Era una pequeña habitación que daba al jardín posterior. Tenía una fea alfombra roja y marrón, estaba amueblada como una oficina y contenía lo que uno espera encontrar en una pequeña oficina.
Una muchacha rubia y frágil, con las gafas de carey, me miró.
Tenía sus manos puestas sobre las teclas pero sin ningún papel en la máquina. Me miró entrar en la habitación con la expresión rígida y tonta de una persona tímida posando para una fotografía. Cuando me indicó que me sentara noté que su voz era clara y suave.
—Soy la señorita Davis, la secretaria de la señora Murdock. Ella desea que usted me dé algunas referencias.
—¿Referencias?
—Por supuesto, referencias. ¿Le sorprende a usted?
Deposité mi sombrero sobre el escritorio y el cigarrillo sin encender sobre el ala del sombrero.
—¿Quiere usted decir que me mandó buscar sin saber nada acerca de mí?
Su labio tembló y se lo mordió. Yo no sabía si estaba asustada o molesta o si tenía dificultades en mostrarse austera. Pero no parecía feliz.
—Obtuvo su nombre del gerente de una sucursal del Banco de Seguros de California. Pero él no le conoce a usted personalmente —dijo ella.
—Prepare su lápiz —exclamé yo.
Ella lo levantó y me mostró que en ese momento le había sacado la punta y que estaba lista para empezar. Dije:
—Primero, uno de los vicepresidentes de ese mismo Banco, George S. Leake. Está en la oficina principal. Luego, el senador Huston Oglethorpe. Puede estar en Sacramento o en el edificio del Estado, en Los Ángeles. Después Sidney Dreyfus, hijo de la firma «Dreyfus Turner Swayne», abogados en el edificio de Títulos y Seguros. ¿Apuntó esto?
Ella escribía fácil y rápidamente. Asintió sin mirarme. La luz danzaba sobre su rubio cabello.
—Oliver Fry de la corporación «Fry-Frantz» de herramientas para pozos petroleros. Están en la calle 9 Este, en la zona industrial. Si quiere un par de policías, cuente con Bernard Ohls, de la oficina del fiscal del distrito, y el teniente detective Cari Randall, de la Oficina Central de Homicidios. ¿Cree que esto será suficiente?
—No se ría de mí —dijo ella—, yo sólo estoy haciendo lo que me dicen.
—No me estoy riendo de usted. ¿Hace calor, no es cierto?
—Para Pasadena no es caluroso —exclamó ella. Depositó la guía telefónica sobre el escritorio y se puso a trabajar.
Mientras ella buscaba los números y telefoneaba a uno y otro, me dediqué a estudiarla. Era pálida, con una especie de palidez natural. Parecía lo suficientemente sana. Su grueso cabello rubio cobrizo no era feo de por sí, pero lo llevaba tan tirante sobre su estrecha cabeza que casi no parecía cabello. Sus cejas eran finas y extrañamente derechas, más oscuras que su cabello, de un color casi castaño. Su nariz tenía un tinte blancuzco, de persona anémica. La barbilla era demasiado pequeña, muy aguda, y parecía inestable. No usaba maquillaje, sólo un poco de rojo en los labios. Los ojos, detrás de las gafas, eran muy grandes, azul cobalto, con el iris enorme y una expresión vaga; ambos párpados eran tirantes, de manera que los ojos tenían un aspecto ligeramente oriental. Era como si la piel de su rostro fuera naturalmente tan tensa que se los estirara a los costados. Toda la cara tenía una especie de encanto neurótico fuera de tono que sólo necesitaba algo de hábil maquillaje para ser llamativo. Usaba un vestido de lino de una pieza, mangas cortas y ningún ornamento. Sus brazos desnudos tenían vello y unas cuantas pecas.
No presté mayor atención a lo que ella decía por teléfono. Lo que le era dicho lo escribía en taquigrafía con diestros y fáciles trazos. Cuando finalizó, colgó la guía de un gancho, se levantó y alisó su vestido de lino sobre los muslos.
—Tenga la bondad de esperar un momento —murmuró, y se dirigió hacia la puerta.
