La luz de la luna caía como una sábana blanca sobre el jardín, excepto debajo del cedro, donde aparecía una espesa oscuridad de terciopelo negro. Estaban encendidas las luces de dos ventanas del piso bajo, y las de una habitación superior. Subí por los escalones de piedra y apreté el timbre.
Una mujer canosa, rubicunda, que no había visto antes abrió la puerta.
—Soy Philip Marlowe —dije—. Quería ver a la señora Murdock. La señora Elizabeth Murdock.
—Creo que está acostada —respondió la mujer, mirándome con expresión dubitativa—. Me parece que no podrá verla.
—Sólo son las nueve.
—La señora Murdock se acuesta temprano —contestó, y empezó a cerrar la puerta.
—Es algo referente a la señorita Davis —dije—. Algo importante. ¿Podría transmitirle eso?
—Lo intentaré.
La puerta se abrió y la mujer dijo:
—Puede entrar.
La seguí a través de la gran sala desierta. Una única luz tenue brillaba en una lámpara, y su resplandor casi no llegaba a la pared opuesta. El ambiente estaba demasiado tranquilo, y hacía falta renovar el aire. Recorrimos el pasillo hasta el final y subimos por una escalera con la baranda tallada y con un poste rematado por un bolo donde ésta terminaba. Arriba había otro corredor, con una puerta abierta en el fondo.
Me encontraba en una gran sala con muchos cortinajes, paredes empapeladas en azul y plata, un diván, una alfombra azul y puertas-ventanas abiertas sobre un balcón. En éste había un toldo. La señora Murdock estaba sentada en una silla con almohadones. Frente a ella, una mesa para cartas. Tenía puesta una bata acolchada. Su cabello parecía alborotado. Jugaba un solitario. Tenía el mazo en su mano izquierda. Depositó una carta sobre la mesa y movió otra antes de mirarme.
Entonces dijo:
—¿Y bien?
Me acerqué y observé el juego; era Canfield.
—Merle está en mi departamento —informé—. Sufrió una crisis nerviosa.
Sin mirar dijo:
—¿Y qué es una crisis nerviosa, señor Marlowe?
—Un caso de capricho, como suelen llamarlo —dije.
Ella movió una carta y luego otras dos, rápidamente.
—¿Nunca hace trampa en ese juego? —inquirí.
—No es divertido si se hace trampa —respondió ásperamente—. Y lo es muy poco si no se hace. ¿Qué es lo que dijo acerca de Merle? Nunca permaneció fuera de la casa en esta forma. Estaba empezando a preocuparme.
—No es necesario que tema por ella —afirmé—. Llamé a un médico y a una enfermera. Está dormida. Había ido a ver a Vannier.
—Señor Marlowe —dijo ella—, será mejor que usted y yo aclaremos las cosas. En primer lugar cometí un error al llamarlo. Eso se debió a mi repugnancia a ser tomada por una bestezuela inescrupulosa como Linda. Pero habría sido mucho mejor que no removiese el asunto. La pérdida del doblón habría sido mucho más fácil de tolerar que su presencia. Aun cuando no lo hubiese recuperado.
—Pero lo recuperó —comenté.
—Sí, lo recuperé. Ya sabe en qué forma.
—Yo no lo creí.
—Yo tampoco —respondió ella tranquilamente—. El tonto de mi hijo estaba cargando con la culpa de Linda. Creo que ésa es una actitud infantil.
—Usted parece poseer el don de rodearse con gente que tiene esas actitudes.
Ella volvió a tomar las cartas y estiró la mano para poner un diez negro sobre un caballero rojo. Ambas barajas estaban abiertas. Luego se volvió hacia una mesita que tenía a su costado, sobre la cual se encontraba el oporto. Bebió un poco, dejó el vaso y me dirigió una mirada dura y fija.
—Tengo la impresión de que usted va a mostrarse insolente, señor Marlowe.
—No soy insolente —respondí, meneando la cabeza—. Simplemente sincero. No me porté tan mal con usted, señora Murdock. Usted recuperó su doblón. Yo logré que la Policía no la molestara… hasta ahora. No hice nada respecto al divorcio, pero encontré a Linda… aunque su hijo supo siempre dónde se encontraba, y creo que no tendrá dificultades con ella. Sabe que cometió un error al casarse con Leslie. Sin embargo, si usted no cree que ha obtenido valiosas…
Ella murmuró algo y jugó otra carta. Sacó un as de diamante.
—El maldito as de trébol está sepultado. No lograré sacarlo a tiempo.
—Deslícelo del mazo —aconsejé— cuando usted no esté mirando.
—¿No sería mejor que siguiese hablándome de Merle? —inquirió ella con calma—. Y no se vanaglorie demasiado si descubrió algunos secretos de la familia, señor Marlowe.
—No me vanaglorio de nada. Esta tarde usted envió a Merle a casa de Vannier, con quinientos dólares.
—¿Y si lo hubiese hecho? —preguntó ella, y se sirvió otro poco de oporto y lo sorbió, mirándome fijamente por encima del vaso.
—¿Cuándo se los pidió él?
