Como perfecto, era perfecto. Yo no tengo la culpa si la filosofía es un bumerang que acaba desnucando a sus fieles y esa vieja cretina se enamoró de mí, o si un estólido inspector de Policía, partiendo de un error, se cae sentado sobre la verdad. Es para morirse de risa. Y si las cosas estuvieran para chistes, me reiría hasta reventar. Qué vieja mal nacida, realmente. Y pensar que antes del planchazo yo no la odiaba, al contrario, hasta le había tomado una especie de cariño.
Vea, Castillo, yo no soy peor ni mejor que el resto de los seres humanos. Estoy empleado en la Biblioteca Mariano Boedo, no me emborracho, vivo en una pensión, soy honrado. O era honrado. Porque para ser absolutamente honrado es imprescindible ser pobre, y ahora ya no soy pobre. No vaya a creer que maté a la vieja por plata, no. El mío era un crimen puro, la plata vino sola. Y entonces comprendí que Dios me castigaba. Porque a nadie le pagan por algo que está bien hecho. Tío Obdulio decía: «Desconfiá hasta de los que se sacan la lotería, los ciudadanos honestos ni siquiera ganan en las rifas; por otra parte, tampoco las compran». Y agregaba: «Y si a pesar de ser honestos pudieran sacarse la lotería, a la semana dejarían de serlo». No sé si está mal que yo lo diga, pero tío Obdulio era un tipo extraordinario, un pensador. Yo no. Ya le he dicho, yo soy igual a casi todo el mundo, y hasta poseo una cualidad ordinaria y esencialmente humana que, bien aplicada, es la que hace avanzar a las civilizaciones: pienso poco. Pero cuando una idea se me mete entre ceja y ceja, no paró hasta verla realizada.
Y una tarde se me ocurrió matar a la vieja. Pero, no. Antes se me ocurrió algo más abstracto, más (digamos) metafísico. Cometer el crimen perfecto. En esto también me parezco a todo el mundo.
Porque es cierto, yo quisiera saber quién, y no hablo de pistoleros profesionales, maridos adúlteros o herederos impacientes, sino de tipos comunes, buenos padres, filatelistas de puntual intestino, viejitos que tocan el violoncello en la Filarmónica Municipal, quién no ha soñado alguna vez su crimen perfecto. No es necesario ser un afligido lector de novelas policiales (yo no lo soy, yo he leído a Epicteto en mi mesita de la Biblioteca Mariano Boedo, he leído a Pascal), matar con impunidad, simplemente se piensa. En general, la gente piensa muchas más cosas de las que se atreve a realizar, e infinitas más de las que acepta confesarse. Sin ir más lejos, mi portera. Es una gorda buenaza, demócrata, viuda, tiene un San Cayetano con una espiguita de trigo envuelta en celofán, clavado con una chinche en su puerta. Y, sin embargo (lo escribo no para calumniarla, sino por estar estrechamente vinculado con mi tragedia), escucha los informativos de las radios uruguayas, lee, con fervor, las noticias policiales de Crónica. No quiero postular con esto que el género humano sea inapelablemente sádico, pero me atrevería a afirmar que posee un substratum demoníaco, un sedimento maligno que, en condiciones favorables, da por resultado actividades como el fascismo, la Sociedad de Beneficencia o los gobiernos.
Lo que quiero decir es que, en mí, lo humano tomó formas de asesinato. La portera tuvo mucho que ver con esto. Sin proponérselo, me sugirió la idea.
Un jueves, alrededor de las ocho de la noche, hora en que sé volver de la Biblioteca (me acuerdo de que fue un jueves, porque los jueves cortan la luz en Boedo de las siete a las ocho), la viuda me para en portería. ¿Se enteró?, me dice, apuntándome la barriga con la 5.ta edición de Crónica. Y ahí no más me relata todos los detalles de un descuartizamiento espectacular.
El misterio aparente del asunto me fascinó. Durante esa semana, la viuda y yo seguimos con toda perversidad la espantosa relación del periodista. Una noche, al pasar por la portería y preguntarle qué tal andaba la cosa, ella, más bien abatida, me contestó:
—Agarraron al asesino: declaró. Lo habrán torturado.
—Claro —dije—. Pero ¿cómo lo descubrieron?
