Toberman Street. Una calle ancha y polvorienta, alejada de Pico. El número 1354, B, correspondía un departamento de un primer piso que miraba hacia el Sur, en un edificio blanco y amarillo, de madera. La puerta de entrada estaba en el porche, junto a otra marcada 1352, B. Las entradas a los departamentos bajos estaban en ángulo recto, una frente a la otra a lo ancho del porche. Seguí tocando el timbre, aun después de convencerme de que nadie respondería. En un barrio como ése siempre hay un curioso, experto en husmear a sus vecinos.
La puerta del 1354 A, no tardó en abrirse, y una mujer menuda y de ojos brillantes asomó la cabeza. Su pelo negro había sido lavado y ondulado y estaba convertido en una masa intrincada de horquillas.
—¿Busca a la señora Teager? —preguntó con voz chillona.
—Al señor o a la señora.
—Anoche se fueron de vacaciones. Cargaron las maletas y salieron tarde. Me pidieron que suspendiera la leche y el diario. No disponían de mucho tiempo. Fue un viaje un poco súbito.
—Gracias. ¿Qué clase de coche tienen?
El enternecedor diálogo de una novela de la radio llegó desde el interior de la casa y se estrelló contra mi rostro como una toalla mojada.
—¿Usted es amigo de ellos? —preguntó la mujer de ojos brillantes, y en su voz la desconfianza estaba tan manifiesta como la cursilería lo estaba en la radio.
—No tiene importancia —dije con tono recio—. Todo lo que queremos es nuestro dinero. Hay muchas formas de averiguar qué coche llevaron.
La mujer inclinó la cabeza, escuchando.
—Ésa es Beula May —me informó con una sonrisa triste—. No quiere ir al baile con el doctor Byers. Era lo que yo me temía.
—Oh, diablos —exclamé, y volví a mi coche y guié hasta Hollywood.
La oficina estaba vacía. Abrí la habitación interior, levanté las persianas y me senté.
Otro día que llegaba a su fin, con la atmósfera opaca y cansada, con el pesado rumor de los vehículos que pasaban por la avenida mientras Marlowe bebía whisky en su oficina y revisaba la correspondencia. Cuatro anuncios; dos facturas; una linda postal en colores de un hotel de Santa Rosa donde me había alojado durante cuatro días el año anterior, mientras me ocupaba de un caso; una carta larga y mal escrita a máquina de un tipo llamado Peabody, de Sausalito, quien, en términos generales y un poco oscuros me informaba que una muestra de la escritura de un sospechoso revelaría, una vez sometida al análisis de Peabody, las íntimas características emocionales del individuo, clasificadas de acuerdo con los sistemas de Freud y Jung.
En el interior había un sobre franqueado y con el domicilio ya escrito. Mientras arrancaba el sello y tiraba la carta y el sobre, tuve la visión de un patético viejo de cabellos largos, sombrero negro de felpa y corbata negra de lazo meciéndose en un porche raquítico frente a una ventana escrita, mientras por la puerta que tenía a su costado salía el olor de jamones y repollo.
Suspiré, volví a rescatar el sobre, escribí su nombre y domicilio en otro, doblé un billete de un dólar dentro de una hoja de papel y escribí sobre la misma: «Convénzase de que ésta es la última contribución». Firmé con mi nombre, cerré el sobre, le pegué un sello y me serví otro vaso.
Llené la pipa y la encendí, y me senté a fumar. Nadie entró, nadie llamó, nadie pasó, a nadie le importó si yo me moría o me iba a El Paso.
El murmullo del tránsito se apagó poco a poco. El cielo perdió su resplandor. Al Oeste debía estar rojo. Un cartel luminoso temprano se encendió a una manzana de allí diagonalmente por encima de los techos. El ventilador traqueteaba monótonamente en la pared de un café del callejón. Un camión fue cargado, dio marcha atrás y se alejó bramando por la avenida.
Por fin sonó el teléfono. Levanté el auricular y la voz dijo:
—¿Señor Marlowe? Habla el señor Shaw, del Bristol.
—Sí, señor Shaw. ¿Cómo se encuentra?
—Muy bien, gracias, señor Marlowe. Espero que usted también esté bien. Aquí hay una señorita que pide que la dejen entrar en su departamento. No sé el motivo.
—Yo tampoco, señor Shaw. No di ninguna orden al respecto. ¿Dio su nombre?
—Oh, sí. Se llama Davis. Merle Davis. Está…, ¿cómo podría explicarlo…?, al borde de la histeria.
—Déjela entrar —exclamé inmediatamente—. Estaré allí dentro de diez minutos. Es la secretaria de una clienta. Es una cuestión de negocios.
—Naturalmente. Oh, sí. ¿Quiere… eh… que me quede con ella?
—Como a usted le parezca —contesté y corté la comunicación.
Al pasar frente a la puerta abierta del lavabo vi un rostro rígido por la excitación reflejado en el espejo.