Aproximadamente a veinte millas al norte del paso, una ancha avenida con flores en las aceras se curvaba hacia el pie de las sierras. Seguía durante cinco manzanas y luego moría… sin una casa en toda su extensión. Desde su final, un camino de asfalto se perdía en las serranías. Éste era Idle Valley.
Rodeando un saliente de la primera colina había un edificio bajo, blanco, con techo de tejas al costado del camino. Tenía un porche techado y un cartel luminoso en el cual se leía: «Patrulla de Idle Valley». Los portones abiertos estaban apoyados sobre los salientes del camino. En medio de éste un cartel blanco y cuadrado decía: «Stop» en letras brillantes. Otro reflector iluminaba el espacio de camino frente al cartel.
Me detuve. Un hombre uniformado, con una estrella y un revólver en la pistolera de cuero trenzado sostenida por el correaje, miró mi coche y después una tabla colocada sobre un poste. Luego se acercó al automóvil.
—Buenas noches. No tengo su coche. Éste es un camino privado. ¿De visita?
—Voy al club.
—¿A cuál?
—Al Idle Valley Club.
—Ochenta y siete setenta y siete. Así es como lo llamamos aquí. ¿Se refiere al club del señor Morny?
—Efectivamente.
—Supongo que usted no es socio.
—No.
—Tendré que hacer averiguaciones. Hablaré con algún miembro o con alguien que viva en el valle. Todo es propiedad privada, como usted comprenderá.
—Nada de rateros, ¿eh?
—Nada de rateros —respondió sonriendo.
—Me llamo Philip Marlowe —dije—. Vengo a visitar a Eddie Prue.
—¿Prue?
—Es el secretario del señor Morny. O algo parecido.
—Espere un minuto, por favor.
Se acercó a la puerta del edificio y habló. En el interior, otro hombre uniformado llamó por teléfono. Un coche se acercó por detrás del mío e hizo sonar el claxon. El tecleo de la máquina de escribir salía de la puerta abierta de la oficina de patrullaje. El hombre que había hablado conmigo miró al coche que hacía sonar el claxon y le hizo señas para que entrara. Se deslizó a mi lado y aceleró hacia la oscuridad. Era un largo sedán convertible, abierto, color verde, con tres mujeres de aspecto mareado en el asiento delantero, con olor a cigarrillo, cejas arqueadas y expresiones groseras. El coche brilló al dar la vuelta en una curva y desapareció.
El hombre uniformado volvió y apoyó una mano sobre la portezuela del coche.
—Muy bien, señor Marlowe. Preséntese al agente que está en el club, por favor. Una milla más adelante, a la derecha. Hay un parking y el número está en la pared. Nada más que el número. Ochenta y siete setenta y siete. Por favor, preséntese al agente de guardia.
—¿Por qué tengo que hacer eso? —pregunté.
Era muy tranquilo, muy amable y muy firme.
—Tenemos que saber exactamente adónde va. Se hacen muchos esfuerzos para proteger a Idle Valley.
—¿Y si no me presentase a él?
—¿Está burlándose de mí? —inquirió, y su voz adquirió un acento más rudo.
—No. Simplemente quería saber.
—Un par de coches patrulleros empezarían a buscarlo.
—¿Cuántos miembros tiene la patrulla?
—Disculpe —respondió—. Una milla y a la derecha, señor Marlowe.
Miré la pistola que colgaba de su cadera y la insignia especial prendida a su camisa.
—Y a esto le llaman democracia —comenté.
Miró hacia atrás y luego escupió sobre el suelo y apoyó la mano sobre el marco de la ventanilla del coche.
—Quizás usted no sea el único —dijo—. Conocí a un tipo que pertenecía al John Reed Club[3]. Eso era en Boyle Heights.
—Tovarich —contesté.
—El problema de las revoluciones —filosofó— es que caen en malas manos.
—De acuerdo —asentí.
