A la mañana siguiente la lluvia dibujaba vetas de agua en los cristales cuando lord Harkness abrió los ojos. Clavó la vista en el oscuro techo de madera del dormitorio principal de Harkness Hall. Después giró el cuello atrás en la mullida almohada y vio el lluvioso día que hacía al otro lado de las empañadas ventanas.
Elizabeth van der Mier, dormida de espaldas a él, se arqueó con aire felino, batiendo los omóplatos cual alas de mariposa. Se estremeció delicadamente, se dio la vuelta y pasó un brazo soñoliento por el pecho desnudo de Harkness. Luego se arrimó a su rasposo cuello sin afeitar.
—Buenos días —suspiró.
—Buenos días, cariño.
—¿Tenemos que levantarnos?
—Es domingo. Puedes dormir cuanto quieras.
—¿Cuanto quiera? —Alzó la cabeza lo justo para darle un beso entrecortado en la mejilla, pero el cansancio le impidió alcanzar sus labios, y se dejó caer en la almohada.
—De todas formas está lloviendo. Mejor quedarnos a resguardo. —Harkness pasó los dedos por el largo cabello rubio y cano de ella mientras yacía boca arriba, los ojos abiertos pero aún amodorrado. Al final ganó la partida la comodidad y sus párpados se cerraron despacio. Volvió a dormirse.
Horas después Harkness introducía sus pies, con calcetines a cuadros, en unos zapatos color burdeos. Iba vestido para pasar un domingo relajado en el campo: sin americana sobre su inmaculada camisa de etiqueta, tan sólo quizás una chaqueta de punto de Burberry. Elizabeth salió de la ducha envuelta en una toalla blanca que le iba del pecho a las rodillas. Ladeó la cabeza a la izquierda y se secó el cabello con otra toalla.
En la sala de desayunar Harkness estaba sentado con The Financial Times, un cruasán con confitura de fresa a medio comer y una taza de té casi vacía. Elizabeth, al otro extremo de la mesa, corregía las pruebas de un próximo catálogo, la mano derecha en alto, sosteniendo su taza de té a unos centímetros de los labios.
—¿Tienes un diccionario, Malcolm?
—Debería de haber uno en el estudio. ¿Cuál es la palabra?
—¿Cómo se escribe «perspicacia»?
—Ni idea, cariño.
—Vale. Este tipo la escribe con zeta. —Elizabeth dejó la taza en la mesa, se levantó y salió de la habitación.
Poco después su grito atravesó varias estancias.
Harkness se puso en pie en el acto, derramando lo que le quedaba de té, y corrió al estudio. Elizabeth estaba en medio de la habitación, apoyada en el escritorio, con el brazo izquierdo en el pecho y la mano derecha en la boca. Harkness intentó seguir su mirada: hacia el suelo, a la pared, bajo el cuadro de Malevich. Allí no había nada.
—¿Dónde está el lote 27? ¿El lienzo enyesado? —preguntó a nadie en particular, pues conocía la respuesta—. Pero ¿por qué me lo quita? Si no tiene nada…
Elizabeth no podía moverse. Mascullaba algo y tiritaba. Harkness se acercó a ella y le pasó un brazo por el hombro. Ella no reaccionó.
Entonces la vio.
Había una nota en el suelo, donde antes estaba el lienzo. Escrito en papel satinado, con letra picuda en tinta roja, ponía: «Las apariencias engañan. Zacarías 5:4, Salmos 23:4.»Se giró hacia el rincón opuesto del estudio, al expositor en el que guardaba la Biblia familiar del siglo XVI. Con pasos apresurados cruzó la estancia y miró el mueble.
Seguía cerrado y con la Biblia dentro. Sus hombros se relajaron, pero sólo un instante, ya que sus ojos atravesaron el cristal y descansaron en la negra tinta de la antigua Biblia. Estaba abierta por el libro de Zacarías.
Harkness consultó la nota que tenía en la mano y buscó el capítulo 5, versículo 4 bajo el cristal: «Yo la he desencadenado, dice Yavé de los ejércitos, y caerá sobre la casa del ladrón y sobre la casa del que en falso jura por mi nombre…»
«Cabrón farisaico y pre… pretencioso —pensó Harkness mientras apretaba los dientes—. ¿Por qué demonios lo hace? ¿Sólo por… porque robé el cuadro de Grayson?» Paró un instante y volvió a la nota. Salmos 23:4. ¿Qué…? «Un momento, ése me lo sé, es el único que me sé: “Aunque haya de pa… pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno…” Valle tenebroso… Vallombro… Oh, Dios mío…» Harkness se llevó el puño a la boca abierta en una mezcla de admiración, certeza, frustración e ira. «Así es como lo robó: lo hizo ella… y po… por eso me está haciendo esto, po… por lo que le hice a…»
Miró a Elizabeth, que observaba la nota que él apretaba en la mano. Enseguida supo por qué. Notó que los dedos se le pegaban al dorso de la nota. Le dio la vuelta: la nota estaba escrita en la parte de atrás de una foto, una foto en la que aparecían él y Elizabeth en su dormitorio, dormidos, con las prendas del día anterior. Harkness cerró los ojos. Su cerebro procesaba la información. «¿Las apariencias engañan? ¿Qué demonios significa…?» Entonces lo comprendió. Su entereza se hizo pedazos cuando su falta de perspicacia lo golpeó de lleno.
Estrujó la fotografía y la arrojó al suelo con furia.
—Elizabeth, ¿qué…?
Ésta se llevó las manos a la cara.
—… hay otra nota —musitó.
Harkness giró en redondo, blanco de rabia.
Había un papel en el Blanco sobre blanco de Malevich que colgaba de la pared. El corazón le dio un vuelco antes de leerlo. Luego se aproximó.
En la nota se leían cuatro palabras rojas: «Yo tampoco soy auténtico».
—Ese maldito… Pero si éste no es el Malevich de mi familia, ¿dónde demonios está?
En la iglesia romana de Santa Giuliana en Trastevere, el padre Amoroso daba la comunión a su pequeño grupo de feligreses. A medida que se arrodillaban para hacer una genuflexión y recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, se santiguaban y alzaban la vista al cuadro de Caravaggio, que colgaba sobre el sacerdote.