A mitad de camino se detuvo, volvió y cerró uno de los cajones superiores del escritorio. Salió. La puerta se cerró. Se hizo el silencio. Del otro lado de la ventana zumbaban las abejas. A lo lejos oí el ruido de una aspiradora. Tomé el cigarrillo que había puesto en el ala del sombrero, lo sostuve en mi boca y me puse de pie. Di la vuelta al escritorio y abrí el cajón que ella había cerrado.
No era nada de mi incumbencia. Simple curiosidad. No tenía por qué importarme que ella tuviese una pequeña automática «Colt» en el cajón. Lo cerré y volví a sentarme.
Permaneció ausente unos cuatro minutos. Abrió la puerta, se detuvo en el umbral y dijo:
—La señora Murdock lo recibirá ahora.
Recorrimos más pasillos y ella abrió la hoja de una puerta vidriera doble y se hizo a un costado. Yo entré y la puerta se cerró detrás de mí.
Allí dentro había una oscuridad tal que al principio no pude ver nada, exceptuando la luz exterior que se filtraba entre espesos arbustos y cortinas. Entonces vi que el cuarto era una especie de solárium y que se había permitido que la vegetación lo ahogase por completo. Estaba decorado con alfombras de pasto y muebles de caña. Junto a la ventana había un sofá de caña. Tenía un respaldo curvo y almohadones suficientes como para rellenar un elefante, y sobre él estaba reclinada una mujer con un vaso de vino en la mano. Pude percibir el espeso perfume alcohólico de la bebida antes de que me fuera posible verla. Entonces mis ojos se acostumbraron a la luz y alcancé a distinguir sus rasgos.
Tenía una cara y un mentón de grandes proporciones. Su cabello gris estaba ordenado por una tosca permanente, y tenía una nariz dura y grandes ojos húmedos con tanta expresión humana como unas piedras mojadas. Tenía encaje en el cuello, pero éste habría estado adecuadamente colocado dentro de una camiseta de futbolista. Llevaba un vestido grisáceo, de seda. Sus gruesos brazos estaban desnudos y tenían lunares. En sus orejas lucía aros de azabache. A su lado había una mesa cubierta con un vidrio, y sobre ella una botella de oporto. Sorbía del vaso que sostenía y me miró por encima de él.
Yo estaba de pie. Ella me dejó en esa posición mientras terminaba su oporto. Apoyó el vaso sobre la mesa y se tocó los labios con un pañuelo. Entonces habló. Su voz tenía una calidad dura de barítono y daba la impresión de no tener nada que ver con desatinos.
—Siéntese, señor Marlowe. Por favor, no encienda ese cigarrillo. Soy asmática.
Me senté en una mecedora de caña y me metí el cigarrillo todavía apagado detrás del pañuelo que llevaba en el pequeño bolsillo exterior de la chaqueta.
—Nunca traté con detectives privados, señor Marlowe. No sé nada respecto de ellos. Sus referencias parecen satisfactorias. ¿Cuánto cobra?
—¿Para hacer qué, señora Murdock?
—Es un asunto muy confidencial, naturalmente. Nada relacionado con la Policía. Si tuviese algo que ver con la Policía, la habría llamado.
—Cobro veinticinco dólares por día, señora Murdock. Y los gastos, lógicamente.
—Me parece mucho. Debe ganar una cantidad enorme de dinero.
—No —respondí—. No es así. Naturalmente, usted puede contratar un detective por cualquier precio…, como un abogado. O un dentista. No soy una organización. Soy un hombre solo, y me ocupo de un solo caso por vez. Corro riesgos, a veces riesgos enormes, y no trabajo permanentemente. No, no creo que veinticinco dólares por día sea demasiado.
—Entiendo. ¿Y de qué tipo son los gastos?
—Detalles que surgen en una u otra ocasión. Uno no puede preverlos.
—Preferiría saberlo —dijo ella, acremente.
—Lo sabrá —contesté—. Lo tendrá todo escrito y bien detallado. Tendrá oportunidad de reclamar si no está de acuerdo.
—¿Y qué adelanto espera?
