El edificio Belfont tenía ocho pisos sin nada en particular y estaba aplastado entre un amplio emporio de trajes de ocasión, con destellos verdes y cromados, y un garaje de tres pisos y sótano que hacía un ruido parecido al de las jaulas de los leones a la hora de comer. El pequeño vestíbulo, oscuro y angosto, estaba tan sucio como un gallinero. El tablero de inquilinos del edificio tenía muchos espacios vacíos. Sólo uno de los nombres significaba algo para mí, y ése ya lo conocía. Frente al tablero, un ancho cartel apoyado contra la pared de mármol falso anunciaba: «Espacio en alquiler adecuado para quiosco de cigarrillos. Dirigirse a la habitación 316».
Había dos ascensores de jaula enrejada pero uno sólo parecía funcionar, y no estaba ocupado. En su interior había un viejo de mandíbula floja y ojos aguados, sentado en una lona doblada sobre un banco de madera. Daba la impresión de estar sentado allí desde la Guerra Civil, y de haber salido de la misma con bastante poca suerte.
Me coloqué junto a él y dije: «Ocho», y él luchó para cerrar las puertas, movió la palanca y nos arrastramos hacia arriba con fuertes sacudidas. El viejo respiraba dificultosamente, como si estuviese cargando el ascensor sobre la espalda.
Descendí en mi piso y empecé a caminar por el pasillo, y a mis espaldas el viejo se sonó las narices con los dedos, dentro de una caja llena de desperdicios.
La oficina de Elisha Morningstar estaba en el fondo, frente a la puerta de incendios. Dos habitaciones. Ambas puertas indicaban con letras trazadas con pintura negra sobre el vidrio esmerilado: «Elisha Morningstar, numismático». En la más alejada se leía: «Entrada».
Hice girar el picaporte y entré en un estrecho cuarto con dos ventanas, una pequeña y desvencijada mesa que sostenía una máquina de escribir, cerrada, varias vitrinas de pared con monedas deslustradas en soportes inclinados y con etiquetas amarillas escritas a máquina debajo de aquéllas, y una alfombra gris polvo tan raída que uno no podía notar sus jirones a menos que tropezase con uno.
Una puerta interior de madera estaba abierta en el fondo, frente a las vitrinas, detrás del pequeño escritorio. A través de la abertura llegaban los ruidos que hace un hombre cuando no está haciendo nada.
—Entre, por favor. Entre —llamó la voz seca de Elisha Morningstar.
Caminé y entré. La oficina interior era igual de pequeña pero tenía muchas más cosas. Una caja fuerte verde casi bloqueaba la primera mitad. Más atrás, una pesada y vieja mesa de ébano apoyada contra la puerta de entrada contenía algunos libros oscuros, revistas viejas y mucho polvo. En la pared posterior, una ventana estaba abierta unos pocos centímetros, sin que ello surtiera efecto sobre el olor a rancio. Había un perchero con un grasiento sombrero de fieltro negro, tres mesas de patas largas con tapas de vidrio y unas monedas debajo de ellas. En medio de la habitación, había un pesado escritorio recubierto de cuero oscuro. Tenía los elementos usuales de los escritorios y, además, unas balanzas de joyero bajo una campana de vidrio y tres lupas, dos grandes y una ocular sobre un cuadernillo de apuntes y junto a un pañuelo de seda amarilla ajado y manchado de tinta.
En un sillón giratorio ante el escritorio estaba sentado un anciano vestido con un traje gris oscuro, con solapas altas y demasiados botones por delante. Tenía algo de cabello blanco y canoso, que le crecía lo bastante largo como para hacerle cosquillas en las orejas. Una pelada gris pálida le sobresalía en medio del cráneo como una roca en un bosque. Y de las orejas le crecía pelusa lo bastante larga como para atrapar una polilla.
Tenía penetrantes ojos negros, con una bolsa de color marrón rojizo debajo de cada uno, rodeados de una red de arrugas y venas. Sus mejillas eran brillantes y su corta y afilada nariz tenía la marca de muchos golpes. Un cuello «Hoover» que ningún lavandero decente hubiera permitido en su local rozaba su nuez. Una corbata negra empujaba un pequeño nudo duro en la base del cuello, como un ratón listo para saltar de la cueva.
—Mi secretaria tuvo que ir al dentista —explicó—. ¿Usted es el señor Marlowe?
Asentí.
—Tenga la bondad de sentarse —dijo, e hizo un gesto por encima del escritorio, señalando una silla. Me senté—. Supongo que tendrá algo que lo identifique.
Se lo mostré. Mientras leía la tarjeta, lo olí desde el otro lado del escritorio. Tenía una especie de olor seco y rancio, como el de un chino bastante limpio.
Depositó mi tarjeta vuelta hacia abajo sobre su escritorio y cruzó sus manos sobre ella. Sus penetrantes ojos negros no perdían nada de lo que pasaba en mi cara.
