15

Las piezas del ajedrez, de hueso blanco y rojo, estaban alineadas y listas para la batalla, y tenían ese aspecto emocionante, competente y complicado que siempre tienen al comienzo del juego. Eran las diez de la noche, yo estaba cómodo en mi departamento, tenía una pipa en la boca, un vaso a un costado y no había nada en mi mente exceptuando dos asesinatos y el misterio de cómo la señora Elizabeth Bright Murdock había recuperado su Doblón Brasher mientras yo todavía lo tenía en el bolsillo.

Abrí un librito de torneos forrado en papel y editado en Leipzig, escogí un atrayente gambito de reina, moví el peón blanco a reina cuatro y entonces sonó el timbre de la puerta.

Di un rodeo a la mesa, levanté el Colt 38 del escritorio de roble y fui hasta la puerta, manteniéndolo apretado contra mi pierna derecha.

—¿Quién es?

—Breeze.

Volví al escritorio para dejar el arma antes de abrir la puerta. Breeze parecía tan grande y pesado como siempre, pero un poco más cansado. El detective joven y de rostro fresco llamado Spangler estaba con él.

Me empujaron al interior de la habitación sin demostrar que estaban haciendo eso, y Spangler cerró la puerta. Sus brillantes ojos juveniles viajaron en una y otra dirección, mientras Breeze posaba por un largo rato los suyos, más viejos y duros, sobre mi cara. Luego pasó junto a mí y se dirigió hacia el sofá.

—Echa un vistazo —dijo por un costado de la boca.

Spangler se apartó de la puerta y cruzó el cuarto hasta el comedor, miró en su interior, cruzó en sentido contrario y pasó a la sala. La puerta del baño chirrió, y sus pisadas siguieron aún más lejos.

Breeze se quitó el sombrero y se secó su cabeza casi calva. A la distancia las puertas se abrían y cerraban. Hasta las de los armarios. Spangler volvió.

—No hay nadie aquí —informó.

Breeze asintió y se sentó, dejando su panamá en un costado.

Spangler vio la pistola sobre el escritorio.

—¿Me permite mirar? —preguntó.

—Váyanse los dos al diablo —respondí.

Spangler se acercó al arma y arrimó el cañón a su nariz, oliendo. Quitó el cargador, hizo saltar la cápsula de la recámara, la tomó y la metió en el cargador. Dejó este último sobre el escritorio y colocó la pistola en forma tal que la luz entrara por el extremo abierto de la recámara. Sosteniéndola en esa forma miró por el interior del cañón.

—Un poco de polvo —dijo—. No mucho.

—¿Qué esperaba hallar? —inquirí—. ¿Rubíes?

—Diría que esta arma no fue disparada en las últimas veinticuatro horas. Estoy seguro de eso.

Breeze asintió, se mordió el labio y exploró mi cara con sus ojos. Spangler volvió a armar la automática, la dejó a un costado y fue a sentarse. Se metió un cigarrillo entre los labios, lo encendió y lanzó satisfecho una nube de humo.

—De todos modos sabemos muy bien que no fue un calibre 38 largo —afirmó—. Uno de esos cañones atravesaría una pared. Sería imposible que el proyectil quedara dentro de la cabeza de un hombre.

—¿Se puede saber de qué están hablando? —pregunté.

—De lo acostumbrado en nuestro oficio —explicó Breeze—. Asesinato. Siéntese. Serénese. Me pareció oír hablar aquí dentro. Quizá fuera en el departamento vecino.

—Quizás —asentí.

—¿Siempre tiene una pistola sobre su escritorio?

—Excepto cuando está debajo de mi almohada —contesté—. O debajo de mi brazo. O en el cajón de mi escritorio. O en algún lugar donde no recuerdo haberla guardado. ¿Eso le resulta de alguna utilidad?

—No vinimos aquí para proceder con violencia, Marlowe.

—Magnífico —exclamé—. Y por eso se mete en mi departamento y tocan cosas de mi propiedad sin pedirme autorización. ¿Qué hacen cuando proceden con violencia? ¿Me derriban y me pegan puntapiés en la cara?

