Cuando llegué allí me había olvidado de quién había usado cada uno de los vasos, de modo que lavé los tres y los sequé, y me disponía a llenarlos nuevamente cuando llegó Spangler y se detuvo a mi lado.
—No se preocupe —comenté—. Esta noche no usaré cianuro.
—No juegue demasiado con el viejo —aconsejó tranquilamente junto a mi nuca—. Conoce más triquiñuelas de las que usted imagina.
—Muchas gracias.
—Oiga, me gustaría leer algo sobre el caso Cassidy —dijo—. Parece interesante. Debe haber ocurrido antes de mi época.
—Fue hace mucho tiempo —respondí—. Y no ocurrió nunca. Estaba bromeando.
Puse los vasos sobre la bandeja, los llevé nuevamente a la sala y los repartí. Me llevé el mío a mi sillón, detrás de la mesa de ajedrez.
—Otra farsa —dije—. Su socio se mete en la cocina y me da consejos a espaldas de usted acerca del cuidado que debo tener por las triquiñuelas que usted conoce y que yo no sospecho que conoce. Tiene la cara más adecuada para eso. Sincero y cordial como un recién nacido.
Spangler se sentó sobre el borde de su sillón y se ruborizó. Breeze lo miró con indiferencia, sin dar a entender nada.
—¿Qué averiguó respecto a Phillips? —pregunté.
—Sí —murmuró Breeze—. Phillips. Bien, George Anson Phillips es un caso patético. Creyó que era detective, pero parece que no consiguió que nadie opinase como él. Hablé con el sheriff de Ventura. Dijo que George era un buen muchacho, quizá demasiado bueno para resultar un buen polizonte, aunque hubiese tenido seso. George hacía lo que le ordenaban, y lo hacía muy bien, siempre que le indicasen con qué pie tenía que empezar y cuántos pasos debía dar en cada dirección y detalles como ésos. Pero no se desarrolló mucho, si es que usted me entiende. Era uno de esos polizontes que detienen a un ladrón de gallinas si lo ve robar las gallinas y el tipo se cae al escapar y se golpea la cabeza contra un poste o algo duro y se desmaya. De lo contrario el asunto puede resultar un poco complicado, y George tendría que volver a la oficina para pedir instrucciones. Bien, después de un tiempo, eso aburrió al sheriff, y le quitó el puesto a George.
Breeze bebió un poco más de su cóctel y se rascó el mentón con una uña del pulgar que parecía la hoja de una pala.
—Después de eso George trabajó en un almacén de Simi para un tipo llamado Sutcliff. Era un negocio con créditos, con libretas para cada cliente, y era ahí donde George complicaba las cosas. Se olvidaba de anotar la compra o la anotaba en una libreta equivocada, y algunos corregían el error y otros dejaban que George lo olvidase. De modo que Sutcliff decidió que quizá George tendría más éxito en otra actividad, y el muchacho se vino a Los Angeles. Había recibido algún dinero, no mucho, pero sí lo suficiente como para obtener una licencia y conseguir una participación en una oficina. Estuve allí. Lo que tenía era un escritorio con un tipo que asegura vender tarjetas de Navidad. Se llama Marsh. Si George tenía un cliente el arreglo era que Marsh debía salir a pasear. Marsh dice que no sabe dónde vivía George y que éste no tenía clientes. O sea, a la oficina no llegó ningún trabajo del que Marsh se enterase. Pero George puso un anuncio en el diario y quizás haya sacado un cliente de ahí. Supongo que fue así, porque hace exactamente una semana Marsh encontró un mensaje en su escritorio en el que George le decía que faltaría de la ciudad por unos pocos días. Ésa es la última noticia que tuvo de él. George fue a Court Street y alquiló un departamento con el nombre de Anson y fue asesinado. Y eso es todo lo que sabemos hasta ahora respecto a George. Es un caso patético.
Me miró fijamente y sin curiosidad, y se llevó el vaso a los labios.
