Epílogo

Gabriel Coffin y Daniela Vallombroso tomaban un café en minúsculas tazas de bruñido metal en su piso londinense, justo enfrente del Museo Británico, bajo el tragaluz, por encima del Café Forum.

Gabriel cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y dejó en la mesa la taza vacía.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Mucho mejor, gracias. —Daniela suspiró y se arrellanó en la silla—. La traición ha de castigarse. Incluso entre ladrones.

—Sobre todo entre ladrones.

La mirada de Daniela vagó hasta la moderna copia del grabado de Durero Melancolía I, enmarcado en plata en la pared, junto a la mesa a la que estaban sentados.

—Dime, Gabriel. ¿Te gusta el arte abstracto?

—No especialmente.

—Estaba pensando que, gustándote tanto el arte figurativo, parece que tienes tratos con el arte abstracto con frecuencia.

Gabriel hizo girar la taza entre sus dedos.

—Si lo que me estás preguntando es si me gustaría tener un cuadro abstracto en la pared del salón, la respuesta es «no especialmente». Un antiguo profesor me dijo una vez: «Si tuvieses un Mondrian en la cocina, quemarías la sopa».

—¿Qué quería decir?

—La verdad es que no tengo ni idea, pero se me ha quedado grabado y, de algún modo, me parece oportuno. Si no tienes nada verdaderamente profundo que decir, cuela una cita, ¿no?

Daniela se echó a reír.

—Supongo que sí.

—Pero si la pregunta tiene que ver con el trabajo, debo admitir que soy vago por naturaleza, y es muchísimo más fácil falsificar un cuadro en blanco que un Caravaggio.

—Mmm. Ésa es una respuesta simple.

—Las buenas siempre lo son. Sólo pinto Caravaggios cuando no tengo otro remedio, pero puedo hacer Malevichs como churros. Uno hace lo que se le da bien. Para qué ir a contrapelo si se puede evitar.

Vallombroso y Coffin guardaron silencio un instante.

—He estado pensando, Gabriel…

—Malo. Prefiero que mis mujeres sean lo más descerebradas posible. —Sonrió.

—Eso es porque en esa férrea lógica tuya hay fisuras.

Touché. —Coffin tomó las manos de Daniela y miró sus rojas uñas.

—He estado pensando que el conocimiento de la iconografía es peligroso —continuó Daniela—. Te pondré un ejemplo. Tu estudio del lenguaje de los iconos te permite interpretar los cuadros…

—Sí —dijo Coffin—, has asistido a mis conferencias…

—Pero si yo sé que posees esos conocimientos, soy yo quien tiene ventaja.

—¿No se supone que eres la fuerza en este equipo, no el…? ¿Cómo van a ser una debilidad mis conocimientos? El saber es poder. O eso he leído.

—Has dicho que la iconografía es un lenguaje. Es igual que aprender… bueno, no sé… Si sabes que buoti giorno significa«hola» y arrivederci significa «adiós» ya sabes algo que hasta ese momento era un misterio para ti. De ese modo se desentraña y se coloca una pieza del gran rompecabezas, y si te molestas en aprender unos miles de palabras más el puzzle se resuelve, se conoce el idioma…

—Se supone que soy yo el que da las aburridas conferencias, Daniela, no…

Ella levantó un dedo en señal de educada protesta.

—Pero si yo sé que has aprendido que buon giorno significa «hola», puedo decirlo cuando me interese que lo oigas y lo entiendas, o no decirlo.

—No creo que…

—Es como la pintura. Si pinto a un anciano con un reloj de arena, tus conocimientos te inducirían a pensar que el viejo representa el tiempo. Pero ¿y si en realidad fuera un retrato de mi abuelo y el reloj de arena fuese arbitrario? En ese caso tus conocimientos te habrían despistado. Cabe la posibilidad de saber demasiado, o al menos pensar demasiado.

—Bueno, esto… sí. Pero no. —Coffin se echó hacia atrás—. Nada es arbitrario, sobre todo en el arte. Si, como tú dices, pintaste esa obra, pero no pretendías incorporar iconografía, te diría que lo hiciste sin darte cuenta.

