En 1972 se publicó en Chile una colección más o menos completa de mis cuentos. Incluí en ese volumen algunas piezas inéditas de este libro, y cedí finalmente a una idea que me persigue desde la adolescencia: ordenar mis cuentos bajo un título único. De ahí, Los mundos reales. Hace años vengo sintiendo que, realistas o fantásticos, mis cuentos pertenecen a un solo libro. Y la literatura, a un solo y entrecruzado universo, el real, hecho de muchos mundos. Vasta y diversa región de la que no son ajenos la reflexión sobre el destino del hombre, el puro amor por la palabra y sus esplendores, o el testimonio político; país cuyos límites naturales van mucho más allá de las tierras de la locura y el sueño. Las otras puertas (1961), Cuentos crueles (1966), son y no son libros autónomos. Son, en rigor, etapas o momentos de un ciclo de historias cuya última página todavía no he escrito. O al menos, espero no haber escrito. Las panteras y el templo es apenas otra puerta de ese libro, Los mundos reales, único libro de cuentos que comencé a inventar antes de los 18 años, que crece y se modifica conmigo, y en el que encarnizadamente trabajaré toda mi vida. No se trata de un mero simulacro de orden, o de que a los cuarenta años me empiece a sentir más o menos póstumo. Así como hay poetas que han escrito una sola obra (pienso en Hojas de hierba, de Whitman; en Las flores del mal, de Baudelaire) yo siempre quise ser autor de un solo libro de cuentos. Compruebo que ya no van quedando escritores ascéticos, que se escribe de más y se publica demasiado: me basta entrar en una librería o leer el catálogo de una casa editora para alarmarme ante el porvenir de la literatura contemporánea; reducir a uno los libros de cuentos que escriba tiene (por lo menos en un sentido numeral, y para mi sola paz interior) la ventaja de achicar un poco mi colaboración con el olvido.
Suele reprochárseme que publique poco. También se me reprocha que corrija demasiado, que las reediciones de mis dramas y mis relatos nunca coincidan con la anterior, que desaparezcan párrafos y hasta historias enteras de mis libros. Nadie habló mejor que Valéry de esta manía de alargar hasta el vértigo la composición de los textos literarios, de esa orfebrería «de mantenerlos entre el ser y el no ser, suspendidos ante el deseo durante años, de cultivar la duda, el escrúpulo y los arrepentimientos, de tal modo que una obra, siempre reexaminada y refundida, adquiera poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma de uno mismo». Yo también creo que hay una ética de la forma, yo también creo que ningún escritor puede afirmar honradamente que una obra está terminada sino a lo sumo postergada, y que publicarla por cansancio (o por cansancio destruirla) es accidental. No estoy de acuerdo con el modo de producir de mi generación, incluso estuve por escribir de mi tiempo. Y quizá debí escribirlo. Ya no se publican libros; se publican libretas de apuntes. Se manda a imprimir la primera versión de un texto y se le llama contra-literatura, o novela abierta, o antipoema. No hablo de obras como Ulises, en las que el caos y la desesperación formal son justamente eso: desesperación de la forma. Hablo de quienes no se han puesto a pensar que para llegar al desorden y al vértigo del último Joyce hay que haber empezado por la transparencia de Dublineses, hay que haber llegado a no poder escribir de otro modo. La forma no es más que eso: el último límite de un artista, su imposibilidad de ir más lejos. Puede que algún lector se pregunte qué tiene que hacer esta declaración de principios estéticos en un libro de cuentos. Cierto; yo también me lo pregunto. Mi propósito era, en su origen, mucho menos espectacular. Sencillamente quería explicar lo que ya he dicho sobre Los mundos reales y develar algunos secretos privados. Por ejemplo, este libro se llama Las panteras y el templo por error. La frase de la que tomé el título es de Kafka (Aforismos sobre el pecado), y, en las dos traducciones que poseo, no dice panteras sino leopardos. Ignoro si alguna vez leí otra versión, o si sencillamente mi memoria mezcló los nombres de dos animales que fundamentalmente son el mismo —ya que la pantera no es sino un leopardo negro—, pero sé que desde los veinte años no puedo dejar de imaginarme a esas nocturnas joyas de Dios bebiéndose el vino de los cántaros: no consigo ver leopardos. Soy incapaz, lo confieso, de renunciar a la palabra pantera: tenía diez años cuando leí El libro de las Tierras Vírgenes, de Kipling; nunca amé a otro animal de la realidad o la ficción como a Baghera, la pantera negra. Cambiar el título de mi libro por un mero escrúpulo textual me parece una infidelidad mucho mayor que citar mal a Kafka.
La cita de Gógol que abre el volumen no me pertenece. No quiero decir que le pertenece a Gógol, sino que la tomé de un libro de Félix Grande. «Noche para el negro Griffiths» puede leerse como una discusión o una deuda. La primera versión de mi cuento es de 1959, pero lo terminé mucho después de haber leído «El perseguidor». La tradición asegura que el plagio es la forma más sincera de la admiración: lo mismo vale para algunos desacuerdos. La trompeta, el hot, el barrio porteño de Barracas, opuestos al saxo, al bebop, al París de Cortázar, son polos de una velada discusión estética y momentos de mi deuda con un cuentista admirable[4]. «Crear una pequeña flor es trabajo de siglos», su título, es uno de los versículos de los Proverbios del Infierno, de Blake; en cuanto al relato en sí mismo, ningún lector argentino dejará de notar que la primera frase («Soy un escritor fracasado») alude deliberadamente a uno de los cuentos más atroces de Roberto Arlt. Al escribir «Crear una pequeña flor…», no pretendí mejorar una historia que juzgo inmejorable, pero tampoco escribir la misma historia. Cuando leí «Escritor fracasado», tuve una intriga: ¿cómo se comportaba ese hombre fuera de la literatura?, ¿qué le pasaba, por ejemplo, con una mujer? La única manera de averiguarlo era escribir yo mismo el cuento. Más de un crítico ha confundido al personaje de Arlt con el hombre que lo inventó: no pierdo las esperanzas de que me pase lo mismo. No me importa. Por otra parte hablo allí explícitamente de mi generación y hasta de mí, sólo que digo despreciar más de una cosa que amo. De cualquier modo, hay malentendidos inevitables: siempre existirá un crítico convencido de que Tolstoi era un caballo llamado Midelienzo y Kafka el mono que redactó Informe para una academia. Escribiendo aprendí por lo menos dos cosas. La elemental decencia de no negar mis fuentes, y otra, que pareciera ser su revés exacto: el no creer demasiado en la paternidad literaria de ciertos temas o ideas. El horror de mis cuentos no viene de Alemania, escribió Poe, viene de mi alma. Más o menos pienso lo mismo de la literatura en general. Explico las dos cosas de otro modo: a un escritor colombiano le pareció deslumbrante, en «Crear una pequeña flor…», la idea de que a la realidad le gusten las simetrías. Es deslumbrante, lo reconozco. Es de Borges.
1976
A. C.