—Oh, diablos —murmuró Breeze, y sonrió. Le devolví la sonrisa. Todos sonreíamos. Entonces agregó—: ¿Puedo usar su teléfono?

Se lo señalé. Marcó un número y habló con alguien llamado Morrison.

—Habla Breeze desde el… —dijo y miró el número grabado en el teléfono y lo leyó en voz alta—. Cuando quieran. Marlowe es el nombre. Sí. Dentro de cinco o diez minutos.

Cortó la comunicación y volvió al sofá.

—Apuesto a que no adivina por qué estamos aquí…

—Yo siempre espero la visita de los hermanos —contesté.

—El asesinato no es nada gracioso, Marlowe.

—¿Quién dijo que lo era?

—¿No le parece que se comporta como si lo pensase?

—No lo noté.

Miró a Spangler y se encogió de hombros. Luego contempló el piso. Por fin levantó la vista lentamente, como si los ojos le pesasen, me miró nuevamente. Ahora yo estaba sentado junto a la mesa de ajedrez.

—¿Juega mucho al ajedrez? —inquirió, mirando las piezas.

—Mucho no. A veces me entretengo con una partida, mientras pienso.

—¿No se necesitan dos personas para jugar al ajedrez?

—Reproduzco torneos que han sido archivados y publicados. Hay mucha literatura sobre el ajedrez. A veces resuelvo problemas. Éstos no son de ajedrez propiamente dicho. ¿Para qué hablamos de ajedrez? ¿Un trago?

—Ahora no —contestó Breeze—. Hablé con Randall acerca de usted. Lo recuerda muy bien, en relación con un caso ocurrido en la playa —movió los pies sobre la alfombra, como si estuviesen muy cansados. Su viejo rostro macizo estaba gris y arrugado por la fatiga—. Aseguró que usted no mataría a nadie. Dijo que usted es un buen tipo, de confianza.

—Muy amable —comenté.

—Afirma que usted prepara un buen café y que se levanta un poco tarde por las mañana y que sabe conversar muy ingeniosamente y que debemos creer todo lo que declare, siempre que sea confirmado por cinco testigos independientes.

—Que se vaya al infierno —exclamé.

Breeze asintió como si yo hubiese dicho exactamente lo que él quería que dijese. No sonreía y no se mostraba severo, no era más que un tipo corpulento y macizo que se ocupa de su trabajo. Spangler había reclinado la cabeza contra el respaldo del sillón y tenía los ojos entrecerrados y miraba el humo de su cigarrillo.

—Randall dice que debemos cuidarle. Dice que usted no es tan inteligente como cree ser, pero que es un tipo al que se le ocurren ciertas cosas, y un tipo así puede traer muchos más líos que un tipo inteligente. Eso es lo que dice él, como usted comprende. A mí me parece una persona derecha. Me gusta que todo esté claro. Por eso se lo cuento.

Le contesté que era muy amable al proceder así.

Sonó el teléfono. Miré a Breeze, pero él no se movió. De modo que estiré el brazo y atendí. Era una voz femenina. Me pareció vagamente conocida, pero no pude identificarla.

—¿Habla el señor Philip Marlowe?

—Sí.

—Señor Marlowe, estoy en un grave aprieto, muy grave. Necesito verlo urgentemente. ¿Dónde puedo encontrarme con usted?

—¿Esta noche? —pregunté—. ¿Con quién estoy hablando?

—Mí nombre es Gladys Crane. Vivo en el «Hotel Normandy», en Rampart. ¿Cuándo podrá…?

—¿Acaso quiere que vaya allá esta noche? —inquirí, pensando en la voz, tratando de situarla.

—Yo… —la comunicación se cortó. Permanecí con el auricular en la mano, frunciendo el ceño, mirando a Breeze por encima de él. Su rostro estaba completamente desprovisto de interés.

—Una chica dice que está en un aprieto —comenté—. La comunicación se cortó.

Seguí apretando la horquilla a la espera de que volviera a sonar la campanilla. Los dos policías permanecían inmóviles y sumidos en el mayor silencio. Demasiado callados, demasiado inmóviles.

