Oía pasos que venían hacia mí. Se me llamó por mi nombre pero seguí hasta el medio del living. Entonces me detuve, di media vuelta y le permití aproximarse; jadeante, con sus ojos tratando de saltar por sus gafas y con su tembloroso cabello cobrizo atrapando traviesas lucecillas provenientes de las altas ventanas.
—¡Señor Marlowe! ¡Por favor! Por favor, no se vaya. Ella lo necesita. ¡Se lo aseguro!
—Rayos y truenos. ¿Con qué color se pintó hoy los labios?. Le queda muy bien.
—¡Por favor! —exclamó, tirándome de la manga.
—Al diablo con ella. Dígale que se tire al río. Marlowe también puede enojarse. Dígale que se tire a dos ríos si uno no la aguanta.
Vi su mano sobre mi manga y la palmeé. Ella la retiró rápidamente y pareció sorprendida.
—Por favor, señor Marlowe. Ella está en un aprieto. Le necesita.
—Yo también estoy metido en un lío —gruñí—. Metido hasta las orejas. ¿Por qué llora?
—Oh, yo la quiero mucho. Sé que es brusca y dominante, pero su corazón es de oro puro.
—Al diablo con su corazón también —respondí—. Espero no intimar bastante con ella como para que eso tenga alguna importancia. Es una vieja embustera. Ya la aguanté demasiado. Creo que indudablemente está en un aprieto, pero yo no estoy en un negocio de excavación. Necesito que me cuenten las cosas.
—Oh, estoy segura de que si usted fuese un poco paciente…
Le pasé el brazo por los hombros, sin pensarlo. Ella dio un salto de un metro y sus ojos se encendieron de pánico.
Permanecimos mirándonos el uno al otro, respirando ruidosamente, yo con la boca abierta, como está con demasiada frecuencia, ella con los labios apretados y con un temblor en las pequeñas aletas pálidas de su nariz. Su rostro estaba tan pálido como se lo permitía su escaso y mal aplicado maquillaje.
—Oiga —dije lentamente—. ¿A usted le ocurrió algo cuando era pequeña?
Ella asintió, muy rápidamente.
—Un hombre la asustó, ¿verdad?
Ella volvió a asentir. Se mordió el labio inferior con sus pequeños dientes blancos.
—¿Y desde entonces se ha comportado así?
Ella permaneció inmóvil, sin perder su palidez.
—No le haré nada que la asuste —le prometí—. Nunca.
Sus ojos se inundaron en lágrimas.
—Si la toqué —expliqué—, fue como tocar una silla o una puerta. No significó nada para mí. ¿Eso está claro?
—Sí —dijo ella, consiguiendo articular una palabra después de mucho esfuerzo. El pánico seguía latente en la profundidad de sus ojos, detrás de las lágrimas—. Sí.
—Con eso quedo descartado —murmuré—. Soy una persona que sabe controlarse. Ya no tiene que preocuparse por mí. Ahora tomemos a Leslie. Él piensa en otras cosas. Sabe que se puede confiar en él… en el asunto al que nos referimos. ¿Verdad?
—Oh, sí —exclamó ella—. Ya lo creo.
Leslie era una garantía. Para ella. Para mí era un montón de barro.
—Tomemos ahora a ese viejo tonel de vino —continué—. Es ruda y tosca y cree que puede comer paredes y escupir ladrillos y le ladra en mil oportunidades, pero es fundamentalmente decente con usted, ¿verdad?
—Oh, sí, señor Marlowe. Era lo que quería hacerle entender…
—Naturalmente. ¿Entonces por qué no lo olvida? ¿Todavía ronda por aquí… el que la asustó en esa forma?
Ella se llevó una mano a la boca y se mordió la parte carnosa de la base del pulgar, mirándome por encima del mismo, como si fuese un balcón.
—Está muerto —respondió—. Se cayó… desde… desde… una ventana.
La interrumpí con mi mano derecha.
—Oh, ese tipo. Oí hablar de él. ¿No puede olvidarlo?
—No —contestó ella, sacudiendo la cabeza con seriedad, detrás de la mano—. No puedo. No logro olvidarlo. La señora Murdock me pide siempre que lo olvide. Me habla horas y horas diciéndome que lo olvide. Pero es imposible.
—Sería mejor que ella cerrase su pico durante horas y horas —rugí—. Es así como mantiene viva la llaga.
Eso la sorprendió y pareció herirla un poco.
—Oh, eso no es todo —dijo—. Yo era su secretaria. Ella era su esposa. Fue su primer marido. Naturalmente, ella tampoco lo olvida. ¿Cómo podría hacerlo?
Me rasqué la oreja. Eso parecía ser una evasiva. Su expresión no revelaba mucho, excepto que me producía la impresión de que ella no se daba cuenta de que yo estaba allí. Yo era una voz que llegaba de alguna parte, pero muy impersonal. Casi una voz que sonaba en su propia cabeza.
