Después de un largo rato salí de mi escondite y volví a estudiar la sala. Me adelanté, levanté el revólver y lo limpié cuidadosamente. Luego lo dejé de nuevo sobre el piso. Tomé las tres colillas con manchas de rouge que estaban en el cenicero, las llevé al baño y las hice desaparecer por el inodoro. Luego busqué el segundo vaso con las impresiones digitales de ella. Este vaso no existía. Llevé a la cocina el que tenía líquido hasta la mitad, lo lavé y lo sequé con un repasador.
Entonces vino la parte más desagradable. Me arrodillé sobre la alfombra junto a la silla, levanté el arma y tomé la mano rígida y caída. Las impresiones no serían perfectas, pero serían impresiones y no las de Lois Morny. El revólver tenía una culata de goma estriada, con un pedazo saltado del lado izquierdo, por debajo del tornillo. Ahí no quedarían huellas. Una impresión del índice sobre el lado derecho del cañón, dos dedos sobre la guardia del disparador, una huella del pulgar sobre la parte chata del lado izquierdo, detrás del tambor. Bastante bien.
Eché una última mirada a mi alrededor.
Disminuí la lámpara a su menor intensidad. Todavía brillaba demasiado sobre el rostro muerto de rasgos amarillos. Abrí la puerta del frente, saqué la llave, la limpié y volví a meterla en la cerradura. Cerré la puerta, limpié la aldaba y recorrí nuevamente la manzana que me separaba del «Mercury».
Regresé a Hollywood, cerré el coche y me encaminé hacia la puerta del Bristol, entre los dos automóviles aparcados.
Un áspero susurro me habló desde las sombras. Salía de un coche. Pronunció mi nombre. El largo rostro oscuro de Eddie Prue flotó cerca del techo de un pequeño «Packard», detrás del volante. Estaba solo en su interior. Me apoyé sobre la portezuela del coche y miré hacia adentro.
—¿Cómo marchan las cosas, detective?
Tiré la cerilla al suelo y le lancé el humo a la cara.
—¿Quién perdió el recibo de la compañía de artículos para dentistas que me dio anoche? —pregunté—. ¿Vannier o algún otro?
—Vannier.
—¿Qué tenía que hacer yo con él? ¿Adivinar la historia de un tipo llamado Teager?
—Los tipos tontos no me resultan simpáticos —dijo Eddie Prue.
—¿Por qué tenía que tenerlo en el bolsillo, para dejarlo caer? —inquirí—. Y si se le cayó, ¿por qué no se lo devolvió? En otras palabras teniendo en cuenta que soy estúpido, explíqueme por qué una factura de artículos para dentista tiene que excitar tanto a la gente como para que contrate detectives privados. Especialmente un tipo como Morny, al que los detectives privados no le gustan.
—Morny tiene una buena cabeza —afirmó Eddie Prue fríamente.
—Es el tipo para el que inventaron la frase «tan ignorante como un actor».
—Olvide eso. ¿No sabe para qué se usan esos materiales para dentistas?
—Sí. Lo averigüé. El albastone lo usan para hacer moldes de dientes y cavidades. Es muy duro, de grano muy fino y retiene los detalles más ínfimos. El otro material, la cristobolita, es empleada para derretir cera en un modelo invertido de cera. Se utiliza porque resiste altas temperaturas sin distorsión. Dígame que no entiende de qué estoy hablando.
—Supongo que sabe cómo se hacen los puentes de oro —comentó Eddie Prue—. Lo sabe, ¿verdad?
—Hoy dediqué dos horas a aprenderlo. Soy un experto. ¿Qué gano con eso?
Permaneció un rato en silencio y luego dijo:
—¿Alguna vez lee el diario?
—De vez en cuando.
—No creo que haya leído que un viejo llamado Morningstar fue despachado en el Edificio Belfont, en Ninth Street, dos pisos más arriba de la oficina de este H. R. Teager. No lo leyó, ¿verdad?
No le contesté. Me miró durante un rato más largo, luego estiró la mano hacia el tablero de instrumentos y apretó el arranque. El motor del coche se puso en marcha y empezó a soltar el freno.