—¿Cómo que lo hice sin darme cuenta? Si no incluí un símbolo, no hay símbolo.

—¿Qué diría Freud? ¿O Roland Barthes o cualquier otro teórico del arte? Tanto si era tu intención como si no, los conocimientos culturales, y concretamente los de la historia del arte, han entrado a formar parte de ti con el aire que respiras, han pasado a tus pulmones y saldrán de nuevo en cualquier creación tuya —afirmó Coffin—. Da igual que pretendieras o no que el cuadro hiciera alusión al tiempo: sencillamente será así para cualquiera que tenga cierta cultura. Si alguien suelta una sarta de tonterías, pero da la casualidad de que cada palabra existe, en italiano, por ejemplo, esa persona estará hablando en italiano, tanto si lo pretendía como si no, e incluso si era inconsciente de ello.

—Leí a Barthes y a todos ésos. No había mucho que hacer cuando estaba en… Turín. El autor pierde poder en cuanto su creación se ve expuesta al público. Lo que alguien ve en una obra es correcto para ese alguien. Pero ¿y si yo supiera lo que vas a pensar? Ahí es cuando los conocimientos se pueden volver en contra tuya. Si digo que un hombre vestido todo de negro y con una linterna en la mano va de puntillas por una casa a oscuras de noche, es probable que pienses que es un ladrón. Pero ¿y si el hombre es un cura, se ha ido la luz y la casa es la suya? Tu suposición habría sido incorrecta. ¿Cómo deducir con lógica? La deducción se basa en la inferencia. Tomamos los hechos que tenemos, apelamos a la experiencia que nos proporcionan ejemplos pasados y, combinando los hechos y la experiencia, deducimos que la experiencia pasada se repetirá. El hecho: te digo que en un cuadro hay un anciano con un reloj de arena. La experiencia: has visto muchos cuadros parecidos que hacen referencia al tiempo. La deducción: los cuadros sobre este tema seguirán la tendencia de ejemplos pasados y el nuevo cuadro en cuestión seguirá el canon de los otros que has visto. Pero como yo sé esto de ti, puedo manipular tu forma de pensar.

Coffin permaneció callado un rato.

—¿Por qué sacas esto ahora?

—El caso, Gabriel, es que tú y tus cuadros iconográficos y tus deducciones lógicas, basadas en la observación, son peligrosamente propensos a la manipulación. Y tus propios conocimientos deberían decirte que, tanto si en su momento te planteabas o no la relación, hay un motivo por el cual recurres al número treinta y cuatro. Y eso se podría utilizar para atraparte.

Ninguno de los dos dijo nada durante un instante. Luego ella continuó:

—Me preocupo…

—No deberías.

—Se puede trazar el perfil del que traza el perfil. Ten cuidado. Sólo hay una cosa que, en mi opinión, es segura.

Coffin cruzó los brazos.

—Y ¿cuál es?

—Malevich. Con el Blanco sobre blanco la iconografía se anula. No hay nada salvo arte, nada que deducir, ni hechos, ni experiencia a la que acudir. Es lo que es.

—Pero hasta Malevich reacciona en contra de algo y, al hacerlo, hace referencia a algo. Al principio algunas cosas eran arte; en la posmodernidad todo es arte. El único paso lógico siguiente es que nada será arte. Un lienzo en blanco. Pero incluso eso haría referencia al arte, a Malevich. Y Malevich remitía a algo. Hasta en un cuadro completamente blanco, aunque no tenga precedentes, acecha la historia del arte, oculta a plena vista, ya que en el lienzo no hay nada detrás de lo que esconderse.

Daniela se inclinó para hablar de nuevo, pero Coffin se le adelantó:

—Pero tomo buena nota. ¿Lo dejamos en tablas?

Daniela asintió. Se abrazaron.

—Tengo una última pregunta importante para ti, Dani.

—¿Sí?

—¿Te sientes mejor? ¿O sea… vengada?

Daniela hizo una pausa.

—El que me tendió la trampa para que me detuvieran en el último golpe y me metió en la cárcel ha sido privado del cuadro que adora, para cuyo robo te contrató, el Caravaggio. También le hemos privado de su mayor tesoro familiar, el Blanco sobre blanco original de Malevich. Y ha sido engañado. Puede que la justicia no sea bíblica, pero sí poética.

