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Eran las siete menos cuarto cuando entré en la oficina, encendí la luz y levanté un papel del piso. Era una nota del Servicio de Mensajeros Puma Verde, informando que tenían un paquete para mí y que me sería enviado cuando lo pidiese, a cualquier hora del día o de la noche. La puse sobre el escritorio, me quité la americana y abrí las ventanas. Saqué una media botella de «Oíd Taylor» de un cajón del escritorio y bebí un sorbo, paladeándolo. Luego me senté sosteniendo la fresca botella por el cuello y preguntándome qué impresión produciría ser un detective de la División Homicidios y encontrar cadáveres sin inmutarse, sin tener que salir limpiando los picaportes, sin preguntarse cuánto se podía contar sin dañar a un cliente y cuánto se podía ocultar sin meterse uno mismo en un lío. Decidí que eso no me gustaría.

Levanté el auricular del teléfono y miré el número escrito en la nota. Llamé y me di a conocer. Me contestaron que me enviarían inmediatamente el paquete. Respondí que lo esperaría.

Permanecí fumando. Diez minutos más tarde golpearon la puerta, ésta se abrió y entró un muchacho uniformado que recibió mi firma y me entregó un pequeño paquete cuadrado, que no tenía más de seis centímetros de ancho, si llegaba a eso. Le di una moneda y oí cómo volvía silbando al ascensor.

La etiqueta tenía mi nombre y domicilio escritos con tinta, en una imitación bastante buena de letras de imprenta, grandes y finas. Corté el hilo que unía la etiqueta a la caja y abrí el delgado papel marrón. Dentro había una caja de cartón barato, forrada con papel marrón y con una estampilla que decía «Made in Japan». Era una de esas cajas que uno podía comprar en una tienda japonesa para guardar un pequeño animal tallado o una pieza de jade. La tapa cubría todo el alto de la caja y ajustaba perfectamente. Le retiré y vi papel de seda y algodón.

Cuando hube apartado el relleno me encontré con una moneda de oro, aproximadamente del tamaño de un medio dólar, lustrosa y brillante como recién salida de la acuñación.

La cara vuelta hacia arriba mostraba un águila con las alas desplegadas, con un escudo en el lugar del pecho y las iniciales E. B. grabadas en el ala izquierda. Alrededor de esto había un círculo de puntos, y entre éstos y el borde pulido de la moneda estaba la leyenda Et Pluribus Unum. Abajo se leía la fecha 1787.

Volví la moneda sobre la palma de mi mano. Era pesada y fría, y sentí que mi piel estaba húmeda debajo de ella. La otra cara mostraba un sol naciente o poniente detrás del agudo pico de una montaña, luego un círculo doble de algo que parecían hojas de roble, y por fin más latín: Nova Eboraca Columbia Excelsior. En la parte inferior de esta cara, en mayúsculas más pequeñas, aparecía el nombre Brasher.

Estaba mirando el Doblón Brasher.

No había otra cosa en la caja ni en el papel. Tampoco encontré un mensaje. La escritura a mano no significaba nada para mí. No conocía a nadie que la usara.

Llené hasta la mitad una bolsa vacía de tabaco, envolví la moneda en papel de seda, la ajusté con una goma, la metí en la tabaquera, y la cubrí con más tabaco. Corrí el cierre y guardé la bolsa en mi bolsillo. Metí el papel, el hilo, la caja y la etiqueta en un fichero, volví a sentarme y marqué en el teléfono el número de Elisha Mornigstar. La campanilla sonó ocho veces en el otro extremo de la línea. No obtuve respuesta. Yo no había esperado eso. Colgué el auricular, busqué a Elisha Mornigstar en la guía y descubrí que no aparecía su domicilio particular, no figuraba en la sección Los Angeles ni en la de los suburbios.

Saqué del escritorio el correaje de la pistolera, me lo ajusté y metí en ésta mi automática «Colt» calibre 38. Me puse el sombrero y la americana, volví a cerrar las ventanas, guardé el whisky, apagué las luces y tenía abierta la puerta de la oficina cuando llamó el teléfono.

La campanilla tenía un sonido siniestro, sin ninguna razón aparente más que para los oídos para los cuales sonaba. Yo estaba de pie, seguro y tenso, con los labios en una media sonrisa. Más allá de la ventana cerrada, las luces de neón brillaban. El aire muerto no se movía. Afuera el corredor estaba quieto. La campanilla sonaba firme y fuertemente en la oscuridad.

Volví, me incliné sobre el escritorio y atendí. Hubo un ruido seco, un zumbido en la línea y después nada. Apreté la horquilla y permanecí en la penumbra, inclinado, sosteniendo el auricular con una mano y apretando la horquilla con la otra. No sabía qué esperaba.

La campanilla volvió a sonar. Hice un ruido con la garganta y volví a poner el auricular contra mi oreja, sin decir nada.

Así quedamos los dos en silencio, quizá separados por millas de distancia, sosteniendo un teléfono y respirando y escuchando sin oír nada, ni siquiera esa respiración.

Por fin, después de lo que pareció un rato muy largo, llegó el susurro remoto de una voz que decía tenuemente, sin ningún tono:

—Peor para usted, Marlowe.

Luego se repitió el «clic» y el zumbido en la línea; yo corté la comunicación, atravesé nuevamente la oficina y salí.