20

En Pasadena hacía tanto calor como el día anterior y la gran casona oscura de ladrillos rojos de la Dresden Avenue parecía igualmente fresca y el pequeño negro pintado, esperando en el jardín, parecía igualmente triste. La misma mariposa se posó sobre el mismo arbusto de hortensias, o quizá parecía el mismo. El mismo aroma pesado de estío flotaba en la mañana, la misma mujer agria atendió mi llamada.

Me condujo por los mismos corredores al mismo solárium sin sol. En él la señora Elizabeth Bright Murdock estaba sentada en el mismo sofá de caña y cuando entré en el cuarto se estaba sirviendo un vaso de lo que parecía ser la misma botella de oporto, aunque probablemente ésta era la nieta de la anterior.

La criada cerró la puerta, yo me senté y puse el sombrero sobre el piso, como el día anterior, y la señora Murdock me dirigió la misma mirada penetrante.

—¿Y bien? —dijo.

—Las cosas marchan mal —respondí—. La Policía me busca.

Se puso tan roja como un trozo de carne cruda.

—Ajá. Yo creí que era más competente.

—Cuando salí de aquí ayer por la mañana —continué, pasando por alto su frase—, un hombre me siguió en un cupé. No sé qué estaba haciendo aquí ni cómo llegó. Supongo que me siguió hasta su casa, pero tengo mis dudas al respecto. Me libré de él, pero volví a encontrarlo en el pasillo de mi oficina. Volvió a seguirme, de modo que lo invité a explicar el motivo, y dijo que sabía quién era yo que él necesitaba ayuda, y me pidió que fuese a su departamento de Bunker Hill a hablar con él. Fui, después de haber visitado al señor Morningstar, y encontré al hombre asesinado de un tiro en el piso de su baño.

La señora Murdock sorbió un poco de oporto. Quizá su mano se estremeció un poco, pero la luz era demasiado tenue en la habitación como para poder afirmarlo con certeza. Se aclaró la voz.

—Continúe.

—Su nombre era George Anson Phillips. Un tipo joven, rubio, bastante tonto. Aseguró ser detective privado.

—Nunca lo oí nombrar —declaró fríamente la señora Murdock—. Nunca lo vi, por lo menos sabiéndolo, y no sé nada respecto a él. ¿Pensó que lo había contratado para que lo siguiese?

—No sé qué pensar. Habló de que uniésemos nuestras fuerzas y me dio la impresión de estar trabajando para algún miembro de su familia. Él no lo dijo con esas palabras.

—No era así. Puede estar seguro de eso —afirmó ella, y su voz de barítono resultó tan rotunda como una piedra.

—Tengo la impresión de que usted no sabe tanto como cree acerca de su familia, señora Murdock.

—Sé que interrogó a mi hijo, contrariando mis órdenes —dijo ella fríamente.

—Yo no lo interrogué a él. Él me interrogó a mí. O trató de hacerlo.

—Luego hablaremos de eso —intervino ella ásperamente—. ¿Qué me dice de ese hombre al que encontró muerto? ¿Sus líos con la Policía fueron provocados por él?

—Naturalmente. Quieren saber por qué me seguía, en qué estaba trabajando, por qué me habló, por qué me invitó a ir a su apartamento y por qué fui. Pero eso es sólo la mitad de la historia.

Ella terminó su oporto y llenó otro vaso.

—¿Cómo sigue su asma? —pregunté.

—Mal. Continué su relato.

—Vi a Morningstar. Ya se lo conté por teléfono. Él aseguró no tener el Doblón Brasher, pero confesó que se lo habían ofrecido y dijo que podía conseguirlo. Tal como yo se lo comuniqué a usted. Y usted me contestó que se lo habían devuelto, y que ahí terminaba todo.

Esperé, pensando que ella me contaría alguna historia acerca de la forma en que había recuperado la moneda, pero se limitó a mirarme por encima del vaso.

—De modo que llegué a una especie de arreglo con el señor Morningstar para pagarle mil dólares por la moneda…

—Usted carecía de autoridad para hacer eso —ladró ella.

Asentí, manifestando mi acuerdo con sus palabras.

—Quizá yo quería engañarlo —respondí—. Y sé que me estaba engañando a mí mismo. De todos modos, después de lo que usted me dijo por teléfono, traté de comunicarme con él para informarle que quedaba cancelado el negocio. En la guía telefónica está sólo la dirección de su oficina. Ahí me dirigí. Llegué demasiado tarde. El ascensorista me dijo que estaba todavía en su despacho. Estaba caído boca arriba sobre el piso, muerto. Aparentemente fue el resultado de un golpe en la cabeza y la sorpresa. Los viejos mueren con facilidad. Quizás el impacto no había estado destinado a asesinarlo. Llamé al Receiving Hospital, pero no di mi nombre.

