La puerta del frente se abrió y luego se cerró sin ningún ruido.
El silencio flotó en el aire como el aliento de un hombre en la atmósfera helada, y luego hubo un grito, que terminó en un gemido de desesperación.
—Ni mal ni bien —dijo una voz de hombre, tensa por la furia—. Vuelve a probar.
—¡Dios mío, es Louis! —exclamó la voz de mujer—. ¡Está muerto!
—Quizá me equivoque —afirmó el hombre—. Pero sigo creyendo que apesta.
—¡Dios mío! Está muerto, Alex. Haz algo… por favor… ¡haz algo!
—Sí —respondió la voz dura y tensa de Alex Morny—. Debiera hacer algo. Debiera hacer que te quedaras como él. Con sangre y todo lo demás. Debería dejarte igualmente fría, igualmente podrida. No, eso no es necesario. Ya lo estás. Igualmente podrida. Ocho meses de matrimonio y me engañas con una piltrafa como ésa. ¡Cielos! ¿Por qué habré tenido que cargar con una zorra como tú?
Cuando terminó su discurso casi gritaba.
La mujer lanzó otro gemido.
—No me hagas perder el tiempo —exclamó Morny amargamente—. ¿Para qué crees que te traje aquí? No engañas a nadie. Hace semanas que te estoy vigilando. Anoche estuviste aquí. Yo ya estuve hoy. Vi todo lo que hay que ver. Tu lápiz labial en los cigarrillos, el vaso del que bebiste. Puedo verte, sentada sobre el brazo de su silla, acariciando su cabello y metiéndole luego un plomo mientras él todavía estaba ronroneando. ¿Por qué?
—Oh, Alex…, querido…, no digas cosas horribles…
—La antigua Lillian Gish —afirmó Morny—. La Lillian Gish de la primera época. Ahórrate la agonía, nena. Tengo que saber cómo arreglar esto. ¿Para qué diablos crees que vine? Para mí ya no vales ni un tizón del infierno. Ya no, nena, ya no, mi precioso querido rubio ángel asesino. Pero me preocupo por mí y por mi reputación y mis negocios. Por ejemplo, ¿se te ocurrió limpiar el revólver?
Silencio. El ruido de una bofetada. La mujer gimió. Estaba dolorida, terriblemente dolorida. Herida en el fondo de su alma. Lo representaba bastante bien.
—Oye, ángel —rugió Morny—. No me hagas comedias. Yo trabajé en cine. Sé lo que son las comedias. Deja eso a un lado. Me explicarás cómo hiciste eso aunque tenga que arrastrarte de los cabellos por la habitación. Bien…, ¿limpiaste el arma?
De pronto ella se rió. No era una risa natural, pero era clara y tenía un tintineo agradable. Entonces dejó de reír, con igual brusquedad.
—Sí —contestó su voz.
—¿Y el vaso que usabas?
—Sí —repitió. Ahora se mostraba muy serena, muy fría.
—¿Y dejaste sus impresiones en el revólver?
—Sí.
—Quizá no se dejen engañar —murmuró, después de pensar un momento en silencio—. Es casi imposible dejar las impresiones de un muerto en un arma, en forma convincente. No tiene importancia. ¿Qué más limpiaste?
—Na… nada. Oh, Alex. Por favor, no seas tan brutal.
—Basta. ¡Basta! Muéstrame cómo lo hiciste, en qué posición te encontrabas, cómo sostenías el arma.
Ella no se movió.
—No te preocupes por las impresiones —dijo Morny—. Yo dejaré otras mejores. Mucho mejores.
Ella pasó lentamente frente a la abertura de las cortinas y la vi. Usaba pantalones de gabardina verde claro, una chaqueta color ciervo, un turbante escarlata con una serpiente de oro. Su rostro estaba surcado por las lágrimas.
—¡Levántalo! —le gritó Morny—. ¡Muéstrame!
Ella se agachó junto a la silla y se irguió con el arma en la mano y los dientes desnudos. Apuntó con el revólver a través de la abertura de las cortinas, en dirección al lugar de la habitación donde se encontraba la puerta.
Morny no se movió, no emitió ningún sonido.
—No puedo hacerlo —jadeó—. Debería matarte, pero no puedo.
La mano se abrió y el revólver golpeó sordamente contra el piso.
Morny pasó rápidamente frente a la abertura de las cortinas, y apartó a un lado a la mujer y con el pie empujó el revólver hasta donde había estado antes.
—Tú no pudiste hacerlo —dijo él ásperamente—. No pudiste hacerlo. Ahora mira.
Sacó un pañuelo y se inclinó para levantar el revólver. Apretó algo y el tambor se abrió. Metió la mano derecha en su bolsillo y sacó un proyectil, haciendo girar el metal bajo las puntas de los dedos, y lo metió en un cilindro. Repitió esta operación otras cuatro veces, cerró el tambor, volvió a abrirlo, lo hizo girar un poco para colocarlo en determinada posición. Dejó el arma sobre el piso retiró la mano y el pañuelo y se irguió.