—¿Qué sabe de ese anuncio?
Breeze dejó el vaso y sacó un delgado trozo de papel de su billetera y lo depositó sobre la mesa. Yo me acerqué, lo tomé y lo leí. Decía: ¿Por qué preocuparse? ¿Por qué sufrir dudas o turbaciones? ¿Por qué dejarse corroer por la sospecha? Consulte a un investigador sereno, cuidadoso, confidencial, discreto. George Anson Phillips. Glenview 9528.
Volví a dejar el papel sobre la mesa.
—No es peor que otros muchos anuncios personales —dijo Breeze—. No parece estar dirigido a la clientela más seria.
—Se lo escribió la chica de la oficina —explicó Spangler—. Dijo que tuvo que esforzarse para contener la risa, pero a George le pareció correcto. Ocurrió en la oficina del Chronicle de Hollywood Boulevard.
—Eso lo averiguó rápido —comenté.
—No nos resulta difícil obtener informaciones —respondió Breeze—. Excepto quizá de usted.
—¿Y Hench?
—No hay nada respecto a él. Él y la chica estaban de juerga. Bebían un poco y cantaban un poco y se peleaban un poco y escuchaban la radio y salían a comer periódicamente, cuando se acordaban de eso. Creo que eso ya duraba desde hace varios días. Es mejor que lo hayamos interrumpido. La chica tiene los dos ojos lastimados. Quizás en el round siguiente Hench le habría partido el cuello. El mundo está lleno de escorias como Hench… y su amiga.
—¿Y el arma que Hench dijo que no era de él?
—Es la empleada para el asesinato. Todavía no tenemos el plomo, pero encontramos la cápsula. Estaba debajo del cuerpo de George y coincide. Disparamos otras dos y comparamos las marcas del percutor.
—¿Cree que alguien la colocó debajo de la almohada de Hench?
—Naturalmente. ¿Qué motivo tenía Hench para matar a Phillips? No lo conocía.
—¿Cómo sabe eso?
—Lo sé —contestó Breeze, abriendo las manos—. Oiga, hay cosas que uno conoce porque las tiene escritas. Y las otras que sabe porque son lógicas y tienen que ser así. Uno no mata a alguien y luego arma un escándalo para atraer la atención, mientras tiene el arma bajo la almohada. La muchacha estuvo con Hench durante todo el día. Si Hench hubiese despachado a alguien, ella lo sabría. Pero no sabe nada. Y si lo supiese, cantaría. ¿Qué es Hench para ella? Un tipo con quien divertirse, nada más. Oiga, olvide a Hench. El tipo que cometió el crimen oyó el ruido de la radio y supo que eso cubriría el disparo. Pero de todos modos desmayó a Phillips y lo arrastró al baño y cerró la puerta antes de matarlo. No estaba borracho. Cuidaba sus pasos y se ocupaba de sus problemas. Salió, cerró la puerta del baño, y cesó el ruido de la radio. Hench y la chica salieron a comer. Así es como ocurrió.
—¿Cómo sabe que apagaron la radio?
—Me lo dijeron —explicó Breeze tranquilamente—. Hay más gente viviendo en esa pocilga. Desengáñese, apagaron la radio y salieron. El asesino abandonó el departamento y vio que la puerta de Hench estaba abierta. Tenía que estarlo, porque de lo contrario no se habría fijado en ella.
—La gente no deja abierta la puerta de sus departamentos. Especialmente en barrios como ése.
—Los borrachos lo hacen. Los borrachos son descuidados. Sus mentes no funcionan bien. Y piensan en una sola cosa por vez. La puerta estaba abierta, quizá muy poco, pero abierta. El asesino entró y dejó su arma en el lecho y encontró otra allí. Se la llevó, para empeorar la situación de Hench.
—Pueden buscar el revólver.
