Di la vuelta a la manzana buscando un lugar donde aparcar, para poder subir un momento a la oficina antes de dirigirme hacia el centro.
Un «Packard» conducido por un chófer se apartó de la acera, frente a un estanco, a unos diez metros de la entrada de mi edificio. Ocupé el lugar libre, cerré la portezuela con llave y bajé. Sólo entonces noté que el coche frente al cual había aparcado era un cupé color arena que creía conocer. No tenía por qué ser el mismo. Había miles iguales a él. No había nadie en su interior. No había nadie cerca con un sombrero de paja color cacao y una cinta marrón y amarilla.
Me acerqué al cupé y miré la barra del volante. No tenía una placa para el registro de conductor. Escribí el número de la matrícula sobre el dorso de un sobre, por lo que pudiera ocurrir, y entré en el edificio. No estaba en el vestíbulo ni en el pasillo de mi piso.
Entré en la oficina, busqué la correspondencia en el piso sin encontrar nada, bebí un trago de mi botella y volví a salir. No me sobraba tiempo para llegar al centro antes de las tres.
El cupé color arena seguía aparcado y vacío. Subí a mi coche y me interné en la marea de vehículos.
Había pasado Sunset cuando me alcanzó. Seguí la marcha, sonriendo, y preguntándome dónde se había escondido. Quizás en el coche aparcado detrás del suyo.
No había pensado en eso.
Guié hacia el Sur hasta Third Street y seguí por ésta hasta el centro. Doblé por Seventh Street y Grand, y aparqué cerca de Seventh y Olive; me detuve a comprar cigarrillos que no necesitaba, y luego caminé hacia el Este por Seventh sin mirar hacia atrás. En Spring entré en el «Hotel Metropole», me acerqué al mostrador en forma de herradura para encender un cigarrillo y luego me senté en uno de los viejos sillones marrones de cuero del vestíbulo.
Un hombre rubio, con traje marrón, gafas oscuras y un sombrero ya conocido, entró en el hotel y se encaminó indiferentemente hacia el quiosco de cigarrillos entre las macetas con palmeras y las arcadas estucadas. Compró un paquete y lo abrió sin moverse de allí, empleando ese tiempo para apoyar la espalda contra el mostrador y recorrer el vestíbulo con su ojo de lince.
Recogió las monedas sobrantes y fue a sentarse de espaldas a una columna. Se echó el sombrero sobre las gafas oscuras y pareció adormecerse con un cigarrillo apagado entre los labios.
Me puse en pie, caminé a través del salón y me dejé caer en el sillón vecino al de él. Lo miré por el rabillo del ojo. No se movió. Visto de cerca su rostro parecía joven, sonrosado y regordete, y la barba rubia estaba descuidadamente afeitada. Detrás de los vidrios oscuros sus pestañas se agitaron rápidamente. Su mano se apretó sobre la rodilla y arrugó la tela del pantalón. Tenía una verruga en la mejilla justo por debajo del párpado derecho.
Encendí una cerilla y acerqué la llama a su cigarrillo.
—¿Fuego?
—Oh…, gracias —exclamó muy sorprendido. Aspiró hasta que la punta se puso brillante. Sacudí la cerilla para apagarla, la tiré al tiesto con arena que tenía junto al codo y esperé. Me miró varias veces de reojo antes de hablar—. ¿No lo vi anteriormente en algún lugar?
—En Dresden Avenue, en Pasadena. Esta mañana.
Vi que sus mejillas adquirían un rojo más intenso que el natural. Suspiró.
—Debo ser pésimo —comentó.
—Vaya si lo es —asentí.
—Quizá sea el sombrero —dijo.
—El sombrero ayuda —respondí—. Pero no lo necesita.
—En esta ciudad es muy difícil ganar un dólar —afirmó amargamente—. No se puede hacer a pie, uno se arruina con las tarifas de los taxis si los usa, y si emplea su propio coche, siempre está donde uno no puede alcanzarlo con suficiente rapidez. Hay que mantenerse demasiado cerca.
—Pero no es necesario meterse en el bolsillo del tipo —contesté—. ¿Quería algo de mí, o no hace más que practicar?
—Pensé que descubriría si usted era lo bastante inteligente como para que resultase útil hablar con usted.
—Soy muy inteligente —manifesté—. Sería una lástima no hablar conmigo.
Miró cuidadosamente por encima del respaldo de su sillón y hacia ambos costados de donde estábamos sentados, y luego sacó una pequeña billetera de piel de cerdo. Me pasó una tarjeta nueva y brillante que extrajo de su interior. Decía: «George Anson Phillips. Investigaciones confidenciales. Edificio Seneger 212, North Wilcox Avenue 1924, Hollywood». Un número telefónico de Gleview. En la esquina superior izquierda había un ojo abierto con una ceja arqueada por la sorpresa y pestañas muy largas.
—No puede hacer eso —exclamé, señalando el ojo—. Es el símbolo de Pinkerton. Le quitará clientela.
—Oh, diablos —exclamó—. Lo poco que consiga, no le molestará.
Hice sonar una uña contra el cartón, apreté los dientes y metí la tarjeta en mi bolsillo.
—¿Quiere una de las mías… o ya ha completado su fichero con mi persona?
—Oh, lo conozco bien —respondió—. Era delegado en Ventura en la época en que usted se ocupó del caso Gregson.
