que debe ir a visitarnos en nuestra casa de Glen Barry. Hay allí algunas bellísimas colinas, señor Holm, y creo que será para usted un placer contemplarlas. No son, desde luego, el Himalaya…, pero resultan divertidas ¿no es cierto, Kit?
—Lo serán más las del Himalaya —contestó ésta, esbozando una sonrisa.
—¡Me encanta la perspectiva de hacerles una visita! —respondió Holm con una ancha sonrisa que dejó entrever dos hileras de dientes blanquísimos y fuertes. La mano que sostenía la tacita de porcelana china era grande y bonita. Una mano hermosa, salvo los dedos algo gruesos.
La señora Tallant observó que Kit estaba de nuevo pálida. ¿Qué diablos le ocurría a la muchacha? ¡Tan complicada…, mucho más de lo que jamás había sido su otra hija! Le sonrió con beatitud y dijo con una alegría fingida:
—Y ahora querida, ¿cuáles son tus proyectos para esta tarde? Supongo que con esta lluvia no tendrás pensado ir a hacer algunas correrías por la montaña. Mi hija es una gran amazona, señor Holm. Y tu padre, Kit, no sé… Me dijo que deberíamos esperarle. Pero tengo una idea: quisiera volver a aquella tienda de sedas a preguntar si tienen todavía seda verde. ¿Quieres acompañarme? Creo que me faltan algunos metros para la librería; además esta seda entonaría muy bien con el mueble chino que he adquirido… a pesar de tu padre. —Rió, mirando a Alberto Holm con la habitual coquetería de las mujeres maduras que se conservan todavía lozanas—. Mi esposo afirma que si compramos seda china, él se negará a sentarse. ¡Pero se acostumbrará… tendrá que acostumbrarse!
Kit sintió fija sobre ella la mirada de Alberto. Adivinó lo que debía estar pensando: «Quizás él podría…».
—No, gracias, mamá —contestó rápidamente—. He de volver a casa del anticuario por aquellos objetos de marfil. He decidido ya acerca del sello, lo quiero.
Bien, ya estaba él a punto de formular su demanda. Kit pensó con ironía que era realmente cándido. Pero lo dejó hacer.
—¿Me permite que la acompañe? —preguntó inmediatamente Alberto. Echó sus cabellos atrás, sacudiendo violentamente la cabeza como si fuera un chiquillo—. No he tenido todavía ocasión de visitar Pekín, y todos mis conocimientos se limitan al gran banquete de anoche en un hotel chino.
—Desde luego —repuso en tono afable la señora Tallant—. Desde luego, puede acompañarla. No me agrada, además, que vayas sola por la calle Kit, sin conocer una palabra de chino. No quiero decir que existe peligro alguno, naturalmente; pero no se sabe nunca… Si el señor Holm te acompaña, me sentiré del todo tranquila.
—¡Bien! —exclamó el joven—. ¡Puede estar tranquila; cuidaré bien de ella!
La señora Tallant oprimió un instante el brazo de su hija y la soltó luego.
—Este sello también le interesará a usted —prosiguió, volviéndose hacia el joven—. Es realmente un objeto curioso que tiene la forma de una montaña, así me ha dicho mi hija. Dice que es difícil llegar a comprender cómo el artista ha logrado dar la impresión de enorme altitud en un objeto tan chiquito. Los chinos son verdaderamente maravillosos.
—Y el hombre —murmuró Kit vagamente, poniéndose un guante—, ha sido tallado como una verdadera miniatura.
Con un inmediato sentimiento de desprecio por sí misma, advirtió un vago placer saliendo al lado de Alberto Holm.
Descubrió en seguida que su acompañante se empeñaba en interponerse entre ella y los chinos que pasaban a su lado, rozándola. Pero ella no sentía el menor temor hacia la gente que encontraba por el camino y, al cabo de tres semanas, había acabado por acostumbrarse a los grupos que se formaban en torno suyo, cuando se detenía a contemplar alguna cosa. De vez en cuando, un muchacho tendía la mano para tocar el tejido de su vestido, o para comprobar si su bolso era de seda o de piel. Ninguno, sin embargo, le había hecho jamás el menor daño. Cuando iniciaba la marcha, todos retrocedían un poco, curiosos de ver la dirección que tomaba, y luego volvían a seguirla. Cada vez que había penetrado en la tienda de antigüedades, los curiosos la habían seguido, pisándole los talones y la esperaban, pacientes, mientras ella se hacía mostrar los objetos. Aquella mañana, en tanto examinaba la minúscula montaña de marfil que sostenía en la palma de la mano, los espectadores cambiaron entre sí murmullos de admiración.
—¿Qué están diciendo? —habían preguntado al viejo anticuario.
—Dicen que a la señorita le gusta esta miniatura —fue la respuesta.
Ella se volvió, dirigiéndoles una sonrisa, recibiendo al instante una veintena a cambio de la suya. Le gustaba aquella gente bondadosa y ociosa.
Pero ahora, en la tienda, Alberto Holm se interpuso entre ella y todo aquel círculo.
—¡Eh, atrás! —gritaba—. ¿Oís lo que os digo? ¡Atrás!
—No me harán ningún daño —intervino ella—. Estoy acostumbrada.