—Era un primo, tenía una carta del descuartizado en una lata.
No quise oír más. Era lógico. Todos los crímenes se descubren por lo mismo: el nexo. Mientras subía la escalera escuché la voz de la viuda, juro que apesadumbrada.
—Al final, siempre caen.
Ya en mi pieza comencé a meditar en las últimas palabras de la portera. Mejor dicho, comencé a meditar cuando al ir a buscar un martillo debajo del ropero (ahora no recuerdo para qué quería el martillo ni por qué estaba debajo del ropero) encontré la llave. Era una llave antigua, herrumbrada. Tal vez fue una premonición; el hecho es que empecé a pensar.
Pensaba que, en general, lo que entendemos por crímenes perfectos son asesinatos complicadísimos, raros, intelectuales. Es notable que la sagacidad del asesino sea superada en todos los casos por la mediocre inteligencia policial (tío Obdulio afirmaba que ningún policía puede ser inteligente, ya que los hombres inteligentes no entran en la Policía), y yo atribuía esta eficacia al número de vigilantes, a la dactiloscopia, a las torturas y al método. Pero descubrí que había algo más importante. El nexo. Era elemental, pero todos los descubrimientos son elementales.
Si uno pudiese imaginar un asesino sin relación alguna con la víctima, habría imaginado el crimen perfecto. Por otra parte, yo conozco crímenes insolubles. En general son oscuros, brutales, no tienen ningún ingrediente bello en su factura atropellada; asesinatos guarangos, puñaladas a la marchanta que se olvidan al cabo de los años, linyeras mutilados junto a una vía o en un zanjón. No es lo mismo, ya sé, pero sirve para no tomarse muy en serio la infalibilidad de la Justicia.
He hablado de la llave; ahora voy a decir por qué.
La casa en que vivo, la pensión en que viví hasta anoche, no fue proyectada precisamente por Le Corbusier. Tiene dos pisos; en cada piso, tres alas. En cada ala, hay dos departamentos. O mejor, un solo y gran departamento de dos piezas que el dueño alquila por separado y que se comunican entre sí por una puerta. Esto ocurre en muchas pensiones. En todos los casos, contra la puerta divisoria se apoya un mueble (un ropero inevitable), y, en todos los casos, la llave de esa puerta se ha perdido.
Yo encontré esa llave. Y la guardé, porque sí. No podía saber que iba a desempeñar un rol importantísimo en mi vida. No podía saberlo porque la vieja todavía no vivía en la pieza de al lado.
Ella llegó hace apenas tres meses. Era una mujer encantadora, chiquita, muy simpática y más bien estrafalaria. Tenía (lo sé por Crónica) setenta y tres años. Usaba diminutos sombreros con florcitas. Su aspecto era, exactamente, el de una vieja señorita humilde y digna y algo mamarracho. Desde su llegada, y durante los tres meses que precedieron al planchazo, fuimos los mejores amigos del mundo.
Para esa época, Castillo, yo ya había decidido cometer un crimen. Sólo me hacía falta algo que consideraba y aún considero secundario: la víctima. Al principio calculé que cualquier desconocido, cualquier solitario Trasnochador que recorriera cualquier arbolado barrio de Buenos Aires, podía servirme. Lo principal era que yo no tuviese ningún motivo para matarlo. La cosa era cometer un asesinato tan absurdo como para ser igualmente sospechoso que el resto de los cuatro mil millones de habitantes del planeta.
Una sola idea me repugnaba: no conocer, apriori, al finado. Confieso que me complacía bastante imaginar la sorpresa póstuma del desprevenido compatriota al que le preguntaría, supongamos:
—Perdón, ¿usted no es el cuñado del martillero Pascuzzo?
—No, don. Está confundido.
—No importa, es lo mismo.
Sorpresa, digo, o histeria. O quizá locura. Porque no es insensato suponer que un hombre, en tales circunstancias, antes de morir se vuelve loco.
