10

—Herido en la garganta por una bala de punta redondeada y de calibre mediano —afirmó el teniente detective Jesse Breeze—. Balas como las que tenemos en esta pistola, y de un calibre como el de esta pistola —balanceó el arma en su mano, el arma que Hench había dicho que no era de él—. El proyectil se desvió hacia arriba y probablemente chocó con la parte posterior de su cráneo. Sigue dentro de su cabeza. Hace dos horas que este hombre está muerto. Manos y cara frías, pero el cuerpo sigue tibio. No hay rigidez. Fue golpeado con algo duro antes de ser asesinado. Probablemente con la culata de la pistola. ¿Tiene todo esto algún significado para ustedes, chicos y chicas?

El diario sobre el que estaba sentado crujió. Se quitó el sombrero y se secó la frente y la parte superior de su cabeza, casi calva. La franja de cabellos claros que le rodeaba la coronilla estaba humedecida y oscurecida por el sudor. Volvió a ponerse el sombrero, un panamá de copa chata, quemado por el sol. No era un sombrero de este año, quizá tampoco lo era del año anterior.

Era un hombre corpulento, casi panzón que usaba zapatos blancos y marrones, medias caídas y pantalones blancos con delgadas rayas negras, una camisa abierta en el cuello, dejando ver algunos pelos que crecían en lo alto de su pecho, y una chaqueta que a la altura de sus hombros no era más ancha que un garaje doble. Podía tener cincuenta años de edad y el único rasgo suyo que sugería su profesión de policía era la mirada tranquila, imperturbable e inmutable de sus prominentes ojos celestes, una mirada que no tenía intenciones de ser dura pero que cualquiera, exceptuando un policía, habría considerado dura. Debajo de sus ojos, atravesando la parte superior de sus mejillas y el puente de su nariz había un ancho sendero de pecas, como un campo minado en un mapa de guerra.

Estábamos sentados en el departamento de Hench, con la puerta cerrada. Hench se había puesto la camisa y, abstraído, hacía el nudo de su corbata con gruesos dedos que temblaban. La muchacha permanecía acostada en el lecho. Tenía la cabeza envuelta con algo verde, un bolso a su lado y una corta chaqueta de ardilla a sus pies. Su boca estaba entreabierta, tenía la cara pálida y con una expresión sorprendida.

—Si la idea es que el tipo fue asesinado con la pistola que estaba debajo de mi almohada, la acepto —intervino Hench—. Podría haber sido. No es mi arma y nada de lo que ustedes puedan pensar me hará decir que lo es.

—Suponiendo que sea así, ¿qué ocurrió? —preguntó Breeze—. Alguien robó su arma y la remplazó por ésta. ¿Cuándo, cómo, y qué clase de juguete era el suyo?

—Salimos aproximadamente a las tres y media para comer algo en la cantina de la esquina —explicó Hench—. Eso será fácil de comprobar. Debemos habernos olvidado de echar llave a la puerta. Habíamos bebido un poco en exceso. Creo que hacíamos mucho ruido. Estábamos escuchando el partido de béisbol por la radio. Supongo que la apagamos cuando salimos: No estoy seguro. ¿Tú lo recuerdas? —inquirió, mirando a la muchacha que permanecía acostada en silencio—. ¿Lo recuerdas, querida?

La mujer no lo miró ni le contestó.

—Está borracha —comentó Hench—. Yo tenía un revólver, un «Colt» calibre 32, el mismo calibre que el de esta pistola, pero era un revólver no una automática. Le falta un fragmento a la culata de goma. Un tipo llamado Morris me lo dio hace tres o cuatro años. Trabajábamos juntos en un bar. No tengo permiso pero tampoco llevo el arma encima.

—En la forma en que ustedes bebían —manifestó Breeze—, y con un revólver debajo de la almohada, tarde o temprano alguien iba a recibir un plomo. Usted debería saberlo.

—Diablos, ni siquiera conocía a ese tipo —exclamó Hench. Su corbata ya estaba anudada aunque pésimamente. Estaba sobrio y muy nervioso. Se incorporo y tomó una americana que estaba tirada sobre la cama, se la puso y volvió a sentarse. Vi cómo sus dedos temblaban mientras encendía un cigarrillo—. No sabemos cómo se llama. No sabemos nada respecto a él. Lo vi dos, quizá tres veces en el pasillo, pero ni siquiera me habló. Supongo que es el mismo tipo. Tampoco estoy muy seguro de eso.

—Es el hombre que vivía ahí —intervino Breeze—. Veamos, ahora… ese partido de pelota era una retransmisión hecha por el estudio, ¿no es así?

