Yo tenía una oficina en el Edificio Cahuenga, sexto piso, al fondo del pasillo, con dos pequeñas habitaciones. Dejaba abierta una de ellas para que un cliente paciente me esperase sentado, si tenía un cliente paciente. En la puerta había un timbre que podía hacer funcionar y cortar desde mi privado santuario de meditaciones.
Miré dentro de la sala de espera. Estaba vacía de todo excepto de olor a polvo. Abrí una ventana, la puerta comunicante y fui al cuarto de más atrás. Cuatro sillas, una de ellas giratoria, un escritorio plano con tapa de vidrio lleno de nada, un calendario y un diploma enmarcado sobre la pared, un teléfono, un lavabo en un armario de madera manchada, una percha, una alfombra que era solamente algo sobre el piso, y dos ventanas abiertas, con cortinas que se plegaban y desplegaban como los labios de un dormido viejo desdentado.
El mismo tipo de casa que tuve el año pasado, y el anterior. Ni hermosa ni alegre, pero mejor que una tienda en la playa.
Colgué mi sombrero y mi chaqueta en la percha. Me lavé la cara y las manos con agua fría. Encendí un cigarrillo y deposité la guía telefónica sobre el escritorio. Elisha Morningstar figuraba en la calle 422 West Ninth, edificio Belfont 824.
Escribí la dirección y número telefónico. Tenía mi mano sobre el aparato. Cuando recordé que no había conectado la chicharra de la sala de espera, me incliné sobre el costado del escritorio y la hice funcionar.
Alguien acababa de abrir la puerta de la oficina exterior en ese momento.
Deposité el cuaderno de notas boca abajo sobre el escritorio y salí a averiguar de quién se trataba. Era un tipo delgado, alto, de aspecto satisfecho, con un arrugado traje tropical azul pizarra, zapatos blancos y negros, una camisa opaca color marfil y una corbata y un pañuelo de color azul violáceo.
Sostenía una larga boquilla negra en un guante blanco de piel de cerdo. Arrugaba su nariz a las revistas muertas que estaban sobre la mesa de la biblioteca, a las sillas, a la desgastada alfombra y al ambiente general de poco dinero.
Cuando abrí la puerta comunicante, dio un cuarto de vuelta y me miró con ojos soñadores y pálidos, puestos juntos a una estrecha nariz. Su piel estaba enrojecida por el sol y su cabello rojizo estaba estirado para atrás sobre un cráneo estrecho. La fina línea de su bigote era mucho más roja que su cabello.
Me examinó sin apuro y sin mayor placer. Echó delicadamente una bocanada de humo y habló con un ligero acento de burla.
—¿Usted es Marlowe?
Asentí.
—Estoy un poco desilusionado —dijo—. Más bien esperaba algo con uñas sucias.
—Entre —invité—. Podrá mostrar su ingenio estando sentado.
Mantuve abierta la puerta y él pasó delante de mí haciendo caer la ceniza sobre el piso con el dedo medio de su mano libre. Se sentó del lado del escritorio correspondiente al cliente, se quitó el guante de la mano derecha, lo dobló junto con el otro que ya se había sacado y los dejó sobre el escritorio. Golpeó el extremo de la larga boquilla en el que encajaba el cigarrillo, aplastó las cenizas hasta que dejaron de humear, metió otro cigarrillo en la boquilla y lo encendió con una gruesa cerilla color caoba. Se reclinó en su silla con la sonrisa de un aristócrata aburrido.
—¿Listo? —pregunté—. ¿Pulso y respiración normales? ¿No quiere una toalla fría en la cabeza o algo parecido?
—Un detective privado —dijo al fin—. Nunca había conocido a uno. Tengo entendido que es un oficio turbio. Espiar por las cerraduras, husmear escándalos, cosas por el estilo.
—¿Viene por cuestión de negocios, o por puro instinto aventurero? —pregunté.
—Me llamo Murdock. Quizás eso signifique algo para usted.
—Veo que no tardó en venir —comenté, y empecé a llenar la pipa.
—Tengo entendido que mi madre lo empleó para realizar un trabajo determinado —dijo lentamente—. Le ha dado un cheque.
Al terminar de llenar la pipa le acerqué la cerilla. Luego la arrojé y me recosté para echar humo sobre mi hombro derecho hacia la ventana abierta. No dije nada.
Él se inclinó un poco más hacia delante y dijo, seriamente:
—Sé que el ser enigmático forma parte de su oficio, pero no estoy adivinando. Me lo contó una pequeña lombriz, una sencilla lombriz de jardín, frecuentemente pisoteada, pero que de todos modos siempre consiguió sobrevivir… como yo mismo. Casualmente no estaba muy lejos de usted. ¿Eso ayuda a aclarar las cosas?
—Sí —asentí—. Suponiendo que yo le dé alguna importancia.
