El sol descendía hacia el horizonte, por encima de los árboles dibujados a lápiz en el azul imposible del cielo, teñido de escarlata. La luna ya estaba arriba, suspendida en la prematura noche, como un ying-yang rugoso.
Lord Malcolm Harkness contemplaba el firmamento desde detrás de los antiguos cristales emplomados de una ventana del estudio de Harkness Hall. Se acomodó en un sillón de piel tachonado en bronce, de espaldas a un enorme escritorio de la habitación cuajada de estanterías. Obras de arte adornaban las paredes del color de la hiedra allí donde las estanterías se interrumpían.
A la derecha del escritorio, una mesa con un expositor de cristal exhibía la Biblia familiar, un incunable del siglo XVI pintado a mano, las palabras en alargados caracteres de estilo gótico, de un negro que los años habían vuelto pardo. En el filo del escritorio, una escultura art déco de una diminuta mujer desnuda en bronce sostenía el sinuoso pie y la pantalla de cristal de colores de una lámpara Tiffany. Una pequeña xilografía en color de Hokusai de una muchacha japonesa sentada en casa tomando té mientras fuera caía un aguacero colgaba de la pared, a la izquierda del escritorio. En el techo, una araña de cristal bañaba de luz la oscura estancia, los rizos trigueños de Harkness y sus esculpidos hombros.
Sus tierras se extendían hasta donde alcanzaba la vista, hasta que la colina descendía al otro lado de la cima, en la arboleda, junto al claro donde jugaba de pequeño. Pensó en la pesadilla que se le pasaba por la cabeza demasiado a menudo y le privaba del sueño. No podía perder esa casa, su casa, su historia, su infancia, las generaciones pasadas, su identidad, la razón de su título nobiliario, la prueba de cuanto poder poseía, el fruto de la labor de nueve generaciones de sus antepasados, su propia labor. Había estado peligrosamente a punto, pero ahora todo se arreglaría.
Arqueó unos dedos angulosos cual contrafuertes sobre el caballete de la nariz. Seguía teniendo clavada una espina, pero se trataba de un motivo de queja estético, uno cuyo lujo sólo podía permitirse sufrir si se solucionaban sus principales preocupaciones. Sin embargo el indicio de la catástrofe, que él se temía profético, teñía su humor de una amargura metálica. ¿Acaso no podía darse por satisfecho con que su hogar y su posición estuvieran a salvo? La pieza que le faltaba no le preocupaba tanto porque se la hubieran prometido y no hubieran cumplido; más bien era la sensación de que al perfecto rompecabezas de su plan le faltaba la última pieza. Faltaba una torre; una torre que debía obrar en su poder y que alguien retenía; lo cual ponía en riesgo su fortaleza. Le habían estafado una torre.
Los dedos de lord Harkness peinaron su cabello, cual lino decolorado. Hizo girar la silla y le dio la espalda a la ventana. Anochecía. A continuación se tiró de los puños con gemelos de la impecable camisa mientras sus ojos se clavaban en la pared de enfrente. Allí colgaba un cuadro sin marco, blanco sobre blanco.
—¿Aún estás disgustado, Malcolm?
Una elegante mujer con el rubio cabello entrecano entró en el estudio. Sólo llevaba una combinación de color esmeralda, uno de cuyos tirantes se le había resbalado del hombro. Rodeó ágilmente la mesa y se sentó encima de él, a horcajadas. Después le pasó las manos por el cuello de la chaqueta del traje gris perla.
—Lo siento, Elizabeth —se disculpó él—. Es sólo que aún estoy algo pre… preocupado por culpa de…
—Olvídalo. —Tiró del cuello, lo atrajo hacia sus labios y hundió su boca en la de él—. ¿No te quito yo las preocupaciones?
Él le devolvió el beso fugazmente y con los ojos abiertos. Su mirada se posó en el Blanco sobre blanco de enfrente y, acto seguido, bajó al suelo, donde había un lienzo en blanco, cubierto tan sólo de yeso mate, contra la pared.
—Se supone que hay que devolver los besos, ¿recuerdas? —Le apartó el rostro de los lienzos y lo volvió hacia ella con sus suaves manos.
—No me gusta que me engañen. —Sus cálidos ojos siempre eran líquidos y parecían al borde de las lágrimas, incluso en momentos carentes de emoción.
—No sabemos si nos han engañado.
