Llevé el vaso a una pequeña mesa próxima a la pared y me senté allí y encendí un cigarrillo. Pasaron cinco minutos. La música que nos llegaba había cambiado de ritmo sin que yo lo notara. Una muchacha estaba cantando. Tenía un hermoso tono de contralto que le caía hasta los tobillos y era agradable escucharla. Estaba cantando Ojos negros y la orquesta que se encontraba detrás de ella parecía estar durmiéndose.
Cuando terminó, hubo una salva de aplausos y algunos silbidos.
Un hombre de la mesa vecina le dijo a su compañero:
—Linda Conquest volvió a la orquesta. Me contaron que se casó con un tipo rico de Pasadena, pero el asunto no cuajó.
—Linda voz —contestó la chica—. Si a uno le gustan las canzonetistas.
Empecé a levantarme pero una sombra cayó sobre mi mesa y un hombre apareció a mi lado.
Era un hombre inmenso con una cara estropeada y un ojo derecho helado, con el iris nublado y la mirada fija de la ceguera. Era tan alto que tuvo que agacharse para apoyar la mano sobre el respaldo de la silla que estaba frente a mí. Permaneció estudiándome en silencio y yo seguí sorbiendo lo que quedaba de mi cóctel y escuchando la voz de contralto que interpretaba otra canción. Los clientes parecían ser partidarios de la música cursi. Quizá todos estaban cansados de tratar de adelantarse al tiempo en los lugares donde trabajaban.
—Soy Prue —dijo el hombre, con su áspero susurro.
—Eso me pareció entender. Usted quiere hablar conmigo, yo quiero hablar con usted, y con la chica que acaba de cantar.
—Vamos.
En el extremo posterior del bar había una puerta cerrada. Prue la abrió y la mantuvo así para dejarme pasar y luego subimos por una escalera alfombrada que estaba a la izquierda. Un largo corredor con varias puertas cerradas. Al final del mismo una estrella gigante cruzada por la trama de una pantalla. Prue golpeó una puerta próxima a la pantalla, la abrió y se hizo a un costado para que yo entrase.
Era una especie de oficina cómoda, no muy amplia. Junto a la puerta vidriera había un sillón tapizado y un hombre con un smoking blanco sentado en él, de espaldas a la habitación, mirando hacia fuera. Tenía cabellos grises. También había una gran caja fuerte negra y cromada, algunos ficheros, un globo de vidrio sobre un estante, un pequeño bar empotrado y el acostumbrado escritorio con el acostumbrado sillón de cuero y respaldo alto detrás de él.
Me fijé en los adornos que había sobre el escritorio. Los objetos eran los usuales y la mayoría de cobre; una lámpara de cobre, un posalápices, un cenicero de vidrio y cobre con un elefante de cobre sobre el borde, un abrecartas de cobre, un termo de cobre sobre una bandeja del mismo metal y esquineros de cobre en la carpeta del secante. Había también un florero de cobre con un ramo de arvejillas de un color casi cobrizo. Había demasiado cobre.
El hombre sentado frente a la ventana se volvió y me mostró que estaba en la cincuentena y tenía suaves cabellos de color gris ceniciento y abundantes, y un rostro agradable sin nada extraordinario en él, exceptuando una corta cicatriz en la mejilla izquierda que casi producía el efecto de un profundo hoyuelo. Reconocí el hoyuelo. Me habría olvidado del hombre. Recordé que lo había visto en películas mucho tiempo atrás, quizás hacía diez años. No sabía cuáles habían sido las películas ni sus temas ni lo que él hacía en ellas, pero recordaba ese oscuro rostro atractivo y la cicatriz. En aquella época su cabello era negro.
Se acercó a su escritorio, se sentó, levantó el abrecartas y se pinchó con su punta la yema del pulgar. Me miró sin ninguna expresión y preguntó:
—¿Es usted Marlowe?
Hice un gesto de asentimiento.
—Siéntese —indicó, y yo me senté. Eddie Prue se acomodó en un sillón contra la pared y levantó del piso las patas delanteras del mismo.