—Con cien dólares bastaría.
—Lo imagino —afirmó ella. Terminó su oporto y volvió a llenar el vaso sin detenerse siquiera a secar sus labios.
—Con personas que se encuentran en su situación, señora Murdock, puedo prescindir perfectamente del adelanto.
—Señor Marlowe —manifestó ella—, soy una mujer testaruda. Pero no deje que yo le asuste. Porque si yo puedo amedrentarlo, usted no me servirá de mucho.
Asentí y dejé que el viento llevara sus palabras.
—Mi asma —comentó sin interés—. Bebo este vino como remedio. Por eso no se lo ofrezco. El dinero no tiene especial importancia —prosiguió ella—. Una mujer que está en mi posición siempre tiene que pagar de más, y termina esperando que eso ocurra. Confío en que usted rendirá por lo que cobra. La situación es ésta. Me han robado algo de considerable valor. Quiero recuperarlo, pero deseo algo más que eso. Nadie debe ser arrestado. El ladrón resulta ser miembro de mi familia… pariente político —hizo girar el vaso con sus gruesos dedos y sonrió vagamente en la tenue luz del cuarto en penumbras—. Mi nuera —agregó—. Una muchacha encantadora… y dura como una tabla de roble —me miró con un nuevo brillo en los ojos—. Tengo un hijo que es un maldito idiota —prosiguió—. Pero lo quiero mucho. Hace aproximadamente un año contrajo matrimonio, sin mi consentimiento. Fue un error por parte de él porque es completamente incapaz de ganarse la vida, y no tiene más dinero que el que yo le doy. Y no soy muy generosa. La mujer que eligió, o que lo eligió a él, era cancionista de un club nocturno. Su nombre, bastante apropiado, es Linda Conquest[1]. Han vivido en esta casa. No reñimos porque no permito que la gente riña conmigo en mi propio hogar pero no nos hemos entendido. Pagué sus gastos, le di un coche a cada uno de ellos, le pasé a la dama un presupuesto suficiente, aunque no demasiado pródigo, para su ropa y otros gastos. No hay duda alguna de que ella ha encontrado esta vida un poco aburrida. Indudablemente encontró aburrido a mi hijo. Yo misma lo tengo en ese concepto. Sea como fuere, partió muy bruscamente, hace aproximadamente una semana, sin dejar su nuevo domicilio ni despedirse.
Tosió, buscó un pañuelo y se sonó la nariz.
—Lo que robó —continuó— fue una moneda. Es una pieza de oro bastante rara llamada Doblón Brasher. Era el orgullo de la colección de mi marido. Esas cosas no me interesan, pero a él le atraían mucho. Conservé la colección intacta desde que murió hace cuatro años. Estaba en el piso superior, en una habitación cerrada, a prueba de fuego, en gabinetes también a prueba de fuego. Está asegurada, pero todavía no comuniqué su pérdida. No quiero hacerlo, si puedo evitarlo. Estoy segura de que Linda se la llevó. Se dice que la moneda vale más de diez mil dólares. Es un ejemplar original.
—Pero muy difícil de vender —comenté.
—Quizá. No lo sé. No descubrí la falta de la moneda hasta ayer. Tampoco la habría notado en ese momento, porque nunca me acerco a la colección, si no hubiese llamado un tal Morningstar, de Los Ángeles, que dijo ser numismático, y que preguntó si el Murdock Brasher, como él lo designó, estaba en venta. Mi hijo había recibido la comunicación. Contestó que no creía estuviera en venta, que nunca lo había estado, y que si el señor Morningstar llamaba en otro momento, quizá podría hablar conmigo. En ese momento no era posible, porque yo estaba descansando. El hombre asintió. Mi hijo le transmitió la conversación a la señorita Davis, quien me puso al tanto. Le pedí que ella llamase a ese hombre. Sentía una vaga curiosidad.
Sorbió otro poco de oporto, agitó el pañuelo y gruñó.
—¿Por qué sintió curiosidad, señora Murdock? —pregunté, por decir algo.