—Empieza a las tres —dijo Hench—. Desde las tres hasta más o menos las cuatro y media, y a veces hasta más tarde. Salimos durante la última mitad del tercer tiempo. Estuvimos fuera durante un tiempo y medio, quizá dos. De veinte minutos a media hora. No más.

—Calculo que lo mataron antes de que ustedes salieran —comentó Breeze—. La radio habría ahogado el ruido de la pistola. Deben haber dejado la puerta sin llave. O quizás abierta.

—Podría ser —contestó Hench cansadamente—. ¿Lo recuerdas, encanto?

La muchacha acostada se negó nuevamente a contestarle o a mirarlo.

—Dejaron la puerta abierta o sin llave —contestó Breeze—. El asesino los oyó salir. Entró en su departamento, dispuesto a deshacerse del arma, vio la cama, atravesó el cuarto y metió la pistola debajo de la almohada. E imaginen su sorpresa. Encontró otra arma que lo estaba esperando. Y se la llevó. Pero si quería deshacerse de la pistola, ¿por qué no lo hizo en el lugar del crimen? ¿Por qué se arriesgó a entrar a otro departamento con ella? ¿A qué se debe ese juego?

Yo estaba sentado en la esquina del sofá, junto a la ventana. Puse mi parte diciendo:

—Supongamos que cerró la puerta del departamento de Phillips antes de pensar en librarse del arma. Supongamos que al recobrarse de la emoción de su asesinato, se encontró en el pasillo empuñando todavía la pistola. Debe haber querido deshacerse en seguida de ella. Y si la puerta del departamento de Hench estaba abierta y los oyó alejarse por el pasillo.

—No digo que no sea así —gruñó Breeze, después de mirarme un momento—. Estoy haciendo hipótesis —volvió nuevamente su atención hacia Hench—. Así que ahora, si ésta resulta ser el arma que mató a Anson, tendremos que tratar de encontrar su revólver. Mientras lo hacemos, deberemos tenerlos a usted y a su amiguita a nuestro alcance. Entiende eso, ¿verdad?

—No tendrán gente que pueda sacudirme con bastante fuerza para hacerme cambiar mis palabras… —murmuró Hench.

—Podemos intentarlo —respondió Breeze sencillamente—. Y quizá sea mejor que empecemos en seguida. Se puso de pie, se volvió y tiró al suelo los diarios arrugados que estaban sobre la silla. Se acercó a la puerta, luego giró sobre los talones y se quedó mirando a la muchacha acostada.

—¿Se siente bien, señorita, o quiere que llame a una policía femenina?

La muchacha no le contestó.

—Necesito un trago —dijo Hench—. Necesito un trago ahora mismo.

—No mientras yo lo esté mirando —contestó Breeze, y salió al corredor.

Hench atravesó el cuarto, se metió en la boca el pico de una botella y bebió a grandes tragos el alcohol. Bajó la botella, miró lo que quedaba en ella y se acercó a la muchacha. Le tocó el hombro.

—Despierta y toma un poco —le gruñó. La muchacha miraba el techo. No le contestó ni mostró haberle oído.

—Déjela en paz —ordené—. Sufre una crisis. Hench vació la botella, la dejó cuidadosamente a un lado, y miró nuevamente a la mujer. Luego le volvió la espalda y clavó la vista en el suelo, con el ceño fruncido.

—Diablos, ojalá pudiese recordar mejor —masculló entre dientes.

Breeze volvió al cuarto con un joven y animoso detective vestido de civil.

—Éste es el teniente Spangler —anunció—. Él los llevará. En marcha, ¿eh?

Hench se acercó a la cama y sacudió a la muchacha por el hombro.

—Arriba, nena. Tenemos que ir a pasear.

La muchacha giró los ojos sin mover la cabeza, y lo miró lentamente. Levantó los hombros del lecho, puso una mano bajo su cuerpo, pasó las piernas sobre el costado y se levantó, golpeando el pie derecho como si tuviese calambres.

—Es duro, nena…, pero ya sabes cómo es —murmuró Hench.

La muchacha se llevó una mano a la boca y se mordió el nudillo del meñique, mirándolo con expresión vacía. Luego movió súbitamente la mano y lo golpeó en la cara con todas sus fuerzas. Por fin corrió dificultosamente hacia la puerta.

Hench no movió un músculo durante largo rato. Afuera había un confuso ruido de hombres hablando. Abajo, en la calle, un confuso ruido de autos. Hench encogió y enderezó sus pesados hombros hacia atrás lanzando una lenta mirada alrededor de la habitación como esperando no verla otra vez. Luego se dirigió hacia afuera pasando frente al joven detective de cara fresca.

El detective salió con Hench, y Breeze y yo nos quedamos adentro, mirándonos intensamente.