—Me alegro. Y nosotros hemos acabado… con un invitado imprevisto… —Gabriel se echó hacia adelante—. ¿Puedo?

—Prego.

Gabriel se levantó y fue al dormitorio. En la pared, sobre el cabecero de la cama, había un voluminoso grabado de una ruina romana de Giovanni Piranesi. Gabriel le echó un vistazo y a continuación se volvió risueño hacia la pared de enfrente. Aquel cuadro era un gran óleo sobre tela con un potente claroscuro. Dos figuras parecían nadar en el amorfo y sombrío fondo negro. Una de ellas, de espaldas al observador, tenía unas brillantes alas.

Era Jacob luchando con el ángel, de Palma el Viejo. Gabriel recordó el tormentoso día, las hojas mojadas azotadas por el viento, en que compró ese cuadro en una subasta, hacía casi veinte años.

Pasó por delante de él y se centró en la tercera pared de la habitación, de la que colgaba un enorme tapiz indio en tonos azafrán, oro, óxido y canela. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una fina llave de latón. Luego apartó el tapiz e introdujo la llave en la puerta sin tirador que se ocultaba detrás. La puerta se abrió.

El pequeño cuarto secreto se iluminó con un débil zumbido cuando Coffin le dio al interruptor. Estaba lleno de estanterías y archivadores impecables etiquetados con nombres de productos químicos, pigmentos muestra, libros de consulta y fotografías. Frente a la puerta, en la desnuda pared de contrachapado, que olía a polvo y acres sustancias químicas, había un pequeño espejo redondo convexo. Las zonas desprovistas de archivadores tenían copias de cuadros pegados, recortes de periódicos y postales de obras de arte. En una fotografía en blanco y negro enmarcada se veía a Marcel Duchamp jugando al ajedrez con una mujer desnuda. En la pared había un cuadro sin marco de Rembrandt: unos marineros a punto de naufragar pedían ayuda en un mar tempestuoso.

En medio de la habitación había un caballete de madera sobre el cual descansaba un gran lienzo sin otra cosa que una capa de yeso mate. Daniela se le acercó por detrás y apoyó las manos en los hombros de Gabriel, sentado en un taburete de cara al cuadro. Al lado, su mesa de trabajo contenía una taza llena de pinceles, todos con las cerdas hacia arriba; un tarro de cristal con algodones; y botes de líquidos con etiquetas en precisas letras mayúsculas que sus manos de cirujano manipulaban con precisión. Coffin aplicó un paño esterilizado y empapado en un producto químico al lienzo y retiró con suavidad la licuada capa de yeso.

Lo primero que apareció fue el rostro de una mujer joven con el cuello echado hacia atrás, como si la sorprendiera su amante, que la observaba por una diminuta ventana practicada en la pared que la escondía.

Daniela exhaló un suspiro.

—Nunca había visto a la Virgen tan guapa.

—Es curioso cómo el blanco oscurece. Debería ser una imposibilidad semántica —reflexionó Gabriel—. Es como si ella mirara a través de un cristal nevado.

—Lleva enterrada algún tiempo. Déjala descansar por ahora, tenemos todo el tiempo del mundo. Después de todo lo que ha pasado debe de estar cansada.

—De acuerdo. Sólo déjame un momento a solas con ella.

Daniela besó a Gabriel en la coronilla y cerró la puerta al salir del cuarto.

Coffin contempló el lienzo enyesado que tenía delante. El pequeño recuadro limpio dejaba al descubierto el rostro de la Virgen María. Parecía cansada y tal vez algo triste, atrapada a perpetuidad, escuchando las palabras del arcángel, que depositaba la cruz sobre sus frágiles e inocentes hombros.

—No te preocupes —le susurró—. Yo te protegeré.

Después se puso en pie y apagó la luz.

Antes de salir se detuvo y se volvió hacia el cuadro, que reposaba en la oscuridad. Uno de los dos ladrones que estaban con Jesús se había salvado. Sonrió.

—Confía en los ladrones.