Ya he dicho, sin embargo, que esto no resultaba de mi gusto. (La ética puede valerse de lo casual; desconocer totalmente al muerto, implica un riesgo: que el hombre, de algún modo, merezca ser asesinado). Pensé también pegarle un tiro al dueño de la pensión, siempre he sido algo romántico; pero el nexo era demasiado explícito. Los diez o doce desdichados que ocupamos el feudo de este miserable gallego teníamos excelentes razones para hacer lo mismo. Y yo no podía limitar a un número tan ridículo el número de sospechosos. Por otra parte, acaso la más importante, ajusticiar al gallego —una especie de Carlos el Hechizado reducido por los jíbaros— hubiera sido un asesinato útil a la humanidad, incómodo moralismo que complica al crimen con la caridad cristiana, lo contamina. Y yo he leído a Flaubert, Castillo. Yo soy partidario de la santa inutilidad de la belleza.
Entonces llegó la vieja.
Nuestro primer encuentro, naturalmente, se produjo en la escalera. Ella, al verme, quedó como petrificada de asombro. Oh, dijo.
La miré perplejo y la mujer se explicó: yo me parecía tanto a alguien. Después supe que le recordaba a un remoto y único amor de hacía cuarenta años.
Sí, ya sé. Mentes más tenebrosas que la mía estarán sospechando que la vieja era mi anciana madre, que yo me volví loco después del matricidio. No. Lo siento en el alma, pero no fue así. El parecido, como todo lo demás, para mi desdicha, resultó pura contingencia, una casualidad, o como quiera que se llame esta especie de martillo de Dios que cayó sobre mi cabeza. Como comentario al margen, diré que siempre he ejercido una rara atracción sobre las viejas señoritas. Algo en mi cara les despierta vagas nostalgias maternales. Y a lo mejor nomás la vieja se enamoró de mí; tal vez, tuvo la culpa el parecido. No sé.
En fin, confieso que desde la primera semana pensé en matarla. Era una víctima perfecta. Estando, como estaba, tan a mano, me eximía de una nocturna recorrida suburbana, siempre siniestra y peligrosa. Y lo que era mejor: yo, relativamente, la conocía. Quiero decir que sus hábitos, las chucherías con que a veces se adornaba en mi homenaje —unas piedras de color tan desmesuradas que no podían tener más valor que esos vidrios a los que el vulgo llama culo de sifón—, su misma dignidad, me demostraban de lejos que no tenía dónde caerse muerta (es una metáfora), y descartaban toda posibilidad de que yo, conociéndola, la matase para robarle. En definitiva: no tenía motivos.
Pero atención. Esto no era suficiente. Yo debía actuar como si los tuviera, fingir un asesino plausible: eliminar toda posibilidad en mi contra. Porque algo se presentaba muy claro a mi espíritu: si ninguno de los habitantes del planeta tenía razones para matarla, también se sigue que cualquiera pudo haberlo hecho. Y no era cosa que ese cualquiera fuese yo.
Por lo general, los pistoleros —o su consecuencia deplorable, los novelistas policiales— se devanan los sesos tratando de prever, con maniática minuciosidad, todos los problemas que acarrea un buen homicidio. Yo también lo hice. Pensaba, por ejemplo, de qué manera entrar en el cuarto de la viejita, asesinarla, y, a pesar del previsible zafarrancho, salir y hacer de cuenta que jamás estuve allí. ¿Por la mañana? Imposible. Nada en el mundo, ni el crimen, es capaz de sacarme de la cama antes del mediodía. ¿Por la tarde? Inverosímil. Hubiera tenido que faltar a la Biblioteca (justamente el día que se comete un asesinato en mi casa), o retirarme antes de hora, pero a menos que regresara por el baldío del fondo y trepara, en plena siesta, por la ventana, nunca escaparía a la estricta vigilancia de la modista o de la viuda, apostada una tras la persiana de su pieza, y, la otra, tejiendo en portería o conversando con el frutero en la puerta de calle. ¿Matarla de noche? Parecía más razonable, pero cómo evitar la suspicacia de un polizonte que preguntara con ferocidad:
—Entre la una y las dos de la madrugada, ¿no oyó ningún ruido sospechoso en su piso?
