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Alguien empujó una silla hacia atrás, arrastró los pies, y la puerta se abrió.

—¿Usted es el encargado?

—Sí —respondió la misma voz que había oído por teléfono, hablando con Elisha Mornigstar.

Sostenía un vaso vacío y manchado en la mano. Parecía que alguien hubiese guardado peces de colores en él. Era un tipo flaco con pelos rojos y cortos que formaban una punta que penetraba en la frente. Tenía una cabeza larga y angosta llena de una astucia vulgar. Sus ojos verdosos miraban desde abajo de las pestañas anaranjadas. Sus orejas eran grandes y quizá se habrían sacudido si las sorprendía un vendaval. Tenía una nariz suficientemente larga como para meterse en todo. Toda la cara tenía una expresión veterana. Era una cara que sabría guardar un secreto, una cara que mantenía la forzada compostura de un cadáver en la Morgue.

—¿El señor Anson? —pregunté.

—Dos cero cuatro.

—No está en su departamento.

—¿Qué quiere que haga… que ponga un huevo?

—Muy bueno —respondí—. ¿Se le ocurren todos los días o es que hoy es su cumpleaños?

—Váyase —dijo—. Desaparezca —empezó a cerrar la puerta. Volvió a abrirla para agregar—: Ahueque el ala. Esfúmese.

Cuando hubo aclarado el concepto suficientemente, volvió a empujar la puerta.

Yo me apoyé contra ella. £1 hizo otro tanto de su lado. Esto juntó nuestros rostros.

—Cinco dólares —murmuré.

Eso lo conmovió. Abrió la puerta súbitamente y tuve que adelantarme rápidamente para no golpearle el mentón con la cabeza.

—Entre —invitó.

Una sala con una cama turca. Todo de acuerdo con lo especificado, incluyendo la pantalla desgarrada de la lámpara y el cenicero de vidrio. Este cuarto estaba pintado de un olor amarillo yema de huevo. Todo lo que necesitaba era algunas gordas arañas negras pintadas sobre el amarillo para ser el ataque biliar de cualquier mortal.

—Siéntese —indicó, cerrando la puerta. Me senté. Nos miramos el uno al otro con la expresión inocente de un par de vendedores de coches usados.

—¿Cerveza? —preguntó.

—Gracias.

Abrió dos latas, llenó el vaso manchado que había estado sosteniendo y se dispuso a tomar otro en parecidas condiciones. Dije que bebería de la lata. Me la alcanzó.

—Diez centavos —anunció. Se los di.

Los guardó en su chaleco y siguió mirándome. Acercó una silla y se sentó en ella, apartó sus huesosas rodillas y dejó caer entre ellas su mano vacía.

—No me interesan sus cinco dólares —afirmó.

—Me alegro —contesté—. Sinceramente, no pensaba dárselos.

—Un bromista —comentó—. ¿Qué ocurre? Ésta es una casa respetable. Aquí no ocurren cosas raras.

—Y tranquila además —manifesté—. Arriba casi se pueden oír los graznidos de un águila.

Su sonrisa fue amplia, de más o menos un centímetro.

—No es fácil divertirme —dijo.

—Igual que la reina Victoria —respondí.

—No le entiendo.

—No espero milagros —contesté. Esa conversación carente de significado tenía un efecto reanimador para mí, creando un ambiente tenso y nervioso.

Saqué mi billetera y escogí una tarjeta. No era la mía. Decía: «James B. Pollock, Compañía de Seguros Reliance, Agente de Zona». Traté de recordar las facciones de James B. Pollock y dónde lo había conocido. No lo logré. Le pasé la tarjeta al pelirrojo.

La leyó y se rascó la punta de la nariz con una de sus puntas.

—¿Un mal pájaro? —preguntó, con sus ojos verdes clavados en mi cara.

—Joyas —respondí, e hice un ademán con la mano.

Le dio que pensar. Mientras meditaba yo traté de averiguar si eso le preocupaba. Parecía que no.

—Ocurre de vez en cuando —confesó—. No se puede evitar. Sin embargo, no me produjo esa impresión. Tenía un aspecto blando.

—Quizá me equivoque —murmuré.

Le describí a George Anson Phillips, George Anson Phillips vivo, con su traje marrón y las gafas oscuras y el sombrero de paja color cacao con la cinta estampada marrón y amarilla. Me pregunté qué se había hecho del sombrero. No estaba allá arriba. Debía haberse librado de él por creerlo demasiado llamativo. Pero su cabeza rubia lo era igualmente, aunque no tanto.