—Si el hombre era un numismático de reputación, tenía que saber que la moneda no estaba en venta. Mi esposo, Jasper Murdock, estipuló en el testamento que ninguna pieza de su colección podría ser vendida, prestada o hipotecada durante mi vida. No podría ser retirada de la casa, exceptuando por un daño al edificio que exigiese el traslado, y en este caso sólo con participación de los albaceas. Mi esposo —comentó sonriendo amargamente— parecía convencido de que yo debería haberme interesado más en sus fragmentos de metal mientras él vivía.
Afuera el día era hermoso, brillaba el sol, florecían los pimpollos, los pájaros cantaban.
Los coches pasaban por la calle con un sonido confortablemente distante. En la habitación en penumbras, con la mujer de rasgos duros y el olor a vino, todo parecía un poco irreal. Crucé mis piernas y esperé.
—Hablé con el señor Morningstar. Su nombre completo es Elisha Morningstar y tiene su oficina en el Edificio Belfont, en Ninth Street, Los Angeles. Le informé que la colección Murdock no estaba en venta, que no lo había estado nunca y que en lo que de mí dependía tampoco lo estaría en el futuro, y que me sorprendía que él no lo supiese. Él carraspeó, masculló algo y luego me preguntó si lo autorizaba a examinar la moneda. Respondí que no se lo permitía de ninguna manera. Me dio las gracias un poco secamente y cortó la comunicación. Parecía un hombre de edad avanzada.
Entonces subí a examinar personalmente la moneda, cosa que no hacía desde un año atrás. Había desaparecido de su lugar en uno de los gabinetes cerrados a prueba de fuego.
No hice ningún comentario. Ella volvió a llenar su vaso y tamborileó con sus gruesos dedos sobre el brazo del sofá.
—Probablemente usted podrá adivinar lo que pensé en ese momento —agregó.
—Quizás en lo que se refiere al señor Morningstar —contesté—. Alguien le había ofrecido la moneda en venta, y él supo o sospechó de dónde venía. La pieza debe ser muy poco común.
—Dentro de lo que se designa como ejemplar original es ciertamente algo muy poco común. Sí, a mí se me ocurrió la misma idea.
—¿Cómo podría haber sido robada? —pregunté.
—Muy fácilmente, por cualquier ocupante de la casa. Las llaves están en mi cartera, y ésta siempre queda en uno u otro lugar. Sería muy sencillo apoderarse de las llaves por el tiempo necesario para abrir una puerta y un gabinete y luego devolverlas. Es difícil para un intruso, pero cualquiera de las personas que están en la casa podría haberla robado.
—Entiendo. ¿Cómo comprobó que su nuera fue quien lo hurtó, señora Murdock?
—No lo comprobé… en términos estrictamente jurídicos. Pero estoy convencida de eso. Las criadas son tres mujeres que están aquí desde hace muchos, muchos años… desde antes que me casara con el señor Murdock, cosa que ocurrió hace sólo siete años. El jardinero no entra nunca en la casa. No tengo chófer, porque el coche lo manejan mi hijo o mi secretaria. Mi hijo no robó la moneda, primeramente porque no es tan tonto como para hacer eso con su propia madre, y además, porque si él la hubiese robado, le habría resultado muy fácil impedir que yo hablase con el señor Morningstar. La señorita Davis… sería ridículo. No tiene ese tipo. Demasiado tímida. No, señor Marlowe, Linda es la única que habría sido capaz de hacerlo, sólo por despecho. Y usted sabe lo que es esta gente de los clubs nocturnos.
—Es gente de toda clase… como el resto de nosotros —respondí—. Supongo que no habrá rastros de un ratero, ¿verdad? Se habría necesitado un tipo de métodos muy delicados para que robase una sola pieza de valor, de modo que eso está descartado. Sin embargo, sería mejor que echase un vistazo en el cuarto.
—Acabo de decirle, señor Marlowe, que la señora Linda Murdock, mi nuera, robó el Doblón Brasher.
—Suponiendo que sea así, señora Murdock, ¿qué quiere que haga?
