Cuando hice girar la llave de mi puerta y entré, vi que Shaw ya se estaba levantando del sofá. Era un hombre alto, con gafas y alta cabeza calva que producía la impresión de que sus orejas hubieran resbalado hacia abajo.
La muchacha estaba sentada en mi sillón, detrás de la mesa de ajedrez. No hacía nada. Se limitaba a estar allí, sentada.
—Ah, por fin llegó, señor Marlowe… —exclamó Shaw—. Sí, efectivamente. La señorita Davis y yo mantuvimos una conversación muy interesante. Le estaba hablando que originariamente procedo de Inglaterra. Ella no… eh… no me dijo de dónde procede ella —agregó, cuando ya estaba a mitad de camino hacia la puerta.
—Ha sido usted muy amable, señor Shaw.
—De ningún modo —canturreó él—. De ningún modo. Y ahora me iré. Posiblemente mi cena…
—Es usted muy gentil —insistí—. Le estoy muy agradecido.
Hizo una inclinación de cabeza y salió. El extraño brillo de su sonrisa pareció flotar en el aire después que la puerta se cerró.
—Hola —saludé.
—Hola —respondió ella. Su tono era muy sereno, muy serio. Tenía puestos una chaqueta y una falda de hilo marrón, un sombrero de paja de ala ancha y copa baja, con una cinta marrón de terciopelo que hacía juego perfectamente con sus zapatos y con los bordes de cuero de su bolso de hilo. El sombrero estaba inclinado en un ángulo demasiado atrevido para ella. No usaba gafas.
Si exceptuaba su rostro, su aspecto no habría llamado la atención. En primer lugar sus ojos tenían una expresión extraña. Se veía demasiado campo blanco alrededor de todo el iris, y en ellos había una mirada obsesionada. Cuando se movían lo hacían de una forma tan rígida que casi se podía oír un crujido. Su boca se había convertido en una línea apretada en las comisuras, pero la parte central de su labio superior se levantaba sobre los dientes, hacia arriba y afuera, como si finos hilos adheridos a él lo tironearan. Subía tanto que parecía imposible, y entonces toda la parte inferior de su rostro sufría un espasmo, y cuando éste terminaba su boca quedaba perfectamente cerrada, y luego el proceso se reiniciaba lentamente. Además de esto, algo raro ocurría con su cuello, de modo que su cabeza era atraída lentamente hacia la izquierda aproximadamente en un cuarto de circunferencia. Ahí se detenía, el cuello se contraía y la cabeza volvía a deslizarse hasta el punto originario.
La combinación de estos dos movimientos, sumados a la inmovilidad de su cuerpo, las manos fuertemente entrelazadas sobre las rodillas y la mirada fija de sus ojos bastaban para crispar los nervios de cualquier persona.
Había una lata de tabaco sobre el escritorio. Entre ella y su silla estaba la mesa de ajedrez con las piezas en la caja. Saqué la pipa de mi bolsillo y me acerqué a llenarla de la lata de tabaco. Esta actitud me puso del otro lado de la mesa de ajedrez. Su bolso estaba sobre el borde de la mesa, frente a ella y a su costado. Se sobresaltó cuando me acerqué, pero después estuvo como antes; hasta que hizo un esfuerzo por sonreír.
Llené la pipa, froté una cerilla de papel, la encendí y permanecí allí, sosteniendo la cerilla después de haberla apagado.
—No tiene puestas sus gafas —comenté.
Ella habló. Su voz era tranquila, controlada.
—Oh, las uso sólo en la casa y para leer. Están en mi bolso.
—Ahora está en la casa —dije—. Debería ponérselas.
Tomé despreocupadamente el bolso. Ella no se movió. No miró mis manos. Sus ojos estaban fijos en mi rostro. Giré el cuerpo un poco cuando abrí el bolso. Saqué el estuche de las gafas del interior y lo deposité sobre la mesa.
—Póngaselas —indiqué.
—Oh, sí, me las pondré —respondió—. Pero creo que tendré que quitarme el sombrero…
—Sí, quíteselo —dije.
Mientras ella hacía esto, saqué la pistola de su bolso y la metí en el bolsillo trasero de mi pantalón. No creo que me viera. Parecía ser la misma automática «Colt» calibre 25 con la culata de nogal que había visto en el cajón superior de la derecha de su escritorio el día anterior.
—Bien, ya estamos aquí —manifesté, volviendo al sofá y sentándome en él—. ¿Qué quiere que hagamos ahora? ¿Tiene apetito?
—Estuve en la casa del señor Vannier —dijo.
—Oh.
—Vive en Sherman Oaks. En el extremo de Escamillo Drive. Precisamente al fondo.
—Probablemente —respondí sin saber por qué, y traté de lanzar una voluta de humo, pero no lo conseguí. En mi mejilla un nervio estaba empezando a vibrar como una cuerda. Eso no me gustaba.