Entonces recordé una frase histórica. En mitad de la noche, como una revelación, me vino a la memoria: «Ni un minuto antes, ni un minuto después»[3]. Entiendo, sí, más de uno podrá preguntarse por qué evoco justamente un gobierno de facto, habiendo presidentes constitucionales que han dicho cosas mucho más bonitas o incluso sospecharán que recibo instrucciones, Dios sabe de dónde, para deslizar alegorías castrenses complicándolas con meros homicidios vecinales. Pero ¿qué puedo hacer si lo pensé? Siempre me ha asombrado, dicho sea al pasar, la velocidad con que en nuestras democracias occidentales se relaciona a Moscú con todo. «Ni un minuto antes, ni un minuto después» significaba: en el momento exacto. O, lo que para mí era lo mismo, en cualquier momento. Soy autodidacto, Castillo: tengo mis lagunas, pero también tengo mis lecturas. Heidegger (y antes Shakespeare, en Macbeth, y antes los filósofos presocráticos, sin mencionar lo que opina Dios sobre este tópico), Heidegger sostuvo que hay que estar preparado para morir así, de golpe.
Bueno, si este consejo es aplicable a la propia muerte, ¿por qué no aplicarlo a la de los demás? Ése fue mi segundo descubrimiento. Y esperé. El azar se encargaría de calcular por mí.
El jueves 21 tronaba espantosamente. Salí de la Biblioteca a las siete de la tarde, como de costumbre. Los jueves, ya lo he dicho, cortan la luz en la zona que corresponde a Boedo, por eso me demoré en el Café de los Japoneses hasta las ocho. Cinco minutos después, vestida de riguroso luto y cubierta con un abominable capelo, la portera, llorosa y trémula, me detuvo en la puerta de la pensión.
Inmediatamente me enteré de que había acabado de morir no sé cuál concuñada de Lanús, que Dora la modista se había ido aquella mañana a Berazategui y que, por eso, me estaba esperando para que yo la acompañara al velorio. Soy tímido, no sé negarme. Dije:
—Espéreme un minuto; subo a buscar el impermeable y vamos.
En mitad de la escalera me quedé tieso. «Espéreme un minuto». ¡Un minuto! Y entonces tuve la repentina inspiración que precede a las obras del genio. Me dije: es ahora. Y enfilé directamente hacia el cuarto de la vieja.
—Buenas noches, hijo.
—Buenas noches, doña Eulalia. ¿Puedo pasar?
Creo que le pedí una aspirina. Ella, antes de ir a buscármela, ocultó con cierto apremio unas ropas con puntillas que estaba planchando. Es curioso, yo nunca había pensado que las viejitas usaran ropa interior; quiero decir, me las imaginaba con especies de grandes calzoncillos, no sé, y de cualquier modo no hace a la cuestión. Ella sonrió. Me dio la espalda y se puso a hurguetear en una cajita. Yo levanté la plancha.
Pero de inmediato volví a dejarla en su sitio: se me había ocurrido una idea desagradable.
—¿Sabe lo del velorio? —pregunté.
—No —dijo—. Qué velorio.
—Quiero decir, si esta tarde habló para algo con la portera. O con alguien —mi voz debió de ser rara, porque ella se dio vuelta y me miró.
—No, con nadie. Pero a usted le brillan los ojos, hijo, usted lo que tiene es fiebre.
No recuerdo qué dije. Lo único que me faltaba averiguar ya estaba. Nadie podría jurar que la vieja no había muerto, por ejemplo, una hora antes de mi subida. Porque hubiera sido desastroso, pongamos, que la viuda comentara: «Pero, si un momentito antes de salir yo estuve con ella». Entonces dije oía, y me tapé la boca con la punta de los dedos:
—Fíjese, vea lo que tiene esta plancha.
La vieja bajó la cabeza.
Con su Yale cerré la puerta por fuera y entré en mi pieza. La viuda y su sombrero me esperaban al pie de la escalera. Yo bajaba con el impermeable puesto. Habrían pasado tres minutos.
En seguida, empezó a llover.
Esa madrugada, al regresar, yo estaba triste. Recuerdo haber llorado mucho en el velorio de la concuñada de Lanús; recuerdo que alguien preguntó:
—¿Pariente de la finadita? Le dijeron que no.
—Debe ser un muchacho impresionable.