—No quiero que se pongan a su alrededor —protestó Alberto con tono enérgico.
—Me resultan simpáticos.
—¡Usted bromea!
Kit no respondió. No era necesario.
Con la obstinación de una marea, aquella masa de gente que cada vez iba en aumento, se apretujó más contra ellos. Ella lo tomó a broma. Pero se quedó estupefacta al ver a Holm verdaderamente encolerizado, y en su rostro una expresión amenazadora. Éste empezó a dar codazos.
—¡No, párense, basta! —decía.
Dejó la figurilla de marfil que tenía en la mano. El anticuario se había levantado de su asiento, lleno de inquietud. La actitud de aquella gente cambió repentinamente. Corrían gruñendo, mirando a Holm de forma amenazadora. Un muchacho de quince o dieciséis años le dio un empujón.
—Será mejor que entren aquí —murmuró el anticuario.
—Venga —exclamó Kit.
Cogió a Alberto del brazo y, viendo su resistencia, lo arrastró hacia la pequeña trastienda. El viejo cerró la puerta tras ellos. A través de ella, con palabras tranquilas, le oyeron hablar a la muchedumbre, tratando de darles explicaciones y de persuadirlos.
—Ha sido usted un poco incauto —dijo Kit con un ligero tono de aspereza en la voz.
Los ojos azules de Alberto reflejaban la obstinación de un chiquillo.
—No quiero tratos con esta gente —dijo.
—Pero si no nos harían nada —replicó ella con impaciencia—. Son gente inofensiva.
—No me gusta la manera que tienen de agruparse a su alrededor —insistió él—. No toleraría este comportamiento para con ninguna muchacha americana; y mucho menos tratándose de usted.
Sus ojos intensamente azules, se llenaron de luz.
—Será mejor que se lo confiese —añadió con sencillez—. Me resulta usted muy… muy simpática.
—Pero…, pero… ¡Tonterías! —murmuró ella.
«Quizá sean tonterías —pensaba todavía pocas horas antes Alberto Holm, cuando ignoraba que pudiera existir una muchacha como Kit—. Tonterías. Cuidado con las chicas». En aquel momento recordó que su entusiasmo por Liliana había nacido de esta manera, sin que apenas se diera cuenta. Se había enamorado de Liliana de repente. Se habían refugiado en un desván para huir de la lluvia, y él había sentido aquello mismo que sentía ahora por Kit, en aquel cuartito chino que trascendía olor a moho. No había conocido a Liliana mejor de lo que conocía a Kit. ¡Cuidado que esto no le condujera al mismo final que entonces, pues se había casado con Liliana! Luego no habían ido de acuerdo y hubo de solicitar el divorcio, lo cual le originó un gasto considerable. Él había prometido a los viejos que en lo sucesivo no volvería a inflamarse como la yesca.
Retrocedió para contemplar mejor aquel hermoso rostro.
¡Dios mío, cómo se deseaba una cosa bella! Aunque fuera una soberana locura, ¡cómo se deseaba…!
—Estoy dispuesto a reconocerlo —dijo—. Pero yo soy así. Me figuro que todas mis acciones acaban por parecer la obra de un loco. Siempre me he dejado llevar por mi ímpetu. Apenas presiento que debo hacer una cosa he de hacerla inmediatamente.
«Es ridículo», pensó ella; pero aun en aquel arrebato imprevisto había cierta dulzura que obraba como un bálsamo sobre su orgullo herido. Desde el día que, en aquel cafetín, de Nueva York, Norman le había dicho que había cometido una equivocación amándola, ya nada había tenido significado para ella, hasta el momento, bajo la mirada sonriente de los azules ojos de Alberto Holm…
—Cuando me enamoro lo hago de veras —dijo.
—Pero usted no me conoce —repuso ella en voz baja.
—Estoy loco —admitió rápidamente—. Todos me han dicho que estoy loco.
—Y, efectivamente, está usted loco —repitió Kit, mordiéndose los labios.
—¿Y bien? —preguntó él—. ¿Qué sentimiento experimenta usted hacia mí?
—Yo no estoy loca como usted —dijo ella, riendo ligeramente—. No, no —exclamó, defendiéndose de los brazos de él que intentaban abrazarla.
En aquel momento se abrió la puerta y entró el viejo anticuario que se quedó mirándolos estupefacto.
—Señorita, será mejor que salga ahora —dijo con tono grave.
—¡Está bien! —asintió Kit rápidamente—. Lo ha escandalizado usted y ahora creerá que todos los americanos son malos en realidad —dijo, dirigiéndose a Alberto.
—No me importa en absoluto lo que piense ese viejo pagano —repuso Holm. Con cierta resistencia la siguió a la tienda. La gente había desaparecido, y la puerta que daba a la calle estaba cerrada. El anticuario se sentó con aire de dignidad detrás del mostrador y cogió la montañita de marfil.
—Pues bien, señorita —comenzó a decir con su extraño inglés—, su precio es de quince dólares.
—¡Oh, pero yo no pienso pagar mucho por un hombre sobre una montaña! —contestó alegremente Kit.