—Ayer. No pude sacarlos del Banco hasta hoy. ¿Qué ocurrió?
—Vannier la está chantajeando desde hace ocho años, ¿verdad? ¿Es por algo que ocurrió el 26 de abril de 1933?
Una especie de pánico parpadeó en la profundidad de sus ojos, pero fue algo muy lejano, muy borroso, casi como si hubiese estado allí durante mucho tiempo y ahora se hubiese asomado por un segundo.
—Merle me contó algunas cosas —dije—. Su hijo me explicó cómo murió su padre. Hoy leí las colecciones de los diarios. Muerte accidental. Había habido un accidente en la calle debajo de su oficina y mucha gente estaba asomada a las ventanas. Él se estiró demasiado. Algunos hablaron de suicidio porque estaba arruinado y tenía un seguro de vida de cincuenta mil dólares a nombre de su familia. Pero en la indagatoria se portaron amablemente y pasaron por alto eso.
—¿Y bien? —preguntó ella. Su voz era dura y fría, ni un graznido ni una exclamación. Una voz helada, pétrea, perfectamente controlada.
—Merle era la secretaria de Horace Bright. En cierta forma era una chiquilla extraña, demasiado tímida, nada sofisticada, de mentalidad infantil, le gustaba dramatizar las cosas; tenía ideas muy anticuadas respecto a los hombres y detalles parecidos. Supongo que en algún momento él tuvo un arrebato y trató de hacerle el amor, con lo que la aterrorizó terriblemente.
—¿Sí? —dijo la vieja arpía, y ése fue otro frío y duro monosílabo.
—Meditó sobre ese asunto y concibió algunas ideas criminales. Encontró una oportunidad y pasó detrás de él. Cuando estaba en la ventana. ¿Hay algo en eso?
—Hable claro, señor Marlowe. Puedo resistir las palabras claras.
—Santo cielo, ¿lo quiere más claro? Ella empujó a su patrón por la ventana. En dos palabras, lo asesinó. Y eso pasó inadvertido. Con su ayuda.
Ella miró su mano izquierda apretada sobre el mazo de cartas. Asintió. Su mentón bajó un centímetro y volvió a subir.
—¿Vannier tenía pruebas? —pregunté—. ¿O acaso vio casualmente lo que ocurría y tiró el anzuelo y usted le pagó un poco de vez en cuando para evitar el escándalo… y porque verdaderamente apreciaba a Merle?
Ella jugó otra carta antes de contestar.
—Habló acerca de una fotografía —contestó ella—. Pero nunca lo creí. No podría haberla tomado. Y si la hubiese tomado… me la habría mostrado.
—No, no lo creo —afirmé—. Habría sido algo demasiado casual aunque hubiese tenido una cámara en la mano debido a los acontecimientos que se estaban desarrollando en la calle. Pero entiendo que no se haya atrevido a mostrársela. En algunos aspectos usted es una mujer muy dura. Quizás haya temido que usted lo hiciera eliminar. Quiero decir que esa idea podía habérsele ocurrido a él, a un delincuente. ¿Cuánto le pagó?
—Eso no le… —empezó a decir, pero luego se interrumpió y se encogió de hombros. Una mujer fuerte, enérgica, curtida, sin escrúpulos y capaz de aguantar todo. Era lo que ella creía—. Once mil dólares, sin contar los quinientos que le envié esta tarde.
—Ah. Usted se portó muy bien, señora Murdock… si se tienen en cuenta todas las circunstancias.
—Mi marido tuvo la culpa —respondió ella, haciendo un ademán muy vago con la mano—. Estaba borracho. No creo que le hiciera daño, pero como usted dice, la asustó terriblemente. No… no puedo ser severa con ella. Bastante se culpó a sí misma durante estos años.
—¿Ella debía llevarle el dinero a Vannier?
—Ésa era la idea que tenía ella de su penitencia. Un castigo muy extraño.
—Creo que se ajusta a su carácter —comenté—. Más tarde usted se casó con Jasper Murdock y conservó a Merle a su lado y la cuidó. ¿Alguien más lo sabe?
—Nadie. Solamente Vannier. Indudablemente, él no se lo habría contado a nadie.
—No, no lo creo. Bien, ahora todo ha terminado. Vannier está muerto…
Ella levantó los ojos lentamente y me miró durante un largo rato. Su cabeza gris era una roca en lo alto de una montaña. Por fin bajó las cartas y apretó fuertemente el borde de la mesa con sus manos. Los nudillos brillaban.
—Merle vino a mi departamento mientras yo estaba fuera —expliqué—. Le pidió al encargado que la dejara entrar. Él me telefoneó y yo contesté afirmativamente. Fui hacia allá sin perder un minuto. Ella me dijo que había matado a Vannier.
Su respiración era un tenue susurro en el silencio del cuarto.