—No me gustan los polizontes —dijo Morny.
Me encogí de hombros.
—No me gustan por muchas razones —continuó—. No me gustan en ninguna forma y en ningún momento. No me gustan cuando molestan a mis amigos. No me gustan cuando obligan a mi esposa a recibirlos.
No hice ningún comentario.
—No me gustan cuando interrogan a mi chófer o cuando se envalentonan con mis huéspedes.
No hice ningún comentario.
—En resumen —afirmó—, no me gustan.
—Empiezo a entender lo que quiere decir —respondí.
Se ruborizó y sus ojos brillaron.
—Por otra parte, quizás en este momento usted pueda serme útil. Quizá le convenga colaborar conmigo. Sería una buena idea. Le resultaría beneficioso no entrometerse.
—¿Con cuánto me beneficiaría?
—Lo beneficiaría con tiempo y salud.
—Creo haber oído antes ese disco —manifesté—. No recuerdo qué nombre tenía.
Dejó el abrecartas, abrió una gaveta del escritorio y sacó un botellón de cristal tallado. Volcó el líquido en un vaso, bebió de él, volvió a tapar el botellón y lo dejó sobre el escritorio.
—En mi negocio —dijo—, los valentones se consiguen a diez centavos la docena. Y los aspirantes a valentones vienen a un centavo la gruesa. Ocúpese de sus asuntos yo me ocuparé de los míos, y no tendremos líos.
Encendió un cigarrillo. Su mano tembló un poco.
Miré a través de la habitación al hombre alto, sentado en forma inclinada contra la pared como un holgazán en un almacén de pueblo. Estaba sentado sin efectuar ningún movimiento. Sus largos brazos colgando y su surcada cara gris llena de nada.
—Alguien habló algo referente a dinero —le dije a Morny—. ¿Qué es eso? Ya sé a qué se deben las fanfarronadas. Usted está tratando de convencerse a usted mismo de que podrá asustarme.
—Si me habla así —exclamó Morny—, es probable que termine usando botones de plomo en su chaleco.
—Qué idea —comentó—. El pobre viejo Marlowe con botones de plomo en el chaleco.
Eddie Prue hizo un ruido seco con la garganta, que podría haber sido una risa.
—Y en cuanto a meterme en mis asuntos y no en los suyos —agregué, puede resultar que mis asuntos y los suyos estén un poco mezclados. No por culpa mía.
—Mejor que no sea así —respondió Morny—. ¿En qué sentido puede ocurrir eso? —continuó, levantando los ojos rápidamente y volviéndolos a bajar.
—Bien, por ejemplo su gorila aquí presente me llama por teléfono y trata de matarme de miedo. Y más tarde me llama nuevamente y habla de quinientos dólares y de lo mucho que me convendría venir aquí y hablar con usted. Y, por ejemplo, el mismo gorila u otro que se le parece, lo cual es difícil seguía a un colega mío al que mataron esta tarde, en Court Street, barrio de Bunker Hill.
Morny apartó el cigarrillo de sus labios y entrecerró los ojos para mirar la punta encendida. Cada movimiento, cada gesto, estaba sacado del catálogo.
—¿A quién mataron?
—A un tipo llamado Phillips, un muchachito rubio. A usted no le habría gustado. Era un espión —expliqué y le describí a Phillips.
—Nunca lo oí nombrar —respondió Morny.
—Y también, por ejemplo, una rubia alta que no vivía ahí fue vista cuando salía de la casa de departamentos, poco después que lo mataron —agregué.
—¿Qué rubia alta? —inquirió con la voz un poco cambiada. Ahora tenía un tono de urgencia.
—Eso no lo sé. Fue vista, y el hombre que la vio podría identificarla si volviese a encontrarla. Naturalmente, ella no tenía por qué tener alguna relación con Phillips.
—¿Este fulano Phillips era un detective?
—Ya se lo dije dos veces —asentí.
—¿Por qué lo mataron y cómo?