Desde hacía unas semanas no se había sentido tan alegre… no, desde hacía meses. Se sentía poseída por el humor, la inspiración y la gracia… ¡Qué bello era sentirse de aquel modo, aunque fuera por un solo y fugaz momento!
Alberto Holm sacó su cartera y extrajo de ella un manojo de billetes que dejó caer sobre el mostrador.
—Tome —dijo, volviéndose hacia el viejo—. Yo compro el hombre sobre la montaña.
Y, diciendo esto, cogió la miniatura de marfil y se la guardó en el bolsillo, bajo la mirada estúpida del viejo.
—Ahora me pertenece —le dijo a Kit—. Si la quiere se la doy, pero a título de obsequio. ¿La quiere?
—No sé —repuso ella perpleja. El corazón latíale con violencia en el pecho. Era absurdo lo que le ocurría, pero desde hacía muchísimo tiempo no se había sentido tan contenta. El viejo mercader contaba el dinero. Devolvió cuatro billetes diciendo que era demasiado y que quince dólares bastaban.
—¡Guárdese el cambio! —le ordenó Alberto Holm—. ¡No tiene usted idea del valor que tiene para mí esta figurilla!
Leyó en los ojos del viejo chino una expresión de miedo. Sin duda pensó que todos los blancos eran unos mentecatos.
—Pero… —empezó a decir el chino.
—¡Cállese! —intervino Kit—. Sólo consigue aturdirlo.
Le cogió del brazo, arrastrándole fuera del establecimiento.
—¡Ahora, párese! —insistió ella—. O tendremos a toda la ciudad pisándonos los talones. Creerán que estamos litigando.
—¿Y no es acaso un litigio lo que estamos sosteniendo? —declaró él—. ¡Estamos dando comienzo al duelo más estupendo del universo! Vamos, dígame, ¿lo quiere o no lo quiere? —Al decir esto sacó bruscamente la figurilla de marfil de su bolsillo—. ¡Hable! —dijo, examinándola. Luego murmuró—: ¡Qué objeto más curioso! —Contempló largamente el hombre, poco mayor que la cabeza de un alfiler, sobre la cima de la montaña; luego dio vueltas a la miniatura entre sus dedos—: ¡Extraño! —murmuró—. Sobre la cumbre de la montaña que escalé del Himalaya había un espolón como éste, a pico en un largo de sesenta metros. Me creí perdido, pero descubrí una profunda hendidura, y la pendiente me permitió cortar una serie de escalones en el hielo. Así conseguí alcanzar la cima, exactamente de la misma manera que este tipo. ¡Y tengo la impresión de que tenía yo también este mismo aspecto de mosca como él!
Ella aprovechó la ocasión para preguntar:
—Y cuando se encontró usted en la cumbre, ¿cómo era?
Él la miró con cierta extrañeza.
—No sabría explicárselo —dijo. Luego, después de una pausa, añadió—: Durante todo el día había soplado un viento terrible. Pero cuando llegué a la cúspide, la atmósfera era calma. Recuerdo que me maravillé de aquella inmensa quietud, después de la violenta furia que me acompañó durante toda la ascensión.
—¿Y qué impresión sintió?
Él no encontró en seguida palabras precisas para responder:
—Me sentí —dijo por fin— como un rey.
Ella le escuchaba mirándole a los ojos. En torno a los dos jóvenes la gente empezaba a agruparse de nuevo silenciosamente, contemplando con avidez aquellos dos incomprensibles forasteros.
Kit alargó la mano hacia la miniatura:
—Démela —dijo—. La quiero.
—¿Estás segura de que no se trata, en el fondo, de un efecto del clima? —inquirió ansiosa la señora Tallant.
—No sé de qué se trata —repuso riendo Kit. Había reído mucho con Alberto durante aquellos últimos tiempos; era magnífico sentirse de nuevo alegre. Alberto era un muchacho que la hacía reír mucho. Todavía la irritaban sus risas de vez en cuando, como había ocurrido ayer, por ejemplo, cuando le había cogido la mano izquierda y le había medido el anular con una brizna de hierba.
—Pronto necesitaré encargar un anillo de esta medida —había manifestado.
Se habían sentado sobre un declive de hierba, entre dos campos situados fuera de la ciudad. Junto a ellos sus caballos enanos pateaban la hierba rasa.
—Otros me tomaron antes la medida —dijo Kit, maliciosamente.
Sea porque él no hubiera advertido su tono malicioso, o porque no quiso advertirlo, se limitó a observar:
—Nadie más importa.
Un viejo campesino, vestido con una americana azul llena de remiendos, se acercó a protestar de que los caballos estropeaban su prado. Le dieron una moneda y, montando de nuevo, se alejaron.
—Por lo menos he conseguido quitarle al viejo avaro una brizna de hierba —dijo Alberto—. Está destinada a significar mucho para mí —añadió, casi con cierta preocupación.
Kit se había limitado a sonreír. Luego, al ver su seriedad, había fustigado a su caballo, alejándose al galope. Sentía, no obstante, tras de ella, el rumor de los cascos del caballo de Alberto, que no la dejaban un solo minuto.
