Daniel decidió que había llegado el momento de tener una pequeña conversación con el joven Preston McQuinn. No fue difícil hacerlo acudir a su despacho mientras Cybil estaba ocupada con Anna en otra parte de la casa y Matthew… bueno, Matthew estaría en algún lugar buscando inspiración para uno de sus juguetes.
Las esculturas de su nieto siempre despertaban en Daniel desconcierto y orgullo.
—Siéntate, muchacho —le dijo mientras sacaba de la estantería una copia de Guerra y paz en cuyo interior guardaba un magnífico puro—. ¿Quieres uno?
Preston levantó una ceja con sorpresa.
—No, gracias. Interesante literatura.
—A Anna no le gusta que fume —admitió mientras ponía en marcha un pequeño ventilador que solía tener en el cajón del escritorio—. Pero con los años su sentido del olfato no ha hecho más que agudizarse.
—¿Y si entrase en este momento?
—Querido McQuinn, no se puede vivir siempre preocupado por lo que puede pasar —pero, por si acaso, acercó un poco más el ventilador—. Me ha dicho un pajarito que en Hollywood están mostrando cierto interés por tu obra.
—Tiene usted muy buen oído para los pájaros.
—No puedo quejarme. Cuéntame, ¿cuánto tiempo tienes pensado quedarte en Nueva York?
—Por lo menos otro mes. Supongo que para entonces habrán acabado las obras en mi casa.
—Una casa magnífica, por lo que tengo entendida, cerca del mar, igual que esta.
—Pero no puede ni compararse con esta maravilla.
—Aún eres joven. Lo importante es que tienes tu propio lugar, un sitio en el que estar tranquilo.
Preston no sabía adónde se dirigía la conversación, por lo que no podía evitar cierta inquietud.
—Es razonable necesitar privacidad —continuó diciendo el viejo MacGregor—. Pero si la soledad y la privacidad se convierten en aislamiento, ya no es tan saludable, ¿no te parece?
—No veo que aquí tengan muchos vecinos cerca —replicó mirando hacia la ventana.
La sonrisa de Daniel se abrió paso entre la barba.
—No, pero eso no quiere decir que estemos aislados. No sé si sabes que Cybil también creció junto al mar, en una casa de la costa de Maine en la que su padre protegía su tranquilidad como un lobo.
—Eso he oído.
—El padre de Cybil es un buen hombre y su madre una gran mujer. Ambos están muy orgullosos de sus hijos.
Completamente perdido, Preston se limitó a darle la razón.
—No lo dudo.
—¿Cómo vas a dudarlo? Lo has visto con tus propios ojos. Cybil es una joven encantadora, con un corazón grande como la luna y cálido como el sol. Tiene una luz especial. ¿No te parece?
—Creo que es una mujer única.
—Desde luego. Es una muchacha incapaz del más mínimo engaño —continuó diciendo—. A menudo deja de lado sus propios sentimientos para preocuparse de los de los demás. Pero eso no quiere decir que se arrastre ante nadie, por sus venas corre sangre escocesa. Si la acorralan, responde con fiereza, pero se hará daño a sí misma antes de hacérselo a otro. Eso me preocupa.
Aunque no estaba oyendo nada que no hubiese comprobado por sí mismo, aquellas palabras hicieron que Preston se sintiese incómodo.
—No creo que deba preocuparse por Cybil.
—Es lógico que un abuelo se preocupe por los suyos. Cybil quiere un lugar en el que depositar todo el amor que lleva dentro. El hombre al que entregue su corazón será muy afortunado.
—Estoy de acuerdo.
—Tú te has fijado en ella, McQuinn. Eso no necesito que me lo diga ningún pajarito.
Había hecho algo más que fijarse, pensó Preston para sí.
—Como bien ha dicho, es una mujer encantadora.
—Y tú eres un soltero de treinta años. ¿Cuáles son tus intenciones?
Vaya, pensó Preston, eso era no andarse con rodeos.
—No tengo ninguna intención en particular.
—Pues ya es hora de que las tengas —espetó dando un puñetazo en la mesa—. No pareces tonto, ni ciego. ¿O sí que lo eres?
—No.
—¿Entonces qué te pasa? Cybil es exactamente lo que necesitas para poner algo de luz en tu vida, para no acabar metido en una cueva como un oso. Y si no creyera que eres lo mejor para ella, no dejaría ni que te acercaras, eso te lo puedo asegurar.
—En realidad fue usted el que me puso cerca de ella, señor MacGregor —y Preston estaba furioso por ello. Se sentía atrapado—. Me puso en la puerta de su casa y me hizo creer que me estaba haciendo un favor.
—Muchacho, te hice el mayor favor de tu vida y deberías darme las gracias por ello, en lugar de mirarme con tanta furia.