—Ésa fue una medida muy inteligente —comentó.

—¿De veras? Fue algo reflexivo pero yo no lo llamaría inteligente. Quiero ser amable, señora Murdock. Espero que usted entienda eso a pesar de sus modales bruscos. Pero dos asesinatos fueron cometidos en un período de pocas horas y yo encontré los dos cadáveres. Y las dos víctimas estaban relacionadas, en alguna forma, con su Doblón Brasher.

—No le entiendo. ¿También el más joven de los dos?

—Sí. ¿No se lo expliqué por teléfono? Pensé que lo había hecho.

Fruncí el ceño, recapacitando. Sabía que le había hablado de eso.

—Quizá —respondió ella tranquilamente—. No estaba prestando mucha atención a lo que usted decía. Además, el doblón ya había sido devuelto. Y usted parecía un poco ebrio.

—No estaba ebrio. Quizás estaba un poco sorprendido, pero no borracho. Usted toma todo esto con mucha calma.

—¿Qué quiere que haga?

—Yo ya estoy complicado en un asesinato —dije, después de lanzar un suspiro—, porque encontré el cadáver y lo comuniqué a la Policía. Quizá me relacionen con otro, por haber hallado el cadáver y no haberlo informado. Y esto es mucho más grave para mí. A pesar de todo, dispongo hasta el mediodía de hoy para revelar el nombre de mi cliente.

—Eso —contestó ella, siempre demasiado serena para mi gusto— sería una violación del secreto profesional. Estoy segura de que no lo hará.

—Le agradecería que deje en paz ese maldito oporto, y se esfuerce por entender mi posición —le grité.

Ella pareció vagamente sorprendida, y apartó el vaso… unos diez centímetros.

—Este tipo Phillips —continué— tenía un permiso de detective privado. ¿Cómo es que encontré su cadáver? ¿Por qué me siguió y yo le hablé y él me invitó a ir a su departamento? Y cuando llegué allí estaba muerto. La Policía sabe todo esto. Quizás incluso lo crean. Pero no creen que la relación entre Phillips y yo sea una coincidencia. Sospechan que hay una conexión más profunda entre Phillips y yo, e insisten en saber lo que estoy haciendo, para quién estoy trabajando. ¿Está claro eso?

—Usted encontrará una solución para el caso… —dijo ella—. Naturalmente, supongo que me costará un poco más de dinero.

Sentí como si me estuviesen pellizcando alrededor de la nariz. Tenía la boca reseca. Necesitaba aire. Aspiré profundamente y volví a zambullirme en ese tanque de grasa que estaba sentado frente a mí sobre un sofá de caña, tan impasible como el presidente de un Banco que se niega a conceder un crédito.

—Trabajo para usted —exclamé—, ahora, esta semana, hoy. La semana próxima según espero estaré trabajando para otra persona. Y la semana siguiente para un tercer cliente. Para poder hacer eso debo mantenerme en términos relativamente cordiales con la Policía. No es necesario que me amen pero tienen que estar razonablemente seguros de que no los engaño. Supongo que Phillips no sabía nada sobre el Doblón Brasher. Suponga incluso que lo sabía, pero que su muerte no tuvo ninguna relación con ese asunto. De todos modos debo decirle a la Policía lo que sé respecto a él. Y ellos interrogarán a quien quieran interrogar. ¿No entiende eso?

—¿La ley no le da el derecho de proteger a un cliente? —me interrumpió ella—. Si no lo hace, ¿qué ventaja tiene una persona que contrata a un detective privado?

Me puse en pie, di un rodeo a mi silla y volví a sentarme. Me incliné hacia delante y me apreté las rodillas con las manos, hasta que me brillaron los nudillos.

—La ley, sea lo que fuere, es una cuestión de toma y daca, señora Murdock. Como la mayoría de las cosas.

Aunque tuviese el derecho a permanecer callado, a negarme a hablar, y consiguiese hacerlo con éxito, ése sería el fin de mi carrera. Sería un tipo marcado para los líos. En una u otra forma me arruinarían. Yo valoro su negocio, señora Murdock, pero no lo suficiente como para degollarme por usted y sangrar sobre sus rodillas.

Ella tomó el vaso y lo vació.