Gregson era un estafador de Oklahoma City que había sido seguido a través de todo Estados Unidos por una de sus víctimas, durante dos años, hasta que se puso tan nervioso que mató al empleado de una gasolinera que lo confundió con un amigo. Eso parecía haber ocurrido hacía mucho tiempo.
—Continúe —dije.
—Recordé su nombre cuando lo vi esta mañana en su registro. De modo que cuando lo perdí en el camino me limité a buscar su oficina. Pensaba entrar y hablarle, pero eso habría sido una violación del secreto profesional. En la situación actual, no puedo evitarlo.
Otro chiflado. Con éste ya eran tres en un día, sin contar con la señora Murdock, que también podría resultar ser otro caso de chaleco.
Esperé mientras se quitaba las gafas oscuras, las limpiaba y echaba otro vistazo al vecindario. Luego agregó:
—Pensé que quizá podríamos llegar a un acuerdo. Uniríamos nuestras fuerzas, como se dice. Vi al tipo que entraba en su oficina, de modo que pensé que lo había contratado.
—¿Sabía quién era?
—Me ocupo de él —respondió, con tono chato y desalentado—. Y no consigo llegar a nada.
—¿Qué le hizo él a usted?
—Bien, estoy trabajando para su esposa.
—¿Divorcio?
Él miró cautelosamente a su alrededor y habló en voz baja:
—Eso dice ella. Pero yo lo dudo.
—Los dos lo quieren —comenté—. Cada uno de ellos busca algo contra el otro. Es gracioso, ¿verdad?
—No me gusta mucho mi parte. Un tipo me viene siguiendo desde hace un tiempo. Un tipo muy alto con un ojo raro. Me libro de él, pero después de un tiempo vuelvo a encontrarlo. Un tipo muy alto. Como un poste de un farol.
Un tipo muy alto con un ojo raro. Fumé pensativamente.
—¿Tiene alguna relación con usted? —preguntó el hombre rubio con un poco de ansiedad.
Sacudí la cabeza y tiré mi cigarrillo al recipiente con arena.
—Nunca lo vi, que yo sepa —dije, y miré mi reloj pulsera—. Será mejor que nos reunamos a conversar sobre este asunto con más tranquilidad, pero ahora no puedo hacerlo. Tengo una cita.
—Lo haré con mucho gusto —contestó.
—De acuerdo. ¿En mi oficina, en mi departamento, en su oficina o dónde?
Se rascó la mandíbula mal afeitada con una uña mordisqueada.
—En mi departamento —dijo por fin—. No está en la guía telefónica. Déme esa tarjeta por un minuto.
La apoyó sobre la palma de su mano cuando se la entregué, y escribió lentamente con un lápiz de metal, humedeciéndose los labios con la lengua. A cada instante resultaba más joven. Ahora no parecía tener mucho más de veinte años, pero debía ser mayor, porque el caso Gregson había ocurrido hacía seis años.
Guardó el lápiz y me devolvió la tarjeta. El domicilio que había escrito era Departamentos Florence 204, Court Street 128.
—¿Es la Court Street de Bunker Hill? —pregunté, mirándolo con curiosidad.
Asintió, y su piel blanca se cubrió de rubor.
—No es un barrio muy elegante —dijo rápidamente—. Últimamente no he tenido mucha suerte. ¿Le desagrada?
—No, ¿por qué iba a desagradarme?
Me puse en pie y le tendí la mano. Él la estrechó y la soltó y yo la metí en el bolsillo trasero y froté la palma contra el pañuelo que tenía allí. Al mirar su rostro más de cerca vi que había una línea húmeda sobre su labio superior y que ésta continuaba al costado de su nariz. No hacía tanto calor como para eso.
Me dispuse a retirarme y entonces me volví para acercar mi cara a la de él.
—Prácticamente cualquiera puede burlarse de mí —manifesté—, pero para mayor seguridad, es una rubia alta con ojos descuidados, ¿verdad?
—Yo no los llamaría descuidados —contestó él.
—Y entre nosotros —agregué sin apartar mi rostro—, esta historia del divorcio es un cuento. Es algo completamente distinto, ¿verdad?
—Sí —dijo suavemente—, y algo que cuanto más lo pienso menos me gusta. Sírvase.
Sacó algo de su bolsillo y lo dejó en mi mano. Era una llave chata.
—No es necesario que espere en el pasillo, si por casualidad yo he salido. Tengo dos iguales. ¿A qué hora cree que irá?
—Alrededor de las cuatro y media, según calculo. ¿Está seguro de que quiere darme esta llave?
—Oh, pero si nuestro negocio es el mismo —exclamó, mirándome inocentemente o todo lo inocentemente que se puede mirar a través de un par de gafas oscuras.
Al llegar al extremo del vestíbulo miré hacia atrás. Estaba sentado tranquilamente, con el cigarrillo a medio fumar, apagado entre los labios, y con la cinta brillante marrón y amarilla de su sombrero tan poco llamativa como un anuncio de cigarrillos de la última página del Saturday Evening Post.
Estábamos en el mismo negocio. Por lo tanto, yo no lo engañaría. Como suena. Podía tener la llave de su departamento y entrar y ponerme cómodo. Podía usar sus pantuflas y beber su licor y levantar su alfombra y contar los billetes de mil que guardaba debajo de ella. Estábamos en el mismo negocio.