—No sé cómo llevará el resto de su familia que se meta en sus vidas, pero lo que sí sé es que yo ni quiero ni necesito que lo haga.
—Si no lo necesitabas —replicó Daniel con la misma furia con la que Preston se había levantado de la silla—, ¿por qué sigues lamentándote por algo que perdiste hace mucho, y que jamás tuviste, en lugar de aprovechar lo que tienes delante de las narices?
—Eso es problema mío —respondió con tremenda frialdad.
—Desde luego que es un problema —replicó Daniel—. Llevo más de noventa años en este mundo y después de mucho observar, veo a la gente tal como es. Y tú, McQuinn, eres o muy joven o muy testarudo para no darte cuenta de que sois perfectos el uno para el otro. Os complementáis.
—Se equivoca.
—¡Ja! Cybil no te habría invitado a venir a esta casa si no estuviera enamorada y tú no habrías aceptado a menos que sintieras ya lo mismo por ella.
Daniel vio con satisfacción cómo Preston se quedaba pálido. Era de esos a los que les daba miedo el amor.
—El amor no tiene nada que ver con lo que hay entre Cybil y yo —consiguió decir a pesar del enorme nudo que se le había formado en el estómago—. Y si le hago daño, que seguramente lo haré —matizó—, parte de la culpa será suya.
Salió de allí dejando a Daniel a solas con su puro. Sin duda le daba rabia que su querida Cybil fuera a sufrir y, sí, en parte sería culpa suya, pero sabía que cuando el testarudo de Preston abriera los ojos la haría muy feliz… ¿Quién sería entonces el responsable de que estuvieran juntos sino Daniel MacGregor?
Se terminó el puro con una sonrisa en los labios.
Cybil lamentaba que la visita a Hyannis hubiera puesto a Preston de mal humor. Un humor que no había cambiado del todo ni siquiera una semana después de volver a Nueva York.
Admitía que era una persona complicada, pero ahora que sabía por lo que había pasado, comprendía que no pudiera ser de otro modo. Un hombre tan sensible y con tanto corazón tardaría un tiempo en volver a confiar en alguien, en volver a sentir.
Cybil esperaría.
No podía evitar que le doliera cada vez que se apartaba de ella demasiado rápido, o cuando se refugiaba en su trabajo, en la música o en los largos paseos que había empezado a dar a las horas más intempestivas. Paseos durante los que le había dejado muy claro que prefería estar solo, que no quería compartirlos con ella.
Trató de convencerse de que el trabajo le estaba dando problemas, aunque ya nunca hablaba de la obra con ella. Suponía que él no la creía capaz de comprender el dolor, la alegría y la frustración de su trabajo o las partes de su ser que acababa acaparando por completo. Eso también le dolía, pero se esforzó en aceptarlo.
Siempre le había resultado más fácil mentirse a sí misma que a los demás.
Por su parte, el cómic había dado un nuevo giro y cada vez le exigía más tiempo y más energía. La reunión que había tenido justo antes de irse a Hyannis había sido muy importante, pero no había hablado a nadie de ella. Ni a su familia, ni a sus amigos, ni a su amante.
Seguramente por superstición no había querido contárselo a nadie para no estropearlo antes de que fuera real.
Ahora ya lo era.
Al salir del taxi que la había dejado frente a su edificio, se llevó la mano al pecho y sintió cómo el corazón latía desbocado. Ahora era real y se moría de ganas de contárselo a todo el mundo.
Quizá diera una fiesta para celebrarlo. Una gran fiesta con música, alegría y mucho ruido.
Tenía que llamar a sus padres, a toda su familia y tenía que encontrar a Jody para gritar juntas. Pero antes debía decírselo a Preston.
Llamó a su puerta con ambas manos. Sabía que estaría trabajando, pero no podía esperar. Seguro que él lo comprendía.
Tenían que celebrarlo juntos, beber champán en mirad de la tarde, emborracharse y hacer el amor como locos.
Cuando por fin abrió la puerta, los ojos de Cybil brillaban como el sol.
—¡Hola! Acabo de volver. No te vas a creer lo que tengo que contarte.
Preston estaba sin afeitar, con el pelo enmarañado y molesto de que, con sólo verla, su mente se alejara del trabajo que tenía entre manos.
—Estoy trabajando, Cybil.
—Lo sé y lo siento, pero si no se lo cuento a alguien, voy a explotar —le tocó el rostro con las manos—. Creo que te vendría bien tomarte un descanso.
—Estoy en medio de algo —comenzó a decir, pero ella ya había pasado hasta el salón.
—Seguro que no has comido nada en todo el día. ¿Quieres que te prepare un sándwich y así…?
—No quiero que me prepares nada —oyó la tensión de su propia voz, pero no se molestó en suavizarla, simplemente se limitó a servirse otro café—. No tengo tiempo, Cybil, quiero seguir trabajando.
