Capítulo 4

Preston no comprendía nada. Allí estaba Delta, la persona más sensata que conocía, charlando y abrazándose con esa loca como si fueran viejas amigas. Compartiendo whisky y risas y agarrándose de las manos como solían hacer las mujeres.

Durante más de una hora estuvieron cotorreando animadamente.

Cybil hablaba y gesticulaba con las manos mientras Delta soltaba una carcajada tras otra o meneaba la cabeza con incredulidad.

—Mira a esas dos, André —le dijo Preston al pianista.

André dejó de tocar para encenderse un cigarrillo.

—Parecen dos gallinas. Esa chica es muy guapa, amigo. Tiene chispa.

—A mí no me gusta la chispa —farfulló Preston. Se le habían quitado las ganas de tocar, así que guardó el saxo en su funda—. Hasta la próxima.

—Aquí estaré.

Pensó en marcharse sin más, pero le daba rabia ver a su amiga tan a gusto con esa lunática. Además, al menos sería una satisfacción que su entrometida vecina se sintiera descubierta. Pero al acercarse a la mesa, ella se limitó a levantar la mirada hacia él y sonreír.

—Hola —dijo con total normalidad—. ¿No vas a tocar más? Es una música maravillosa.

—Me has seguido.

—Lo sé. No está bien, pero la verdad es que me alegro mucho de haberlo hecho. Me ha encantado la música y si no hubiera venido, no habría conocido a Delta.

—No vuelvas a hacerlo —espetó él antes de dirigirse hacia la puerta.

—Se ha enfadado —comentó Delta riéndose—. Tiene esa mirada que le hiela los huesos a una.

—Debería disculparme —dijo Cybil al tiempo que se ponía en pie—. No quiero que se enfade contigo.

—¿Conmigo? Pero…

—Enseguida vuelvo —le dio un beso en la mejilla a Delta y fue corriendo tras él—. No te preocupes, te prometo que lo arreglaré.

Delta se quedó allí mirándola, sorprendida.

—Pequeña, no sabes en lo que te está metiendo —dijo sonriendo—. Claro que tampoco lo sabe labios de azúcar.

En la calle, Cybil llamó a gritos a su vecino mientras se lamentaba de no haberle preguntado a Delta cómo se llamaba.

Cuando por fin lo alcanzó, lo agarró por el brazo.

—Lo siento. Es todo culpa mía.

—¿Quién ha dicho que no lo sea?

—No debería haberte seguido. Fue un impulso y me cuesta mucho no dejarme llevar por los impulsos. Estaba muy enfadada con ese idiota de Frank y… bueno, eso no importa. Sólo quería… ¿podrías caminar un poco más despacio?

—No.

—Está bien. Comprendo que quieras que me atropelle un camión, pero no tienes por qué enfadarte con Delta. Nos pusimos a hablar y de pronto hemos descubierto que su madre trabajó para mi abuela. Conoce a mis padres y a muchos de mis primos…

Por fin se detuvo y la miró.

—De todos los antros de la ciudad —murmuró de un modo que la hizo reír.

—He tenido que seguirte hasta ese y hacerme amiga de tu novia. Lo siento.

—¿Mi novia?

Cybil comprobó con enorme sorpresa que era capaz de reír, un sonido que la hizo derretir.

—¿A ti te parece que Delta puede ser la novia de nadie? Dios, ¿de qué planeta eres?

—Es una manera de hablar. No me atrevía a llamarla tu amante.

Siguió mirándola con una cálida expresión en los ojos.

—Es muy halagador, pero da la casualidad de que el tipo con el que estaba tocando es su marido y mi amigo.

—¿El tipo flaco que toca el piano? ¿De verdad? —Cybil consideró la idea un segundo y le resultó increíblemente romántica—. Es genial.

Preston meneó la cabeza y siguió caminando.

—Lo que quiero decir es que —continuó diciendo Cybil andando junto a él—… estoy segura de que Delta se acercó para asegurarse de que no iba a acosarte ni nada parecido, pero entonces una cosa llevó a la otra y acabamos charlando. No quiero que te enfades con ella.

—No estoy enfadado con ella, sólo contigo. Lo que has hecho es demasiado.

—Lo siento mucho, pero no te preocupes que enseguida te dejo en paz porque está claro que eso es lo que quieres.

Levantó bien la cabeza y se dio media vuelta para cruzar la calle y caminar en dirección opuesta al edificio en el que vivían.

Preston se quedó mirándola unos segundos, después se encogió de hombros y continuó su camino, diciéndose a sí mismo que se alegraba de haberse librado de ella.

No era cosa suya que se dedicase a pasear sola en mitad de la noche; había sido ella la que había decidido seguirlo.

No iba a preocuparse por ella.

Volvió a darse media vuelta con una maldición en los labios. Sólo iba a asegurarse de que llegaba a casa sana y salva, nada más. No quería sentirse responsable si le pasaba algo. Después se olvidaría de ella para siempre.

Estaba todavía a media manzana de ella cuando ocurrió. Un hombre salió de entre las sombras y la agarró. Ella lanzó un grito ensordecedor. Preston soltó el saxo y echó a correr con los puños apretados, pero se detuvo en seco al ver cómo Cybil se giraba y no sólo conseguía zafarse de su atacante, sino que le daba un rodillazo en la entrepierna con el que lo hizo caer al suelo de bruces.

—¡Sólo tengo diez malditos dólares! ¡Diez dólares, estúpido! —gritaba cuando Preston consiguió reaccionar y llegó a su lado—. Si necesitabas dinero, habérmelo pedido, estúpido.

—¿Estás bien?

—Sí, maldita sea. Esto es culpa tuya. No le habría pegado tan fuerte si no hubiese estado enfadada contigo.

Preston se fijó en que se estaba mirando los nudillos y le agarró la mano.

—Mueve los dedos.

—Déjame en paz.

—Vamos, mueve los dedos.

—¡Oye! —dijo una mujer desde una ventana—. ¿Quieres que llame a la policía?

—Sí —respondió Cybil mientras hacía lo que Preston le pedía—. Sí, por favor. Gracias —añadió con algo más de suavidad.

—Menuda damisela indefensa —farfulló Preston—. No tienes nada roto, pero deberían hacerte una radiografía.

—Muchas gracias, doctor —retiró la mano bruscamente—. Ya puedes irte, estoy perfectamente.

El atacante empezó a moverse en el suelo y Preston le puso el pie en el pecho.

—Creo que mejor me quedo un rato. ¿Por qué no me traes el saxo? Lo he tirado al suelo porque aún creía que el lobo feroz se comería a Caperucita.

Cybil estuvo a punto de decirle que si quería su saxo, fuera por él, pero entonces pensó que si tenía que volver a pegar al atacante, se haría daño en la mano. Así pues, comenzó a caminar con toda la dignidad que pudo, recogió el saxo y volvió con él.

—Gracias —le dijo ella.

—¿Por qué?

—Por intentar ayudarme.

—No hay de qué —respondió Preston.

Se retiró en cuanto llegó el coche patrulla y, al ver lo bien que se explicaba Cybil, albergó la esperanza de poder escabullirse sin más, pero justo en ese momento se dirigió a él uno de los agentes.

—¿Ha visto usted lo ocurrido?

Preston suspiró con resignación.

—Sí.