Ya en mi cuarto, corrí el ropero con todo sigilo. Estaba mirando la antigua cerradura cuando se me paralizó el corazón: yo nunca había probado si la llave era realmente de esa puerta. Pero no agreguemos falsos suspensos; la llave funcionaba perfectamente. De modo que abrí. Es claro que yo no podía entrar por la puerta del pasillo, pues, al salir, me hubiese vuelto a quedar con la Yale de la vieja. Y lo que yo quería era un asesino que entrara y saliera por la ventana. Otra de las cosas que quería era que el canalla hubiese estado mucho tiempo allí.
Comencé a revolver cajones. Guardaba en los bolsillos todas aquellas pavadas que pudieran tener algún valor, el antedicho collar de grandes piedras, unos pesos, un relojito dorado. En el más absoluto silencio, desparramé por todas partes sillas, misales, sombreritos. Quizá tardé horas. Consideré de bastante buen efecto aquel desbarajuste y recordé a tío Obdulio. «El artista», decía, «crea con el atropellado corazón de Dionisos, pero su cabeza corrige con la serena frialdad de Apolo». Perfeccioné algún detalle. El cuarto quedó como si hubiese galopado dentro la sombra de Gengis Kan.
Dejé la Yale en el tambor de la puerta, abrí la ventana y, no sin echar una última mirada de conmiseración al cadáver, volví a mi habitación. Había puesto en su lugar el ropero, cuando casi grito.
El reloj eléctrico.
También dormitaba Homero, qué verdad. Con el envión del planchazo, no sólo se habría desenchufado la plancha sino el triple con todo lo que tuviese conectado. Y, lógicamente, el reloj estaría detenido a la hora exacta del crimen. Volví y lo atrasé cuarenta minutos, hora en que por lo menos diez japoneses podrían jurar sobre el Evangelio de Budha que yo estaba tomando un express.
Por fin en mi pieza, cerré con llave la puerta intermedia, corrí el ropero, me acosté y comencé a soñar que Edgar Poe me hacía un sitio en el Hall of Fame.
A la mañana siguiente tiré el collar en la trituradora de una obra en construcción. El relojito dorado y la llave se hundieron fétidamente en la prestigiosa asquerosidad del Riachuelo.
¿Debo contar el espectáculo que presencié esa noche, cuando volví a la pensión? La viuda gemía perseguida por la Muerte, gritaba que ayer su comadre, que hoy doña Eulalia, se preguntaba qué sería de nosotros. La modista, sutilmente, proponía a unas peripuestas amistades de la extinta no sé qué precios módicos para vestidos de luto. Y entonces reparé en que eran demasiadas amistades. Y demasiado peripuestas.
BÁRBARO ASESINATO DE UNA
MULTIMILLONARIA EXCÉNTRICA
Ése era el título que, en tipografía de catástrofe, traía Crónica en su 5.ta edición. Estaba leyendo que el asesino había sustraído un collar valuado en ochenta y cinco millones, cuando me desmayé.
Un hombre muy feo, de nariz chata y descomunales y pesadísimos puños, eso, fue lo primero que vi al despertar. Pero lo de los puños es una experiencia posterior. El simio se presentó:
—Soy el inspector Debussy.
—Tanto gusto.
—Anoche usted subió a buscar un piloto a las ocho y cinco, más o menos, verdad.
—Verdad.
—¿No oyó ningún ruido extraño en el cuarto de al lado?
—No.
—¿No?
—No.
—Curioso. Porque justamente a las ocho y cinco estaban matando escandalosamente a su vecina.
Era demasiado. Una trituradora había pulverizado ochenta y cinco millones de pesos y un policía, con unos puños que amenazaban pulverizarme a mí, demostraba, a pesar de tío Obdulio, ser inteligente. Él agregó:
—El asesino pensó despistarnos atrasando el reloj. Je, je. Pero el asesino —Debussy recalcaba esta palabra y me miraba con brillantes ojitos maniáticos— olvidó un detalle.
—No me diga.
—Le digo. Olvidó que el reloj eléctrico no podía estar parado a las siete y veinticinco.
—¿No?
Puse mi cara más imbécil, pero el antropoide tenía razón.