Entonces tuve una de mis extrañas y frecuentemente disparatadas sospechas.
—Oiga —pregunté—, ¿hay alguna persona a la que usted conozca y que tenga ese efecto sobre usted? ¿Una persona que le produzca esa impresión más que con otra?
Ella miró a su alrededor. Yo la observé a ella. No había nadie debajo de una silla ni espiándonos por una puerta o una ventana.
—¿Por qué debo contárselo? —inquirió, respirando con dificultad.
—No tiene obligación de hacerlo. Proceda como mejor le parezca.
—¿Me promete que no se lo repetirá a nadie, a nadie en el mundo…, ni siquiera a la misma señora Murdock?
—A ella menos que a nadie. Se lo prometo.
Ella abrió la boca y una extraña sonrisita de confianza apareció en su rostro. Y entonces todo cambió. Su garganta se heló. Dejó escapar un sonido gutural. Sus dientes castañetearon.
Quise apretarla fuertemente, pero tuve miedo de tocarla. Permanecimos inmóviles. No ocurrió nada. Seguimos inmóviles. Yo era tan útil como el huevo roto de un colibrí.
Entonces se volvió y echó a correr. Oí sus pisadas que se alejaban por el pasillo. Una puerta se cerró.
La seguí por el corredor y llegué a la puerta. Estaba sollozando detrás de ella. Me detuve allí y escuché su llanto.
No podía hacer nada por ella. Me pregunté si había alguien que pudiera hacer algo por ella.
Volví al solárium, golpeé la puerta y metí la cabeza adentro. La señora Murdock estaba sentada como la había dejado. No parecía haberse movido.
—¿Quién está asustando a esa chiquilla? —pregunté.
—Salga de mi casa —siseó ella entre sus gruesos labios.
No me inmuté. Entonces ella se rió roncamente.
—¿Usted se considera un hombre inteligente, señor Marlowe?
—Bien, es algo que no me sobra —contesté.
—¿Qué le parece si lo averigua usted mismo?
—¿Usted lo pagará?
—Posiblemente —dijo, encogiéndose de hombros—. Eso depende. ¿Quién puede saberlo?
—Usted no ha comprado nada —respondí—. De todos modos, tendré que hablar con la Policía.
—Yo no compré nada —manifestó ella—, y todavía no pagué nada. Excepto por la devolución de la moneda. Estoy dispuesta a aceptar ésta por el dinero que ya le di. Ahora váyase. Usted me aburre. Enormemente.
Cerré la puerta y volví sobre mis pasos. No se oían sollozos detrás de la otra puerta. Un silencio total. Salí.
Abandoné la casa. Me quedé allí, escuchando cómo el sol chamuscaba la hierba. Un coche se puso en marcha en los fondos y un «Mercury» gris apareció por el camino lateral de la casa. El señor Leslie Murdock lo conducía. Cuando me vio, se detuvo.
Descendió del coche y se acercó rápidamente a mí. Estaba bien vestido. Ahora era una gabardina color crema, ropas nuevas, zapatos blanco y negro, con punteras negras bien lustradas, una chaqueta deportiva con cuadros blancos y negros muy pequeños, pañuelo blanco y negro, camisa color crema, sin corbata. Unas gafas oscuras de color verdoso estaban posadas sobre su nariz.
Se colocó cerca de mí y habló con una voz de tono algo tímido.
—Supongo que usted me considera un pillo de siete suelas.
—¿Por lo que contó respecto al doblón?
—Sí.
—Eso no afectó en absoluto la opinión que tenía sobre usted —contesté.
—Bien…
—¿Qué es lo que quiere que le diga?
Encogió sus hombros bien rellenos en un ademán despectivo. Su tonto bigotito rojizo brilló bajo el sol.
—Supongo que me gusta agradar.
—Lo lamento, Murdock. Me agrada que quiera tanto a su esposa. Si es que de eso se trata.
—Oh. ¿No creyó usted que yo estaba diciendo la verdad? Quiero decir…, ¿pensó usted que yo estaba contando todo eso para protegerla?
—Existía esa posibilidad.
—Entiendo —murmuró. Metió un cigarrillo en la larga boquilla negra, que sacó de detrás del pañuelo de la chaqueta—. Bien, supongo que debo convencerme de que no le resulto simpático —agregó, y el ligero movimiento de sus ojos fue perceptible detrás de las gafas verdes, como peces moviéndose en un estanque profundo.
—Es un tema tonto —respondí—. Y sin importancia. Para nosotros dos.
—Lo comprendo —dijo tranquilamente. Acercó una cerilla al cigarrillo y aspiró—. Disculpe mi torpeza al haberlo comentado.
Giró sobre los talones, volvió a su coche y subió a él. Lo miré alejarse antes de moverme. Entonces me acerqué al negrito pintado y le palmeé la cabeza un par de veces antes de irme.
—Hijo —murmuré—, en esta casa tú eres el único que no está chiflado.