—Tengo entendido que usted fue contratado para hallar a mi esposa, Marlowe —dijo, aún más seriamente—. Haré un esfuerzo. Pero creo que usted no me gustará.
—Estoy gritando —respondí—. De rabia y dolor.
—Y si disculpa una frase vulgar, sus baladronadas apestan.
—Por ser usted quien lo dice, su frase es muy amarga.
Se recostó otra vez y me miró con ojos pálidos. Se agitó en la silla, tratando de ponerse cómodo. Mucha gente había tratado de ponerse cómoda en esa silla. Tendría que haberla probado. Quizás esa silla me estaba haciendo perder clientes.
—¿Qué interés puede tener mi madre en encontrar a Linda? —preguntó—. La odiaba. Quiero decir que mi madre odiaba a Linda. Linda se portaba muy decentemente con mamá. ¿Qué opina usted de ella?
—¿De su madre?
—Naturalmente. No ha conocido a Linda, ¿verdad?
—La secretaria de su madre tiene el empleo colgado de un pelo. Habla cuando no debe.
—Mamá no lo sabrá —exclamó él, sacudiendo violentamente la cabeza—. De todos modos, mamá no podría arreglárselas sin Merle. Tiene que tener alguien a quien mandar. Podría gritarle o incluso abofetearla, pero no vivir sin ella. ¿Qué opina de ella?
—Es atractiva… en un sentido anticuado.
—Me refiero a mamá —contestó, frunciendo el ceño—. Merle no es más que una simple chiquilla; lo sé.
—Su poder de observación me deja estupefacto —comenté.
—Respecto a mi madre —insistió él, pacientemente.
—Una estupenda vieja guerrera —afirmé—. Un corazón de oro, y oro enterrado profundamente.
—Pero ¿por qué quiere encontrar a Linda? No lo entiendo. Y además, gasta su dinero. A mi madre no le gusta gastar dinero. Cree que el dinero forma parte de su piel. ¿Por qué quiere encontrar a Linda?
—No me lo pregunte a mí —respondí—. ¿Quién dijo que quiere hallarla?
—Usted lo dio a entender. Y Merle…
—Merle es una romántica. Ella lo inventó. Cielos, se suena las narices con un pañuelo de hombre. Quizá sea el suyo.
—Eso es una tontería —murmuró, ruborizándose—. Oiga, Marlowe. Por favor, sea razonable y explíqueme qué significa todo esto. Me temo que no tengo mucho dinero, pero dispongo de un par de cientos…
—Debería sacudirlo —contesté—. Además, no tengo permiso para hablar con usted. Órdenes.
—¿Por qué, por amor de Dios?
—No me pregunte cosas que no sé. No puedo responderle. Y no me pregunte cosas que sé, porque no le daré las respuestas. ¿Dónde ha estado usted durante toda su vida? Si un hombre que se dedica a mi trabajo recibe una misión, ¿les cuenta a todos los curiosos los detalles de la misma?
—Debe haber mucha electricidad en el ambiente —comentó él torpemente—, para que un tipo con su ocupación rechace doscientos dólares.
De ahí tampoco podía sacar nada útil. Levanté su gruesa cerilla de caoba del cenicero y la miré. Tenía finos bordes amarillos y una inscripción blanca. Rosemont. H. Richards 3… el resto estaba quemado. Doblé la cerilla, junté las dos mitades y la tiré al cesto de los papeles.
—Quiero a mi esposa —exclamó él súbitamente, y me mostró los bordes duros y blancos de sus dientes—. Parece cursi, pero es así.
—Los románticos siguen teniendo éxito.
Él dejó los dientes al descubierto y habló entre ellos.
—Ella no me quiere. No conozco ningún motivo particular para que sea de otra forma. La situación ha sido muy tensa entre nosotros. Ella estaba acostumbrada a una vida muy agitada. La nuestra… bueno, ha sido bastante aburrida. No hemos reñido. Linda es una persona fría. Pero no se divirtió mucho durante nuestro matrimonio.
—Usted es demasiado modesto —manifesté.
Sus ojos brillaron, pero conservó con aplomo sus modales suaves.
—Es inútil, Marlowe. Ni siquiera es nuevo. Oiga, usted parece ser un tipo decente. Sé que mi madre no invierte doscientos cincuenta dólares por capricho. Quizá no se trate de Linda. Quizás haya algo más. Quizá… —se interrumpió y luego habló muy lentamente, mirando mis ojos—, quizá se trate de Morny.
—Quizá —respondí alegremente.
Tomó sus guantes, golpeó el escritorio con ellos y volvió a dejarlos.
—Ahí estoy ciertamente en un aprieto —afirmó—. Pero no pensé que ella lo supiese. Morny debe haberla llamado. Me prometió que no lo haría.