—Bien, señor Marlowe, ¿en qué puedo serle útil?
—Hábleme del Doblón Brasher.
—Ah, sí —murmuró—. El Doblón Brasher. Una moneda muy interesante —levantó las manos del escritorio y formó una capilla con ellas, como un viejo abogado de familia que se dispone a presentar un asunto un poco complicado—. En ciertos aspectos es la más interesante y valiosa de todas las antiguas monedas norteamericanas… como indudablemente usted debe saber.
—Lo que yo no sé sobre las antiguas monedas norteamericanas casi podría llenar el Madison Square Garden.
—¿De veras? —exclamó—. ¿De veras? ¿Y quiere que yo se lo diga?
—Para eso he venido, señor Morningstar. —Es una moneda de oro que equivale aproximadamente a una pieza de oro de veinte dólares, y que tiene el tamaño de un medio dólar. Casi exactamente. Fue hecha para el Estado de Nueva York en el año 1787. No está acuñada. No hubo acuñaciones hasta 1793, cuando se inauguró la primera Casa de Moneda de Filadelfia. El Doblón Brasher fue fabricado probablemente por un proceso de moldeo a presión, y su fabricante fue un orfebre particular llamado Ephraim Brasher o Brashear. Donde el nombre ha sobrevivido, se escribe generalmente Brashear, pero no en el caso de la moneda. No conozco el motivo.
Me llevé un cigarrillo a la boca y lo encendí. Pensé que eso podría tener algún efecto sobre el olor rancio.
—¿Qué es el proceso de moldeo a presión?
—Las dos mitades del molde estaban grabadas en acero, en entalladura, naturalmente. Luego estas mitades eran montadas en plomo. Los medallones de oro eran apretados entre ellas en una prensa de monedas. Luego los bordes eran raspados para obtener el peso necesario y eran pulidos. La moneda no era acordonada. En 1787 no había fresadoras.
—Era un proceso muy lento —comenté.
—Muy lento —asintió, moviendo su cabeza calva—. Y, teniendo en cuenta que en esa época no podía lograrse el endurecimiento superficial del acero sin distorsión, los moldes se gastaban y debían ser rehechos periódicamente, con pequeñas variaciones en el diseño que resultaban visibles con un fuerte aumento. Verdaderamente se podría asegurar que no hay dos monedas idénticas, juzgadas por métodos modernos de observación microscópica. ¿Está claro?
—Sí —contesté—. Hasta cierto punto. ¿Cuántas monedas de éstas hay, y qué valor tienen?
Deshizo la capilla de sus dedos y volvió a poner las manos sobre el escritorio, y las palmeó suavemente hacia arriba y abajo.
—No sé cuántas hay. Nadie lo sabe. Algunos centenares, mil, quizá más. Pero de ellas son muy pocos los ejemplares no circulados en lo que se llama condiciones originales. El valor varía de un par de miles para arriba. Diría que en el momento presente, después de la devaluación del dólar, un ejemplar no circulado, cuidadosamente tratado por un especialista conocido, podría alcanzar fácilmente los diez mil dólares o aún más. Tendría que tener una historia, naturalmente.
—Ah —exclamé, y dejé salir lentamente el humo de mis pulmones, y lo agité con la palma de la mano, para que no llegase al anciano sentado al otro lado del escritorio. No parecía un adepto al tabaco—. ¿Y cuánto se obtendría sin una historia y no tan cuidadosamente tratado?
—Eso permitiría suponer que la moneda fue obtenida ilegalmente —afirmó, encogiéndose de hombros—. Robada, o adquirida con un engaño. Naturalmente, quizá no fuera así. Las monedas antiguas aparecen en lugares extraños y en momentos extraños. En viejas cajas fuertes, en los cajones secretos de escritorios de las casas antiguas de Nueva Inglaterra. Reconozco que no es frecuente. Pero ocurre. Conozco el caso de una moneda muy valiosa que cayó del relleno de un sofá de crin que había sido restaurado por un anticuario. El sofá había estado en la misma habitación de la misma casa, en Fall River, Massachusetts, durante noventa años. Nadie sabía cómo había llegado allí la moneda. Pero en términos generales la posibilidad de robo sería muy seria. Especialmente en esta región del país.
Miró distraídamente hacia la esquina del cielo raso. Yo lo observé con una mirada no tan distraída. Parecía un hombre al que se le podía confiar un secreto… si era su propio secreto.
Bajó lentamente los ojos a mi altura y dijo:
—Cinco dólares, por favor.
—¿Cómo? —pregunté.
—Cinco dólares, por favor.
—¿Para qué?
