19

Se parecía y no se parecía a su retrato. Tenía la amplia boca fría, la nariz corta, los grandes ojos helados, el cabello con la ancha raya blanca en el medio. Usaba una chaqueta blanca sobre el vestido, con el cuello levantado. Tenía las manos metidas en los bolsillos y un cigarrillo colgaba de su boca.

Parecía mayor, sus ojos eran más duros y sus labios producían la impresión de haberse olvidado de sonreír. Sonreían sólo cuando cantaba, con una mueca artificial. Pero en reposo eran finos, apretados y coléricos.

Se acercó al escritorio y permaneció mirando hacia abajo, como si estuviese contando los adornos de cobre. Vio el botellón de cristal tallado, le quitó la tapa, llenó un vaso y lo vació con una rápida inclinación de su muñeca.

—¿Es usted el hombre llamado Marlowe? —preguntó contemplándome. Apoyó las caderas contra el borde del escritorio y cruzó los tobillos.

Dije que yo era el hombre llamado Marlowe.

—Estoy segura de que usted no me resultará simpático en absoluto —comentó ella—. De modo que recite su papel y ahueque el ala.

—Lo que me gusta en este lugar es que todo se ajusta al catálogo —afirmé—. El polizonte del portón, el negro de la puerta, las chicas del guardarropa y los cigarrillos, el ricachón fofo, gordo y sensual con la corista alta y aburrida, el caballero bien vestido, borracho y terriblemente grosero que insulta al mozo, el tipo silencioso con pistola, el dueño del club nocturno con el suave cabello gris y sus modales de película de segunda categoría, y ahora usted, la belleza alta y morena, con la mueca despectiva, la voz ronca y el vocabulario fanfarrón.

—¿De veras? —preguntó ella, volvió a ponerse el cigarrillo entre los labios y le dio una chupada lenta—. ¿Y qué me cuenta del bromista entrometido, con chistes pasados de moda y la sonrisa conquistadora?

—¿Y qué es lo que me da el derecho a hablar con usted? —inquirí.

—Morderé el anzuelo. ¿Qué ocurre?

—Quiere que lo devuelva. Inmediatamente. Tiene que ser pronto o habrá líos.

—Yo creí… —empezó a decir, y se cortó en seco. Vi como borraba de su rostro la súbita muestra de interés, para lo cual jugó con su cigarrillo e inclinó la cara sobre éste—. ¿Qué quiere que le devuelva, señor Marlowe?

—El Doblón Brasher.

Me miró y asintió, recordando… haciéndome ver que recordaba.

—Oh, el Doblón Brasher.

—Apuesto a que lo había olvidado por completo —comenté.

—Bien, no. Lo vi un par de veces —contestó—. Dice que quiere que se lo devuelva. ¿Eso significa que ella cree que yo me lo llevé?

—Sí, exactamente eso.

—Es una sucia vieja embustera —exclamó Linda Conquest.

—Lo que usted piensa no la convierte a usted en embustera —corregí—. Sólo a veces hace que esté usted equivocada. ¿Lo está ella?

—¿Qué motivo podría haber tenido yo para llevarme su estúpida moneda?

—Bien… vale mucho dinero. Ella cree que quizás usted necesita dinero. Tengo entendido que no era demasiado generosa.

—No —respondió con una risita tensa y burlona—. La señora Elizabeth Bright Murdock no puede ser calificada como muy generosa.

—Quizás usted se lo haya llevado para vengarse —dije, esperanzadamente.

—Quizá debería pegarle una bofetada —contestó ella. Apagó el cigarrillo en la pecera de cobre de Morny, rompió la colilla distraídamente con el abrecartas y la dejó caer en el cesto de los papeles.

—Pasando a temas quizá más importantes —le dije—, ¿le concederá el divorcio?

—Por veinticinco mil dólares —manifestó ella, sin mirarme—. Con mucho gusto.

—No ama a ese hombre, ¿verdad?

—Usted me enternece, Marlowe.

—Él la quiere. Después de todo, usted se casó con él.

—Caballero, no crea que no pagué por ese error —afirmó, mirándome cansadamente. Encendió otro cigarrillo—. Pero una mujer tiene que vivir. Y no siempre es tan fácil como parece. Una chica puede equivocarse, casarse con quien no debe, entrar en una familia en la que no debió entrar, buscando algo que no encontrará ahí. Tranquilidad o lo que sea.

—Pero no necesita amor para hacerlo —comenté.

—No quiero ser demasiado cínica, Marlowe. Pero a usted le sorprendería saber cuántas muchachas se casan para encontrar un hogar, especialmente las chicas que tienen los músculos de los brazos cansados de tanto luchar para alejar a los optimistas que vienen a estos burdeles.

—Usted tenía un hogar y lo abandonó.

—Me resultaba demasiado caro. Esa vieja arpía saturada de oporto hacía el negocio demasiado difícil. ¿Qué opina de ella como clienta?

—Las tuve peores.

—¿Vio lo que hace con esa muchacha? —preguntó, sacando una hebra de tabaco de su labio.

—¿Se refiere a Merle? Noté que la trataba con prepotencia.