—¿El de Hench? Lo intentaremos, pero Hench dice que no sabe el número. Si lo encontramos, eso podría ayudarnos. Pero lo dudo. Trataremos de averiguar algo sobre la pistola que tenemos, pero usted sabe cómo son estas cosas. Uno llega hasta cierto punto y cree que todo se va a aclarar, y de pronto la pista termina en un punto muerto. ¿No se le ocurre algún otro detalle que podríamos conocer y que le resultaría útil para su trabajo?
—Estoy cansado —contesté—. Mi imaginación no funciona muy bien.
—Hace un rato marchaba magníficamente —comentó Breeze—. Con el caso Cassidy.
No le dije nada. Volví a llenar mi pipa, pero estaba demasiado caliente para encenderla. La dejé sobre el borde de la mesa para que se enfriara.
—La verdad —continuó Breeze— es que no sé qué hacer con usted. No lo imagino ocultando intencionadamente una pista de un asesinato. Y tampoco lo imagino sabiendo tan poco como dice saber.
Nuevamente permanecí en silencio.
Breeze se inclinó para revolver la punta de su cigarro contra el cenicero hasta que lo apagó. Vació su vaso, se puso el sombrero y se incorporó.
—¿Cuánto tiempo piensa permanecer callado…? —preguntó.
—No lo sé.
—Deje que le ayude. Le concedo tiempo hasta el mediodía de mañana, que es un poco más de doce horas. De todos modos, no recibiré el informe post mortem antes de entonces. Le doy ese plazo para que consulte con su cliente y decida hablar claro.
—¿Y después de entonces?
—Después hablaré con el capitán de detectives y le contaré que un investigador privado llamado Philip Marlowe oculta pruebas que yo necesito para aclarar un asesinato, o que estoy convencido de que lo hace. ¿Y qué ocurrirá? Creo que lo encerrará con tanta rapidez que se le quemarán los pantalones.
—Ajá —murmuré—. ¿Registró el escritorio de Phillips?
—Sí. Era un muchacho muy ordenado. No tenía nada, excepto una especie de Diario. Y ahí tampoco había nada, excepto la historia de cómo fue a la playa o llevó a una chica al cine sin conseguir animarla mucho. O cómo estuvo sentado en su oficina sin que llegasen clientes. En una ocasión se enojó por el lavado de la ropa y llenó una página entera. Generalmente no eran más que tres o cuatro renglones. Un solo detalle me llamó la atención. La letra de imprenta.
—¿Letra de imprenta? —pregunté.
—Sí, hecha con pluma y tinta. No son caracteres grandes, como los de la gente que trata de disimular su escritura. Son pequeñas letras de imprenta muy bien trazadas, como si le hubiera resultado más fácil escribir en esa forma que en cualquier otra.
—No escribió así en la tarjeta que me dio —comenté.
Breeze pensó en eso durante un instante y luego asintió.
—Es cierto. Quizá fuese así. Tampoco había un nombre en el Diario en la primera página. Quizá la letra de imprenta era un juego al que se dedicaba consigo mismo.
—¿Como la taquigrafía de Pepys? —inquirí.
—¿Qué era eso?
—Un diario que un hombre escribió en clave, hace mucho tiempo.
Breeze miró a Spangler, que estaba frente a su sillón, vaciando las últimas gotas de su vaso.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Breeze—. Este tipo está inventando otro caso Cassidy.
Spangler dejó su vaso sobre la mesa y los dos se dirigieron hacia la puerta. Breeze arrastró un pie y me miró de reojo con la mano sobre el picaporte.
—¿Conoce alguna rubia alta?
—Tendré que pensarlo —contesté—. Espero que sí. ¿Cómo es de alta?