—Sí —continuó ella, con su voz monótona, mientras su labio superior seguía sufriendo sus extrañas crispaciones y su mentón giraba para volver luego a su posición primitiva—. Es un lugar muy tranquilo. Ya hace tres años que el señor Vannier vive ahí. Antes vivía en las colinas de Hollywood, en Diamond Street. Otro hombre compartía su departamento, pero no se llevaban bien, según explicó el señor Vannier.
—Creo comprender eso también —respondí—. ¿Cuánto hace que conoce al señor Vannier?
—Ocho años. No lo conozco muy bien. He tenido que llevarle un paquete… periódicamente. A él le gustaba que lo entregara personalmente.
Volví a probar la voluta de humo. Inútil.
—Naturalmente, nunca le tuve mucha simpatía —agregó—. Temía que él… temía…
—Pero no lo hizo —la interrumpí.
Por primera vez su rostro adquirió una expresión humana y natural: sorpresa.
—No —contestó—. No lo hizo. Verdaderamente no lo hizo. Pero tenía puesto el pijama.
—Descansaba —expliqué—. Pasaba toda la tarde con el pijama puesto. Bien, hay tipos que gozan de toda clase de suerte, ¿no le parece?
—Uno tiene que saber algo —afirmó seriamente—. Algo que haga que la gente le pague dinero. La señora Murdock se ha portado estupendamente conmigo, ¿no es cierto?
—Ya lo creo —respondí—. ¿Cuánto le llevaba hoy al señor Vannier?
—Nada más que quinientos dólares. La señora Murdock dijo que no disponía de más y en realidad tampoco podía pagar esa cantidad. Dijo que eso tendría que terminar. No podía seguir. El señor Vannier siempre prometía que terminaría, pero nunca cumplió.
—Siempre proceden así.
—Sólo quedaba una solución. En realidad, hace años que lo sé. Yo soy la culpable, y la señora Murdock ha sido muy buena conmigo. No podía colocarme en una situación peor de la que estaba, ¿no es cierto?
Levanté la mano y me froté fuertemente la mejilla, para calmar el nervio. Ella se olvidó de que no le había contestado y siguió hablando:
—Por eso lo hice. Estaba vestido con el pijama, con un vaso junto a él. Me sonreía burlonamente. Ni siquiera se puso en pie para hacerme entrar. Pero había una llave en la puerta de entrada. Alguien la había dejado allí. Estaba… estaba… —la voz se atascó en su garganta.
—Estaba en la puerta —dije—. Y así pudo entrar.
—Sí —asintió ella, y nuevamente pareció sonreír—. En realidad no hay mucho que agregar. Ni siquiera recuerdo haber oído el ruido. Pero tiene que haberlo habido, naturalmente. Un ruido muy fuerte.
—Supongo que sí.
—Me acerqué mucho a él, para no errar —explicó ella.
—¿Y qué hizo el señor Vannier?
—No hizo nada. Pareció seguir burlándose. Bien, eso es todo. No quise volver a la casa de la señora Murdock y crearle más problemas. A ella y a Leslie —su voz bajó de tono al pronunciar el nombre y permaneció suspendida, y un tenue estremecimiento le recorrió el cuerpo—. Por eso vine aquí —agregó—. Y cuando usted no contestó al timbre, encontré la oficina y le pedí al encargado que me dejase entrar para esperarlo. Pensé que usted sabría lo que se debe hacer.
—¿Y qué tocó en la casa mientras estuvo allí? —pregunté—. ¿Puede recordarlo? Quiero decir, además de la puerta de entrada. ¿Se limitó usted a entrar y salir de la casa sin tocar nada dentro?
Ella pensó un momento, y su rostro dejó de contraerse.
—Oh, recuerdo una cosa. Apagué la luz. Antes de irme. Era una lámpara. Una de esas lámparas que iluminan hacia arriba. La apagué.
Asentí y le sonreí. Una sonrisa, Marlowe, alegría.
—¿A qué hora ocurrió esto…, hace cuánto tiempo?
—Oh, antes que viniese acá. Vine en coche. Usé el de la señora Murdock. Ése acerca del cual usted me interrogó ayer. Me olvidé de decirle, que ella no se lo llevó cuando se fue. ¿O se lo dije? Sí, ahora recuerdo que se lo dije.
—Veamos —murmuré—. De todos modos tardó media hora en llegar aquí. Hace aproximadamente una hora que está en mi departamento. Entonces salió aproximadamente a las cinco y media de la casa del señor Vannier. Y apagó la luz.
—Efectivamente —respondió, y volvió a asentir, muy animadamente. Satisfecha por haberlo recordado—. Apagué la luz.
—¿Quiere beber algo? —le pregunté.
—Oh, no —exclamó, meneando fuertemente la cabeza—. Nunca bebo nada.
—¿Tiene inconveniente en que beba yo?
