14

Se había levantado un viento que movía las copas de los árboles y al hamacar el alumbrado de la acera hacía arrojar sombras que parecían lava derretida. Doblé con el coche y me dirigí otra vez hacia el Este.

La casa de empeños estaba en Santa Mónica, cerca de Wilcox, un pequeño lugar antiguo acariciado suavemente por las olas del tiempo. En la vidriera del frente había de todo lo que se pudiera pensar; desde un equipo de moscas para pescar truchas dentro de una cajita de madera, hasta un órgano portátil; desde un coche de bebé hasta una cámara fotográfica con una lente de cuatro pulgadas; desde un impertinente en un desteñido estuche de felpa hasta un Colt 44 del modelo que todavía se fabrica para las autoridades del Oeste que aprendieron a disparar con sus abuelos.

Entré en el negocio. Una campana sonó sobre mi cabeza. Alguien en el fondo arrastró los pies por el suelo y se sonó la nariz. Los pasos se acercaron. Un judío viejo con un birrete negro apareció detrás del mostrador sonriéndome tras unos lentes recortados.

Saqué mi tabaquera, extraje el Doblón Brasher de su interior y lo deposité sobre el mostrador. La vidriera era transparente y yo me sentí desnudo. No había gabinetes ocultos con escupideras labradas a mano y puertas que se cierran herméticamente por sí solas.

El viejo tomó la moneda y la levantó en su mano.

—Oro, ¿verdad? Quizás usted sea coleccionista de oro —dijo, guiñando el ojo.

—Veinticinco dólares —contesté—. Mi esposa y los niños tienen hambre.

—Oh, eso es terrible. Parece oro, por el peso. Oro puro, o quizá también con platino —lo pesó despreocupadamente en una pequeña balanza—. Es oro —confirmó—. ¿De modo que quiere diez dólares?

—Veinticinco dólares.

—¿Qué podría hacer con esto por veinticinco dólares? ¿Venderlo acaso? Quizás aquí haya oro por valor de quince dólares. Muy bien. Quince dólares.

—¿Tiene una buena caja fuerte?

—Señor, en este negocio encontrará las mejores cajas fuertes que se puedan comprar. No tiene nada de qué preocuparse. Quedamos en quince dólares, ¿verdad?

—Extienda el recibo.

Lo escribió en parte con la pluma y en parte con la lengua. Le di mi verdadero nombre y domicilio. Departamentos Bristol. North Bristol Avenue 1634, Hollywood.

—Vive en ese barrio y necesita quince dólares prestados —comentó tristemente el viejo, y arrancó la mitad de mi recibo y contó el dinero.

Me dirigí a la botica de la esquina, compré un sobre y pedí prestado un lápiz. Me mandé el recibo a mí mismo.

Me sentía vacío y hambriento por dentro. Fui hasta Vine para comer, y luego volví a ponerme en marcha. El viento seguía aumentando de intensidad y era más seco que antes. El volante me producía una impresión áspera bajo los dedos y sentía tirantes y contraídos los orificios de mi nariz.

Las luces estaban encendidas en algunos edificios altos. La tienda verde y cromada de la esquina era un mar de resplandor. En el Edificio Belfont algunas ventanas estaban iluminadas, pero no muchas. La misma antigualla estaba sentada en el ascensor sobre su lona plegada, mirando fijamente al frente con expresión vacía, casi sumado a la historia.

—Supongo que usted no sabrá dónde puedo comunicarme con el encargado del edificio —le dije.

Volvió la cabeza lentamente y miró por encima de mi hombro.

—Oí contar que en Nueva York tienen ascensores que zumban. Suben treinta pisos en un solo tirón. A toda velocidad. Eso ocurre en Nueva York.

—Al diablo con Nueva York. A mí me gusta esto —respondí.

—Se debe necesitar un verdadero artista para manejar esos carros.

—No se engañe, abuelo. Todo lo que hacen esos muñecos es apretar botones, decir: «Buenos días, señor», y mirarse sus lindas caras en los espejos del ascensor. En cambio, se necesita un hombre para manejar este armatoste. ¿Está satisfecho?

—Trabajo doce horas por día —informó—. Y me alegro de eso.

—No deje que el sindicato se entere.