—Alta, simplemente. No sé cuál es la estatura. Excepto que tendría que ser alta para un tipo que también es alto. Un italiano llamado Palermo es el dueño de la casa de departamentos de Court Street. Fuimos a visitarle a su empresa de pompas fúnebres situada enfrente. También es propietario de ese negocio. Afirma que a eso de las tres y media vio salir a una rubia alta de la casa de departamentos. El encargado, Passmore, no recuerda a ningún inquilino que pueda ser catalogado como una rubia alta. El italiano dice que era linda. Le doy valor a sus palabras porque nos dio una descripción bastante buena de usted. No vio entrar a la rubia sino simplemente salir. Usaba pantalones y una chaqueta. Y un turbante. Pero tenía abundantes cabellos rubios claros que sobresalían por debajo de éste.
—No me sugiere nada —contesté—. Pero recuerdo otra cosa. Anoté el número de la matrícula del coche de Phillips sobre el dorso de su sobre. Probablemente eso le permitirá obtener su domicilio anterior. Iré a buscarlo.
Permanecieron allí mientras yo iba a sacarlo del bolsillo de la americana que estaba en el dormitorio. Le pasé a Breeze el trozo de sobre y leyó lo que estaba escrito en él y lo guardó en su billetera.
—De modo que acaba de ocurrírsele la idea, ¿eh?
—Efectivamente.
—Bien, bien —murmuró—. Bien, bien.
Los dos se alejaron por el pasillo en dirección al ascensor meneando la cabeza.
Cerré la puerta y volví a mi segundo vaso casi intacto. Era demasiado suave. Lo llevé a la cocina y le agregué más alcohol y permanecí allí teniéndolo en la mano y mirando por la ventana hacia el cielo azul oscuro. El viento parecía haberse intensificado nuevamente. Chocaba contra la ventana que apuntaba al norte y se oía un martilleo pesado y lento en la pared del edificio, como el de un cable grueso golpeando el estuco entre los aislantes.
Probé mi cóctel y lamenté haberle echado más whisky. Lo volqué en la pileta, tomé un vaso limpio y bebí un poco de agua helada.
Tenía doce horas para aclarar una situación que todavía no había empezado a entender. Debía optar entre eso o entregar a una cliente y dejar que la Policía hurgase en su vida y en la de toda su familia. Contraten a Marlowe y la casa se le llenará de polizontes. ¿Por qué preocuparse? ¿Por qué sufrir dudas o turbaciones? ¿Por qué dejarse corroer por la sospecha? Consulten a un investigador chiflado, descuidado, torpe y disipado. Philip Marlowe, Glenview 7537. Visíteme, y conocerá a los mejores policías de la ciudad. ¿Por qué desesperarse? ¿Por qué sentirse solo? Llame a Marlowe y verá llegar el camión celular.
Eso tampoco me conducía a ninguna parte. Volví a la sala y acerqué una cerilla a la pipa que ya se había enfriado sobre el borde de la mesa de ajedrez. Aspiré lentamente el humo, pero seguía teniendo el olor de la goma caliente. La dejé a un lado y permanecí en el centro del cuarto, tirando de mi labio inferior y haciéndolo restallar contra mis dientes.
Sonó el teléfono. Levanté el auricular y atendí con un gruñido.
—¿Marlowe? —preguntó una voz que era un susurro áspero y bajo. Era un susurro áspero y bajo que habría oído anteriormente.
—Muy bien —dije—. Hable, quienquiera que sea. ¿A quién pertenece el bolsillo en el que metí ahora la mano?
—Quizá sea un tipo inteligente —afirmó el áspero susurro—. Quizá le guste hacerse un bien a usted mismo.
—¿Cuánto bien?
—Digamos que unos quinientos dólares de bien.
—Formidable —exclamé—. ¿Y qué tengo que hacer para eso?
—No meter las narices —respondió la voz—. ¿Quiere hablar sobre eso?
—¿Dónde, cuándo y con quién?
—Idle Valley Club. Morny. En cualquier momento que llegue.
—¿Quién es usted?
Una risita tétrica llegó por la línea.
—Pregunte en la entrada por Eddie Prue.
Se cortó la comunicación. Yo colgué el auricular.
Eran casi las once y media cuando saqué el coche del garaje y me dirigí hacia Cahuenga Pass.