25

En el vestíbulo del Edificio Belfont, en el único ascensor que tenía la luz encendida, sobre un trozo de lona doblada, estaba sentada inmóvil la misma reliquia de ojos húmedos mostrando la imitación de un hombre olvidado.

—Sexto —dije, entrando a la caja y colocándome a su lado.

El ascensor se puso bruscamente en movimiento e inició la trabajosa marcha. Se detuvo en el sexto, yo salí y el viejo se asomó fuera de la caja para escupir y habló con voz opaca.

—¿Qué ocurre?

Giré rígidamente, como un muñeco sobre una plataforma rotatoria. Lo miré.

—Hoy lleva un traje gris —comentó.

—Efectivamente —respondí—. Sí.

—Es lindo —manifestó—. También me gustaba el azul que llevaba ayer.

—Continúe —dije—. Hable hasta el final.

—Usted subió hasta el octavo —afirmó—. Dos veces. La segunda fue más tarde. Llamó al ascensor desde el sexto. Poco después llegaron los muchachos vestidos de azul.

—¿Alguno de ellos está ahora arriba?

Meneó la cabeza. Su rostro estaba tan vacío como un terreno baldío.

—No les conté nada —respondió—. Ahora es demasiado tarde para hablar de eso. Me comerían las tripas.

—¿Por qué?

—¿Por qué no se lo conté? Al diablo con ellos. Usted me habló con amabilidad. Muy poca gente hace eso. Diablos, yo sabía que usted no tuvo nada que ver con el asesinato.

—Lo juzgué mal —dije—. Muy mal.

Saqué una tarjeta y se la pasé. Él sacó del bolsillo unas gafas con montura metálica, las acomodó sobre la nariz y mantuvo la tarjeta a treinta centímetros de ellas. La leyó lentamente, moviendo los labios, me miró por encima de las gafas y me devolvió el rectángulo de cartón.

—Será mejor que la guarde —murmuró—. Por si me descuido y se me cae. Supongo que la suya debe ser una vida muy interesante.

—Sí y no. ¿Cómo se llama usted?

—Grandy. Llámeme Abuelo. ¿Quién lo mató?

—No lo sé. ¿Vio a alguien que subiera o bajara… alguien que pareciera fuera de lugar en este edificio o que le resultara desconocido?

—No me fijo en muchas cosas —contestó—. A usted lo vi por casualidad.

—Una rubia alta, por ejemplo, o un hombre alto y delgado, con patillas, de unos treinta y cinco años.

—No.

—Todo el que subiese o bajase tendría que viajar en el ascensor.

—Sí —asintió él con un gesto—. A menos que hubiese usado la escalera de incendios. Ésta desemboca en un callejón, donde hay una puerta con candado. La persona tendría que haber entrado por ese lado, pero hay escaleras detrás del ascensor hasta el segundo piso. Desde ahí se puede pasar a la escalera de incendios. Eso es todo.

—Señor Grandy —dije—. ¿Aceptaría usted cinco dólares, no como un soborno, sino como una muestra de aprecio de un sincero amigo?

—Hijo, los cinco dólares los usaría tan rápido que la barba de Lincoln quedaría empapada de sudor.

Le pasé el billete y lo miré de reojo. Efectivamente, tenía la efigie de Lincoln.

Lo dobló varias veces y lo guardó en las profundidades de su bolsillo.

—Usted es muy amable —manifestó—. Espero que no haya pensado que lo hacía por dinero.

Meneé la cabeza y me encaminé por el corredor leyendo nuevamente los nombres: «Doctor E. J. Blaskowitz, especialista quiropráctico»; «Dalton y Rees, copias a máquina»; «L. Pridview, contador público». Cuatro puertas sin letrero. «Mensajerías Moss». Otras dos puertas sin letrero. «H. R. Teager, laboratorios dentales». Estaba igual que las oficinas de Morningstar dos pisos más arriba, pero las habitaciones estaban dispuestas de forma distinta. Teager tenía una sola puerta y había más espacio, de pared entre ésta y la siguiente.

El picaporte no giró. Golpeé. No obtuve respuesta. Golpeé con más fuerza, con idéntico resultado. Volví al ascensor. Seguía en el sexto piso. El abuelo Grandy me miró mientras me acercaba, como si nunca me hubiera visto antes.

—¿Sabe algo acerca de H. R. Teager? —le pregunté.