—¿Le parece que se trata de él?

El pelirrojo dedicó bastante tiempo a rumiar la respuesta. Finalmente hizo un gesto afirmativo, mientras sus ojos verdes me observaban atentamente, y la delgada mano fuerte levantaba la tarjeta hasta su boca y la pasaba sobre sus dientes como si fuera una vara sobre un cerco de postes.

—No me pareció un delincuente —dijo—. Pero diablos, los hay de todas las especies y tamaños. Hace un mes que se aloja aquí. Si me hubiese parecido sospechoso, no lo habría dejado estar tanto tiempo.

Tuve bastante éxito en mi esfuerzo por no reírme en sus narices.

—¿Qué le parece si registramos su departamento mientras él no está?

—Al señor Palermo no le gustaría —contestó, meneando la cabeza.

—¿El señor Palermo?

—Es el dueño. Vive enfrente. También es dueño de la empresa de pompas fúnebres. Tiene este edificio y muchos otros. Prácticamente es el dueño del distrito, si es que usted me entiende —contrajo el labio y abanicó el párpado derecho—. Tiene influencias. No es un tipo al que se pueda atropellar.

—Bien, mientras aumenta sus influencias o juega con un «fiambre» o hace lo que diablos se le ocurra en este momento, subamos y revisemos el departamento.

—No haga que me enoje con usted —dijo lacónicamente el pelirrojo.

—Eso me preocuparía como un dos por ciento de nada —respondí—. Subamos a registrar el departamento —repetí, y tiré la lata de cerveza al cesto de papeles y la vi rebotar y rodar a través de la mitad del cuarto.

El pelirrojo se irguió súbitamente, separó los pies, se frotó las manos y se mordió el labio inferior.

—Usted habló de un billete de cinco —murmuró.

—Eso ocurrió hace horas —contesté—. Lo pensé mejor. Vamos a registrar el departamento.

—Repita eso y… —su mano derecha subió hacia su labio.

—Si piensa sacar una pistola recuerde que eso no le gustará al señor Palermo.

—Al diablo con el señor Palermo —rugió, con tono súbitamente furioso, mientras su rostro se cargaba bruscamente de sangre.

—Al señor Palermo le agradará conocer la opinión que usted tiene de él.

—Oiga… —dijo el pelirrojo muy lentamente, bajando la mano a un costado y doblándose hacia delante a la altura de las caderas y adelantando la cara hacia mí lo más bruscamente que pudo—. Oiga. Yo estaba sentado aquí, bebiendo una o dos cervezas. Quizá tres, quizá nueve. ¿A quién diablos le importa? No molestaba a nadie. Era un lindo día. Parecía que sería una linda tarde… y de pronto llega usted —agitó la mano violentamente.

—Vamos a registrar el departamento —repetí.

Adelantó sus dos puños convertidos en mazas. Al final del movimiento abrió las manos, estirando los dedos todo lo que pudo. Su nariz se crispó.

—Si no fuese por el empleo… —murmuró. Yo abrí la boca—. ¡No lo diga! —exclamó.

Se puso el sombrero, pero no la chaqueta, abrió un cajón y sacó un manojo de llaves, pasó frente a mí para abrir la puerta y se detuvo en el umbral, haciéndome una seña con el mentón. Su rostro todavía parecía un poco furibundo.

Recorrimos el pasillo y subimos por la escalera. El partido de béisbol había terminado y ahora se escuchaba música bailable. Música bailable a todo volumen. El pelirrojo escogió una de las llaves y la introdujo en la cerradura del departamento 204. Por encima del estrépito de la orquesta, en el departamento situado a nuestras espaldas una voz de mujer chilló súbitamente con tono histérico.

El pelirrojo retiró la llave y me miró mostrando los dientes. Atravesó el angosto corredor y golpeó la puerta de enfrente. Tuvo que golpear fuertemente y durante un largo rato antes de que le prestasen atención. Entonces la puerta fue abierta y una rubia de cara afilada, con pantalones escarlata y un pullover verde nos miró con ojos enrojecidos, uno de los cuales estaba amoratado en tanto que el otro había sido golpeado varios días atrás. También tenía un cardenal alrededor del cuello y su mano sostenía un vaso alto lleno con un líquido ambarino.

—Cállese, y pronto —ordenó el pelirrojo—. Demasiado escándalo. Y no volveré a pedírselo. La próxima vez vendré con la ley.

La mujer miró por encima del hombro y gritó para cubrir el ruido de la radio.

—¡Eh, Del! ¡El tipo dice que nos callemos! ¿Quieres pegarle?