—Nadie puede ser tan estúpido como usted simula ser —afirmó—. Nadie lo es. Buenas noches.
El coche se apartó de la acera y se encaminó hacia Franklin. Cuando desapareció, yo sonreía a la distancia.
Subí hasta el departamento, hice girar la llave y abrí la puerta unos centímetros. Luego golpeé suavemente. Hubo un movimiento adentro. La puerta fue abierta por una muchacha de aspecto robusto con una cinta negra en la gorra de su uniforme blanco de enfermera.
—Soy Marlowe. Vivo aquí.
—Pase, señor Marlowe. El doctor Moss me explicó.
Cerré la puerta lentamente y hablé en voz baja.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté.
—Está durmiendo. Ya estaba amodorrada cuando llegué. Soy la señorita Lymington. No sé mucho respecto a ella, excepto que su temperatura es normal y su pulso todavía es un poco rápido, pero se está calmando. Un trastorno mental, según tengo entendido.
—Encontró a un hombre asesinado —expliqué—. Eso le produjo una crisis. ¿Está bastante dormida como para que entre y saque algunas cosas para ir a un hotel?
—Oh, sí, si no hace ruido. Probablemente no se despertará. Y si se despierta, eso no tendrá importancia.
—Aquí hay café, tocino, huevos, pan, jugo de tomate y licor —dije, poniendo un poco de dinero sobre el escritorio—. Cualquier otra cosa tendrá que pedirla por teléfono.
—Ya investigué sus provisiones —contestó ella, sonriendo—. Tenemos todo lo necesario hasta después del desayuno de mañana. ¿Ella se quedará aquí?
—Eso lo decidirá el doctor Moss. Creo que volverá a su casa apenas pueda. Su hogar está muy lejos de aquí, en Wichita.
—No soy más que una enfermera —manifestó ella—, pero creo que no sufre nada que una buena noche de sueño no pueda curar.
—Una buena noche de sueño y un cambio de compañía —afirmé, pero eso careció de significado para la señorita Lymington.
Atravesé el corredor y miré dentro del dormitorio. Le habían puesto un pijama mío. Estaba prácticamente boca arriba, con un brazo fuera de las mantas. La manga del pijama estaba levantada doce centímetros o más. La pequeña mano que aparecía por el extremo de la manga estaba apretada en un puño. Su rostro parecía cansado, pálido y muy sereno. Hurgué en el armario y saqué una maleta y algunas otras cosas. Cuando me disponía a retirarme miré nuevamente a Merle. Sus ojos se abrieron y miraron fijamente el cielo raso. Luego se movieron lo necesario para verme y una vaga sonrisa curvó las comisuras de sus labios.
—Hola —murmuró con una voz débil, agotada y fina, una voz que sabía que su poseedora estaba en cama y tenía una enfermera y todo lo necesario.
—Hola.
Me acerqué a ella y la miré, con mi pulida sonrisa iluminando mis rasgos.
—Me encuentro bien —susurró—. Me encuentro bien, ¿no es cierto?
—Naturalmente.
—¿Ésta es su cama?
—No tema, no la morderé.
—No tengo miedo —respondió ella. Una mano se deslizó hacia mí y quedó con la palma vuelta hacia arriba, esperando que la tomaran. Lo hice—. No le temo a usted. Ninguna mujer le temerá nunca, ¿no es así?
—Dicho por usted —respondí—, supongo que eso pretende ser un elogio.
Sus ojos sonrieron y luego recuperaron su expresión de seriedad.
—Le mentí —dijo—. No maté a nadie.
—Lo sé. Estuve allí. Olvídelo. No piense en eso.
—La gente siempre dice que una debe olvidar las cosas desagradables. Pero eso es imposible. Y es un poco tonto pedir que una lo haga.
—Muy bien —contesté, simulando estar ofendido—. Soy tonto, ¿qué le parece si sigue durmiendo?
Ella volvió la cabeza hasta que sus ojos se clavaron en los míos. Me senté sobre el borde del lecho, sosteniendo su mano.
—¿Vendrá la Policía? —inquirió.