—De ninguna manera.
Me puse en pie, y la estudié fijamente. Su labio seguía subiendo y su cabeza girando, pero ya no tanto. Era como un ritmo que se estuviese apagando.
Era difícil saber hasta qué punto debía llegar. Quizá cuanto más hablase mejor sería. Nadie sabe mucho acerca del tiempo de absorción de una crisis.
—¿Dónde está su casa? —inquirí.
—Yo… vivo con la señora Murdock. En Pasadena.
—Me refiero a su verdadero hogar. Donde está su familia.
—Mis padres viven en Wichita —explicó—. Pero yo no voy nunca allí. A veces escribo, pero hace años que no les veo.
—¿A qué se dedica su padre?
—Tiene un hospital para gatos y perros. Es veterinario. Espero que no tengan que enterarse. No supieron lo que ocurrió en la otra ocasión. La señora Murdock se lo ocultó a todos.
—Quizá no tengan que saberlo tampoco ahora… —respondí—. Voy a beber algo.
Di un rodeo por atrás de la silla, fui a la cocina y me preparé un cóctel que era un cóctel. Lo bebí de un trago y saqué la pequeña pistola de mi bolsillo trasero. Vi que tenía puesto el seguro. Olí el cañón, saqué el cargador. Había un proyectil en la recámara, pero era una de esas armas que no disparan cuando no tienen puesto el cargador. La coloqué en forma tal que pude mirar dentro de la recámara. El proyectil colocado en la misma era de otro calibre y estaba atascado. Parecía un calibre 32. Los que estaban en el cargador eran del tamaño apropiado. Armé nuevamente la automática y volví a la sala.
No había oído ningún ruido. Ella se había deslizado hacia delante, y estaba caída frente al sillón, sobre su lindo sombrero. Estaba desmayada.
La estiré un poco y le quité las gafas y me aseguré de que no se asfixiaba con la lengua. Introduje mi pañuelo doblado por la comisura de la boca para que tampoco se la mordiese al volver en sí. Fui hasta el teléfono y llamé a Cari Moss.
—Habla Phil Marlowe, doctor. ¿Tiene más pacientes o ya ha terminado?
—Terminé —contestó—. Iba a salir. ¿Ocurre algo?
—Estoy en mi casa —expliqué—. Departamento Bristol cuatro-cero-ocho, si es que no lo recuerda. Aquí tengo a una chica que acaba de desmayarse. No me asusta el desvanecimiento, sino que temo que cuando despierte esté desequilibrada.
—No le dé alcohol. Ahora salgo para allá.
Colgué el auricular y me arrodillé junto a ella. Empecé a frotarle las sienes. Abrió los ojos. Su labio empezó a levantarse. Le quité el pañuelo de la boca. Ella me miró y dijo:
—Estuve en casa del señor Vannier. Vive en Sherman Oaks. Yo…
—¿Tiene inconveniente en que la alce y la deposite sobre el sofá? Usted me conoce… Soy Marlowe, el monigote que siempre anda preguntando lo que no debe.
—Hola —murmuró ella.
La levanté. Se puso rígida, pero no protestó. La deposité sobre el sofá y estiré la falda sobre sus piernas y le puse una almohada debajo de la cabeza y levanté su sombrero. Parecía una torta. Hice todo lo posible para volver a armarlo y lo dejé sobre el escritorio.
Ella me miraba por el rabillo del ojo mientras hacía esto.
—¿Llamó a la Policía? —preguntó con voz suave.
—Todavía no —contesté—. Estuve demasiado ocupado.
Ella pareció sorprendida. No estuve muy seguro, pero tuve la impresión de que también se sintió un poco herida.
Abrí el bolso y le volví la espalda, para guardar nuevamente el arma en él. Mientras lo hacía, miré lo que guardaba allí. Las cosas de siempre, un par de pañuelos, lápiz labial, una polvera de plata y esmalte rojo, un monedero con cambio y billetes de un dólar.
No había cigarrillos ni cerillas ni entradas para el teatro.
Abrí el compartimiento del fondo, que tenía un cierre automático. Allí estaba su permiso de conducir y un fajo de billetes, diez de cincuenta. Los revisé. Ninguno de ellos era nuevo. Debajo de la goma que los ajustaba había un papel doblado. Lo saqué, lo abrí y lo leí. Estaba cuidadosamente escrito a máquina, con fecha de ese día. Era un recibo común, y una vez firmado, comprobaría la entrega de quinientos dólares. «Pago a Cuenta».
Parecía que ahora nadie lo firmaría. Guardé el dinero y el recibo en mi bolsillo. Cerré el bolso y miré hacia el sofá.
Ella estaba mirando hacia el cielo raso y repitiendo las contracciones con su rostro. Fui al dormitorio y saqué una manta para echarle encima.
Luego pasé a la cocina para llenar otro vaso.