Una silla crujió, el ruido de la radio se apagó bruscamente y un hombre corpulento, moreno y de mirada sombría apareció detrás de la rubia, la apartó de su paso con un brazo y adelantó su cara hacia nosotros. Necesitaba un afeitado. Tenía puestos los pantalones, zapatos y una camiseta.

Afirmó los pies en el umbral, dejó escapar un poco de aire por la nariz, con un silbido, y dijo:

—Vuelen. Acabo de comer. Y la comida fue pésima. No quiero que nadie me lleve por delante.

Estaba muy borracho pero lo soportaba muy bien, como un veterano.

—Ya me oyó, señor Hench —insistió el pelirrojo—. Baje el tono de la radio y suspenda las peleas. Y que sea pronto.

—Oiga, monigote —exclamó el tipo llamado Hench, y descargó con fuerza el pie derecho.

El pelirrojo no esperó a que lo pisaran. Su cuerpo delgado retrocedió velozmente y el manojo de llaves despedido cayó al suelo detrás de él y chocó contra la puerta del departamento 204. La mano derecha del encargado se movió rápidamente y apareció con una cachiporra de cuero.

—¡Ah! —bramó Hench, y tomó dos grandes manojos de aire con sus manos peludas, las convirtió en puños y golpeó fuertemente el espacio vacío.

El encargado le pegó en la cabeza y la muchacha volvió a chillar y volcó el vaso de licor en la cara de su amigo. No sé si lo hizo porque ahora no corría peligro o porque se equivocó sinceramente.

Hench giró a ciegas con la cara empapada, se tambaleó y arremetió a través del cuarto en una carrera que amenazaba con hacerlo caer de bruces a cada paso. La cama estaba volcada. Hench la encontró con una rodilla y metió la mano debajo de la almohada.

—Cuidado… la pistola —grité.

—También puedo arreglar eso —respondió el pelirrojo entre dientes y metió la mano derecha, que ahora estaba vacía, debajo de su chaleco abierto.

Hench estaba caído de rodillas. Se levantó sobre una de ellas con una corta pistola negra en la mano derecha, sin aferraría por la culata, sino sosteniéndola sobre la palma de la mano.

—¡Suéltela! —ordenó tensamente el encargado, y entró en el cuarto.

La rubia saltó rápidamente sobre su espalda y le rodeó el cuello con sus largos brazos, gritando desesperadamente. El pelirrojo trastabilló y maldijo y agitó su propia pistola.

—¡Despáchalo, Del! —chilló la rubia—. ¡Despáchalo pronto!

Hench, con una mano sobre la cama y un pie sobre el suelo, con ambas rodillas dobladas y sosteniendo la pistola negra sobre la palma de la mano derecha, se incorporó lentamente y habló con voz gutural.

—Éste no es mi revólver.

Le quité al pelirrojo el arma, que ahora no le servía de nada, y me adelanté, dejando que él se librase como mejor pudiese de la rubia que tenía sobre la espalda. Una puerta golpeó en el pasillo y oí ruido de pasos que se acercaban.

—Suéltela, Hench —ordené.

Él me miró, y sus extrañados ojos oscuros parecieron súbitamente sobrios.

—No es mi arma —repitió, extendiéndola bajo su vista—. El mío es un revólver «Colt» corto, calibre 32.

Le arrebaté la pistola. No trató de impedírmelo. Se sentó sobre la cama, se frotó lentamente la cabeza y arrugó la cara como si estuviese concentrado en sus pensamientos.

—¿Dónde diablos…? —murmuró, y su voz se perdió y sacudió la cabeza.

Olí el arma. Había sido disparada. Saqué el cargador y conté las balas en los pequeños orificios laterales. Había seis. Con uno en la recámara, el total era de siete. Ésta era una automática «Colt» calibre 32, de ocho tiros. Había sido disparada. Si no habían vuelto a cargarla, habían gastado una bala.

El pelirrojo ya se había librado de la rubia. La había lanzado sobre una silla y se estaba limpiando un rasguño de su mejilla. Sus ojos verdes estaban cargados de ira.

—Será mejor que llamemos a la Policía —dije—. Esta pistola ha sido disparada y es hora de que usted sepa que hay un cadáver en el departamento de enfrente.

Hench me miró estúpidamente y habló con voz serena y razonable:

—Hermano, sencillamente ésta no es mi pistola.

La rubia sollozó en forma un poco teatral y me mostró una boca abierta crispada por el dolor y la simulación. El pelirrojo salió silenciosamente del cuarto.