—O es engaño o traición. Y pre… prefiero lo pri… primero, porque lo último po… podría significar… ya sabes lo que ese tipo po… podría…
—Pero si lo hiciera, caería con nosotros. Ahora lo único que puede hacer es mantenernos alejados del Caravaggio. Todo lo demás ha ido sobre ruedas.
—Sin embargo…
Ella le puso un dedo en los labios y los acarició.
—Piensa en lo bien que nos ha ido, Malcolm. No te fijes en lo único que no tenemos cuando tenemos tanto. El Caravaggio no era más que un sueño que no estaba a nuestro alcance, pura codicia. Pero sí estaba a tu alcance salvar tu hogar, y así ha sido.
—Supongo que lo que pa… pasa… lo que pa… pasa es que le tengo miedo. Mira lo que ha hecho… es tan…
—Sí. Mira lo que ha hecho por nosotros. Ejecutó el plan que ideaste. Tú aportaste la reliquia de tu familia, el Blanco sobre blanco original de Malevich —señaló el cuadro de la pared— para que saliera a subasta en Christie’s. Yo te lo compré para el museo. Tú te embolsaste los 6,3 millones de libras que el museo pagó, liquidaste todas tus deudas y salvaste esta magnífica casa, la herencia de tu familia. Luego, tal y como habías planeado, él robó el cuadro del museo para ti. Y ahí lo tienes, en el estudio, como antes, y además te quedas con el dinero de la venta. Tu brillante plan salió a la perfección. No olvides quién manipula a quién. Eres tú quien tiene el control. Y ahora deja de obsesionarte con ese sueño imposible que, francamente, no era más que codicia.
—Tu actuación ha sido absolutamente brillante, Elizabeth. Nadie ha sospechado nada.
—Tampoco es que tuviera que actuar demasiado, ya que desconocía los entresijos del plan, lo que sucedería a continuación. De ese modo podía reaccionar con naturalidad.
—No le quites mérito a tu interpretación. Ocultar nuestra relación fue el subterfugio clave, y estuviste… magnífica.
—Entonces, ¿por qué te sigue preocupando la pieza que falta?
—Lo contraté para que robara el Caravaggio para mí. No sólo no lo tengo, sino que además no sé dónde está. —Lord Harkness se arrellanó en la silla y apoyó las manos en las ensanchadas caderas de Elizabeth mientras las piernas de ésta se enroscaban en las de él—. Por lo que sabemos, ha desaparecido sin más.
Elizabeth le desabrochó despacio la camisa de etiqueta azul y blanca confeccionada a medida en Turnbull & Asser, ligeramente raída en el cuello.
—¿Crees que se lo ha vendido a otro delante de tus narices? ¿Es eso?
Harkness detuvo la mano de ella.
—Tiene sentido, ¿no? El pa… plan era infalible: el rescate de mi cuadro que había robado de tu museo, devolver un falso Blanco sobre blanco de Malevich con un falso Caravaggio debajo y pa… pagar a un experto para que confirmara su autenticidad. Caso cerrado.
Elizabeth se echó hacia atrás.
—¿Llegaste a enterarte de cómo lo robó del museo? Me refiero a que los dos sabemos lo que averiguó la policía, pero… yo sabía que era un falsificador, pero no que también fuese un ladrón.
—Tampoco yo sabía que era un ladrón. Sólo es famoso por pa… planear golpes y por sus falsificaciones. Pu… puede que utilizara a otra persona para entrar en el museo. O quizá también sea un atleta. No deja de asombrarme que tantos cuadros suyos cuelguen de los museos del mundo en lugar de los originales. El Louvre, el Hermitage, el Met, la Uffizi, el Getty… todos están llenos de ellos y nadie lo sabe. Tal vez sea condenadamente listo.
—Mírame, Malcolm, no subestimes tu contribución al éxito de este golpe. Fue idea tuya ofrecerte a pagar el rescate por el bien del museo. Eso te ha convertido en un héroe, y lo único que tuviste que hacer fue pagarte a ti mismo los 6,3 millones de libras. Mientras que él sugirió pagar a un experto para que autenticara el falso Caravaggio, fuiste tú quien tuvo la brillante idea de emplear a Simón Barrow. Con su fama, era el hombre perfecto para hacer ese trabajo.
Harkness suspiró y pasó sus dedos por los muslos de Elizabeth.