—¿Cuánto le debe? —pregunté. Esto era sencillo.
No fue tan sencillo. Volvió a desconfiar.
—Si la llamó, se lo habría dicho. Y ella se lo habría repetido a usted —murmuró fríamente.
—Quizá no se trate de Morny —contesté, empezando a añorar el sabor de un trago—. Quizá la cocinera haya tenido un hijo con el repartidor de hielo. ¿Pero cuánto es, si se trata de Morny?
—Doce mil —contestó, mirando hacia abajo y ruborizándose.
—¿Amenazas?
Asintió.
—Dígale que se vaya a freír buñuelos —aconsejé—. ¿Qué clase de tipo es ése? ¿Asusta?
—Supongo que sí. Supongo que todos son como él. Antes era un «pesado» de cine. Buen mozo y con un tipo llamativo: un donjuán. Pero no se equivoque. Linda sólo trabajaba ahí, como los mozos y la orquesta. Y si la busca a ella, le costará mucho encontrarla.
—¿Por qué me costará mucho encontrarla? Espero que no esté enterrada en el jardín.
Se puso de pie con un relámpago de furia en sus ojos claros. Mientras estaba en esa posición, inclinado sobre el escritorio, movió la mano derecha con bastante agilidad e hizo aparecer una pequeña automática, calibre aproximadamente 25, con empuñadura de nogal. Parecía la hermana de la que había visto en el cajón del escritorio de Merle. El cañón que me apuntaba tema un aspecto de pocos amigos. No me moví.
—Si alguien trata de atropellar a Linda, tendrá que entendérsela antes conmigo —amenazó tensamente.
—Eso no será difícil. Será mejor que busque más artillería…, a menos que piense nada más que en las abejas.
Guardó la diminuta pistola en un bolsillo interior. Me dirigió una violenta mirada, cogió los guantes y se encaminó hacia la puerta.
—Pierdo el tiempo hablando con usted —dijo—. Todo lo que hace es bromear.
—Un momento —exclamé, y me puse de pie y di un rodeo al escritorio—. Quizá sería una buena idea que no le mencionase esta entrevista a su madre, aunque sólo sea por el bien de la muchacha.
—Teniendo en cuenta la cantidad de informaciones que obtuve —respondió él, asintiendo—, no merece ser mencionada.
—¿Es cierto lo que dijo acerca de los doce mil que le debe a Morny?
Él bajó la vista, luego la levantó, y por fin volvió a bajarla.
—El que consiga comprometerse por esa cantidad con Alex Morny —comentó— tiene que ser mucho más inteligente que yo.
—Casualmente —dije, sin acercarme siquiera a él—, no creo que usted esté preocupado por su esposa. Creo que sabe dónde está. Ella no huyó de usted. Si escapó de alguien, fue de su madre. —Él levantó la vista y se puso un guante. No pronunció ni una palabra—. Quizás ella consiga trabajo —agregué—. Y gane lo suficiente para mantenerlo. —Volvió a mirar el piso, giró el cuerpo un poco hacia la derecha, y el puño enguantado trazó un tenso arco por el aire hacia arriba. Aparté mi mentón de su camino, atrapé su muñeca y la empujé lentamente contra su pecho, apoyándome sobre él. Resbaló unos centímetros hacia atrás sobre el piso, y empezó a respirar con dificultad. Era una muñeca delgada. Mis dedos la rodeaban y se tocaban del otro lado—. ¿Cómo es que el viejo no le dejó dinero? —pregunté con una mueca—. ¿O acaso lo gastó todo?
Habló entre dientes, sin dejar de esforzarse por soltarse.
—Si eso puede ser de su maldita incumbencia y se refiere a Jasper Murdock, él no era mi padre. No me tenía simpatía y no me dejó un centavo. Mi padre se llamaba Horace Bright, perdió su dinero durante la crisis y saltó por la ventana de su oficina.
—Es fácil ordeñarlo —comenté—, pero da una leche muy poco sustanciosa. Lamento haber dicho que su esposa lo mantendría. Sólo quería hacerle perder el control.
Solté su muñeca y retrocedí. Él seguía respirando pesada y dificultosamente. Sus ojos brillaban de cólera, pero no levantó la voz.
—Bien, ya lo sabe. Si está satisfecho, me iré.
—Le hice un favor —dije—. Un tipo armado no debe ofenderse con tanta facilidad. Será mejor que deje el juguete.
—Eso es asunto mío —respondió—. Disculpe que haya tratado de pegarle. Probablemente no le habría dolido mucho si lo hubiese alcanzado.
—No se preocupe.
Abrió la puerta y salió. Sus pasos se perdieron en el corredor. Otro chiflado. Me golpeé los dientes con un nudillo siguiendo el ritmo de sus pisadas mientras pude oírlas. Luego volví al escritorio, miré mis notas y levanté el auricular.