—Lo golpearon y le pegaron un tiro en su departamento. Nosotros no sabemos por qué lo mataron. Si lo supiésemos, probablemente sabríamos quién fue el culpable. Por eso se complica la situación.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—La Policía y yo. Yo lo encontré muerto, y por eso tuve que quedarme ahí.
—¿Qué le contó a la Policía? —preguntó Morny.
—Muy poco. De las primeras palabras que usted pronunció cuando yo llegué, deduzco que sabe que estoy buscando a Linda Conquest. La esposa de Leslie Murdock. La encontré. Está cantando aquí. No sé por qué eso tenía que ser un secreto. Creo que su esposa o el señor Vannier podrían habérmelo dicho. Pero no lo hicieron.
—Lo que mi esposa le pueda contar a un detective —contestó Morny— usted podría meterlo en el ojo de una pulga.
—Indudablemente ella tiene sus motivos —asentí—. Sin embargo, ahora eso no tiene mucha importancia. Casualmente no tiene importancia que vea a Linda Conquest. De todos modos me gustaría hablar un poco con ella. Si a usted no le molesta.
—Supongamos que me moleste —respondió Morny.
—Creo que igualmente hablaría con ella —manifesté. Saqué un cigarrillo del bolsillo, lo hice girar entre los dedos y admiré las cejas gruesas y todavía oscuras de mi interlocutor. Tenían una forma agradable, una curva elegante.
—Le pregunté qué le dijo a la Policía —repitió.
—Lo menos que pude. Este muchacho Phillips me pidió que fuese a visitarlo. Me dio a entender que estaba demasiado sumergido en un trabajo que no le gustaba y necesitaba ayuda. Cuando llegué allí estaba muerto. Se lo conté a la Policía. No creyeron que ésa fuese toda la historia. Probablemente no lo sea. Tengo tiempo hasta mañana al mediodía para completarla. Eso es lo que trato de hacer.
—Perdió el tiempo al venir aquí —afirmó Morny.
—Tengo la impresión de que me pidieron que viniese.
—Puede volver al infierno cuando lo desee —dijo Morny—. O puede hacer un trabajito para mí… por quinientos dólares. En cualquiera de los dos casos, no nos meta a Eddie y a mí en las conversaciones que tenga con la Policía.
—¿De qué clase de trabajo se trata?
—Usted estuvo en mi casa esta mañana. Debiera imaginárselo.
—No me ocupo de divorcios —respondí.
—Amo a mi esposa… —murmuró, palideciendo—. Hace sólo ocho meses que estamos casados. No quiero divorciarme. Es una chica estupenda y por regla general sabe la hora que es. Pero creo que en este momento está jugando con un pájaro peligroso.
—¿Peligroso en qué sentido?
—No lo sé. Eso es lo que quiero que averigüe.
—Permita que aclare esto —dije—. ¿Me contrata para que realice un trabajo… o para que deje de realizar otro para el que ya estoy empleado?
Prue volvió a sonreír desde su asiento.
Morny se sirvió más whisky y se lo echó rápidamente al garguero. El color volvió a su cara. No me contestó.
—Y aclaremos otro punto —continué—. A usted no le importa que su esposa mariposee, pero no quiere que lo haga con alguien llamado Vannier. ¿Es así?
—Confío en su corazón —respondió él lentamente—. Pero no confío en su sentido común. Póngalo en esos términos.
—¿Y quiere que consiga algo contra ese fulano Vannier?
—Quiero que averigüe qué se trae entre manos.
—Oh. ¿De modo que se trae algo entre manos?
—Creo que sí. No sé qué es.
—¿Cree que sí… o quiere creer que sí?
Me miró fijamente por un momento, luego abrió el cajón del medio de su escritorio, metió la mano en el mismo y me tiró un papel doblado. Yo lo tomé y lo desplegué. Era una copia a carbón de un recibo. «Compañía de Artículos para Dentistas Cal-Western», y un domicilio. La factura era por «30 libras cristobolita Kerr $15,75» y «25 libras albastone White $7,75», más impuestos. Estaba hecho a nombre de «H. R. Teager, Will Cali», y sellada «Pagado». Estaba firmada en una esquina: «L. G. Vannier».