La campanilla sonó nuevamente. Yo levanté la horquilla y dije:

—Desea hablar con Breeze, ¿verdad?

—Sí —respondió una voz de hombre, con un tono un poco sorprendido.

—Muy bien, sigan con las tretas —manifesté, y me levanté del sillón y pasé a la cocina. Oí que Breeze hablaba muy brevemente y luego siguió el ruido del auricular al ser depositado sobre la horquilla.

Retiré la botella de «Four Roses» del armario de la cocina, junto con tres vasos. Saqué hielo y ginger ale del refrigerador y preparé tres cócteles y los puse en una bandeja y dejé la bandeja sobre la mesa que Breeze tenía frente a su sofá. Tomé dos de los vasos, le di uno a Spangler y me llevé el otro a mi sillón.

Spangler sostuvo el vaso dubitativamente, apretando su labio inferior entre el pulgar y el índice, mirando a Breeze para saber si podía aceptar la bebida.

Breeze me estudió fijamente y por fin suspiró. Luego tomó el vaso, lo probó, volvió a suspirar, sacudió la cabeza hacia los costados, con una vaga sonrisa, como la de un hombre al que se le da una bebida que necesita imperiosamente, y a quien el primer sorbo le parece una zambullida en un mundo más limpio, más soleado, más luminoso.

—Me parece que usted es bastante despierto, señor Marlowe —comentó, y se reclinó en el sofá, completamente sosegado—. Creo que podremos entendernos.

—En esa forma no —contesté.

—¿Cómo? —preguntó y juntó las cejas. Spangler se inclinó hacia delante en su sillón y se mostró despierto y atento.

—Haciendo que las zorras perdidas me llamen y me pasen su canción para que usted pueda decir que ellas confesaron reconocer mi voz en algún lugar, en algún momento.

—El nombre de la chica es Gladys Crane —afirmó Breeze.

—Eso es lo que ella dijo. Nunca lo oí nombrar.

—Muy bien —respondió Breeze—. Muy bien —me mostró la palma de su mano pecosa—. No queremos hacer nada que no sea legal. Esperamos que usted tampoco lo haga.

—¿Que no haga qué?

—Que no trate de hacer nada que no sea legal. Como ocultarnos una pista.

—¿Por qué no habría de ocultarles algo, si quiero? —inquirí—. Ustedes no me pagan mi sueldo.

—Oiga, Marlowe, no fanfarronee.

—No fanfarroneo. No tengo ganas de fanfarronear. Sé lo suficiente acerca de los polizontes como para no fanfarronear con ellos. Cante su parte y no trate de tirarme más carnadas como la de esa llamada telefónica.

—Nos estamos ocupando de un caso de asesinato —dijo Breeze—. Tenemos que tratar de solucionarlo en la mejor forma posible. Usted encontró el cadáver. Usted había hablado con ese tipo. Él le había pedido que lo visitase en su departamento. Le dio su llave. Usted aseguró que no sabía qué era lo que él iba a contarle. Pensamos que quizá si usted tenía tiempo para meditarlo conseguiría recordarlo.

—En otras palabras, en la primera ocasión yo mentía —comenté.

—Usted ya ha visto lo suficiente para saber que la gente miente siempre en los casos de asesinato —respondió Breeze, con una sonrisa cansada.

—En ese caso el problema consiste en la forma en que usted logrará saber cuándo dejaré de mentir.

—Cuando lo que diga empiece a resultar lógico, quedaremos satisfechos.