Todo ello había ocurrido la víspera. Ahora la madre de Kit prosiguió:
—No es propio de ti. Tú siempre has sido tan sensata… De tu hermana Gail, por ejemplo, no me habría causado sorpresa un comportamiento semejante, con lo impulsiva y atolondrada que es. ¡Pero de ti! ¡Tú no has sido nunca caprichosa como tu hermana!
—No sé si ahora me he vuelto como ella —fue la respuesta—. Quizá es que tan sólo tengo deseos de diversión.
—Si se trata de esto —replicó su madre con tono severo— he de advertirte que todo Pekín habla de ti. Ya sé que cualquier muchacha sobre quien Alberto Holm hubiese puesto los ojos, daría que hablar. Esta mañana he dicho a tu padre que quizá sería conveniente que volviésemos a América. Después de todo, hemos de velar por ti. No me gustaría que se dijera que no has sido, más que un capricho para Alberto.
Kit sintió una pequeña opresión en el corazón. ¡Qué suerte no haber referido a nadie su aventura con Norman!
—Aunque tú rechazaras a Alberto Holm, nadie lo creería —continuó su madre, pulimentando con sumo cuidado las uñas de su mano izquierda.
Hablaban en la habitación de su madre. Diez minutos más tarde, Alberto Holm acudiría en busca de Kit para dar el acostumbrado paseo a caballo por las colinas Occidentales, lo que hacían casi cada mañana desde que se habían conocido, y ya hacía de ello algunas semanas. América reclamaba con insistencia el regreso del héroe a la patria, pero el héroe había aplazado tres veces su salida en el barco. Y aquel día había llegado carta de Gail para los Tallant, en la cual ésta les informaba concisamente de cómo los periódicos hablaban profusamente de cierta historia. ¿Era verdad que Kit y Alberto Holm salían juntos a pasear?
—Me parece que es hora de que tomes una decisión —dijo en tono grave su madre. Dejó la pequeña gamuza que utilizaba para las uñas y, con una turbación imprevista, levantó los ojos hacia Kit—. Después de todo, Kit, no conozco gran cosa acerca de este Alberto Holm. ¿Quién es? Sus padres son gente modesta y sencilla, y él no tiene una gran instrucción. Tendrá dinero, ahora, esto sí, y contratos y ofertas tentadoras. Sin embargo, no sé…
—¿Qué es lo que tú no sabes?
—No es tu tipo —respondió, evasiva, su madre. Cogió la gamuza y volvió a examinar sus uñas—. La primavera anterior creí que te interesabas por aquel joven comediógrafo, ya sabes a quién me refiero, a Norman Linlay.
—No —dijo Kit airadamente—. Él no me hizo caso.
—Bien —contestó en tono pacífico su madre—. Esto era lo que yo me había preguntado. Ahora él…
—No contraeré jamás matrimonio con un hombre como Norman —dijo Kit con amargura—. Para él tenían más interés sus comedias que cualquier mujer. Sólo hablaba de comedias. Era muy aburrido.
—Lo que quería decir —precisó su madre— era que se interesaba por las mismas cosas que tú.
—Esto no es su verdadera forma de pensar. Nosotros éramos para él unos odiosos capitalistas.
—Me refiero a que tenía tus mismos gustos, pues le interesaba la comedia, la poesía y demás cosas por el estilo.
—¡Oh! Norman sentía desprecio por mis poesías —exclamó desesperada por la amargura que experimentaba al oír hablar a su madre de Norman—. Sólo se interesa por los problemas sociales —continuó— y hubieras tenido que oír cómo hablaba de papá. Lo llamaba «una amenaza».
—Si es solo por esto —dijo con pacífica indolencia su madre—, tu padre ya está acostumbrado. Los jóvenes hablan a menudo así, antes de adquirir una pequeña experiencia de la vida. Por mi parte, confieso que sentía cierta simpatía por Norman. Ya se le aclararán las ideas cuando empiece a ganar dinero en Broadway.
—Es hora de que me marche —dijo bruscamente Kit.
—Está bien —suspiró la señora Tallant—. Cuida de lo que haces. Ésta es la ciudad más chismosa que he conocido. Y no hubieras podido tropezar con un hombre más, ¿cómo diría yo?, público, que Alberto Holm. Te confieso que estoy perpleja. Pienso que debería sentirme halagada, ¡qué diablos! ¡Un héroe nacional!…
Con una mezcla de orgullo y de temor en la mirada, levantó los ojos hacia su hija.
Kit se inclinó para besar su mejilla cubierta de colorete.
—No me consideres ya casada —dijo—. No he tomado todavía ninguna decisión.