—No es sólo eso. La tiene armando muñecas. La chica tuvo algún susto y la vieja bruta aprovechó su efecto para dominar a esa muchacha por completo. En público le grita, pero cuando están solas es capaz de acariciarle los cabellos y susurrarle al oído. Y la chiquilla tiembla.

—No entendí muy bien todo eso —dije.

—La muchacha está enamorada de Leslie, pero no lo sabe. Emocionalmente tiene diez años de edad. Uno de estos días ocurrirá algo raro en esa familia. Me alegra saber que no estaré allí.

—Usted es una mujer inteligente, Linda —asentí—. Y es dura y astuta. Supongo que cuando se casó con él pensaba que había conseguido algo de mucho valor.

—Pensé que por lo menos serían unas vacaciones —contestó, frunciendo el labio—. Ni siquiera fue eso. Es una mujer hábil y sin escrúpulos, Marlowe. Lo que le hace hacer a usted no es lo que ella le dice. Se trae algo entre manos. Cuide sus actos.

—¿Sería capaz de matar a un par de hombres?

Ella se rió.

—No bromeo —agregué—. Un par de hombres fueron muertos, y por lo menos uno de ellos está relacionado con las monedas antiguas.

—No lo entiendo —dijo, mirándome fijamente—. ¿Asesinados, quiere decir?

Asentí.

—¿Se lo contó a Morny?

—Le hablé de uno de ellos.

—¿Se lo contó a la Policía?

—Acerca de uno de ellos. El mismo del que le hablé a Morny.

Ella recorrió mi rostro con sus ojos. Nos miramos el uno al otro. Ella estaba un poco pálida, o quizá simplemente cansada. Pensé que su cara estaba más blanca que antes.

—Usted está inventando esa historia —murmuró entre dientes.

Sonreí y asentí. Entonces ella pareció serenarse.

—¿Y respecto al Doblón Brasher? —pregunté—. Usted no se lo llevó. Muy bien. ¿Y en qué queda el divorcio?

—Eso no es nada de su incumbencia.

—Efectivamente. Bien, gracias por hablar conmigo. ¿Conoce a alguien llamado Vannier?

—Sí —contestó, y su rostro se endureció—. No muy bien. Es amigo de Lois.

—Un excelente amigo.

—Uno de estos días podrá ser el protagonista de un amable funeral.

—He oído indirectas en ese sentido —respondí—. Ese tipo tiene una cualidad extraordinaria. Cada vez que pronuncio su nombre, mi interlocutor se hiela.

Ella me miró en silencio. Me pareció que una idea estaba aleteando detrás de sus ojos, pero si era así, no surgió. Dijo serenamente:

—Si no deja en paz a Lois, es seguro que Morny matará a ese hombre.

—Eso seguirá. Lois cae con la primera insinuación. Cualquiera puede verlo.

—Quizás Alex sea la única persona que no lo ve.

—De todos modos, Vannier no tiene ninguna relación con mi trabajo. No está ligado con los Murdock.

Ella levantó una comisura de su boca.

—¿No? —exclamó—. Permítame que le informe de algo. No tengo por qué contarlo, pero soy una chica muy sincera. Vannier conoce a Elizabeth Bright Murdock, y la conoce muy bien. Vino una sola vez a la casa cuando yo estaba allí, pero llamó muchas veces por teléfono. Atendí algunas de las comunicaciones. Siempre pidió hablar con Merle.

—Bien… eso es extraño —comenté—. Con Merle, ¿eh…?

Ella se inclinó para aplastar el cigarrillo y nuevamente destrozó la colilla y la dejó caer en el cesto de los papeles.

—Estoy muy cansada —dijo de pronto—. Por favor, váyase.

Permanecí allí un momento, mirándola intrigado.

—Buenas noches, y gracias —murmuré por fin—. Buena suerte.

Salí y la dejé con las manos en los bolsillos de la chaqueta blanca, la cabeza gacha y la mirada clavada en el piso.

Eran las dos cuando llegué a Hollywood, guardé mi coche y subí a mi departamento. El viento había dejado de soplar, pero el aire tenía todavía la sequedad y la tenuidad del desierto. La atmósfera del departamento estaba espesa, y el humo del cigarro de Breeze la había empeorado aún más. Abrí las ventanas y ventilé las habitaciones mientras me desvestía y vaciaba los bolsillos de mi traje.

De ellos cayó, junto con otras cosas, la factura de la compañía de artículos para dentistas. Seguía pareciendo un recibo extendido a un tal H. R. Teager por 30 libras de cristobolita y 25 de albastone.

Puse la guía telefónica sobre el escritorio de la sala y busqué a Teager. Entonces el recuerdo confuso se aclaró. Su domicilio era West Ninth Street 422. La dirección del Edificio Belfont era West Ninth Street 422.

Laboratorio Dental de H. R. Teager era el nombre que había leído en una de las puertas del sexto piso del Edificio Belfont cuando había salido de la oficina de Elisha Morningstar por la escalera trasera.

Pero también los Pinkerton duermen, y Marlowe necesitaba mucho, mucho más descanso que los Pinkerton. Me acosté.