—No pudiste matarme —se burló— porque en el tambor no había nada más que una cápsula vacía. Ahora está cargado nuevamente. Los cilindros están en la posición debida. Un tiro fue disparado. Y tus impresiones digitales están sobre el arma.
La rubia estaba inmóvil, y lo miraba con ojos desencajados.
—Me olvidé de decirte —manifestó él suavemente— que yo limpié el arma. Pensé que sería mucho mejor estar seguro de que tus impresiones estaban en ella. Estaba bastante seguro de que lo estaban, pero quería estar muy seguro. ¿Entiendes?
—¿Vas a entregarme? —preguntó la muchacha tranquilamente.
Él tenía la espalda vuelta hacia mí. Su sombrero de fieltro estaba inclinado sobre los ojos. No podía verle la cara. Pero pude imaginar su mueca cuando dijo:
—Sí, ángel, te voy a entregar.
—Entiendo —contestó ella, y lo miró fijamente. De pronto apareció una severa dignidad en su rostro.
—Voy a entregarte, ángel —repitió él lentamente, espaciando las palabras como si gozara con su representación—. Algunas gente me compadecerá y otra se burlará de mí. Pero eso no afectará mi negocio. No lo afectará en absoluto. Ésa es una de las ventajas de mi especialidad. Un poco de propaganda no hace daño.
—De modo que ahora para ti no soy más que un valor publicitario —dijo ella—. Dejando a un lado, naturalmente, el peligro de que quizás hubiesen sospechado de ti.
—Efectivamente —contestó él—. Efectivamente.
—¿Y qué acerca de mi motivo? —inquirió ella, siempre tranquila, siempre con la vista levantada y tan severamente desdeñosa que él no entendió su expresión.
—No lo sé —contestó él—. No me interesa. Tú tenías relaciones con él. Eddie te siguió hasta una calle de Bunker Hill donde te encontraste con un tipo rubio con un traje marrón. Le diste algo. Eddie te dejó a ti y siguió al tipo hasta una casa de departamentos vecina. Trató de continuar espiándolo, pero tuvo la impresión de que el fulano lo había visto, y debió dejarlo. No sé qué significaba eso. Pero sé una cosa. Ayer en esa casa de departamentos asesinaron a un muchacho llamado Phillips. ¿Sabes algo al respecto, encanto?
—No puedo saber nada de eso —respondió la rubia—. No conozco a nadie llamado Phillips, y aunque parezca extraño no decidí matar a alguien sólo para divertirme un poco.
—Pero asesinaste a Vannier, querida —intervino Morny, casi con amabilidad.
—Oh, sí —exclamó ella—. Naturalmente. Nos estábamos preguntando cuál fue el motivo. ¿Ya encontraste algunos?
—Eso lo arreglarás con los polizontes —rugió él—. Llamémosle una pelea de enamorados. Llámalo como más te guste.
—Quizá —dijo ella— cuando estaba borracho se parecía un poco a ti. Quizás ése fue el motivo.
—Ah —murmuró él, y contuvo el aliento.
—Más buen mozo —prosiguió ella—. Más joven, con menos barriga. Pero con la misma maldita mueca de autosuficiencia.
—Ah —dijo Morny, y estaba sufriendo.
—¿Eso te conforma? —inquirió ella, suavemente.
Él se adelantó y blandió su puño. La alcanzó en el costado de la cara y ella cayó sentada, con una larga pierna estirada delante de ella, una mano en la mandíbula y sus ojos muy azules mirando hacia arriba.
—Quizá no debiste haber hecho esto —siseó ella—. Quizás ahora no siga tu juego.
—No te preocupes, lo seguirás. No podrás hacer otra cosa. Lo sacarás barato. Diablos, lo sé. Con tu figura. Pero tendrás que aguantarlo. Tus impresiones digitales están sobre el revólver.
Ella se puso en pie lentamente, con la mano sobre la mandíbula.
—Sabía que estaba muerto —dijo ella, sonriendo—. La que está en la puerta es mi llave. Estoy dispuesta a ir al Departamento y confesar que lo maté. Pero no vuelvas a ponerme tu blanca mano encima… si quieres que cuente mi historia. Sí, estoy decidida a entregarme a la Policía. Me sentiré mucho más segura con ellos que contigo.
Morny se volvió y yo vi la dura mueca de su rostro y las contracciones del hoyuelo de su cicatriz. Pasó frente a la abertura de las cortinas. La puerta del frente volvió a abrirse. La rubia permaneció un momento inmóvil, miró el cadáver por encima del hombro, se estremeció y salió de mi campo visual.
La puerta se cerró. Pisadas por el sendero. Las portezuelas del coche se abrieron y cerraron. El motor se puso en marcha y el coche se alejó.