Pero mientras se dirigía hacia la entrada del hotel, admitió en lo íntimo de su corazón que, en el curso de algunas semanas, las cosas entre ella y Alberto habían llegado a un punto en que requerían una decisión por su parte; y esto no solo porque las habladurías que circulaban en torno a las mesitas del club, o en los tés de las Legaciones, empezaban a extenderse por el mundo, sino porque también entre los dos ya había llegado la hora de decidirse. Veía claramente que todo el sentir de Alberto estaba concentrado en la firme voluntad simple y casi hosca de poseerla. Ni siquiera se molestaba en cubrir las apariencias, ni trataba de disimular. En cualquier parte donde se encontraran —y esto ocurría en todas partes; la colonia de los americanos era allí muy reducida— él no veía más que a ella, no deseaba más que estar a su lado… Y Kit sentía que las demás mujeres sospechaban de ella; «¿Estaba prometida? ¿No lo estaba?». La pregunta se leía en los ojos de todas. Por tanto, tenía que prometerse oficialmente, o dejarlo. Las cosas habían llegado a esta situación. Alberto pertenecía al público, y ella no podía retenerlo apartado. Si se prometía a él, sería sin duda elevada, a su vez, al rango de heroína de novela. Era Kit Tallant, la hija de la antigua familia de los Tallant, americana cien por cien… Quizás un poco de aquel halo que aureolaba a Alberto Holm se desvanecería al anunciar la noticia de sus esponsales, pero, en compensación, daría a luz una nueva novela, la de un amor joven y de una feliz vida hogareña; ideales muy estimables por el pueblo americano. Se erigiría a Kit sobre un pedestal, al lado de Alberto; su figura no cobraría el mismo relieve, pero le faltaría poco.
Odiaba, no obstante, la idea de ser convertida en ídolo, y ahora sabía muy bien que tampoco a Alberto le agradaba esto de ser considerado un poco como de dominio público. Él no había hecho más que repetirle que lo único que deseaba era casarse con ella y formar una familia. Una vez al año tomaría parto en alguna expedición alpina, nada más. Ella le acompañaría y él le enseñaría a escalar. Se divertirían como locos.
Kit le había escuchado con cierto recelo. ¿Acaso su presencia le haría parecer menos solitaria la montaña?
Él la aguardaba allá abajo, recostado sobre la butaca más apartada del vestíbulo del hotel, de espaldas a la puerta principal. Al verla, se levantó y permaneció de pie esperándola, ignorando que toda la gente que le rodeaba tenía la mirada fija sobre él.
—Hola —dijo Kit, con una desenvoltura algo forzada, pues se daba plenamente cuenta de las miradas que les observaban.
—Hace una hora que la estoy esperando.
—¡Pues no son más que las once!
Él no respondió. Se dirigieron juntos hacia la puerta. Cuando estuvieron fuera, donde los caballitos chinos, ensillados ya, aguardaban bajo la sombra de un árbol, soltó una imprecación mientras ceñía la sobrecincha.
—¿Qué ocurre? —inquirió Kit.
Él se limitó a contestar:
—Salgamos ya de aquí.
Trotaron en silencio sobre la ancha avenida, en dirección al oeste, hacia los suburbios, a lo largo de los callejones flanqueados de casitas de barro y de humildes tienduchas.
Bajo el intenso azul del cielo el perfil de Alberto tenía una escultural, casi indostánica gravedad. Se veía que estaba irritado, pero se encontraba en uno de estos estados en que no se debe expresar el motivo de la cólera. Kit se abstenía deliberadamente de hablarle, pero, por su aire incomodado, comprendía que había llegado la hora de tomar una decisión. Ni él ni ella podían soportar ya aquel estado de cosas.
Paseaba indiferente, montada sobre su caballo, bajo el cálido sol de los primeros días de septiembre. La desgracia era que, después de la dolorosa experiencia en la que había visto derrumbarse todos sus sueños, ni siquiera sabía lo que deseaba. El golpe que Norman le había asestado, ¿había sido verdaderamente mortal? Lo ignoraba. Sin embargo, no había quedado en su corazón el menor rescoldo de amor hacia su exnovio. Podía evocar la imagen de aquella robusta figura morena, y podía decirse a sí misma, dando crédito a sus palabras: «Ya no me interesa en absoluto. Si estuviera aquí no me produciría emoción ninguna». Norman ya no existía. Después de él, el vacío había ocupado su lugar; y en aquel espacio vacío había encontrado a Alberto Holm. Miró al joven silencioso que estaba a su lado. Le gustaba; de esto estaba segura. Alguna vez sentía que lo amaba, con aquella locura con la que había amado a Norman… ¡No, basta! Con un cinismo que subsistía aún en ella y como la cicatriz de una desesperación ya desaparecida, se preguntaba si, después de todo, no existía entre ella y Alberto otra cosa en común que la igualdad de raza en un país extranjero para los dos. ¿Acaso en América se habrían gustado el uno al otro hasta el punto de llegar así, tan precipitadamente, a este momento? Entre la muchedumbre china que los rodeaba, ellos dos, hablando un idioma que solo ellos entendían, se encontraban rodeados por una soledad completa. De este modo la lengua que hablaban adquiría para ellos una inteligibilidad superior a la real. ¿Cómo habrían ido las cosas en su casa de Glen Barry, o en Nueva York? En China, Kit no podía verle más que bajo estos reflejos; apuesto, sombrío, y loco por ella. Bajo aquel oscuro tono universal del pueblo chino y entre aquel paisaje montañoso, él se destacaba de una forma casi irreal, como una estatua de mármol de heroicas proporciones.