—Por otra parte —continuó—, ¿podría haberlas peores que las de los monigotes con billetes que viven aquí?
—Quizás usted vivirá también alguna vez aquí… —respondí.
—No viviría ni aunque me pagasen cincuenta mil al año —exclamó, escupiendo nuevamente—, y aunque me dejasen dormir con pijamas de raso y con un collar de perlas rosadas alrededor del cuello.
—No me gustaría hacerle esa oferta —manifesté.
—Hágala en cualquier momento —dijo—. De día o de noche. Hágame la oferta y verá lo que consigue con eso.
—Bien, seguiré mi viaje y me presentaré ante el agente del club —informé.
—Dígale que puede escupirse en la pernera izquierda del pantalón. Dígale que yo dije eso.
—Lo haré.
Un auto se acercó por detrás e hizo sonar la bocina. Puse el coche en marcha. Una limousine oscura de media manzana de largo me hizo apartar del camino con su bocina y pasó a mi lado con un ruido de hojas secas.
En esa zona el viento era tranquilo y la luz de la luna en el valle era tan clara que las sombras negras parecían haber sido grabadas.
A la vuelta de la curva se extendía frente a mí todo el valle. Mil casas blancas construidas arriba y abajo de las colinas, diez mil ventanas iluminadas y las estrellas pendiendo cortésmente sobre ellas sin acercarse demasiado a causa de la patrulla.
El muro del edificio del club que miraba hacia el camino era blanco y negro, sin puerta de entrada, sin ventanas en la planta baja. El número era pequeño pero la luz fluorescente de color violáceo lo hacía brillar: 8777. Nada más. Al costado, bajo los reflectores, había hileras de autos alineados sobre el liso asfalto. Servidores en limpios uniformes se movían en la luz.
El camino daba la vuelta hacia atrás. Un porche profundo de cemento, cubierto por una marquesina de vidrio y cromo pero con luces muy tenues. Me bajé del coche y me entregaron un vale con el número de la matrícula. Lo llevé hasta un pequeño escritorio en el que estaba sentado un hombre uniformado y lo deposité frente a él.
—Philip Marlowe —anuncié—. Visitante.
—Gracias, señor Marlowe. —Anotó mi nombre y el número. Me devolvió mi vale y levantó un teléfono.
Un negro, con un uniforme cruzado de lino blanco, charreteras doradas y una gorra con una ancha banda dorada, me abrió la puerta.
El hall daba la impresión de ser una película musical de alto costo. Mucha luz y brillo, mucho decorado, mucha ropa, mucho sonido, un reparto de estrellas y un argumento lleno de originalidad y empuje. Bajo la suave iluminación indirecta la pared parecía no terminar nunca como perdida en suaves y lascivas estrellas titilantes. Se podía caminar sobre la alfombra sin flotadores.
En la parte trasera había una escalera de cromo y esmalte blanco de anchos escalones alfombrados. A la entrada del comedor, un rollizo jefe de camareros estaba parado negligentemente con una faja de satén sobre sus pantalones y unos cuantos menús dorados bajo el brazo. Tenía ese tipo de cara que puede tornarse de una sonrisa cortés a la furia sin mover un músculo.
La entrada del bar estaba a la izquierda. Éste era oscuro y silencioso y un camarero se movía como una mariposa contra el tenue brillo de la cristalería apilada. Una rubia alta y hermosa, con un vestido que parecía agua de mar rociada con polvo de oro, salió del baño para damas retocándose los labios y se volvió en la arcada, canturreando algo.
El ritmo de una rumba llegó a través de la arcada y ella sacudió su cabeza dorada, siguiendo el compás y sonriendo. Un hombre bajo y gordo con rostro rubicundo y ojos brillantes la esperaba con una capa de piel blanca sobre el brazo. Hundió sus gruesos dedos en el brazo desnudo de ella y le dirigió una sonrisa que más parecía una mueca.