—Pero tienes que comer algo —lo oyó subir las escaleras y fue tras él—. Está bien, olvídate del sándwich, tengo que contarte dónde he pasado el día. Dios, McQuinn, esto parece una tumba —se acercó de manera instintiva a abrir las cortinas para que entrara un poco de luz.
—Deja eso. Maldita sea, Cybil.
Se quedó paralizada unos segundos, después bajó la mano muy despacio. Preston estaba ya sentado al ordenador, inmerso en su trabajo y dándole la espalda. No le importaba nada de lo que ella tuviera que contarle.
—Te resulta muy fácil actuar como si no estuviera aquí —murmuró.
A Preston no se le escapó el tono dolido de su voz, pero se negaba a sentirse culpable.
—No es fácil, pero en este momento necesito hacerlo.
—Sí, ya sé que estás trabajando y que no comprendes cómo puedo tener la desfachatez de interrumpirte en tu gran tarea de genio, algo que jamás podría entender.
Levantó la mirada hacia ella con irritación.
—Tú puedes trabajar rodeada de gente, yo no.
—También te resulta muy fácil obviarme aunque no tengas que trabajar.
Se alejó de la mesa y giró la silla hacia ella.
—No estoy de humor para discutir.
—Por supuesto, lo más importante es tu estado de ánimo. Si estás de humor para estar conmigo o para estar solo, para hablar o para estar callado, para tocarme o para alejarte de mí.
Había algo en su voz que desató el pánico dentro de él.
—Si no te gustaba, deberías haberlo dicho.
—Tienes toda la razón del mundo. Te lo digo ahora, Preston, no me gusta que me trates como si fuera una molestia que puedes echar a un lado fácilmente y luego volver a utilizar cuando tengas un momento libre. No me gusta que no te preocupe lo más mínimo si tengo algo que contarte.
—¿Quieres que deje de trabajar para que puedas contarme que has pasado el día de compras y comiendo con alguno de tus amigos?
Cybil abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin llegar a decir nada.
—Lo siento —dijo él, furioso consigo mismo, y se puso en pie—. Estoy llegando al final y ando un poco tenso —se pasó las manos por el pelo, ella seguía sin moverse mirándolo con ojos heridos—. Vamos abajo.
—No, tengo que irme —no quería echarse a llorar delante de él—. Tengo que hacer unas llamadas y me duele mucho la cabeza —dijo llevándose una mano a la sien—. Creo voy a tomarme una aspirina y a echarme un rato.
Sólo dio un paso hacia la escalera antes de que él la agarrara del brazo.
—Cybil…
—No me encuentro bien, Preston. Me voy a casa.
Se soltó de él y bajó las escaleras a toda prisa. Preston cerró los ojos al oír el portazo que dio al salir.
—Estúpido cretino —murmuró apretándose los párpados con los dedos.
Comenzó a dar vueltas por la habitación. Era cierto que se encerraba para trabajar, pero eso no tenía nada de malo, no tenía que justificar sus costumbres ante nadie. Pero tampoco tenía por qué hacerle daño a ella.
Maldita sea. Había irrumpido en su casa en el peor momento posible, cuando las palabras estaban fluyendo de su mente como un manantial. Pero no la había ignorado, ni la había tratado como una molestia. ¿Cómo podría hacer algo así si no conseguía dejar de pensar en ella ni un instante?
Aunque lo cierto era que había intentado deliberadamente no hacerle caso, llevaba haciéndolo desde aquella conversación que había mantenido con Daniel MacGregor.
Porque ese maldito anciano tenía razón.
Se había enamorado de ella.
Tenía la esperanza de que si no pensaba en ello y se esforzaba en arrinconar sus sentimientos, acabarían por desaparecer.
En cuanto a su comportamiento de los últimos días, tendría que hacer algo para compensar a Cybil porque ella no había hecho nada para merecerlo, nada excepto existir, excepto darle todo lo que estaba en su mano. Y él lo había aceptado.
Sabía que no podría seguir trabajando, así que bajó al salón. Consideró la idea de llamar a su puerta y pedirle disculpas, pero enseguida pensó que ahora querría estar sola. Lo mejor era salir a dar un paseo.
No había pensado comprarle flores hasta que vio el quiosco y, en el momento en que tuvo el ramo de tulipanes amarillos en la mano, se sintió mejor.
Siguió caminando sin poder quitarse sus palabras de la cabeza. ¿Cuántas veces la habría dejado de lado, preocupándose tan sólo por sus propios deseos y sin pensar en los de ella? MacGregor también había estado en lo cierto en eso; Cybil siempre ponía los sentimientos de los demás por delante de los suyos propios.
Jamás había conocido a una persona más generosa y más alegre, dos cosas que él había dejado de ser hacía tiempo… excepto cuando estaba con ella.
