Al cabo de un rato Breeze se cansó de mirarme y sacó un cigarro del bolsillo. Rompió el sobre de celofán con un cortaplumas, cortó la punta del cigarro y lo encendió cuidadosamente, haciéndolo girar en la llama, y sosteniendo la cerilla lejos de él mientras observaba pensativamente el vacío y chupaba el cigarro para asegurarse que estaba encendido como él quería que lo estuviese.
Entonces apagó la cerilla agitándola muy lentamente y estiró la mano para depositarla sobre el antepecho de la ventana abierta. Luego volvió a mirarme.
—Usted y yo nos entenderemos —dijo.
—Magnífico —respondí.
—Usted no lo cree —manifestó—. Pero será así. Pero no porque yo le haya tomado una súbita simpatía. Es la forma en que trabajo. Todo a la vista. Todo razonable. Todo tranquilo. No como esa mujer. Ésas son las zorras que se pasan la vida buscando líos, y cuando los encuentran la culpa la tiene el primer tipo al que pueden echarle el guante.
—Él le pegó un par de golpes —comenté—. No creo que eso haya aumentado el cariño que sentía por él.
—Veo que usted sabe mucho sobre mujeres —respondió Breeze.
—El no saber mucho sobre ellas me ayudó en mi negocio —afirmé—. Soy una persona de mentalidad amplia.
Él asintió y estudió el extremo de su cigarro. Sacó una pequeña hoja de papel de su bolsillo y leyó lo que estaba escrito en ella.
—Delmar B. Hench, 45 años, camarero de bar, desocupado. Maybelle Manters, 26 años, bailarina. Es todo lo que sé respecto a ellos. Tengo la sospecha de que no hay mucho más que saber.
—¿No cree que él mató a Anson? —pregunté.
—Hermano —contestó Breeze mirándome sin mucha alegría—, acabo de llegar aquí —sacó una tarjeta de su bolsillo y volvió a leer—: James B. Pollock, Compañía de Seguros Reliance, Agente de la Zona. ¿Qué significa esto?
—En un barrio como éste no conviene usar el verdadero nombre —le informé—. Anson tampoco lo hacía.
—¿Qué tiene de malo este barrio?
—Prácticamente todo.
—Lo que me gustaría saber —intervino Breeze— es lo que usted conoce respecto al muerto.
—Ya se lo conté.
—Cuéntelo nuevamente. La gente me dice tantas cosas que lo confundo todo.
—Sé lo que leí en su tarjeta, que su nombre es George Anson Phillips, que decía ser detective privado. Estaba frente a mi oficina cuando salí a almorzar. Me siguió a través de la ciudad, hasta el vestíbulo del «Hotel Metropole». Yo lo atraje hasta allí. Hablé con él y confesó que me había estado siguiendo y dijo que lo había hecho para saber si yo era lo bastante inteligente como para ofrecerme un negocio. Ésos son cuentos, con toda seguridad. Probablemente todavía no había decidido lo que debía hacer, y esperaba que algo lo decidiese. Agregó que estaba ocupándose de un asunto, que se mareó y que quería asociarse con alguien, quizá con alguien que tuviese un poco más de experiencia que él, si es que él tenía alguna. Por la forma en que procedía no parecía tenerla.
—Y el único motivo por el que lo eligió a usted —me interrumpió Breeze— es que hace seis años usted trabajó en un caso en Ventura, mientras él era delegado allí.
—Ésa es mi historia —respondí.
—Pero no tiene por qué casarse con ella —dijo Breeze calmosamente—. Siempre puede darnos una mejor.
—Ésta es bastante buena —afirmé—. Quiero decir que es bastante buena en el sentido de que es bastante mala como para ser cierta.
Asintió con un movimiento de su gran cabezota.
—¿Qué ideas tiene usted sobre todo esto? —inquirió.
—¿Investigo el domicilio comercial de Phillips?
Hizo un ademán negativo.
—Mi impresión es que descubrirá que lo contrataron porque era un ingenuo. Lo emplearon para que ocupase este departamento con un nombre falso, y para hacer algo que resultó no ser de su agrado. Estaba asustado. Quería un amigo, quería ayuda. El hecho de que me eligiese después de tanto tiempo y conociéndome tan poco demuestra que no estaba relacionado con muchas personas dedicadas a la investigación privada.
Breeze sacó su pañuelo y volvió a secarse la cabeza y la frente.
—Pero eso no explica por qué tuvo que seguirlo como un cachorro perdido, en lugar de dirigirse abiertamente a su oficina y plantearle el problema.