—En primer lugar deseo que recupere la moneda. En segundo lugar pido un divorcio sin discusión para mi hijo. Y no estoy dispuesta a comprarlo. Me atrevo a creer que usted sabe cómo se hacen estas cosas.
—Quizá lo sepa —comenté—. Usted dice que la dama se mudó sin dejar su nuevo domicilio. ¿Eso significa que usted no tiene idea de su paradero?
—Exactamente.
—Una desaparición, entonces. Quizá su hijo tenga alguna idea que no le transmitió a usted. Tendré que verlo.
—Mi hijo no sabe nada. Ni siquiera sabe que el doblón fue robado. No quiero que sepa nada. Cuando llegue el momento, me ocuparé de él. Hasta entonces quiero que lo dejen en paz. Él hará exactamente lo que yo le indique.
—Eso no ha ocurrido siempre —comenté.
—Su boda —afirmó con tono desagradable— fue un impulso momentáneo. Luego trató de comportarse como un caballero. Yo no tengo esos escrúpulos.
—En California se necesitan tres días para llevar a cabo uno de esos impulsos momentáneos, señora Murdock.
—Jovencito, ¿acepta o no este trabajo?
—Lo acepto si me ponen al tanto de los detalles y me permiten llevar el caso adelante como lo crea conveniente. No lo acepto si usted piensa establecer un montón de reglas y condiciones que entorpecerían mi marcha.
—Éste es un delicado asunto de familia —exclamó ella, riendo ásperamente—. Y debe ser tratado con delicadeza, señor Marlowe.
—Si me contrata, obtendrá toda la delicadeza de la que soy capaz. Si ésta no le parece suficiente, quizá será mejor que emplee a otro detective. Por ejemplo, entiendo que usted no quiere que se inicie un caso contra su nuera. No soy lo bastante delicado para eso.
—Me servirá —dijo secamente—. Ojalá lo hubiese encontrado hace dos años, antes que él se casase con esa mujer.
Tocó un timbre, y la menuda rubia cobriza entró en la habitación con el mentón bajo, como si temiese que alguien le tirase un puñetazo.
—Extiéndele a este hombre un cheque por doscientos cincuenta dólares —le rugió la vieja bruja—. Cierra el pico y no hables con nadie de esto.
—Sabe que nunca comento sus asuntos privados, señora Murdock —gimió—. Sabe que no lo hago. Ni siquiera en sueños me atrevería a…
—Necesito una fotografía de la dama y algunas informaciones —dije, cuando la puerta se hubo cerrado.
—Busque en el cajón del escritorio —contestó la mujer, y sus anillos lanzaron destellos en la oscuridad cuando señaló con su dedo gris.
Me acerqué y abrí el único cajón del escritorio de caña, y saqué una fotografía que estaba sola en el fondo, boca arriba, mirándome con fríos ojos oscuros. Volví a sentarme con la fotografía, y la estudié. Cabellos oscuros con raya al medio y flojamente echados hacia atrás sobre una frente amplia. Una ancha boca despectiva con labios muy tentadores. Una linda nariz, ni demasiado pequeña ni demasiado grande. Huesos fuertes en todo el rostro. En la expresión faltaba algo. En un tiempo ese algo podría haber sido llamado aristocracia, pero ahora no sabía cómo designarlo. La cara parecía demasiado astuta y demasiado prevenida para su edad.
Sacudí la cabeza sobre la fotografía y la guardé en mi bolsillo, pensando que obtenía de ella más de lo que se podía esperar de un retrato, y eso a pesar de la luz escasa.
La puerta se abrió y la muchacha menuda con el vestido de hilo entró con un talonario de cheques y una estilográfica, y convirtió su brazo en un escritorio para que la señora Murdock firmase. Se irguió con una sonrisa tensa; la señora Murdock me señaló con un gesto brusco y la muchacha menuda arrancó el cheque y me lo entregó. Se detuvo junto al umbral, esperando.
Nadie le dijo nada, de modo que volvió a salir silenciosamente y cerró la puerta.
—¿Qué puede contarme acerca de Linda?