—No. Porque a esa hora la luz estaba cortada. Así que el crimen no pudo ocurrir sino después de las ocho, o antes de las siete. Pero, de cinco a siete, el equipo infantil los Tigres de Boedo estuvo practicando fútbol en el campito del fondo. Edad promedio, ocho años. Interrogamos a todo el equipo, nadie la mató. Por otra parte, a las siete menos cuarto, uno de los Tigres desvió un fuerte shot, el esférico entró por la ventana de la víctima, y ella le devolvió la pelota de goma al golquiper Pancita Belpoliti, aunque amenazándolo con una percha, gesto que demuestra cierra ambigüedad de carácter pero que no puede realizarse desde el Reino de las Sombras, si me permite el tropos. Murió a las ocho y cinco, y basta. Ya había corriente: la mujer estaba por planchar o planchando, y nadie hace caminar una plancha eléctrica sin corriente. Je, je.
—Pero ¿y por qué tenía que ser a las ocho y cinco, y no a las ocho y diez, o y cuarto? —dije yo—. ¿Eh? Por qué, vamos a ver.
—Porque si hubiera sido después de las ocho y cinco, el asesino nunca habría podido entrar por la ventana, como parecen demostrarlo los hechos.
—No lo sigo —dije, con una especie de pavor premonitorio.
—A las ocho y diez empezó a llover. Si la mujer hubiera estado viva después de las ocho y cinco, ¿no habría cerrado la ventana? Sin embargo, no la cerró. No podía cerrarla. Los muertos no andan por ahí, cerrando ventanas.
Fantástico: el protohombre había deducido matemáticamente la hora exacta partiendo de un hecho que nunca ocurrió, porque nadie había entrado jamás por esa ventana. Casi se lo digo.
—¿Y entonces? —pregunté.
Se inclinó hacia mí con una mano sobre el corazón.
—Ah, no sé —confesó, bajando la voz—. La verdad, no entiendo nada.
Tío Obdulio tenía razón. El hombre (es un decir) no se explicaba la ausencia de ruidos, pero mucho menos podía explicarse que, si yo había asesinado a la vieja cuando subí a buscar el piloto, hubiese podido entrar y salir por dos ventanas, caminar ida y vuelta por una cornisa, hacer todo ese escándalo de muebles volcados y sillas por el piso, y volver a bajar con el impermeable puesto, todo en menos de cinco minutos.
Dije con lógica:
—Lo del reloj demuestra que el asesino no es del barrio. De lo contrario, sabría que los jueves cortan la luz hasta las ocho.
El entierro fue imponente: daba gusto. Ahora, al saber que la vieja había sido multimillonaria, no tenía tantos remordimientos. Sin embargo, la sola evocación del collar me hacía sentir enfermo.
Tal vez fue por eso que el martes pasado, cuando la portera me dijo un viscoso buenas tardes, señor, en vez del cotidiano cómo va eso, don Cacho, no sospeché nada. Y tal vez por eso, cuando agregó lo que agregó, volví a desmayarme.
Al despertar, esta vez en el Departamento de Policía, el inspector estaba repitiendo, pero en otro tono, las fatídicas palabras de mi portera.
—Así que multimillonario, ¿no? Heredero universal, ¿no? Lo felicito, mi amigo. Me imagino que ya lo sabía, je, je.
Dije que sí y de pronto me sentí mortalmente cansado. Ya lo sabía.
—Lógico que lo sabía —con dificultad silbó entre dientes, de una manera que debía parecerle muy astuta pero que le daba un aire horrible, parecía el chimpancé del circo en la prueba más difícil de la noche—. Por eso la mató.
Yo me callé. Sí, comprendo: pude responder que no, que al decir «ya lo sabía» sólo quise significar que esta misma tarde acababa de enterarme. Pero, para qué. Cómo luchar contra gente que descubre a un criminal y acierta la hora exacta de un asesinato en virtud de un testamento que no tiene ninguna vinculación con el crimen, y de una ventana por la que no entró nadie. Por otra parte, de inmediato comenzaron a funcionar los sobrenaturales puños del investigador. Y confesé. Quede constancia escrita de que fui torturado.
Lo merezco: ahora soy rico. Y tanta razón tenía tío Obdulio acerca de la deshonestidad de los pudientes que estoy a punto de poner un abogado que proteste por apremios ilegales, pruebe que yo ignoraba lo del testamento, soborne a alguien, y alegue locura temporaria y todo eso.