—¿Sabe lo que puede hacer el sindicato? —preguntó. Le dije que no. Me lo dijo. Luego levantó los ojos hasta que casi me miraron—. ¿No lo vi antes en algún lugar?

—Cuando le pedí noticias acerca del encargado del edificio —expliqué.

—Hace un año se rompió las gafas —contó el viejo—. Pude haberme reído. Casi lo hice.

—Sí. ¿Dónde podría encontrarlo a esta hora de la noche?

Me miró un poco más fijamente.

—Oh, ¿el encargado del edificio? Está en su casa, ¿no es cierto?

—Sí, probablemente. O fue al cine. ¿Pero dónde está su casa? ¿Cómo se llama?

—¿Desea algo?

—Sí —contesté, y apreté el puño dentro del bolsillo y me contuve para no gritar—. Quiero el domicilio de uno de sus inquilinos. El inquilino cuyo domicilio busco no está en la guía. Me refiero a la dirección que tiene cuando no está en su oficina. Usted sabe, su casa.

Saqué las manos y las moví por el aire, trazando lentamente las letras c-a-s-a.

—¿Cuál? —preguntó el viejo tan directamente que me dejó estupefacto.

—El señor Morningstar.

—No está en su casa. Todavía está en su oficina.

—¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro. No me fijo mucho en la gente. Pero él es viejo como yo, y le presto atención. Todavía no bajó.

—Ocho —dije, subiendo al ascensor.

Cerró las puertas e iniciamos el difícil trayecto. No volvió a mirarme. Cuando la caja se detuvo y yo salí no me habló ni se fijó en mí. Permaneció sentado, con la mirada perdida, sobre la lona y el taburete. Cuando doblé en la esquina del corredor seguía allí. Y su rostro había recuperado su expresión vacía.

Al final del corredor, dos puertas mostraban la luz encendida. Eran las dos únicas que estaban a la vista. Me detuve afuera para encender un cigarrillo y escuchar, pero no oí ningún ruido que indicase actividad. Abrí la puerta marcada «Entrada» y penetré en la estrecha oficina con el escritorio cerrado. La puerta de madera seguía entreabierta. Me acerqué a ella, la golpeé y llamé:

—Señor Morningstar.

No hubo respuesta. Silencio. Ni siquiera el ruido de respiración. Los pelos se erizaron en mi nuca. Di un rodeo a la puerta. La luz del techo se reflejaba sobre la campana de vidrio de las balanzas, sobre la madera lustrada alrededor de la cubierta de cuero del escritorio, sobre el costado de éste, sobre un zapato negro de puntera cuadrada, que estaba rematado por una media blanca de algodón.

El zapato estaba en un ángulo extraño señalando la esquina del techo. El resto de la pierna estaba detrás de la caja fuerte. Cuando avancé por la habitación, me pareció estar caminando por el barro.

Estaba encogido sobre la espalda. Muy solo, muy muerto.

La puerta de la caja fuerte estaba abierta y las llaves colgaban de la cerradura del compartimiento interior. Un cajón metálico estaba salido. Ahora estaba vacío. Quizás en un tiempo había habido dinero en su interior.

Nada más parecía haber cambiado en la habitación.

Los bolsillos del viejo estaban vueltos hacia fuera, pero no lo toqué, excepto cuando me incliné y apoyé la mano contra el rostro violáceo. Era como tocar el vientre de un sapo. La sangre manaba del costado de su frente, donde había sido golpeado. Pero esta vez no había olor a pólvora en el aire, y el color morado de su piel indicaba que había muerto de un síncope cardíaco, debido probablemente al miedo o a otra emoción. Eso no bastaba para que no fuese un asesinato.

Dejé las luces encendidas, limpié los picaportes y bajé por la escalera de incendio hasta el sexto piso. Mientras caminaba, leí los nombres escritos en las puertas, sin tener ningún motivo para ello. «H. R. Teager, laboratorios dentales»; «L. Pridview, contador público»; «Dalton y Rees, copias a máquina»; «Doctor E. J. Blaskowitz», y debajo del nombre, en letras más pequeñas, «especialista quiropráctico».

El ascensor subió protestando y el viejo no me miró. Su rostro parecía tan vacío como su cerebro.

Llamé al Receiving Hospital desde la esquina, sin dar ningún nombre.