Eran las tres de la tarde y había cinco maletas junto a la puerta de mi departamento, alineadas sobre la alfombra. Ahí estaba mi maleta amarilla de cuero de vaca, raspada en ambos costados de tantos apretujones que había recibido en los portaequipajes de los coches. Había dos lindas maletas para avión, ambas con las iniciales L. M., también había otra negra, imitación morsa, con las iniciales M. D., y la última era una de esas pequeñas maletas de cuero que se pueden comprar en las tiendas por un dólar cuarenta y nueve.
El doctor Cari Moss acababa de salir maldiciéndome porque había tenido que hacer esperar a su clientela de hipocondríacos de esa tarde. El olor dulzón de su cigarro envenenaba la atmósfera. Estaba analizando en lo que quedaba de mi mente, lo que él contestó cuando le pregunté cuánto tardaría Merle en curarse.
—Depende de lo que entienda por curarse. Siempre tendrá un exceso de tensión nerviosa y una falta de emociones animales. Siempre respirará en atmósferas viciadas. Sería una monja perfecta. El ensueño religioso, con su estrechez, sus emociones estilizadas y su inflexible pureza, habría sido un perfecto desahogo para ella. En las condiciones actuales probablemente terminará siendo una de esas vírgenes de rostro avinagrado que se sientan detrás de los escritorios de las bibliotecas públicas y anotan las fechas en los libros.
—No es tan grave —había respondido yo, pero él se limitó a sonreírme con su rostro astuto y salió del departamento—. Y además, ¿cómo sabe que son vírgenes? —agregué yo, dirigiéndome a la puerta cerrada. Pero eso no me condujo a nada.
Encendí un cigarrillo y me acerqué a la ventana y después de un rato ella salió del dormitorio y se quedó mirándome, con sus ojos rodeados por manchas oscuras y su compuesto rostro pálido sin ningún maquillaje, exceptuando el carmín de los labios.
—Póngase colorete en las mejillas —le indiqué—. Parece la doncella de nieve después de una noche difícil con la flota pesquera.
Entonces ella se retiró y se puso colorete. Cuando volvió a salir, miró el equipaje y dijo suavemente:
—Leslie me prestó dos de sus maletas.
—Sí —respondí, y la observé. Parecía muy linda. Llevaba puestos unos pantalones de cintura alta, color óxido, zapatos abiertos y una blusa estampada marrón y blanco y un pañuelo anaranjado. No tenía puestas las gafas. Sus grandes ojos claros color de cobalto tenían una expresión un poco mareada pero no más de lo que se podía esperar. Su cabello estaba fuertemente estirado, pero eso era algo que yo no podía evitar.
—Lo he molestado —murmuró—. Lo lamento mucho.
—Pamplinas. Hablé con su padre y su madre. Están muy contentos. Le vieron solamente dos veces en ocho años y casi creían que la habían perdido.
—Me encantará estar un tiempo con ellos —contestó Merle mirando la alfombra—. La señora Murdock ha sido muy amable al dejarme ir. Nunca pudo estar mucho tiempo sin mí —agregó. Movió las piernas como si se preguntase qué hacer con ellas mientras usaba los pantalones, aunque éstos eran de ella y quizá ya había tenido que enfrentar antes ese problema. Por fin juntó las rodillas y entrelazó las manos encima de ellas.
—Lo poco que tengamos que conversar —afirmé—, o lo que usted quiera contarme, será mejor que lo pongamos ahora sobre el tapete. Yo no quiero viajar a través de medio país con una ruina nerviosa a mi lado.
—Anoche… —empezó ella, mordiéndose un nudillo.
—Usemos un poco el viejo ácido —manifesté—. Anoche usted me confesó que había matado a Vannier, y luego lo negó. Sé que no lo hizo. Eso está terminado. Ella bajó el nudillo, me miró fijamente, con serenidad y compostura y las manos que tenía sobre las rodillas no mostraron ninguna tensión.
—Vannier estaba muerto mucho antes de que usted llegara. Usted fue a entregarle una cantidad de dinero en nombre de la señora Murdock.
—No… en nombre mío —corrigió—. Aunque naturalmente el dinero era de la señora Murdock. Le debo más de lo que podré pagarle en toda mi vida. Es verdad que no me paga mucho, pero eso no alcanza a…
—El que no le pague un buen sueldo —la interrumpí ásperamente— es un toque característico, y el que usted le deba más de lo que podrá pagarle en toda su vida es más cierto que poético. Se necesitaría a todo el equipo de los Yankees con dos palos de batear para cada jugador para darle lo que se merece. Sin embargo, ahora eso no tiene importancia. Vannier se suicidó porque se vio descubierto realizando un trabajo sucio. Eso es terminante y definitivo. La forma en que usted se comportó fue más o menos una representación. Usted sufrió una severa crisis nerviosa al ver en un espejo la mueca de su cara sin vida, y este shock se mezcló con otro muy antiguo y usted lo dramatizó según su modalidad un poco desequilibrada.
Ella me miró tímidamente y movió su cabeza cobriza, como si estuviese asintiendo.
—Y usted no empujó a Horace Bright por ninguna ventana —agregué.