Una camarera con un pijama chino color de flor de durazno se acercó a tomar mi sombrero y a desaprobar mi indumentaria. Sus ojos parecían extraños pecados.
Una vendedora de cigarrillos se acercó por el pasillo. Usaba un penacho en la cabeza, ropas como para ocultar detrás de un mondadientes, y una de sus hermosas y largas piernas desnudas era plateada y la otra dorada. Tenía la expresión desdeñosa de una mujer que arregla sus citas a larga distancia.
Entré en el bar y me senté en un taburete tapizado de cuero. Los vasos tintineaban suavemente, las luces brillaban tenues, había voces contenidas que susurraban palabras de amor, o sobre el diez por ciento, o sobre lo que sea que susurren en lugares como ése.
Un hombre alto, buen mozo, con un traje gris cortado por un ángel, se levantó súbitamente de una pequeña mesa situada junto a la pared y empezó a insultar a uno de los camareros que atendían el mostrador. Maldijo con voz fuerte y clara un largo minuto, pronunciando aproximadamente nueve palabras que generalmente no son empleadas por hombres altos y buenos mozos con trajes grises bien confeccionados. Todos dejaron de hablar y lo miraron en silencio. Su voz cortó el ritmo de la rumba como una pala corta la nieve.
El camarero permaneció completamente inmóvil, mirando al hombre. Tenía cabellos ondulados y una tez clara y tibia y ojos cautelosos y muy separados. No se movió ni habló. El hombre alto dejó de maldecir y salió del bar. Todos lo siguieron con la mirada, excepto el camarero.
El camarero se trasladó lentamente a lo largo del mostrador hasta el lugar donde yo estaba sentado y permaneció con la vista clavada en el vacío, sin nada en el rostro, excepto su palidez. Luego se volvió hacia mí Y dijo:
—¿Qué desea, señor?
—Quiero hablar con un individuo llamado Eddie Prue.
—¿Y con eso?
—Trabaja aquí —agregué.
—¿Qué hace? —preguntó. Su voz era perfectamente equilibrada y seca como la arena seca.
—Creo que es el que camina detrás del patrón. Si es que usted me entiende.
—Oh, Eddie Prue —exclamó y colocó lentamente un labio sobre el otro y trazó pequeños círculos cerrados sobre el mostrador con su servilleta—. ¿Su nombre? —Marlowe.
—Marlowe. ¿Quiere tomar algo mientras espera?
—Un «Martini» seco estará bien.
—Un «Martini». Seco. Muy, muy seco.
—Muy bien.
—¿Lo comerá con una cuchara o con cuchillo y tenedor?
—Córtelo en rebanadas —respondí—. Lo pincharé.
—Mientras va a la escuela —dijo—. ¿Quiere que le ponga una aceituna en la maleta?
—Tíremela a la nariz —contesté—. Quizás eso le haga sentirse mejor.
—Gracias, señor —murmuró—. Un «Martini» seco.
Se alejó tres pasos y luego volvió y se inclinó sobre el mostrador, y me dijo:
—Me equivoqué con una bebida. Ese caballero me lo estaba informando.
—Lo oí.
—Lo decía como los caballeros dicen esas cosas. Como los grandes personajes le señalan a uno sus pequeños errores. Y usted lo oyó.
—Sí —contesté, preguntándome cuánto duraría esto.
—Se hizo oír… el caballero. Y entonces vengo yo y prácticamente le insulto a usted.
—Me di cuenta —respondí.
Levantó uno de sus dedos y lo miró pensativamente.
—Tal cual —murmuró—. Un perfecto desconocido.
—Son mis grandes ojos marrones —afirmé—. Tienen una expresión cordial.
—Gracias, compañero —dijo, y se alejó tranquilamente.
Le vi hablar por un teléfono colocado en el extremo del mostrador. Luego le vi agitar una coctelera. Cuando volvió con el «Martini», ya se había serenado.