—No sea absurdo, señor Marlowe. Todo lo que le acabo de decir está a su alcance en la biblioteca pública. En el Register de Fosdyke, en particular. Usted prefirió venir aquí y hacerme perder el tiempo contándosela. Por eso mi tarifa es de cinco dólares.
—¿Y suponiendo que no los pague? —pregunté.
—Los pagará —afirmó.
Los pagué. Saqué el billete de mi cartera y me puse de pie para inclinarme sobre su escritorio y estirarlo frente a él, cuidadosamente. Acaricié el papel con las puntas de los dedos, como si fuese un gatito.
—Cinco dólares, señor Morningstar —dije.
Abrió los ojos y miró el dinero. Sonrió.
—Y ahora —agregué—, hablemos del Doblón Brasher que alguien trató de venderle.
—Oh —exclamó abriendo más grandes los ojos—. ¿Alguien trató de venderme un Doblón Brasher? ¿Y por qué habría de hacerlo?
—Necesitaban dinero —contesté—. Y no querían que les hiciesen muchas preguntas. Sabían o averiguaron que usted se ocupaba de este negocio y que el edificio donde tenía su oficina era una pocilga miserable donde cualquier cosa podía ocurrir. Sabían que su despacho estaba en el extremo del pasillo y que usted era un hombre anciano que probablemente no intentaría ningún movimiento en falso… por cuidado a su salud.
—Parece que sabían muchas cosas —comentó Elisha Morningstar secamente.
—Sabían lo que necesitaban saber para poder realizar su negocio. Como usted y yo. Y nada de eso fue difícil de averiguar.
Se metió el dedo meñique en la oreja, hurgó en su interior y lo sacó con un poco de cera oscura. Lo limpió despreocupadamente sobre su chaqueta.
—¿Y deduce todo esto de la simple circunstancia de que yo llamara a la señora Murdock y le preguntara si su Doblón Brasher estaba en venta?
—Exactamente. Ella misma tuvo esa idea. Es lógico. Como le dije por teléfono, usted debía saber que la moneda no estaba en venta. Eso, si usted sabía algo sobre este negocio. Y veo que sabe.
Asintió apenas. No sonrió abiertamente, pero se mostró todo lo satisfecho que puede sentirse un hombre con un cuello duro.
—Se le ofrecería la moneda en venta —dije—, en circunstancias sospechosas. Usted querría comprarla, si podía obtenerla barata y tenía el dinero necesario para la transacción. Pero usted querría saber de dónde venía. Y aunque estuviese seguro de que la habían robado, la habría comprado igualmente, si podía conseguirla a un precio suficientemente bajo.
—De veras, ¿eh?, de veras —preguntó, aparentemente divertido, pero no es exceso.
—Claro que la habría comprado… de ser un numismático de renombre. Supongo que lo es. Al comprar la moneda… barata estaría protegiendo al dueño o a su asegurador de una pérdida total. Le pagarían con mucho gusto el importe de su gasto. Eso es algo que ocurre con frecuencia.
—Entonces el Murdock Braher fue robado —dijo abruptamente.
—No lo repita —intervine—. Es un secreto.
Esta vez faltó poco para que se hurgase la nariz. Se contuvo a tiempo. Optó por arrancar un pelo de uno de sus orificios, con un tirón rápido y una contracción. Lo levantó y lo miró. Luego me miró por encima de él y preguntó:
—¿Y cuánto pagará su cliente por la devolución de la moneda?
Me incliné sobre el escritorio y le dirigí una sonrisa sombría.
—Mil dólares. ¿Cuánto pagó usted?
—Creo que usted es un hombre muy inteligente —afirmó él. Luego crispó sus facciones, su papada se sacudió y su pecho empezó a dilatarse y contraerse y lanzó un ruido como el de un gallo convaleciente que aprende a cacarear nuevamente luego de una prolongada enfermedad.
Estaba riendo.
Se contuvo después de un rato. Su rostro volvió a suavizarse y sus ojos quedaron abiertos, negros, penetrantes y astutos.
—Ochocientos dólares —dijo—. Ochocientos dólares por un ejemplar no circulado del Doblón Brasher.
—Magnífico. ¿Lo tiene en su poder? Quedan doscientos dólares. Es bastante. Un negocio rápido, una ganancia razonable y nadie tiene problemas.
—No está en mi oficina —explicó—. ¿Me toma por un tonto? —extrajo de su chaleco un viejo reloj de plata con una cinta negra. Clavó sus ojos en él—. Digamos las once de la mañana —agregó—. La moneda podrá estar o no estar aquí, pero si me satisface su conducta, arreglaré la cuestión.
—Es satisfactorio —contesté, y me puse en pie—. De todos modos, tengo que conseguir el dinero.
—Que sea en billetes usados —murmuró casi en sueños—. De veinte. Y uno que otro de cincuenta no hará ningún daño.
Sonreí y me dirigí a la puerta. A mitad del camino me detuve y volví para apoyar ambas manos sobre el escritorio. Apoyé la cabeza sobre éste.