—Corpulento, maduro, ropas gastadas, uñas sucias como las mías. Ahora que lo pienso, hoy no lo vi.

—¿Cree que el encargado me dejaría entrar a su oficina para echar un vistazo?

—El encargado es muy curioso. No se lo aconsejo.

Giró la cabeza muy lentamente y miró a un costado de la caja. Sobre su cabeza una llave grande colgaba de un anillo de metal. Una llave maestra. Grandy volvió la cabeza a su posición normal, se levantó del taburete y dijo:

—Precisamente en este momento tengo que ir al baño.

Fue. Cuando la puerta se cerró tras de él, saqué la llave del ascensor y volví a la oficina de H. R. Teager, abrí la puerta y entré.

Dentro encontré una pequeña antesala, sin ventanas, en la que, cuando la amueblaron, se habían ahorrado muchos gastos. Dos sillas, un cenicero de pie de alguna taberna de ínfima categoría, una lámpara de pie sacada del sótano de alguna droguería, una mesa de madera barata sobre la cual había varias revistas viejas. La puerta se cerró automáticamente detrás de mí, y el cuarto se oscureció, exceptuando la poca luz que entraba por el vidrio esmerilado. Tiré de la cadena de la lámpara y me dirigí hacia la puerta interior en la que se leía: «H. R. Teager. Privado». No estaba cerrada con llave.

Dentro encontré una oficina cuadrada con dos ventanas sin cortinas, orientadas hacia el Este, y antepechos muy sucios. Había un sillón giratorio y dos sillas de respaldo recto, ambas de madera barata, y también había un escritorio chato y cuadrangular. Encima de éste no había nada, excepto un viejo secante y un tintero ordinario, y un cenicero redondo de vidrio con cenizas de cigarro en su interior. Los cajones del escritorio contenían algunos formularios polvorientos, unos pocos ganchos de alambre, gomas, lápices gastados, plumas, secantes usados, dos sellos de dos centavos y algunos papeles con membrete, sobres y talonarios de facturas.

El cesto de los papeles estaba lleno de desperdicios. Empleé casi diez minutos en la detenida revisión del contenido. Después de este lapso quedé convencido de algo en lo que había pensado antes; H. R. Teager tenía un pequeño negocio para varios dentistas de barrios poco prósperos de la ciudad, dentistas de esos que tienen consultorios pobres en los segundos pisos de las tiendas, y a los que les falta tanto la habilidad como los elementos para realizar su propio trabajo de laboratorio, trabajo que prefieren encomendar a hombres como ellos antes que a los grandes y eficientes laboratorios que no les concederían crédito.

Averigüé algo más. El domicilio particular de Teager era Toberman Street 1354, B, según lo leí en un viejo recibo de gas.

Me incorporé, volqué todo nuevamente en el cesto y me dirigí hacia la puerta de madera marcada «Laboratorio». Tenía una cerradura «Yale» nueva y la llave maestra no calzó en ella. Eso era todo. Apagué la lámpara de la antesala y salí.

El ascensor había bajado nuevamente. Lo llamé y cuando llegó pasé junto a Grandy, ocultando la llave, y la colgué sobre su cabeza. El aro tintineó contra los barrotes. El viejo sonrió.

—Se fue —informé—. Debe haber sido ayer por la noche. Me parece que llevó muchas cosas. Su escritorio quedó casi vacío.

—Llevaba dos maletas —asintió Grandy—. Sin embargo, no me fijé en ello. Casi siempre lleva una valija. Creo que va a buscar y entregar trabajos.

—¿Qué clase de trabajos? —pregunté mientras el ascensor bajaba. Ése era un tema de conversación como cualquier otro.

—Dientes que no calzan —respondió el abuelo Grandy—. Para pobres viejos bastardos como yo.

—No se fijó en ello —comenté cuando las puertas se abrieron en el vestíbulo—. Usted no se fijaría en el color del ojo de un colibrí a veinte metros de distancia. No se fijaría mucho.

—¿Qué hizo? —inquirió, sonriendo.

—Iré a su casa a averiguarlo —contesté—. Creo que lo más probable es que haya salido de viaje con rumbo desconocido.

—Cambiaría mi lugar por el de él —murmuró el viejo—. Aunque sólo haya llegado a San Francisco y allá lo detengan, cambiaría mi lugar por el de él.