En el fondo, los silencios suyos no le disgustaban. Ella permanecía siempre callada. Norman había sido un hombre muy locuaz, despierto y lleno de brío. Las ideas surgían en él a chorro, transformándose en un centelleante manantial de palabras, sin que tomara un instante de descanso. Loca de amor, como había estado por él, alguna vez había quedado exhausta y sentido vértigo. En resumen —se decía ahora— le gustaba la calma. Con tranquilidad de ánimo se podía meditar y tener una clara visión de las cosas. Convertida en la esposa de Alberto, su temperamento taciturno le dejaría tiempo para respirar, para pensar en sí misma. Además, ¿no solía decirse que el silencio en un hombre es señal de virilidad? Físicamente, Alberto era también muy varonil. Cuando ella apoyaba el pie sobre su mano para montar, él la levantaba como una pluma. «Soy mala como Gail», pensó con disgusto. Gail, enamorada, no hacía más que repetir: «¡Querida, me ha dado la sensación de ser tan pequeña…, tan frágil! ¡Mi marido es extraordinario, te lo aseguro!». ¡Mujeres! Quizá había una fatalidad en no ser más que mujer. Y pronto o tarde se sucumbía al principio femenil.
Ya habían dejado atrás los suburbios y alcanzado los campos, y ahora se dirigían hacia las montañas de perfiles cortantes. Con frecuencia habían ido a caballo por aquellos lugares, familiarizándose con ellos. Las colinas se elevaban desnudas hacia el cielo, pero abajo, en los valles, se encontraban espesas matas de follaje que ocultaban templos chinos y manantiales de cristalinas aguas. En los templos, los sacerdotes indígenas servían ellos mismos el té, acompañado de ciertos pastelitos elaborados con aceites vegetales y espolvoreados con semillas de sésamo. Habían vivido así muchas horas felices. Alberto no compartía la misma curiosidad de ella en saber qué es lo que decían los sacerdotes; pero, cuando se sentían de buen humor, sabía interesarse gentilmente por las cosas que despertaban el interés de Kit. En el fondo, esta buena voluntad bastaba, sobre todo si ella sabía que tras ella se hallaba el amor… ¿No había soñado acaso cosas extraordinarias? ¿Y quién no habría encontrado novelesca su aventura? Cabalgar junto a Alberto Holm a través de un paisaje chino, bajo el azul intenso de su cielo, en dirección a aquellas fantásticas colinas… En América, y quizás en el mundo entero, no existiría una sola muchacha que no la hubiese envidiado.
Su corazón se enterneció de repente. Sonrió y, con la fusta, tocó el dorso de la mano con la que Alberto sostenía las riendas.
—Hábleme —dijo.
Él se volvió rápidamente hacia ella, y la miró con dulzura.
—Sólo puedo decirla las únicas y viejas palabras —murmuró—. ¿Quiere oírlas? —Ella no contestó. Ahora que él expresaba su deseo, el miedo se apoderaba de nuevo de ella. Si no le interrumpía inmediatamente, él continuaría… Y en efecto, antes de que ella pudiese abrir la boca, Alberto continuó—: Como sólo vivo esperando, en el curso de estos dos últimos días he pensado intensamente en nuestro caso y he decidido que le pediré una vez más si quiere ser mi mujer. Entonces tendrá que decidir. En caso contrario, proseguiré solo mi viaje a América.
—¿No me está concedido poder elegir el lugar y el momento? —casi suplicó ella.
Tras el tono burlesco de sus palabras había un angustioso problema mental que le paralizaba casi la respiración.
«He de decidir alguna cosa —pensó— porque habla muy en serio».
—Le concedo todo el día de hoy —respondió él con firmeza—, y en cualquier parte de esta primera colina —y al decir estas palabras indicó el lugar con la fusta.
Kit en tono humorístico.
—De acuerdo Alberto —declaró—. Nos encontraremos en ese bosque de bambúes. Hay un asiento de piedra, ¿lo recuerda? Podremos atar a él nuestros caballos.
Él la miró fijamente.
—Está bien —asintió.
En realidad ella sólo dispondría de una hora para tomar una decisión.
… Estaba seguro ahora de estar locamente enamorado de ella como jamás lo había estado de Liliana, ni siquiera al principio de sus relaciones. Kit era distinta a todas las muchachas que había encontrado. No le había permitido siquiera tocarla, ni tan solo ceñirle el talle con el brazo. «¡Qué mórbida debía de ser!», pensó. Día y noche su pensamiento estaba fijo en ella. Tan frágil como era —hubiese podido quebrarla como una pajuela— había, no obstante, en ella una fuerza. Además, él no sentía solamente el deseo de estrecharla entre sus brazos como había ocurrido con Liliana. Existía algo más. Deseaba su compañía, estar junto a ella, y le tenía sin cuidado que ello sucediera en una sala llena de gente. Cuando entraba ella todo se iluminaba. Y esto quería decir una sola cosa: que debía convertirla en su mujer…
Se apearon en silencio, y en silencio él cogió los dos caballos y ató las riendas a una caña de bambú. Ella se sentó en el asiento de piedra y se quitó el sombrero, dejando sus cabellos flotar libremente al viento. Desde el lago cubierto de lotos, llegaba hasta ella una apacible brisa. Tenía ahora cierto aire solemne al depositar en el suelo el sombrero y la fusta y quitarse sus guantes de amazona.