Miré a Spangler. Estaba tan echado hacia delante que casi se había salido del sillón. Parecía que estuviese por saltar. No se me ocurrió ningún motivo para que saltase, de modo que deduje que debía estar excitado. Observé nuevamente a Breeze. Éste, en cambio, estaba tan excitado como podía estarlo un agujero en la pared. Tenía entre sus gruesos dedos uno de sus cigarros envueltos en celofán, y estaba desgarrando la envoltura con su cortaplumas. Miré cómo retiraba el papel y cortaba el extremo del cigarro con la hoja y luego guardaba el cortaplumas, después de haber limpiado cuidadosamente el filo contra el pantalón. Lo vi raspar una cerilla de madera y encender cuidadosamente el cigarro, haciéndolo girar en la llama; luego apartó la cerilla del cigarro sin apagarla y chupó hasta que se convenció de que estaba bien encendido. Después apagó la cerilla, agitándola, y la dejó junto al sobre de celofán, sobre la tapa de vidrio de la mesa. Por fin se echó hacia atrás, tiró de una pernera de su pantalón y fumó tranquilamente. Cada uno de sus movimientos había sido una copia exacta de los realizados al encender el cigarro en el departamento de Hench y de los que debía efectuar cada vez que encendía un cigarro. Pertenecía a esa clase de hombres, y eso lo hacía peligroso. No tanto como un hombre inteligente pero mucho más que otro apresurado y excitado como Spangler.

—Nunca vi a Phillips antes del día de hoy —dije—. No cuento la ocasión en que según él nos conocimos en Ventura, porque no lo recuerdo. Lo encontré en la forma que expliqué. Me estuvo siguiendo y yo lo abordé. Quería hablar conmigo, me dio su llave, yo fui a su departamento, usé la llave para entrar cuando no obtuve respuesta… todo según sus indicaciones. Estaba muerto. Se llamó a la Policía y luego de una serie de acontecimientos o incidentes que no tenía ninguna relación conmigo fue hallada una pistola bajo la almohada de Hench. El arma había sido disparada. Yo le dije eso y es cierto.

—Cuando usted lo encontró —me interrumpió Breeze— fue al departamento del encargado, un tipo llamado Passmore, y lo hizo subir con usted sin decirle que había muerto. Le dio a Passmore una tarjeta falsa y habló acerca de unas alhajas.

—Con personas como Passmore y en casas como ésa, siempre conviene proceder con cautela. Estaba interesado en Phillips. Pensé que si Passmore no sabía que estaba muerto, quizá me contaría algo que no habría dicho si hubiese sabido que la Policía lo iba a interrogar poco después. Eso es todo.

Breeze bebió un poco de su cóctel y aspiró de su cigarro.

—Hay algo que quería aclarar —manifestó finalmente—. Todo lo que usted nos contó puede ser perfectamente cierto, y sin embargo, podría no estar diciendo la verdad. ¿Me entiende?

—No —respondí yo, que lo había entendido muy bien.

Tamborileó sobre su rodilla y me estudió con una mirada lenta. No era hostil, ni siquiera desconfiado. Era un hombre tranquilo que cumplía con su deber.

—Por ejemplo… Usted está realizando un trabajo. No sabemos de qué se trata. Phillips jugaba al detective privado. Él tenía una misión. Lo estaba siguiendo. ¿Cómo podemos saber, a menos que usted lo explique, que los trabajos de ustedes dos no tenían alguna relación? Y si es así, eso nos interesa. ¿Entiende?

—Ésa es una forma de verlo —contesté—. Pero no es la única y tampoco la mía.

—No lo olvido. Pero tampoco olvido que hace mucho que estoy en esta ciudad, más de quince años. Vi pasar muchos casos de asesinato. Algunos fueron resueltos, otros no pudieron ser descifrados, y algunos que pudieron serlo no lo fueron. Y uno o dos o tres de ellos fueron resueltos equivocadamente. Se le pagó a alguien para que cargase con la culpa y es muy probable que eso fuese sabido o fundadamente sospechado. Y olvidado. Pero pasemos eso por alto. Ocurre, pero no con frecuencia. Consideremos un caso como el de Cassidy. Lo recuerda, ¿verdad?

—Estoy cansado —murmuró Breeze, mirando su reloj—. Olvidemos el caso Cassidy. Ajustémonos al caso Phillips.

