El altavoz de la pared lanzó un gruñido y una voz dijo:
—KGPL. Probando. —Luego siguió un «clic» y enmudeció.
El teniente detective Jesse Breeze estiró los brazos hacia arriba y bostezó.
—Llega un par de horas tarde, ¿no es verdad? —comentó.
—Sí —contesté—. Pero le dejé a usted un mensaje diciendo que me retrasaría. Tuve que ir al dentista.
—Siéntese.
Tenía un pequeño escritorio desordenado en una de las esquinas de la habitación. Estaba sentado en el ángulo que formaban el escritorio y las paredes. A su izquierda una alta ventana desnuda y a su derecha una pared con un gran calendario a la altura de sus ojos. Los días pasados estaban tachados cuidadosamente con un suave lápiz negro de manera que Breeze, mirando el calendario, sabía exactamente qué día era.
Spangler estaba sentado oblicuamente en un escritorio más pequeño y mucho más ordenado. Tenía un secante verde y un tintero de ónix y un pequeño almanaque de bronce y una concha marina llena de cenizas, cerillas y colillas de cigarrillos. Se encontraba tirando plumas contra el almohadón de un sillón que había apoyado contra la pared, como un lanzador de cuchillos mexicano que practica su puntería sobre un blanco. En esa función era un fracaso. Las plumas se resistían a clavarse.
La habitación tenía ese olor remoto, sin corazón, ni sucio ni limpio, ni lo suficientemente humano que siempre tienen esas habitaciones. Désele al departamento de Policía un edificio nuevo y en tres meses sus habitaciones tendrán ese mismo olor. Debe de haber algo simbólico en ello.
Un reportero policial neoyorquino escribió una vez que cuando uno pasa más allá de las luces verdes del recinto de la estación policial, se sale de este mundo y se entra en un lugar más allá de la ley.
Me senté. Breeze sacó del bolsillo un cigarro envuelto en celofán, y volvió a empezar la rutina con el mismo. Le seguí detalle por detalle y vi que era precisa, sin variantes. Aspiró el humo, apagó la cerilla y exclamó:
—Eh, Spangler.
Spangler volvió la cabeza y Breeze hizo otro ademán. Se sonrieron el uno al otro. Breezer me señaló con el cigarro.
—Mira cómo suda —dijo.
Spangler tuvo que mover sus pies con el fin de girar lo necesario como para verme sudar. Si yo estaba transpirando, no me di cuenta de ello.
—Ustedes son tan simpáticos como un par de pelotas de golf perdidas —comenté—. ¿Cómo diablos lo logran?
—Olvide sus chistes —me interrumpió Breeze—. ¿Estuvo muy atareado esta mañana?
—Bastante —contesté.
Todavía estaba sonriendo. Spangler también seguía sonriendo. Aquello que Breeze parecía saborear era algo que lamentaba tragar.
Por fin carraspeó, dejó que su rostro pecoso adoptara una expresión más seria, volvió la cabeza lo necesario para no mirarme sin por eso dejar de verme, y habló con voz vaga y vacía.
—Hench confesó.
Spangler giró en redondo para observarme. Se inclinó hacia delante sobre el borde de su silla y sus labios quedaron entreabiertos por una sonrisa de éxtasis que era casi indecente.
—¿Que tuvieron que usar con él… un hacha?
—No.
Los dos permanecieron en silencio, mirándome.
—Un italiano —informó Breeze.
—¿Un qué?
—¿Está usted contento? —preguntó Breeze.
—¿Me lo va a contar, o piensa quedarse sentado mostrando su gordura y su satisfacción y viendo lo contento que yo estoy?
—Nos gusta ver a un tipo contento —afirmó Breeze—. Es una oportunidad que no tenemos con frecuencia.
Me metí el cigarrillo en la boca y lo balanceé hacia arriba y abajo.
—Usamos un italiano para hacerlo hablar —explicó Breeze—. Un italiano llamado Palermo.
—Oh, ¿saben una cosa?
—¿Qué?
—Acabo de comprender cuál es el defecto de la conversación entre polizontes.
—¿Cuál?
—Creen que cada una de sus palabras es una revelación.
—¿Quiere enterarse… o se conforma con bromear? —inquirió Breeze.
—Quiero enterarme.
—Pues entonces fue así. Hench estaba borracho. Quiero decir que estaba borracho por dentro, y no sólo en la superficie. Delirantemente borracho. Había estado viviendo así durante semanas. Prácticamente había dejado de comer y dormir. Nada más que alcohol. Había llegado al punto en que el alcohol no le embriagaba, sino que lo mantenía sobrio. Era el último lazo que tenía con el mundo verdadero. Cuando un tipo llega a ese estado y uno le saca la bebida y no le da nada para calmarlo, se convierte en un loco perdido.