—Prácticamente nada. Antes de casarse con mi hijo compartía un departamento con una muchacha llamada Lois Magic, que también es una especie de actriz. Esta gente elige los nombres más extravagantes. Las dos trabajaban en un lugar llamado el «Idle Valley Club», sobre el Ventura Boulevard. Mi hijo Leslie lo conoce demasiado bien. No sé nada respecto a la familia o los orígenes de Linda. En una ocasión dijo que había nacido en Sioux Falls. Supongo que tenía padres. No me interesaba tanto como para tratar de averiguarlo.
—¿No conoce el domicilio de la señorita Magic?
—No, no lo conocí nunca.
—¿Podría saberlo su hijo… o la señorita Davis?
—Se lo preguntaré a mi hijo cuando venga. No lo creo. Puede preguntárselo a la señorita Davis. Estoy segura de que ella no lo sabe.
—Entiendo. ¿No conoce a ningún otro amigo de Linda?
—No.
—Es posible que su hijo esté todavía en contacto con ella, señora Murdock, sin que se lo haya dicho a usted.
Ella empezó nuevamente a ponerse púrpura. Levanté la mano e hice subir a mi rostro una sonrisa pacificadora.
—Después de todo, hace un año que están casados —comenté—. Debe saber algo respecto a ella.
—No meta a mi hijo en esto —bramó ella.
—Muy bien. Supongo que se llevó su coche, el que usted le regaló.
—Un cupé «Mercury» gris acerado, modelo 1940. La señorita Davis le dará el número de matrícula, si lo desea. No sé si se lo llevó.
—¿Sabe qué dinero y joyas tenía ella en su poder?
—No mucho dinero. Como máximo, un par de cientos de dólares —afirmó, y una mueca desagradable hizo aparecer profundos surcos alrededor de su nariz y de su boca—. A menos, naturalmente, que haya encontrado un nuevo amigo.
—Está bien —respondí—. ¿Alhajas?
—Un anillo de esmeraldas y diamantes de poco valor, un reloj «Longines» de platino con rubíes en la caja, un excelente collar de ámbar oscuro que fui lo bastante tonta como para regalarle yo misma. Tiene un cierre de diamantes con veintiséis piedras pequeñas, en forma de un diamante de baraja. Naturalmente, también tenía otras cosas. Nunca les presté mucha atención. Vestía bien, pero no llamativamente. Gracias a Dios tenía unas pocas pequeñas virtudes.
—¿Eso es todo lo que puede informarme, señora Murdock?
—¿No es suficiente?
—No, pero tendré que darme por satisfecho por el momento. Si descubro que no robó la moneda, ahí terminará la investigación en lo que a mí respecta. ¿Entendido?
—Ya hablaremos de eso —contestó ella rudamente—. La robó, sin lugar a dudas. Y no estoy dispuesta a perdonárselo. Métase eso en la cabeza, joven. Y espero que sea la mitad de lo duro que trata de parecer, porque estas chicas de los clubs nocturnos acostumbran tener amigos muy poco cordiales.
—Me gustan brutales —comenté—. Los más brutos son los de cerebro más pequeño. Le pasaré la información cuando tenga algo que comunicarle, señora Murdock. Creo que empezaré por el numismático. Me parece que ofrece una buena pista.
—No le resulto muy simpática, ¿verdad?
—¿Lo es para alguien? —pregunté, volviéndome para sonreírle, con la mano sobre el picaporte.
Ella echó la cabeza hacia atrás, abrió inmensamente la boca y lanzó una carcajada atronadora. En la mitad de esa explosión de hilaridad abrí la puerta, salí y la cerré con violencia. Recorrí el pasillo y golpeé la puerta entreabierta de la oficina, la empujé y miré hacia el interior.
Tenía los brazos doblados sobre el escritorio y el rostro oculto entre ellos. Estaba sollozando. Hizo girar la cabeza y me miró con los ojos empapados por las lágrimas. Cerré la puerta, me acerqué hasta su lado y le pasé un brazo sobre sus endebles hombros.
—Animo —exclamé—. Usted debería compadecerla. Ella se cree fuerte, y se rompe las espaldas para poder vivir a la altura de su fama.
La muchachita se irguió bruscamente, y se apartó de mi brazo.
