Escamillo Drive describía tres curvas en cuatro manzanas, sin que yo viese ningún motivo para ello. Era un camino muy angosto, con un promedio de cinco casas por manzana, y estaba bordeado por una ladera árida y marrón, en la que nada crecía en esa época, exceptuando las artemisas y unos pocos arbustos. En su quinta y última manzana, Escamillo Drive describía otra curva hacia la izquierda, llegaba a la base de la colina y moría sin protestar. En esta última manzana había tres casas, dos en los lados opuestos de su comienzo y otra en su punto final. Ésta era la de Vannier. Mis faros me mostraron que la llave seguía en la puerta.
Era un estrecho bungalow tipo inglés con techo alto, ventanas frontales, un garaje al costado y una roulotte al lado del garaje. La luna iluminaba tranquilamente el pequeño parque. Un gran roble crecía cerca del porche. No había luz en la casa, por lo menos ninguna visible desde el frente.
Por la disposición del terreno no parecía improbable que hubiera una luz encendida durante el día en el living room. Debería ser una casa oscura excepto durante la mañana. Como nido de amor el lugar tenía sus ventajas, pero como residencia para un chantajista no me parecía gran cosa. La muerte súbita puede acontecer en cualquier lugar. Vannier lo había hecho demasiado fácil.
Doblé por el camino de la casa, retrocedí hasta quedar apuntando en dirección contraria al final de la calle y luego guié hasta la esquina y aparqué allí. Volví a la casa caminando por la calzada porque no había acera. La puerta del frente estaba hecha con tablas de roble unidas con hierros y niveladas en las junturas. En lugar de picaporte había una aldaba. La cabeza de una llave plana sobresalía de la cerradura. Apreté el timbre y la campanilla produjo ese sonido remoto de un timbre que llama por la noche en una casa vacía. Di un rodeo a un roble y apunté con mi linterna de bolsillo por entre las hojas de la puerta del garaje. El coche estaba allí. Fui hasta los fondos de la casa y vi el pequeño patio sin flores, rodeado por un muro bajo de piedra. Otros tres robles, una mesa y un par de sillas de metal debajo de uno de ellos. Un incinerador de desperdicios más atrás. Dirigí la luz hacia la roulotte antes de volver al frente. No parecía haber nadie en ella. La puerta estaba cerrada.
Abrí la puerta de entrada del chalet y dejé la llave en la cerradura. No iba a cambiar nada en la casa. Lo que estaba, estaba. Sólo quería asegurarme. Tanteé la pared en busca del conmutador de la luz, lo encontré y lo moví. Lamparillas pálidas colocadas por parejas en la pared se encendieron alrededor de todo el cuarto mostrando la lámpara de pie de la que me había hablado Merle, así como otras cosas. Fui a encender dicha lámpara y volví a apagar las luces de la pared. El artefacto tenía una gran lámpara invertida dentro de una pantalla de porcelana transparente. Se podían obtener tres intensidades distintas de luz. Hice girar el conmutador hasta que la luz alcanzó su mayor potencia.
El cuarto corría desde el frente hasta el fondo, con una puerta trasera y una arcada al frente y a la derecha. Pasando por ésta se llegaba a un pequeño comedor. Dicha arcada estaba cerrada por cortinas parcialmente corridas. Éstas eran pesadas y de brocado verde pálido, y distaban mucho de ser nuevas. La chimenea estaba en el centro de la pared de la izquierda, con estantes para libros, sin empotrar, enfrente y a los costados de ella. Dos sofás formaban un ángulo en los rincones del cuarto y había una silla dorada, otra rosada, otra marrón, y otra marrón y dorada con un escabel.
Sobre el escabel se veían las perneras amarillas de un pantalón pijama, tobillos desnudos y pies calzados en pantuflas de cuero verde oscuro. Mis ojos subieron a partir de los pies, lenta y cuidadosamente. Una bata de seda estampada verde oscura, atada con un cinturón con borlas, abierta por encima del cinturón para mostrar un monograma sobre el bolsillo del pijama. Un pañuelo esmeradamente colocado en dicho bolsillo aparecía en la forma de dos puntas rígidas de tela blanca. Un cuero amarillo. La cabeza vuelta hacia un costado apuntaba hacia un espejo de la pared. No había duda de que el rostro tenía una mueca burlona.
El brazo y la mano izquierda estaban apretados entre una rodilla y el costado de la silla, el brazo derecho colgaba fuera de ella, y las puntas de los dedos tocaban la alfombra. Tocaban también la culata de un pequeño revólver, aproximadamente de calibre 32, que prácticamente no tenía cañón. El lado derecho de la cara estaba apoyado contra el respaldo de la silla, pero el hombro derecho estaba teñido de marrón oscuro por la sangre y un poco de ésta había caído sobre la manga. También había llegado a la silla. Sobre ésta en gran cantidad.
No me pareció que la cabeza hubiese tomado esa posición naturalmente. A algún espíritu sensible no le había gustado su lado derecho.
Levanté mi pie y empujé suavemente el escabel hacia un costado, y los talones de las pantuflas se deslizaron dificultosamente sobre su superficie, y no con ella. Ese hombre estaba duro como una tabla. Estiré la mano y le toqué el tobillo. El hielo nunca fue tan frío.
Sobre una mesa a su derecha había un vaso medio vacío y un cenicero lleno de colillas y ceniza. Tres de aquéllas tenían marcas de lápiz labial. Rojo chino brillante. Lo que usaría una rubia.
Había otro cenicero junto a otra silla. En él había cerillas y mucha ceniza, pero no colillas.
En la atmósfera del cuarto un perfume bastante pesado luchaba con el olor de la muerte, y perdía.