Había aparecido en su casa con un gesto radiante. Estaba tan acostumbrado a verla contenta, que no se había parado a pensar que pudiera tratarse de algo especial.
Tenía que cambiar su modo de actuar con ella. Podía hacerlo. A partir de ese momento le daría todo lo que ella le había dado a él. Quizá así, cuando llegase el momento de separarse, pudieran hacerlo como amigos.
Al pensar aquello se dio cuenta de que ya no podía imaginar su vida sin ella.
Pasó caminando el resto de la tarde y cuando volvió a casa y llamó a su puerta, el sol ya estaba ocultándose entre los edificios. Se sentía más tranquilo.
—¿Has podido descansar? —le preguntó en cuanto abrió la puerta.
—Sí —se había refugiado en el sueño como un conejo que se escondía en su madriguera para huir del enemigo—. Gracias.
—¿Te apetece compañía? —le dio el ramo de flores y vio la sorpresa reflejada en su rostro.
—Claro… pasa. Son preciosos.
Algo había estado haciendo muy mal si el mero hecho de que le regalara flores lograba sorprenderla tanto.
—Siento mucho lo de antes.
Eso quería decir que le había comprado las flores para disculparse, pensó Cybil, decepcionada de que no lo hubiera hecho simplemente porque sí. Pero se volvió a mirarlo con una sonrisa.
—No importa. Supongo que es lo que pasa por meterse en la cueva del oso.
—Claro que importa y lo siento mucho.
—Está bien.
—¿Está bien? La mayoría de las mujeres me harían ponerme de rodillas.
—Yo no ganaría nada con que te pusieras de rodillas. ¿Has visto qué suerte tienes?
Preston le agarró la mano cuando se disponía a colocar los tulipanes en un jarrón y se la llevó a los labios.
—Sí que tengo suerte, sí —por segunda vez, vio la sorpresa reflejada en sus ojos.
De pronto se dio cuenta de que nunca había mostrado la menor ternura hacia ella. ¿Cómo había podido ser tan estúpido?
—Estaba pensando que, si te encuentras mejor, quizá te apetezca salir a cenar.
—¿A un restaurante?
—Si quieres. Pero si no estás de ánimo, podemos cenar aquí tranquilamente. Lo que prefieras —añadió agarrándole la cara con ambas manos para darle un beso en la frente.
—¿Quién eres y qué haces en el cuerpo de Preston?
Se echó a reír y siguió besándola, en las mejillas, una y otra vez.
—Dime qué quieres, Cybil.
Quería que la acariciara y la mirara como estaba haciéndolo.
—Yo… puedo preparar algo sencillo.
—Si no te apetece salir, yo me encargo de la cena.
—¿Tú? Está bien, voy a llamar a la policía.
Preston la estrechó en sus brazos con fuerza.
—No pretendo cocinar, no sobreviviríamos —le acarició el pelo—. Pediré algo por teléfono.
—Ah, está bien —estaba abrazándola, pensó Cybil, anonadada. La abrazaba sin ánimo de nada más, como si eso le bastara.
—Estás muy tensa —le dijo pasándole las manos por los hombros—. ¿Por qué no subes a darte un baño bien caliente que te relaje? Después puedes ponerte una de esas batas que tanto te gustan y cenaremos tranquilamente.
—Estoy bien. Puedo… —dejó de hablar cuando sintió sus labios rozándole la boca con una suavidad que le aflojó las rodillas.
—Sube —le dijo con una sonrisa cuando ella lo miró, confusa—. Yo me encargo de todo.
—Está bien… El número de la pizzería está junto al teléfono.
—No te preocupes por nada. Sube y relájate. Y tómate todo el tiempo que necesites.
Él también iba a necesitarlo para asegurarse de que todo estaba perfecto cuando ella bajara. Si las flores la habían dejado boquiabierta, no podría articular palabra cuando viera lo que estaba planeando.
Fue al teléfono y marcó el número que figuraba en la memoria junto al nombre de Jody. Después de presentarse le preguntó a la vecina cuál era el restaurante preferido de Cybil.
—No, me refiero a algo más elegante —le dijo cuando Jody le dio el nombre de la cafetería de la esquina—. Algo francés y sofisticado.
Tuvo que sonreír al oír la exclamación de sorpresa al otro lado de la línea. Escribió el nombre del local.
—Supongo que no tendrás el número de teléfono… ¿Sí? Perfecto. A ver si también puedes con esto, ¿cuál es el postre al que Cybil no podría resistirse jamás? Muchas gracias… No, no es nada especial, sólo una cena tranquila. Gracias por tu ayuda.
Volvió a reírse al ver que Jody no dejaba de hacerle preguntas.
—Escucha, los dos sabemos que te lo contará todo mañana por la mañana cuando bajes a tomar café.
Colgó para llamar al restaurante y encargar la cena. Después de eso se puso manos a la obra con los demás preparativos.