Yo no dije nada. Spangler todavía tenía la misma mirada erótica en su cara joven. Breeze golpeó el costado de su cigarro y no cayó ceniza; volviéndolo a poner en su boca, continuó:
—Es un caso psicópata, pero no queremos ningún caso psicopático para nuestro asunto. Lo queremos bien claro. Queremos un tipo que no tenga ningún antecedente psicopático.
—Creí que usted estaba seguro de que Hench era inocente.
—Eso ocurrió anoche —asintió Breeze, con un gesto vago—. O quizá yo estaba bromeando un poco. De todos modos, por la noche se produjo la explosión. Hench perdió el control. Entonces lo llevaron al hospital y lo cargaron de drogas. El médico de la cárcel se encargó de ello. Eso queda entre usted y yo. No habrá drogas en los antecedentes. ¿Me entiende?
—Con demasiada claridad —respondí.
—Sí —murmuró, y pareció desconfiar un poco de mi tono, pero estaba demasiado concentrado en su tema para perder el tiempo con eso—. Bien, esta mañana se encontraba muy bien. La droga todavía seguía haciendo efecto, el tipo estaba pálido pero tranquilo. Fuimos a visitarlo. ¿Cómo marcha todo, muchacho? ¿Necesita algo? ¿Alguna cosita? Se la conseguiremos con mucho gusto. ¿Lo tratan bien aquí? Usted conoce el argumento.
—Sí, lo conozco —contesté.
Spangler se relamió los labios en una forma desagradable.
—Y después de un rato abre la boca lo suficiente como para decir: «Palermo». Ése es el nombre del italiano que tiene la empresa de pompas fúnebres de la acera de enfrente y es dueño de la casa de departamentos. ¿Recuerda? Sí, recuerda. Es el que dijo algo acerca de una rubia alta. Ésas son pamplinas. Esos italianos tienen rubias altas en el cerebro. En grupo de doce. Pero este Palermo es importante. Hice averiguaciones. Ahí tiene todos los votos. Es un tipo al que no se puede atropellar. Bien, yo no pienso atropellarlo. Le digo a Hench: «¿Acaso Palermo es amigo suyo?», y él contesta: «Traigan a Palermo». Entonces volvemos a esta pocilga y le telefoneamos a Palermo y éste promete que vendrá en seguida. Perfectamente. Llega en seguida. Le hablamos así: «Hench quiere verlo, señor Palermo». «No sé por qué. Es un pobre tipo —comenta Palermo—. Un buen tipo. Creo que de confianza. Si quiere verme, no tengo inconveniente. Lo veré. Lo veré a solas. Sin polizontes delante». Yo digo: «Está bien, señor Palermo», vamos al hospital y Palermo habla con Hench y nadie los escucha. Después de un rato, Palermo sale y dice: «Muy bien, polizonte. Confesó. Quizá yo le pague el abogado. Me gusta el pobre tipo». Tal como le cuento.
No hice ningún comentario. Hubo una pausa. El altavoz de la pared pasó un boletín y Breeze irguió la cabeza, escuchó diez o doce palabras y luego dejó de prestarle atención.
—Entonces entramos con un taquígrafo y Hench nos cuenta la historia. Phillips le arrastró el ala a la chica de Hench. Eso ocurrió anteayer, en el pasillo. Hench estaba en el cuarto y lo vio, pero Phillips entró en su departamento y cerró la puerta antes de que Hench pudiera salir. Pero Hench quedó enojado. Le pegó a la muchacha en el ojo. Pero eso no le satisfizo. Empezó a pensar, como piensan los borrachos. Se dijo que ese tipo no podía arrastrarle el ala a su chica. Él se encargaría de darle una lección. Entonces se mantiene alerta para sorprender a Phillips. Ayer por la tarde vio entrar a Phillips en su departamento. Le dijo a la chica que saliese a pasear. Ella no quiso irse, y entonces Hench le pegó en el otro ojo. Entonces ella obedeció. Hench golpeó la puerta de Phillips y éste la abrió. Eso sorprendió un poco a Hench, pero yo le expliqué que Phillips lo esperaba a usted. De todos modos, la puerta se abrió y Hench entró y le dijo a Phillips lo que pensaba y lo que iba a hacer, y Phillips se asustó y sacó la pistola. Hench lo golpeó con una cachiporra. Phillips cayó y Hench no quedó satisfecho. Uno le pega a un tipo con una cachiporra y éste cae, ¿y uno qué tiene? Ni satisfacción ni venganza. Hench levantó la pistola del suelo, y estaba muy borracho y disconforme, cuando Phillips lo tomó por el tobillo. Hench no sabe por qué hizo lo que hizo entonces. Tiene las ideas muy confusas. Arrastró a Phillips al baño y lo liquidó con su propia pistola. ¿Qué le parece eso?