—¿Qué aspecto tenía ella?
Su expresión se mantuvo vacía.
—La muchacha que le vendió la moneda.
La expresión se hizo más vacía aún.
—Muy bien —dije—. No era una muchacha. Tuvo un socio. Un hombre. ¿Cómo era él?
Apretó los labios y volvió a construir la capilla con los dedos.
—Era un hombre de edad mediana, corpulento, de aproximadamente un metro setenta de estatura y alrededor de ochenta y cinco kilos. Dijo que se llamaba Smith. Usaba traje azul, zapatos negros, corbata verde y camisa del mismo color, sin sombrero. Tenía un pañuelo con borde marrón en el bolsillo exterior. Su cabello era castaño oscuro, con mechones grises. En la coronilla tenía una superficie calva del tamaño de un dólar y una cicatriz de unos cinco centímetros le atravesaba el costado de la mandíbula. Creo que del lado izquierdo. Sí, del lado izquierdo.
—No está mal —comenté—. ¿Y el agujero de su media derecha?
—Me olvidé de quitarle los zapatos.
—Fue muy descuidado.
No contestó nada. Nos miramos, mitad curiosos, mitad hostiles, como vecinos nuevos. Y de pronto volvió a lanzar su risa.
El billete de cinco dólares que le había dado estaba todavía sobre su lado del escritorio. Estiré la mano y lo tomé.
—Ahora no necesitará esto —manifesté—. Ya empezamos a hablar de miles.
Su risa cesó bruscamente. Luego se encogió de hombros.
—A las once de la mañana —insistió—. Y nada de triquiñuelas, señor Marlowe. No crea que no sé protegerme.
—Espero que lo sepa —respondí—, porque está jugando con dinamita.
Lo dejé y atravesé la oficina exterior vacía pisando fuertemente. Abrí la puerta y la cerré, permaneciendo adentro. Debería haber habido pasos en el corredor, pero el montante estaba cerrado y yo no había hecho mucho ruido con mis zapatos con suelas de goma. Rogué que recordase eso. Me escurrí por la raída alfombra y me coloqué detrás de la puerta, entre ésta y el pequeño escritorio cerrado. Era una treta infantil, pero a veces da resultado, especialmente después de una conversación animada, llena de mundanalidad e ingenio. Como una finta en el fútbol. Y si esta vez no tenía éxito, nos quedaríamos haciendo muecas el uno al otro.
Dio resultado. Durante un rato no ocurrió nada, excepto una nariz que fue sonada. Entonces volvió a repetir sólo su risa. Luego se aclaró la garganta. Crujió el sillón giratorio y se oyeron pisadas.
Una sucia cabeza blanca se asomó al cuarto, unos cinco centímetros más allá del borde de la puerta. Permaneció allí suspendida y luego se animó. Por fin fue retirada y cuatro uñas sucias rodearon el borde de la puerta y tiraron. Ésta se cerró. Empecé a respirar nuevamente y apoyé la oreja contra el tabique de madera. El sillón giratorio volvió a crujir. Marcó un número en el teléfono. Yo me estiré hacia el instrumento colocado junto a la máquina de escribir y levanté el auricular. En el otro extremo de la línea empezó a sonar la campanilla. Sonó seis veces. Por fin, una voz de hombre exclamó:
—¿Hola?
—¿Departamentos Florence?
—Sí.
—Querría hablar con el señor Anson, del departamento dos cero cuatro.
—Espere. Veré si está.
El señor Morningstar y yo esperamos. Por la línea llegaron los ruidos ensordecedores de una radio que transmitía un partido de béisbol. No estaba cerca del teléfono, pero era bastante estrepitosa.
Entonces oí el ruido hueco de pisadas que se acercaban y el áspero roce del auricular al ser levantado y la voz dijo:
—No está. ¿Quiere dejar algún mensaje?
—Llamaré más tarde —respondió el señor Morningstar.
Colgué el auricular rápidamente y crucé a toda velocidad hacia la puerta de entrada. La abrí silenciosamente como un copo de nieve al caer, la cerré en la misma forma, deteniendo su peso a último momento, para que el «clic» del pestillo no pudiera ser oído a más de un metro de distancia.
Respiré fuertemente al marchar por el pasillo, escuchándome a mí mismo. Apreté el botón del ascensor. Luego saqué la tarjeta que el señor George Anson Phillips me había dado en el vestíbulo del hotel Metropole. No la miré en el verdadero sentido de la palabra. No necesitaba mirarla para recordar que ahí estaba escrito «Departamento 204, Departamentos Florence, Court Street 128». Permanecí jugando con ella mientras el viejo ascensor subía por el hueco, esforzándose como un camión cargado de guijarros en una curva cerrada.
Eran las cuatro menos diez.