La dejé sobre el escritorio.
—Se le cayó del bolsillo una noche que estuvo aquí —explicó Morny—. Hace diez días. Eddie la cubrió con una de sus patas y Vannier no notó que la había perdido.
Miré a Prue luego a Morny y por fin a mi dedo pulgar.
—¿Acaso esto debe tener algún significado para mí…?
—Creí que era un detective inteligente. Pensé que podría descubrirlo.
Volví a mirar el papel, lo doblé y lo guardé en mi bolsillo.
—Supongo que no me lo daría a menos que significara algo —comenté.
Morny fue hasta la caja fuerte negra y cromada apoyada contra la pared y la abrió. Volvió con cinco billetes nuevos abiertos entre sus dedos como una mano de póquer. Los alisó borde con borde, los estiró un poco y los tiró sobre el escritorio delante de mí.
—Aquí están sus quinientos —dijo—. Saque a Vannier de la vida de mi esposa, y recibirá una cantidad igual. No me interesa cómo lo haga y no quiero saber qué métodos empleará. Pero hágalo.
Toqué los billetes nuevos y crujientes con un dedo hambriento. Luego los alejé.
—Podrá pagarme cuando… y si realizo el trabajo —manifesté—. Esta noche recibiré mi adelanto en la forma de una corta entrevista con Linda Conquest.
Morny no tocó el dinero. Levantó el botellón cuadrado y se sirvió otro vaso. Esta vez llenó también uno para mí, y me lo pasó por encima del escritorio.
—Y en cuanto al asesinato de Phillips —agregué—, Eddie siguió al muchacho durante un tiempo. ¿Quiere decirme por qué?
—No.
—El problema en un caso como éste es que la información puede venir de otra fuente. Cuando un asesinato llega a los diarios, uno nunca sabe lo que surgirá de eso. Si ocurre una cosa parecida, usted me culpará a mí.
—No lo creo —contestó mirándome fijamente—. Cuando usted entró estuve un poco violento, pero usted sabe defenderse. Correré un riesgo.
—Gracias —dije—. ¿Puede explicarme por qué hizo que Eddie me llamase para asustarme?
Bajó la vista y tamborileó sobre el escritorio.
—Linda es una vieja amiga mía. El joven Murdock estuvo aquí esta tarde para verla. Le informó que usted estaba trabajando para la vieja Murdock. Ella me lo contó a mí. No sabía qué clase de misión era. Usted dice que no acepta divorcios, de modo que la vieja no pudo haberlo contratado para un asunto de esa clase.
Con las últimas palabras levantó la vista y me miró.
Yo le devolví la mirada y esperé.
—Supongo que no soy más que un tipo al que le gustan sus amigos —prosiguió—. Y que no quiere que sean molestados por los polizontes.
—Murdock le debe dinero, ¿no es verdad?
—No discuto esos temas —respondió, frunciendo el ceño. Terminó su whisky, sacudió la cabeza y se puso en pie—. Enviaré a Linda para que hable con usted. Tome su dinero.
Se dirigió hacia la puerta y salió. Eddie Prue estiró su largo cuerpo, se levantó, me dirigió una mirada sombría que no significaba nada, y siguió a Morny.
Encendí otro cigarrillo y volví a mirar la factura de la compañía de artículos para dentistas. Algo se agitó vagamente en lo más recóndito de mi mente. Me acerqué a la ventana y miré a través del valle. Un coche subía por una colina hacia una gran mansión con una torre, la mitad de la cual era de ladrillos de vidrio con luces detrás de ellos. Los faros del coche pasaron sobre ella y doblaron hacia un garaje. Las luces se apagaron y el valle pareció más oscuro.
Linda Conquest entró por la puerta abierta que estaba a mis espaldas, la cerró y permaneció mirándome con un brillo frío en sus ojos.