—Tenía una pistola en la cartera. Dios sabe por qué. Supongo que debía creer que era una forma de protegerse de los hombres. Pero alguien diría que fue Leslie, la había inutilizado. Ella me confesó que había matado a Vannier y se desmayó. Llamé a un médico amigo mío. Fui a la casa de Vannier. Había una llave en la puerta. Estaba muerto en una silla, muerto desde hacía mucho tiempo, duro, frío. Muerto desde mucho antes de que Merle hubiese llegado allí. Ella no lo asesinó. Su confesión no fue más que una dramatización. El médico me explicó su proceso mental, pero no la cansaré contándoselo. Supongo que usted lo entiende muy bien.
—Sí. Creo que lo entiendo —respondió—. ¿Y ahora?
—Está en la cama, en mi departamento. Hay una enfermera con ella. Le telefoneé al padre de Merle a larga distancia. Él quiere que su hija vuelva a su casa. ¿Tiene usted algo que objetar?
Ella se limitó a seguir mirándome.
—Él no sabe nada —agregué rápidamente—. Ni de esto ni de lo anterior. Estoy seguro de eso. Simplemente quiere que ella vuelva. Creo que la llevaré yo mismo. Me parece que ahora tengo esa responsabilidad. Necesitaré los últimos quinientos dólares que Vannier no recibió… para los gastos.
—¿Y cuánto más? —preguntó ella brutalmente.
—No diga eso. Usted sabe que no se trata de eso.
—¿Quién mató a Vannier?
—Parece que se suicidó. Un revólver en su mano derecha. Herida de contacto en la sien. Morny y su esposa estuvieron allí mientras me encontraba yo. Me escondí. Morny quiso hacer que su esposa cargase con el fardo. Ella andaba en líos con Vannier. Y probablemente ella cree que el culpable es él, o que él ordenó que lo mataran. Pero las apariencias son de un suicidio. La Policía ya debe haber llegado allí. No sé a qué conclusión llegarán. Nosotros tenemos que mantenernos quietos y esperar los resultados.
—Hombres como Vannier no se suicidan —comentó ella amargamente.
—Eso es como decir que las chicas como Merle no empujan a la gente por la ventana. No significa nada.
Nos miramos el uno al otro, con esa hostilidad interior que había estado latente desde el primer momento. Después de un instante me levanté de la silla y me acerqué a la puerta-ventana. Abrí la persiana y salí al balcón. La noche nos rodeaba, tenue y silenciosa. La luz lechosa de la luna era fría y clara, como la justicia que soñamos pero no encontramos.
Abajo los árboles proyectaban pesadas sombras bajo la luna. En medio del jardín había una especie de segundo jardín rodeado por el primero. Capté el reflejo de una fuente ornamental. Junto a ella, un diván hamaca de lona. Alguien estaba recostado en él, y al mirar hacia abajo vi la punta encendida de un cigarrillo.
Volví al cuarto. La señora Murdock jugaba nuevamente al solitario. Me acerqué y estudié las cartas.
—Sacó el as de trébol —comenté.
—Hice trampa —respondió ella, sin levantar la vista.
—Hay algo que deseaba preguntarle —dije—. Este asunto del doblón sigue oscuro, debido a un par de asesinatos que parecen carecer de sentido ahora que lo recuperó. Lo que quiero saber es si el Doblón Brasher de la familia tiene algo capaz de permitir que un experto, un hombre como Morningstar, pueda identificarlo.
Ella meditó, permaneciendo inmóvil, sin mirarme.
—Sí. Quizás haya algo. Las iniciales del orfebre, E. B., están sobre el ala izquierda del águila. Me contaron que generalmente están sobre el ala derecha. Ése es el único detalle que se me ocurre.
—Creo que eso puede bastar. Usted recuperó la moneda, ¿no es cierto? Quiero decir si eso no fue algo que inventó para que yo dejara de husmear.
—En este momento está en la sala donde guardo la colección —respondió, levantando rápidamente la vista y volviendo a bajarla—. Si puede encontrar a mi hijo, él se la mostrará.
—Bien, voy a despedirme. Por favor, haga guardar en una maleta las ropas de Merle y envíelas a mi departamento mañana por la mañana.
Su cabeza volvió a levantarse bruscamente.
—Joven, usted se muestra muy prepotente conmigo.
—Hágalas guardar en una maleta —repetí—. Ya no necesita a Merle… ahora que Vannier ha muerto.
Nuestras miradas se encontraron y permanecieron clavadas la una en la otra durante un largo rato. Una extraña sonrisa tiesa curvó las comisuras de sus labios. Luego su cabeza bajó y su mano derecha tomó la carta superior del mazo que tenía en la mano izquierda, la puso boca arriba y sus ojos la miraron, y finalmente la agregó a la pila de cartas no jugadas que tenía a un costado. En seguida dio vuelta a la carta siguiente, tranquilamente, con calma, con una mano tan firme como un poste de piedra bajo los efectos de una suave brisa.
Atravesé el cuarto y salí. Cerré la puerta suavemente, recorrí el pasillo, bajé por la escalera, crucé el corredor de la planta baja, pasé frente al solárium y a la pequeña oficina de Merle y entré en la sala fuera de uso y de atmósfera pesada, que me hacía sentir como un cuerpo embalsamado con sólo estar en ella.
Las puertas vidrieras del fondo se abrieron, y Leslie Murdock entró y se detuvo, mirándome.