Husmeé por el resto de la casa, encendiendo y apagando luces. Dos dormitorios, uno de ellos amueblado con madera clara, el otro con arce rojo. El más claro parecía estar desocupado. Había un lindo baño, con azulejos color de canela y violáceos, y una ducha con una puerta de vidrio. La cocina era pequeña. En el fregadero había muchas botellas. Muchas botellas, muchos vasos, muchas impresiones digitales, muchas pruebas. O nada, según cómo se encarara el caso.
Volví a la sala y permanecí en el centro del cuarto respirando con la boca lo más abierta posible y preguntándome cuál sería el resultado cuando entregase este cadáver. Cuando entregase éste y dijese que yo era el tipo que había encontrado a Morningstar y había huido. El resultado sería bajo, muy bajo. Marlowe, tres asesinatos. Marlowe, casi sumergido entre cadáveres. Y ninguna explicación lógica, razonable, cordial de su parte. Pero eso no era lo peor. Apenas hablase, dejaría de ser una persona libre. Tendría que dejar de hacer cualquier cosa que estuviera haciendo y de descubrir cualquier cosa que estuviera descubriendo.
Cari Moss podría mostrarse dispuesto a proteger a Merle con el manto de Esculapio, hasta cierto punto. O quizá pensaría que le resultaría mejor para el futuro desahogar lo que tuviera en el pecho, fuera lo que fuere.
Volví a la silla ocupada por el cadáver, apreté los dientes y tomé un mechón de sus cabellos para apartar su cabeza del respaldo. La bala le había entrado por la sien. El escenario podía adecuarse a un suicidio. Pero las personas como Vannier no se suicidan. Un chantajista, incluso un chantajista asustado, tiene una sensación de poder y eso le agrada.
Solté la cabeza y la dejé ir donde quisiera y me incliné para frotarme la mano contra la alfombra. Al agacharme vi el ángulo del marco de un cuadro debajo del estante inferior de la mesa que Vannier tenía a un costado. Di un rodeo a ésta y lo tomé con un pañuelo.
El vidrio estaba rajado. Se había caído de la pared. Alcancé a ver el pequeño clavo. Deduje cómo había ocurrido eso. Alguien colocado a la derecha de Vannier, quizás inclinado sobre él, alguien a quien conocía y no temía, había desenfundado súbitamente un arma y le había disparado un tiro en la sien derecha. Y entonces, sorprendido por la sangre o como resultado del recular del revólver, el asesino había saltado contra la pared y había derribado el cuadro. Éste había caído debajo de la mesa. Y el asesino había sido bastante cauteloso o había estado demasiado asustado y no lo había tocado.
Lo miré. Era un pequeño cuadro, desprovisto de todo interés. Un tipo con jubón y calcetines largos, con encaje sobresaliendo de sus mangas y con uno de esos sombreros de terciopelo, redondos e hinchados, con una pluma. Estaba asomado a una ventana, muy inclinado hacia fuera y aparentemente llamaba a alguien que estaba abajo. Esta parte de abajo no aparecía en el cuadro. Era una reproducción en color de algo que nunca había sido necesario.
Miré a mi alrededor. Había otros cuadros, dos acuarelas bastante buenas, grabados… Este año los grabados están pasados de moda, ¿o acaso no? Media docena en total. Bien, quizás al tipo le gustaban los cuadros. ¿Qué importancia tenía eso? Un hombre asomándose por una ventana alta. Mucho tiempo atrás.
Miré a Vannier. Él no podía ayudarme. Un hombre asomado a una ventana alta, mucho tiempo atrás.
Al principio el toque de la idea fue tan liviano que casi lo perdí. Apenas el roce de una pluma. O de un copo de nieve. Una ventana alta, un hombre asomado… mucho tiempo atrás.
Entró en su lugar. Estaba tan caliente que hervía. Fuera de una ventana alta, hacía mucho tiempo… hacía ocho años… un hombre asomado… demasiado… un hombre que cae… hacia su muerte. Un hombre llamado Horace Bright.
—Señor Vannier —dije, con un tono de admiración—, esta parte la jugó muy bien.
Di vuelta al cuadro. Sobre la parte posterior había escritas fechas y cantidades de dinero. Fechas de los últimos ocho años, cantidades en su mayoría de quinientos dólares, unas pocas de setecientos cincuenta dólares, dos de mil dólares. Las sumas estaban escritas con números pequeños, y el total ascendía a once mil dólares. El señor Vannier no había recibido el último pago. Había caído muerto cuando había llegado. No era cantidad grande de dinero, repartida en ocho años. La cliente del señor Vannier había discutido mucho.
El cartón del dorso estaba adherido al marco con púas de acero para discos. Dos de ellas se habían caído. Separé el cartón, para lo cual tuve que romperlo un poco. Entre el mismo y el cuadro había un sobre blanco. Cerrado, sin ninguna anotación. Lo abrí. Contenía dos fotografías cuadradas y un negativo. Aquéllas eran idénticas. Mostraban a un hombre asomado demasiado afuera por una ventana, con la boca abierta y gritando. Sus manos estaban sobre el borde de los ladrillos del antepecho. Detrás de su hombro se veía una cara de mujer.
Era un hombre delgado, moreno. Su rostro no estaba muy claro, ni tampoco el de la mujer colocada detrás de él. Estaba asomándose por la ventana y gritando o llamando la atención.
Tenía la fotografía delante de mí. Y sin embargo no tenía ningún significado. Sabía que debía tenerlo.
El hombre no se estaba asomando. Se caía.
Guardé todo nuevamente en el sobre, doblé el cartón y también lo metí en mi bolsillo, junto con el sobre. Oculté el marco, el vidrio y el cuadro en un armario, debajo de unas toallas.
Un coche se detuvo frente a la casa. Oí pisadas que se acercaban. Me oculté detrás de las cortinas de la arcada.