El doctor Cari Moss era un hombre robusto con un bigote al estilo Hitler, ojos saltones y la calma de un glaciar. Dejó el sombrero y el maletín en una silla, se adelantó y miró a la muchacha acostada sobre el sofá.
—Soy el doctor Moss —dijo él—. ¿Cómo se encuentra usted?
—¿No es de la Policía? —inquirió ella.
Él se inclinó, le tomó el pulso y luego se irguió y observó la respiración.
—¿Dónde le duele, señorita…?
—Davis —informé—. Merle Davis.
—Señorita Davis.
—No me duele nada —contestó ella, mirándolo—. Ni… ni siquiera sé por qué estoy así acostada. Pensé que usted era un policía. Maté a un hombre.
—Bien, ése es un impulso humano normal —dijo él sin sonreír—. Yo maté a docenas.
Ella levantó el labio y giró la cabeza.
—Usted sabe que no tiene por qué hacer eso —afirmó él, muy delicadamente—. Usted siente una contracción nerviosa aquí y allá, y la aumenta y la dramatiza. Si lo desea, puede controlarla.
—¿De veras? —susurró ella.
—Si lo desea —repitió él—. No es necesario. De todos modos, no tiene importancia. No duele nada, ¿eh?
—No —contestó ella, meneando la cabeza.
Él le palmeó el hombro y pasó a la cocina. Yo lo seguí. Se apoyó contra la pileta y me dirigió una fría mirada.
—¿Cuál es la historia? —preguntó.
—Es la secretaria de una clienta. Una señora Murdock de Pasadena. La clienta es bastante bruta. Hace aproximadamente ocho años, un hombre quiso conquistar a Merle. No sé por qué métodos. Entonces… no quiero decir inmediatamente, sino aproximadamente en ese momento, él se cayó o saltó por una ventana. Desde entonces ella no puede tolerar que ningún hombre la toque… ni en la forma más inocente.
—Ajá —murmuró, y sus ojos saltones siguieron escrutando mi rostro—. ¿Ella cree ser la responsable de que ese hombre haya saltado por la ventana?
—No lo sé. La señora Murdock es la viuda de ese hombre. Volvió a casarse y su segundo esposo también murió. Merle se quedó con ella. La vieja la trata como algunos padres torpes tratan a una criatura malcriada.
—Ya entiendo. Regresiva.
—¿Qué es eso?
—Crisis emocional, y el subconsciente trata de huir a la niñez. Si la señora Murdock la riñe bastante, pero no demasiado, eso aumentará su tendencia. Identificación de la subordinación infantil con la protección infantil.
—¿Tenemos que hablar de eso? —gruñí.
—Oiga, compañero —dijo, con una sonrisa tranquila—. La chica es obviamente una neurótica. En parte eso es inducido y en parte es deliberado. Quiero decir que goza con ello. Aunque no se dé cuenta de ello. Sin embargo, eso no tiene una importancia inmediata.
—¿Y esa afirmación de que mató a un hombre?
—Se trata de un hombre llamado Vannier, que vive en Sherman Oaks. Parece que había chantaje. Merle debía llevarle dinero, periódicamente. Le temía. He visto al tipo. Un individuo desagradable. Ella fue a visitarlo esta tarde y dice que lo mató.
—¿Por qué?
—Afirma que no le gustó la forma en que le sonreía.
—¿Con qué lo mató?
—Tenía una pistola en el bolso. No me pregunte el motivo. No lo sé. Pero si lo mató, no fue con eso. El arma tiene un proyectil de otro calibre en la recámara. No puede ser disparada en esas condiciones. Además, no fue disparada.
—Esto es demasiado complicado para mí —comentó—. No soy más que un médico. ¿Qué quiere que haga con ella?
—Además —continué, sin hacer caso de la pregunta—, ella dice que la lámpara estaba encendida, y eran las cinco y media de una hermosa tarde de verano. Y el tipo tenía puesto el pijama y había una llave en la cerradura de la puerta. Y él no se levantó para hacerla entrar. Se quedó sentado con una especie de sonrisa en los labios.
—Oh —exclamó e hizo un ademán con la cabeza. Metió un cigarrillo entre sus gruesos labios y lo encendió—. Si espera que le diga si ella cree verdaderamente que lo mató, no puedo hacerlo. A través de su descripción, deduzco que el hombre ya estaba muerto, ¿verdad?
—Yo no estuve allí. Pero eso parece obvio.
—Si ella supone que lo mató y no está fingiendo…, ¡y cielos, cómo fingen estas personas!, eso significa que la idea no fue nueva para ella. Dice que ella llevaba una pistola. Quizá tenga un complejo de culpa. Quiere ser castigada, quiere expiar un crimen real o imaginario. Nuevamente le pregunto qué desea que haga con ella. No está enferma, no está loca.
—No volverá a Pasadena.
—¡Oh! —exclamó, y me miró con curiosidad—. ¿Tiene familia?
—En Wichita. El padre es veterinario. Lo llamaré, pero ella tendrá que permanecer aquí esta noche.
—No sé qué decir. ¿Ella confía en usted como para pasar la noche en su departamento?
—Vino por propia voluntad, y no de visita. Supongo que confía en mí.
Él se encogió de hombros y tiró de los bordes de su tosco bigote negro.
—Bien, le daré un calmante y la acostaremos en la cama. Y usted podrá pasearse por el cuarto luchando con su conciencia.
—Tengo que salir —dije—. Debo ir allí a ver qué ocurrió. Y ella no puede permanecer sola aquí. Y ningún hombre, ni siquiera un médico, la acostará en la cama. Llame a una enfermera. Yo dormiré en otra parte.
—Phil Marlowe —comentó—. El Galahad apolillado. Muy bien. Me quedaré aquí hasta que llegue la enfermera.
Volvimos a la sala y telefoneamos al Registro de Enfermeras. Luego él llamó a su esposa. Mientras lo hacía, Merle permaneció sentada en el sofá, con las manos entrelazadas sobre la falda.
—No sé por qué la lámpara estaba encendida —dijo ella—. La casa no estaba oscura. No tan oscura.
—¿Cuál es el nombre de su padre?
—Wilbur Davis. ¿Por qué?
—¿Quiere comer algo?
—Eso quedará para mañana —intervino el médico desde el teléfono—. Probablemente éste no sea más que un momento de calma —terminó su llamada, colgó el auricular, fue hasta su maletín y volvió con un par de cápsulas amarillas en la mano, sobre un trozo de algodón. Trajo un vaso de agua, le pasó las píldoras y le dijo—: Tráguelas.
—No estoy enferma, ¿verdad? —preguntó, mirándolo.
—Trague, chiquilla, trague.
Ella las tomó, se las puso en la boca, aceptó el vaso de agua y bebió.
Me puse el sombrero y salí.
Mientras bajaba en el ascensor recordé que en su bolso no había encontrado llaves, de modo que descendí en la planta baja y me dirigí hacia la puerta de Bristol Avenue. No me resultó difícil hallar el coche. Estaba pésimamente aparcado a medio metro de la acera. Era un convertible «Mercury» gris, y su número de patente era 2X1111. Recordé que era el número del coche de Linda Murdock.
Un llavero de cuero colgaba de la cerradura. Subí al convertible, puse en marcha el motor, comprobé que tenía bastante gasolina, y partí. Era un cochecito muy veloz. En Cahuenga Pass tuvo las alas de un pájaro.