Se quedó sentada esperando que él tomara asiento a su vez, y tenía las manos ligeramente entrelazadas sobre sus piernas que había cruzado. Quería mostrarse fría y distante, mientras él se acercaba, pero sentía su corazón henchirse ardiente y tempestuoso en su pecho. En el momento en que lo aceptara sería como si una espada le hendiese, y el pasado se desvaneciera entonces… La parte de su persona que había quedado herida en la otra ocasión, ¿quedaría curada ahora, o sufriría eternamente? Lo ignoraba. Pero, por lo menos, estaba ya dispuesta a recibir el golpe que debía hendirla.
Alberto no tomó asiento a su lado. Prefirió permanecer de pie ante ella, con las manos en los bolsillos, mirándola en aquella postura, mientras le hablaba.
—Creo que imaginas lo que voy a decirte, Kit. Te lo he dicho ya de todas formas posibles; en serio o en broma, según el momento. Pero todo queda reducido a lo mismo: deseo que seas mi mujer.
Ella asintió:
—Lo sé, Alberto —dijo.
Él hablaba buscando las palabras.
—Creo en los presentimientos —dijo lentamente—. He obedecido siempre a los presentimientos. Y el primer día que te vi presentí que eras la muchacha que yo necesitaba. Había algo en tu modo de sonreírme, cuando estuvimos sentados el uno al lado del otro el día del banquete…, ¿lo recuerdas? Quizá mi presentimiento me engañe. Pero no lo creo.
Apartó los ojos de ella y fijó su mirada límpida y serena en el paisaje que le rodeaba. Kit jamás le había visto así. Siempre había sido arbitrario y algo impulsivo; alguna vez buen muchacho y lleno de reproches, pero jamás tan sereno, tan razonable, tan varonil, en suma, y tan poco niño.
—Te veo mejor ahora —dijo por fin—. Eres una realidad.
—Tú también pareces una realidad —repuso él con la misma sencillez de lenguaje. Se volvió de nuevo para mirarla—. ¿Salgo acaso del mundo de las quimeras? Esto me causa mucha alegría. ¿Debo interpretar tus palabras como un sí, Kit?
Se sentó a su lado. Ahora la tomaría entre sus brazos —ella había tenido en todo instante que defenderse—. Alberto siempre había deseado besarla y ella no se lo había permitido jamás por la simple razón de que nadie, después de Norman, la había besado, y ella quería estar segura…
Pero Alberto no se movió. Con la punta de su fusta se entretuvo trazando el contorno del zapato de Kit. Luego arrojó la fusta y se volvió hacia ella.
—Pues bien… —murmuró con impaciencia.
Era absurdo que aun en aquel momento supremo, ella, Kit, no supiera lo que realmente deseaba. Tendría que existir alguna prueba, alguna presión para que por fin cayera sobre la anhelada espada de la decisión.
—Bésame —dijo con voz débil.
La sangre fluyó a las mejillas de Alberto.
—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó.
Ella hizo un signo afirmativo. Sintió los brazos férreos de él que la estrujaban. Luego los labios de Alberto se apoyaron contra los suyos, en un beso largo e intenso. Eran unos labios frescos y de una dulzura inesperada. En aquel momento Kit entregó todo su corazón.
Cuando estuvo enamorada de Norman Linlay, no quiso que nadie lo supiera. No saberlo nadie, era, en cierto modo, como si en el mundo no existieran más que ella y Norman. Pero nada de su nuevo amor era como el otro. Ahora sentía la necesidad de hablar, de anunciarlo a todos. Dejó a Alberto en el vestíbulo del hotel, subió corriendo la amplia escalera de estilo antiguo y se precipitó en la habitación de su madre. Faltaba poco para el almuerzo; por lo tanto, estaba segura de encontrar juntos a su padre y a su madre. Recordó que precisamente esta hora fue la que su hermana Gail escogió para comunicarles su decisión de casarse… Encontró, en efecto, a su madre envuelta en su quimono de seda azul, echada sobre un sillón, con la cara completamente cubierta de crema; y su padre, sin cuello, en mangas de camisa, fumando como siempre su pipa.
Los dos se quedaren mirándola. Kit se apoyó contra la puerta que había cerrado tras de sí y dijo sonriendo:
—Me he prometido con Alberto Holm.
—¡Pero Kit! —exclamó su madre.
Su padre dejó escapar también una exclamación sofocada.
—¡Ven que te abrace! —prorrumpió bruscamente su madre, irguiéndose sobre su asiento. Kit se acercó y ella estampó dos sonoros besos en sus mejillas—. Estoy contenta —prosiguió— de que hayas tomado por fin una decisión.
—Pero… —intervino su padre. Luego, convencido de que aquella exclamación era más bien insuficiente, añadió con cierto humorismo—: ¡Eh! ¿No te parece que el caso requiere que se pida mi consentimiento?
—Mañana —contestó Kit.
¿Quién podía saber por qué ella no había aceptado que Alberto se presentara aquella noche?
Pero ella sabía la razón. Deseaba encerrarse en su habitación y escribir a Norman. Se lo explicaría todo. Comunicándole su noviazgo, en cierto modo se habría liberado de él para siempre. Una mujer no debía soñar en un hombre cuando estaba prometida con otro… Y Norman tenía que saber que, de ahora en adelante, Kit dejaría de pensar en él.