—No me toque —pidió entrecortadamente—. Por favor. Nunca permito que los hombres me toquen. Y no diga esas cosas horribles sobre la señora Murdock.
Su rostro estaba encendido y mojado por las lágrimas. Sin las gafas, sus ojos eran muy hermosos.
Me puse en la boca el cigarrillo tan largamente demorado, y lo encendí.
—No quise ofenderlo… —murmuró ella—. Pero me humilla tanto… Yo sólo quiero servirla lo mejor posible.
Se sorbió las narices y sacó un pañuelo de hombre del escritorio, lo desplegó y se secó los ojos. En la punta que colgaba libremente vi las iniciales L. M. bordadas en púrpura. Lo miré y lancé el humo del cigarrillo hacia el rincón del cuarto, lejos de su cabello.
—¿Desea saber algo? —preguntó ella.
—Quiero que me dé el número de la matrícula del coche de la señora Linda Murdock.
—Es 2X 1111, un convertible «Mercury» gris, modelo 1940.
—Ella me dijo que era un cupé.
—Ése es el coche del señor Leslie. Son de la misma marca, año y color. Linda no se llevó el coche.
—Oh. ¿Y qué sabe usted acerca de una señorita Lois Magic?
—La vi una sola vez. Antes compartía su departamento con Linda. Vino con un señor… un tal señor Vannier.
—¿Quién es?
Ella miró hacia abajo, fijando la vista en el escritorio.
—Yo… ella vino con él. No lo conozco.
—Muy bien. ¿Cómo es la señorita Lois Magic?
—Es una rubia alta y bonita. Muy… muy atractiva.
—¿Quiere decir sensual?
—Bien… —murmuró ella, y se ruborizó intensamente—. Lo es en un sentido agradable y decente, si es que usted me entiende.
—La entiendo —contesté—, pero nunca llegué a nada con eso.
—Me lo imagino —afirmó ella desenfadadamente.
—¿Sabe dónde vive la señorita Magic?
Ella meneó la cabeza negativamente. Plegó con mucho cuidado su amplio pañuelo y lo guardó en el cajón del escritorio, el mismo en que tenía la pistola.
—Podría robar otro cuando ése esté sucio —dije.
Ella se recostó en la silla, colocó sus pequeñas manos muy cuidadas sobre el escritorio y me miró fijamente.
—Si yo estuviese en su lugar, no llevaría demasiado lejos esos modales fanfarrones, señor Marlowe. No conmigo, por lo menos.
—¿No?
—No. Y no puedo contestar más preguntas sin órdenes terminantes. Mi posición en esta casa es muy confidencial.
—No soy fanfarrón —manifesté—. Simplemente viril.
Ella tomó un lápiz e hizo un signo sobre un papel. Me sonrió vagamente, otra vez dominada por su compostura.
—Quizá no me gusten los hombres viriles —comentó.
—Usted es una chiflada —afirmé—, si es que sé lo que es eso. Adiós.
Salí de la oficina, cerré la puerta y recorrí nuevamente los pasillos vacíos y la enorme sala fúnebre y silenciosa, y salí por la puerta del frente.
Un pequeño cupé color arena se puso en marcha detrás de mí. No le presté atención. El hombre que lo conducía usaba un sombrero oscuro de paja con una llamativa cinta estampada y sus ojos estaban ocultos detrás de gafas oscuras, como ocurría con los míos.
Me dirigí a la ciudad. Doce manzanas después, el cupé color arena estaba todavía detrás de mí en una parada. Seguí y, por diversión, di vueltas alrededor de algunas manzanas. El cupé conservaba la distancia. Me metí por una calle con inmensos árboles, arrastré mi coche dando una violenta vuelta en forma de U y frené contra la acera.
El cupé se acercó cuidadosamente por la esquina. La cabeza rubia, bajo el sombrero de paja color cacao con su banda tropical, ni siquiera se volvió por mi camino. El cupé prosiguió su ruta y yo regresé por Arroyo Seco hacia Hollywood. Varias veces miré con cuidado pero no pude localizar más al cupé.