—No. Y trate de no lamentarlo.
—Usted debe pensar que soy una grandísima boba —murmuró ella, frunciendo el entrecejo.
—Bien… Quizá…
Un par de lágrimas se formaron en sus ojos y surgiendo de ellos, rodaron suavemente por sus mejillas.
—¿La señora Murdock sabe dónde me encuentro?
—Todavía no. Iré a decírselo.
—¿Tendrá que contarle… todo?
—Sí. ¿Por qué no?
—Ella entenderá —dijo dulcemente, y giró la cabeza hacia el otro lado—. Sabe la cosa horrible que hice hace ocho años. Esa cosa espantosa y horrible.
—Sí —asentí—. Por eso le estuvo pagando a Vannier durante todo este tiempo.
—Dios mío —exclamó ella, y sacó la otra mano de debajo de las mantas y retiró la que yo le estaba tomando para poder estrujarlas una contra otra—. Lamento que lo haya sabido. Ojalá no se hubiera enterado. Nunca lo supo nadie más que la señora Murdock. Mis padres tampoco lo saben. Me duele que usted lo haya descubierto.
La enfermera apareció en el vano de la puerta y me miró con expresión severa.
—Creo que ella no debería hablar tanto, señor Marlowe. Sería mejor que usted se retirara.
—Oiga, señorita Lymington, hace dos días que yo conozco a esta muchacha. Usted hace dos horas que está con ella. Esto le hace mucho bien.
—Podría provocarle otro… eh… espasmo —dijo, evitando mi mirada.
—Bien, si tiene que sufrirlo, ¿no le parece mejor que sea ahora, cuando usted está aquí, así termina con eso? Vaya a la cocina y sírvase un trago.
—Nunca bebo en horas de trabajo —manifestó fríamente—. Además, podrían olerme el aliento.
—Ahora trabaja para mí. Todos mis empleados deben emborracharse periódicamente. Además, si cena bien, nadie le husmeará el aliento.
Ella me dirigió una sonrisa y salió nuevamente del cuarto. Merle había escuchado esto como si hubiese sido una interrupción frívola a un drama muy serio. Estaba un poco molesta.
—Quiero hablarle de eso —dijo ella, casi sin aliento—. Quiero…
Estiré la mano y la coloqué sobre las dos que ella tenía entrelazadas.
—Páselo por alto. Lo sé. Marlowe lo sabe todo… excepto cómo ganar lo necesario para vivir decentemente. Ahora volverá a dormir y mañana la llevaré a Wichita… a visitar a sus padres. La señora Murdock pagará los gastos…
—Oh, qué buena es —exclamó ella, con los ojos dilatados y brillantes—. Siempre fue buena conmigo.
—Es una santa —asentí sonriéndole, mientras me levantaba de la cama—. Una santa. Ahora iré a visitarla y tendremos una amable conversación entre dos tazas de té. Y si no se duerme ahora mismo, no le permitiré que confiese más asesinatos.
—Usted es horrible —dijo—. No me gusta.
Giró la cabeza en otra dirección, metió los brazos debajo de las mantas y cerró los ojos.
Me dirigí hacia la puerta. Al llegar allí me volví rápidamente para mirar hacia atrás. Ella tenía un ojo abierto y me estaba observando. Le hice una mueca y lo cerró rápidamente.
Volví a la sala, le dediqué a la señorita Lymington lo que quedaba de mi mueca y salí con mi maleta.
Fui hacia Santa Mónica Boulevard. La casa de empeños todavía estaba abierta. El anciano del alto gorro negro pareció sorprendido al ver que podía rescatar tan pronto mi prenda. Le expliqué que así eran las cosas en Hollywood.
Sacó el sobre de la caja fuerte, lo abrió, recibió mi dinero y el recibo y depositó la reluciente moneda de oro sobre la palma de su mano.
—Esto es tan valioso que me duele devolvérselo —dijo—. El trabajo de orfebrería es muy bello, muy bello.
—Y el oro que hay en la moneda debe valer veinte dólares —respondí.
Se encogió de hombros y sonrió, y yo guardé la moneda en mi bolsillo y le di las buenas noches.