—Yo… yo… —balbuceó y su mano subió hasta su boca y permaneció allí, y sus ojos muy dilatados me miraron por encima de ella.
—No haría esto —afirmé—, si el doctor Moss no me hubiese asegurado que no le haría daño, y será mejor que lo aclaremos ahora. Creo que quizás usted supone que mató a Horace Bright. Tuvo un motivo y una oportunidad y sospecho que por un segundo tuvo un impulso para aprovechar esta última. Pero eso no está en su carácter. En el último momento usted se habría contenido. Pero en ese mismo instante, algo hizo crisis y usted se desmayó. Él cayó, naturalmente, pero no fue usted quien lo empujó.
Me interrumpí por un momento, y vi que su mano bajaba para unirse nuevamente con la otra, y las dos se entrelazaron y tiraron con fuerza la una de la otra.
—La hicieron creer que lo había empujado —continué—. Eso fue hecho con cuidado, con deliberación y con esa serena falta de escrúpulos que sólo se encuentra en cierto tipo de mujer cuando trata con otra mujer. Ahora uno no pensaría en los celos al ver a la señora Murdock, pero si ése fue el motivo, ella lo tuvo. Y tuvo otro mejor: cincuenta mil dólares del seguro, todo lo que quedaba de una fortuna arruinada. Ella tenía por su hijo ese extraño amor salvaje y egoísta que tienen esas mujeres. Es fría, amarga, sin escrúpulos, y la usó a usted sin lástima ni piedad, por si Vannier hablaba alguna vez. Usted fue un chivo emisario para ella. Si quiere salir de esa pálida vida infraemocional que ha estado llevando tiene que comprender y creer lo que le estoy diciendo. Sé que es difícil.
—Es completamente imposible —afirmó ella con tranquilidad, mirando el puente de mi nariz—. La señora Murdock ha sido siempre maravillosa conmigo. Es cierto que nunca lo recordé muy bien, pero usted no debe decir esas cosas horribles sobre la gente.
Saqué el sobre blanco que había estado detrás del cuadro de Vannier. Dos fotografías y un negativo. Me coloqué frente a ella y puse una copia sobre su falda.
—Mírela. Vannier la tomó desde la acera de enfrente.
—Pero si es el señor Bright —exclamó ella, al mirarla—. No es una buena fotografía, ¿verdad? Y la señora Murdock… entonces era la señora Bright… está detrás de él. El señor Bright parece enojado.
Ella levantó la vista con una expresión serena.
—Si ahí aparece enojado —manifesté—, debería haberlo visto unos segundos después, cuando se estrelló.
—¿Cuando qué?
—Oiga —dije, y ahora hubo una especie de desesperación en mi voz—, ésa es una instantánea donde se ve a la señora Elizabeth Bright Murdock empujando a su primer marido por la ventana de su oficina. El que está cayendo. Mire la posición de sus manos. Está gritando de miedo. Ella está detrás de él, con el rostro endurecido por la rabia… u otra cosa. ¿No lo entiende? Ésta es la prueba que Vannier tuvo durante estos años.
Los Murdock nunca la vieron, nunca creyeron que existiera. Pero se equivocaban. La encontré anoche, por una casualidad tan grande como la que permitió tomar la fotografía. Y ése fue un destino justo. ¿Ahora me cree?
Ella volvió a estudiar la instantánea y luego la dejó.
—La señora Murdock ha sido siempre muy buena conmigo —afirmó.
—Usted era su tabla de salvación —respondí con la voz medida y tensa de un director de escena durante un mal ensayo—. Ella es una mujer inteligente, cruel, paciente. Conoce sus complejos. Incluso gasta un dólar para conservar un dólar, que es algo que pocas personas como ella hacen. Le concedo ese mérito. Me gustaría premiárselo con un rifle para elefantes pero mi buena educación no me lo permite.
—Bien, eso es todo —murmuró ella, y vi que había oído una palabra de cada tres, y que no creía lo que había escuchado—. No debe mostrarle eso nunca a la señora Murdock. Le afectaría enormemente.
Me puse en pie, le quité la fotografía y la rompí en pequeños fragmentos que tiré al cesto de los papeles.
—Quizás usted lamente que haya hecho esto —le dije, sin agregar que tenía otra copia y un negativo—. Quizás una noche… dentro de tres meses… o dentro de tres años, usted se despertará por la noche y comprenderá que le conté la verdad. Y quizás entonces deseará volver a ver esa fotografía. Y, quizá, también me equivoque respecto a eso. Quizás usted quede muy desilusionada al comprobar que en realidad no mató a nadie. Está bien. En cualquiera de las dos formas está bien. Ahora bajaremos a la calle, nos instalaremos en mi coche y viajaremos hasta Wichita para visitar a sus padres. Y no creo que usted vuelva a casa de la señora Murdock, pero también es posible que me equivoque respecto a esto. De todos modos, no volveremos a hablar de este asunto. Ya no.
—No tengo dinero —manifestó ella.
—Dispone de quinientos dólares que le envió la señora Murdock. Los tengo yo en el bolsillo.
—Oh, ha sido inmensamente bondadosa —exclamó.
—¡Que el infierno la trague! —rugí yo.
Fui a la cocina y bebí un último trago antes de marcharnos.