—Me parece que usted complicó bastante las cosas —afirmó ella—. No encontró a mi nuera y no halló al Doblón Brasher. Pero encontró a un par de hombres muertos con los que no tengo ninguna relación, y arregló todo perfectamente para que deba contarle a la Policía todos mis asuntos personales y privados con el fin de protegerse de su propia incompetencia. Eso es lo que veo. Si me equivoco, le ruego que me corrija.

Se sirvió un poco más de vino, lo tragó demasiado rápidamente y sufrió un ataque de tos. Su mano temblorosa apoyó el vaso sobre la mesa, derramando el líquido. Se dobló hacia delante en el sofá y la cara se le puso púrpura.

Me levanté de un salto, me acerqué a ella y descargué sobre su carnosa espalda un golpe que habría hecho temblar al Ayuntamiento.

Ella lanzó un largo gemido estrangulado, contuvo la respiración y dejó de toser. Apreté una de las llaves de su dictáfono, y cuando alguien respondió, con tono fuerte y metálico, exclamé:

—¡Tráigale pronto un vaso de agua a la señora Murdock!

Luego volví a soltar la llave.

Me senté y la vi recobrarse. Cuando su respiración se hizo rítmica y dejó de ser forzada agregué:

—Usted no es recia. Sencillamente cree serlo. Ha vivido demasiado tiempo con personas que la temen. Espere a que se encuentre con la ley. Esos muchachos son profesionales. Usted no es más que una aficionada malcriada.

La puerta se abrió y la criada entró con una jarra de agua y un vaso. Los dejó sobre la mesa y salió.

Le serví a la señora Murdock un vaso de agua y se lo puse en la mano.

—Tómelo a sorbos, y no de un trago. No le gustará el sabor, pero no le hará daño.

Ella sorbió, y luego bebió la mitad del vaso. Por fin lo dejó a un lado y se secó los labios.

—Pensar que entre todos los polizontes que pude haber elegido —exclamó roncamente— escogí al hombre que me atropellaría en mi propia casa.

—Eso tampoco la llevará a ningún lugar —dije—. No nos sobra tiempo. ¿Qué será lo que le contará a la Policía?

—La Policía no significa nada para mí. Absolutamente nada. Y si les da mi nombre consideraré eso como una inmunda violación de mi confianza.

Ahora estábamos nuevamente donde habíamos empezado.

—El asesinato lo cambia todo, señora Murdock. Usted no puede tapar un caso de asesinato. Tendremos que explicar por qué y para qué me contrató usted. No lo publicarán en los diarios. Mejor dicho no lo harán si lo creen. Indudablemente no se convencerán de que usted me empleó para investigar a Elisha Morningstar sólo porque él la llamó y quiso comprar el doblón. Quizá no averigüen que usted no podría haber vendido la moneda, aunque lo hubiese deseado, ya que no estaba autorizada, porque es probable que no piensen en eso. Pero no creerán que contrató a un detective privado sólo para investigar a un posible comprador. ¿Por qué habría de hacerlo?

—Eso no es cosa mía, ¿no es cierto?

—No. No podrá desembarazarse de la Policía en esa forma. Tiene que convencerlos de que es franca y sincera y no tiene nada que ocultar. Mientras crean que esconde algo, no la dejarán nunca en paz. Cuénteles una historia razonable y comprensible, y se irán satisfechos. Y la historia más razonable y comprensible es siempre la verdad. ¿Hay alguna objeción a que ésta sea expuesta?

—Todas las objeciones posibles —respondió ella—. Pero eso no parece tener mucha importancia. ¿Deberemos decir que sospeché que mi nuera robó la moneda y que yo estaba equivocada?

—Sería lo mejor.

—¿Y que me fue devuelta y la forma en que ocurrió eso?

—Sería lo mejor.

—Eso va a humillarme inmensamente.

Me encogí de hombros.

—Usted es un bruto sin sentimientos —exclamó ella—. Es un pescado de sangre fría. Usted no me gusta. Lamento mucho el haberlo conocido.

—Comparto su dolor.

Ella apretó la palanca con un grueso dedo y ladró por el dictáfono:

—Merle. Dile a mi hijo que venga inmediatamente. Y creo que será conveniente que tú también vengas con él.

Soltó la palanca, juntó sus dedos gordos y dejó caer pesadamente las manos sobre sus muslos. Sus ojos en sombras miraron hacia el cielo raso.

—Mi hijo se llevó la moneda —murmuró ella con voz calmada y triste—. Mi hijo. Mi propio hijo, señor Marlowe.

No contesté nada. Permanecimos allí mirándonos el uno al otro. Pocos minutos después entraron los dos, y ella les ordenó con un bramido que se sentasen.