Las maquinarias de la noche es el cuarto libro de Los mundos reales pero no se parece demasiado al libro que con ese mismo título anuncié hace unos años. Tres de sus cuentos —«El hermano mayor», «El tiempo y el río», «La cuestión de la dama en el Max Lange»— fueron escritos después de publicar Crónica de un iniciado, como un exorcismo a esa parálisis cercana a la estupidez que deja la aparición de una obra que siempre imaginamos imposible o póstuma. Otros dos —«El decurión», «Muchacha de otra parte»— nacieron entretejidos con las páginas finales de esa novela, como si hubieran querido recordarme que alguna vez fui un escritor joven. En ese entonces yo pensaba que el cuento es el único género digno de la prosa y que, para un cuentista, la novela es una charlatanería circunstancial, una excusa, a la que condesciende cuando no se le ocurre un buena historia de diez páginas. Todavía tiendo a pensarlo. Pero con los años aprendí algunas cosas. Un buen escritor no es cuentista ni novelista: es una persona resignada que escribe lo que puede. También aprendí que los géneros literarios son una ilusión. Imaginamos historias, y lo único que podemos hacer es acatar su forma, que siempre es anterior a las palabras, aceptar sus leyes y tratar de no equivocarnos demasiado. Me aseguran que Las maquinarias de la noche no es un mal título. Espero que por lo menos tenga ese mérito: yo ignoro casi por completo qué significa. Hace unos años un periodista apocalíptico me preguntó si, después de El que tiene sed —novela que él consideraba algo así como mi testamento o mi suicidio emblemático—, pensaba publicar alguna otra cosa. Harto de mentir sobre Crónica de un iniciado, contesté que sí: un libro de cuentos. Tenía a mano Las maquinarias de la alegría de Ray Bradbury, y dije con impunidad: Las maquinarias de la noche. Freud o Lacan —pero mucho antes el helado e irónico caballero Auguste Dupin— habrían dicho que un hombre es una unidad secreta y que no puede pronunciar una sola palabra inocente. Supongo entonces que Las maquinarias de la noche deben ser para mí esos engranajes nocturnos donde se construyen los sueños, algo así como las bambalinas de aquel teatro armado sobre el viento que, desde Góngora, suele vestir sombras. No todos los cuentos de este libro son recientes. «La casa del largo pasillo», «Corazón» y «La fornicación es un pájaro lúgubre» aparecieron hace diez años en una colección que no volverá a publicarse. Ya escribí en el prólogo a ese libro que, pese a su título y al deliberado escándalo de su prosa, «La fornicación…» me parece una historia muy decente. Tal vez sea menos divertida de lo que aparenta: tal vez sea todo lo contrario de lo que aparenta. La empecé a escribir el mismo día de la muerte de Henry Miller, La terminé más de un año después, el 7 de octubre de 1981, aniversario de la muerte de Edgar Poe. Lo curioso es que el cuervo ya volaba sobre el Buenos Aires de Bender desde el primer borrador. «Por los servicios prestados» se publicó en 1979 como un homenaje inverso a la conmemoración militar de la Campaña del Desierto. Hoy, si se quiere, puede leérselo en relación con el Quinto Centenario. Lo correcto sería leerlo como un cuento. Soy un escritor comprometido que nunca creyó en la literatura comprometida. Lo que me interesa de una ficción es su verdad poética, no su intención moral; lo que a mí me importa de «Por los servicios prestados» es que su desenlace —seguramente previsto por el lector— deja intactos a los dos personajes. El final cuenta con mi total aprobación, pero el silencio de la noche es perfecto: nadie grita en ese pozo. Borges pensaba que la literatura realista es imposible porque toda ficción es un artificio; yo pienso casi lo mismo pero nunca entendí a qué se llama literatura fantástica. «Los asesinos», de Hemingway, o «La caída de la casa Usher», de Poe, son dos formas de una sola realidad. La divina comedia y Guerra y paz me parecen pertenecer al único mundo que tenemos. No hago diferencias en este libro entre historias posibles e imposibles. Thar es un cuento realista que simula ser fantástico; con «Muchacha de otra parte» y «El decurión» pasa exactamente lo contrario. Los dos que yo prefiero —«Carpe diem» y «El hermano mayor»— pertenecen a cada uno de estos bandos. El segundo no me sugiere ningún comentario, salvo hacer notar que el hermano mayor pronuncia dos veces una palabra patética que, acaso, secretamente lo define. «Carpe diem» se publicó en una antología española donde debí resumir su sentido. Digo lo mismo que dije. Para un autor, la explicación de un texto propio y ese texto son necesariamente una misma cosa. Las muchas lecturas de una ficción pertenecen al lector; no al autor, para quien lo que ha hecho tendrá siempre la oscuridad de lo enigmático o la pobreza de lo evidente. Un hombre cuenta a otro una historia de amor: la historia es fantástica, milagrosa o imposible. Hasta donde yo sé, eso es lo que escribí. Me dicen que «Carpe diem» admite otra interpretación, más realista. Seguramente. No podemos articular una sola palabra que no sea espejo o símbolo del mundo real.
1992
A. C.