—No, no lo explica —asentí.
—¿Puede explicarlo usted?
—No, sinceramente no.
—¿Y cómo intentaría hacerlo?
—Ya le he explicado en la única forma que puedo hacerlo. No estaba decidido a hablarme. Esperaba que algo determinase su actitud. La determiné yo, al dirigirme a él en primer lugar.
—Es un argumento muy sencillo —comentó Breeze—. Es tan sencillo que apesta.
—Quizá tenga razón.
—Y como resultado de esta breve conversación en el vestíbulo del hotel, el tipo, un completo desconocido para usted, lo invita a su departamento y le entrega la llave. Porque quiere hablar con usted.
—Sí —contesté.
—¿Por qué no habló con usted en ese momento?
—Yo tenía una cita.
—¿Negocios?
Hice un ademán afirmativo.
—Entiendo. ¿En qué está trabajando?
Meneé la cabeza y no contesté.
—Esto es un asesinato —manifestó Breeze—. Tendrá que informármelo.
Volví a menear la cabeza. Se ruborizó un poco.
—Oiga… —exclamó tensamente—. Tiene que hacerlo.
—Lo lamento, Breeze —respondí—. Pero a esta altura de los acontecimientos no estoy convencido de eso.
—Naturalmente, usted sabe que puedo encerrarlo como testigo material del hecho —comentó él con indiferencia.
—¿Con qué fundamento?
—Con el fundamento de que usted encontró el cadáver, que le dio un nombre falso al encargado de la casa y que no explicó satisfactoriamente sus relaciones con el muerto.
—¿Lo hará? —inquirí.
—¿Tiene abogado? —preguntó el detective, con una sonrisa burlona.
—Conozco a muchos picapleitos. No tengo uno contratado permanentemente.
—¿A cuántos de los comisionados conoce personalmente?
—A ninguno. O más exactamente, hablé con tres de ellos, pero quizá no me recuerden.
—¿Pero tiene buenas relaciones en la oficina del alcalde y cosas parecidas?
—Hábleme de ellas —dije—. Me gustaría conocerlas.
—Oiga, compañero —exclamó seriamente—. Usted debe tener amigos en alguna parte. Eso es indudable.
—Tengo un buen amigo en el despacho del sheriff, pero preferiría no mezclarlo en esto.
—¿Por qué? —preguntó, arqueando las cejas—. Quizá necesitará amigos. Una palabra favorable de un policía de confianza puede dar excelentes resultados.
—No es más que un amigo personal —respondí—. No vivo montado sobre sus espaldas. Si yo me meto en líos, eso no lo favorecerá en nada.
—¿Y la División Homicidios?
—Está Randall —contesté—. En un tiempo trabajé con él en un caso. Pero no me tiene mucha simpatía.
Breeze suspiró y apoyó los pies sobre el piso, haciendo crujir los diarios que había tirado de la silla.
—¿Todo esto es cierto… o está jugando con trampa? Me refiero a los tipos importantes que conoce.
—Es cierto —afirmé—. Pero lo aprovecho lo mejor que puedo.
—No es inteligente el decirlo.
—Yo creo que sí.
Apoyó su gigantesca mano pecosa sobre la parte inferior de su cara y apretó. Cuando retiró la mano, quedaron marcas rojas redondas sobre sus mejillas como consecuencia de la presión del pulgar y los otros dedos. Miré cómo se desvanecían las manchas.
—¿Por qué no vuelve a su casa y me deja trabajar? —preguntó Breeze coléricamente.
Me puse en pie y me encaminé hacia la puerta. Breeze habló a mis espaldas.
—Déjeme su domicilio —indicó. Se lo di y él lo anotó—. Hasta pronto —dijo cansadamente—. No salga de la ciudad. Necesitaremos su declaración… quizás esta noche.
Salí. En el rellano de la escalera había dos polizontes uniformados. La puerta del departamento de enfrente estaba abierta y un técnico dactiloscópico estaba trabajando. Abajo encontré otros dos agentes, uno en cada extremo del pasillo. No vi al encargado pelirrojo. Salí por la puerta del frente. Una ambulancia se estaba apartando de la acera. A ambos lados de la calle se habían formado corrillos, aunque no tan numerosos como los que se habrían congregado en otros barrios.
Empecé a caminar. Un tipo me tomó por el brazo y preguntó:
—¿Qué ocurrió, Jack?
Me deshice de él sin contestarle ni mirarlo y seguí caminando hacia mi coche.