Su madre preguntó:
—No tendrás intención de celebrar un matrimonio precipitado, ¿verdad? Siento verdadero odio por los matrimonios que se celebran sin ceremonia.
—Alberto y yo hemos decidido celebrar nuestra boda aquí, cuanto antes, en la mayor intimidad. Alberto no quiere esperar.
—No —dijo en tono firme su madre—. Ninguna hija mía contraerá matrimonio en un país extranjero. Gail se ha casado en casa, siguiendo las reglas. Y, además, Kit, tú no te casas con un cualquiera. Te casas con una persona célebre. Mayor razón todavía para hacer las cosas en la forma más decorosa y conservadora posible. —Bajó la cabeza e hizo un rápido cálculo—. Regresaremos a América como teníamos concertado. Será mejor que Alberto regrese a bordo de otro buque. Apenas llegados a casa, tu padre y yo nos encargaremos de anunciar tus esponsales; a esto seguirá luego una pequeña y digna ceremonia nupcial en la iglesia de Glen Barry.
El padre Tallant, cuyas ideas comenzaban a fluir entonces intervino:
—¿Una ceremonia digna? Pero ¿tú no comprendes, querida, lo que ocurrirá cuando el muchacho ponga el pie en el suelo patrio? Ya no habrá paz para nadie. ¿Te acuerdas cuando aquel Fulano?, ¿cómo diablos se llamaba?, ¿regresó del Polo Sur? En una noche los Estados Unidos en pleno quedaron convertidos en un manicomio. A mi juicio deberías dejarlos que se casaran aquí, donde no habrá, por lo menos, tantos periodistas por metro cuadrado como los habrá en América pisando los talones a Alberto Holm.
Siguió una discusión bastante animada entre los dos cónyuges. Kit cortó en seco.
—Cuando hayáis acabado de decidir, volveré a ver si estoy de acuerdo con vosotros —dijo.
Salió, cerró la puerta y se lanzó como una flecha hacia su habitación.
Querido Norman —escribió—, te interesará saber (pero ¿te interesará acaso de veras?) que he decidido contraer matrimonio con Alberto Holm. En un tiempo tú lo habrías denominado «El hombre del momento». Sin razón, no obstante. Él es el hombre de toda mi vida. Nos casaremos muy pronto, sin la menor pompa, pues tanto él como yo odiamos la publicidad. Después de esto regresaremos a América vara vivir felizmente el resto de nuestros días. El lugar no lo hemos decidido todavía, pero será en algún sitio cercano a las montañas, por Alberto, y a un lago, por mí. He realizado un viaje espléndido, un viaje que ha tenido este increíble y casi novelesco final. ¡Me siento la más feliz de las mujeres! Gracias, gracias, Norman, por haber visto esto que yo no vi tan rápidamente, que no nacimos el uno para el otro. ¡Qué sabiduría la tuya!
Kit.
No releyó la carta. ¿Para qué releerla si estas palabras habían brotado de su corazón antes de escribirlas?
Cerró el sobre, tocó la campanilla y, cuando compareció el boy chino, se la entregó con una propina.
—Deseo que esta carta salga con el próximo correo para América —díjole.
—Sí, señorita —contestó el muchacho, apretando en su mano la moneda de plata.
Se lo quedó mirando mientras salía; luego cerró la puerta. Era libre ahora.
Se detuvo un momento, consciente por fin de su libertad… Si era libre, podía finalmente sacar de su baúl aquella fotografía y destruirla. Hacía ya muchas semanas que no la miraba. Ya era algo, ¿no? Había podido pensar cien veces en Norman, pero no había vuelto a contemplar su fotografía. Ahora, contando los latidos de su corazón, que no se aceleraron lo más mínimo ni siquiera cuando se acercó al baúl, abrió éste y extrajo la fotografía.
Hubo un tiempo en que sólo mirarla la habría hecho estallar en una crisis de llanto. Pero ahora no. Le pareció que los oscuros ojos de Norman la invocaban. Los sintió fijos sobre ella, pero permaneció inmóvil.
—No me quisiste, ¿recuerdas? —murmuró.
Ahora podía soportar aquella opresión en el corazón como quien, casi sin advertirlo, no siente ya tan lacerante como antes un dolor antiguo. ¡Se curaba, se curaba!
«Ahora —pensó— puedo hacerlo».
Rasgó lentamente la fotografía pegada sobre un cartón blanco. Un segundo, dos quizás, permaneció inmóvil. Luego repitió la operación hasta que la fotografía quedó reducida a minúsculos fragmentos que arrojó en el cesto.
Hecho. Ya estaba hecho.
Se acercó a la ventana y, con las manos pegadas a sus mejillas, contempló todos aquellos tejados chinos que se extendían ante sus ojos. Nada de él quedaba ya… No, nada, salvo el recuerdo de aquella mirada suya. ¿Cómo se hacía para borrar un recuerdo y alejarlo de la mente?
—¡Oh, Alberto…! —invocó.
Se dominó. ¡Estúpida! Estaba a punto de decir: «¡Sálvame!». Y ni siquiera ella misma hubiese sabido decir de qué cosa.