—Quiero llegar a una conclusión —insistí meneando la cabeza—. Y esto es muy importante. Tome el caso Cassidy. Cassidy era un hombre muy rico, un multimillonario. Tenía un hijo adolescente. Una noche la Policía fue llamada a la casa y el joven Cassidy estaba caído de espaldas en el suelo, con la cara ensangrentada y un orificio de bala en el costado de la cabeza. Su secretario estaba caído, también de espaldas, en un baño vecino, con la cabeza apoyada contra la segunda puerta del baño, la que conducía a un pasillo y con un cigarrillo consumido entre los dedos de su mano izquierda, apenas una colilla que le había chamuscado la piel. Una pistola estaba caída junto a su mano derecha. Tenía una herida en la cabeza, pero no de contacto. Había bebido mucho. Cuatro horas habían transcurrido desde el momento de las muertes y el médico de la familia había estado en la casa durante tres de ellas. ¿Y qué conclusión saca usted del caso Cassidy?

—Asesinato y suicidio durante una borrachera… —contestó Breeze, suspirando—. El secretario tuvo una crisis y mató al joven Cassidy. Lo leí en los periódicos, o en alguna parte. ¿Eso es lo que quería que dijese?

—Lo leyó en los diarios —intervine—, pero no fue así. Lo que es más, usted sabía que no fue así, y el fiscal del distrito sabía que no fue así y los agentes del fiscal fueron retirados del caso a las pocas horas. No hubo indagatoria. Pero todos los reporteros de las secciones policiales y todos los polizontes de todas las divisiones de homicidios de la ciudad sabían que había sido Cassidy quien había tirado antes, que Cassidy había estado deliberadamente ebrio, que el secretario había tratado de contenerlo, infructuosamente, y que, por último quiso escapar pero no fue lo bastante rápido. La de Cassidy era una herida de contacto y la del secretario no. El secretario era zurdo y tenía el cigarrillo en la mano izquierda cuando lo mataron. Aunque uno use normalmente la mano derecha, no cambia de mano el cigarrillo y mata a un hombre sin soltar la colilla. Quizás hagan eso en Vencedores del Crimen, pero los secretarios de los millonarios no lo hacen. ¿Ya qué se dedicaron la familia y el médico durante las cuatro horas que tardaron en llamar a la Policía? Arreglaron la escena para que sólo hubiese una investigación superficial. ¿Y por qué no se hicieron pruebas con nitratos en las manos? Porque no querían saber la verdad. Cassidy era demasiado importante. Pero ése también fue un caso de asesinato, ¿no es cierto?

—Los dos estaban muertos —murmuró Breeze—. ¿Qué diablos importaba quién mató a quién?

—¿Alguna vez se detuvo a pensar que el secretario de Cassidy podía tener una madre, una hermana o una novia… o las tres cosas? ¿Que ellas tenían su orgullo y su confianza y su amor por un muchacho que fue convertido en un borracho paranoico porque el padre de su jefe tenía cien millones de dólares?

Breeze levantó lentamente su vaso, terminó el cóctel sin prisa, y lo depositó pausadamente sobre la mesa. Spangler estaba rígido en su asiento, con los ojos brillantes y los labios separados en una especie de sonrisa rígida.

—Vaya al grano —dijo Breeze.

—Mientras ustedes no sean dueños de sus propias almas —expliqué—, no lo serán de la mía. Hasta que pueda confiar en ustedes en cualquier ocasión, en cualquier momento y condición, para que busquen la verdad y la encuentren y dejen caer los despojos donde sea… hasta que llegue ese momento, tengo derecho a escuchar a mi conciencia y proteger a mi cliente en la mejor forma posible. Hasta que esté seguro de que ustedes no le harán a él tanto daño como bien le harán a la verdad. O hasta que me lleven ante alguien que pueda hacerme hablar.

—Usted me produce en parte la impresión de un hombre que quiere consolar a su conciencia —afirmó Breeze.

—Diablos —exclamé—. Tomemos otro trago. Y luego podrán hablarme acerca de esa muchacha con la que me hicieron conversar por teléfono.

—Era una vecina de Phillips —declaró Breeze sonriendo—. Una tarde lo oyó conversar con un tipo junto a la puerta. Durante el día trabaja como acomodadora en un cine. Por eso pensamos que quizá convenía hacerle escuchar su voz. No piense más en eso.

—¿Qué clase de voz era?

—Una voz poco cordial. Ella dijo que no le gustó.

—Supongo que fue eso lo que le hizo pensar en mí.

Tomé los tres vasos y los llevé a la cocina.