—Me encanta —respondí—. ¿Pero qué satisfacción obtuvo Hench con eso?
—Bien, usted sabe cómo es un borracho. De todos modos, lo liquidó. Como usted sabe ésa no es el arma de Hench, pero no lo puede hacer pasar por un suicidio. Eso no le habría brindado ninguna satisfacción. Entonces Hench se lleva la pistola y la mete debajo de su almohada y toma su propio revólver y se deshace de él. No quiso decirnos dónde lo ocultó. Probablemente se lo pasó a algún granuja del barrio. Entonces se encuentra con su chica y almuerzan.
—Eso fue un toque emocionante —comenté—. Poner la pistola debajo de su almohada. A mí nunca se me hubiese ocurrido la idea.
Breeze se reclinó hacia atrás en su sillón y miró el cielo raso. Spangler, ya terminada la diversión, hizo girar su asiento y tomó un par de plumas y lanzo una contra el almohadón.
—Analícelo en esta forma —continuó Breeze—. ¿Cuál es el efecto de esa treta? Vea cómo lo hizo Hench. Estaba borracho, pero era astuto. Encontró el arma y la mostró antes de que hallasen muerto a Phillips. Primero recibimos la idea de que debajo de la almohada de Hench aparece una pistola que mató a un tipo, o que por lo menos había sido disparada, y luego encontramos el cadáver. Creímos la historia de Hench. Parecía razonable. ¿Qué motivo podíamos tener para pensar que un individuo sería tan tonto para hacer lo que hizo Hench? Carece de sentido. Entonces pensamos que alguien había metido la pistola debajo de la almohada de Hench, se había llevado el arma de éste y la había ocultado. Suponiendo que Hench hubiese escondido el arma criminal en lugar de la suya, ¿su situación habría sido más favorable? En el estado en que se encontraban las cosas, habríamos sospechado de él. Y en esa forma no nos habría hecho concebir una idea previa respecto a él. En la forma que lo hizo, nos llevó a pensar que era un borracho inofensivo que salió de su departamento dejando la puerta abierta, y que alguien lo había hecho cargar con la pistola.
Esperó con su boca apenas abierta, el cigarro frente a ella, sostenido por una dura mano pecosa, y sus pálidos ojos azules llenos de una velada satisfacción.
—Bien —manifesté—, pero si de todos modos iba a confesar, no veo que eso haya sido de mucha utilidad. ¿Tratará de defenderse?
—Naturalmente. Creo que sí. Supongo que Palermo puede sacarlo con una condena de homicidio simple. Pero no puedo estar seguro de eso.
—¿Qué interés tiene Palermo en ayudarlo?
—Le tiene simpatía a Hench. Y Palermo es un tipo al que no se puede atropellar.
—Entiendo —respondí, y me puse de pie. Spangler me miró de reojo, con las pupilas brillantes—. ¿Y la chica?
—No quiere decir nada. Es inteligente. No podemos hacerle nada. Fue un trabajito muy cuidado. Usted no protestaría, ¿verdad? Cualquiera que sea su negocio, seguirá siendo suyo. ¿Me entiende?
—Y la muchacha es una rubia alta —comenté—. No de las más frescas, pero sigue siendo una rubia alta. Aunque una sola. Quizás a Palermo no le importe.
—Diablos, nunca pensé en eso —exclamó Breeze. Lo meditó un momento y lo desechó—. No tiene fundamento, Marlowe. Le falta categoría.
—Limpia y sobria no se puede prever —contesté—. La categoría es algo que se disuelve fácilmente con el alcohol. ¿Era eso todo lo que quería contarme?
—Creo que sí —dijo, e irguió el cigarro en forma tal que me apuntó a los ojos—. Aunque no crea que no me gustaría oír su historia. Pero supongo que no tengo derecho a insistir en eso, tal como se encuentran ahora las cosas.
—Usted es muy amable, Breeze —exclamé—. Y usted también, Spangler. Les deseo que puedan gozar de las cosas más bellas de la vida.
Me miraron salir, los dos con la boca un poco abierta.