—Fue elegante. Nadie cuestiona la autenticidad de Barrow, el museo entrega el Caravaggio aparentemente recuperado a la iglesia de la que lo robaron, y el caso se cierra. La iglesia cree tener en su po… poder el cuadro, la po… policía no entiende nada, pe… pero de todas formas el caso está cerrado, y nadie busca el Caravaggio que debería estar en nuestra… nuestra maldita pa… pared. Pero ¿dónde está? Ha allanado el terreno para llevarse mi dinero delante de mis narices y después vender el Caravaggio original a otro y ganar todavía más.
—Y ¿qué vamos a hacer para detenerlo? —Elizabeth le acarició el cabello—. Si intentamos desenmascararlo, él nos desenmascarará a nosotros. Si contratas a algunos amigos tuyos para sacárselo con amenazas, nos desenmascarará. Si tus amigos lo matan, seguimos en las mismas, sin el Caravaggio. Pero no olvides que no puede desenmascararnos sin que también él caiga con todo el equipo. Hay sólo dos reyes en el tablero: ése es el sutil equilibrio que hace que esta relación comercial funcione. Ahora no puede hacernos más daño que privarnos del Caravaggio. Tú tienes tu casa, tu Malevich y no tienes deudas. Estamos a salvo.
—Es sólo que no me gusta… hay algo… tiene un historial intachable, una reputación de honestidad pro… profesional. A menos que hayamos hecho algo para ofenderlo… o que crea que lo hemos traicionado…
—¿Piensas que es por haberle robado el cuadro a Robert Grayson? —preguntó Elizabeth.
—Es lo único que se me ocurre, pero… pero él pro… prometió que el Caravaggio estaría debajo del cuadro del lote 27, el que compraron mis hombres. Y ahí no hay nada salvo yeso. —Harkness miró al otro lado de la estancia los restos del lote 27, apoyado en la pared, un lienzo cubierto de yeso mate. Harkness prosiguió—: Me fastidia no entender algo. Cuando elaboraste la falsa pro… procedencia que permitió que el lote 27 se vendiera a través de Christie’s también te pi… pidió que pre… preparases otra pa… para el lote 34, pa… para otro asunto que tenía entre manos. Desconfié, así que les pedí a mis hombres que compraran también el lote 34 en la subasta. ¿Acaso es motivo para…? Sólo cuando vimos que el Caravaggio no estaba debajo del lote 27, habiendo él dicho que estaría, mandé robarle el lote 34 al americano ése, Grayson. Pero lo que de verdad me pre… preocupa es que había un Caravaggio falso bajo el lote 34, lo que significa que él pe… pensaba que tal vez yo intentaría hacerme con él aun cuando me dijo que no lo hiciera.
—Quizá te estuviese castigando por no fiarte de él, por no ser honesto —aventuró Elizabeth.
—¿Castigarme por no ser honesto? ¡Pero si él es un ladrón!
—No importa. Puede que exista algún código que no acataras. Puede que la única razón de ser del lote 34 fuese que era una prueba ética que formara parte del plan.
—Elizabeth, ¿estás sugiriendo que tenemos tratos con un ladrón de arte con convicciones morales? La…
Ella lo besó en la frente.
—Shhh. Todo va a salir bien —Elizabeth se inclinó hacia delante y le susurró al oído—: en lo que a mí respecta, le pueden ir dando a Gabriel Coffin.
Una mañana fría, clara y despejada sonó el timbre del piso de Robert Grayson. Éste, que estaba a punto de verter leche desnatada en el muesli, se acercó a la puerta, aún en zapatillas y con el albornoz azul a juego. Al otro lado de la puerta abierta había un detective encorvado.
—Buenos días, señor Grayson. Tengo algo que le pertenece.
El aludido bajó la vista y vio un fino rectángulo de papel de estraza, atado con una cuerda, apoyado en la breve pernera marrón del detective. Continuó pierna arriba y se topó con los rojos ojos, húmedos, ausentes, del sabueso.
—Inspector Wickenden. Le agradezco que me lo haya traído, y nada menos que en persona. Le invitaría a pasar, pero…
—No hace falta. Ya veo que lo he sacado de la cama. Discúlpeme. Tiendo a establecer vínculos personales con mis casos, señor Grayson, de modo que persigo lo que creo que se denomina una conclusión. Por eso entrego en mano la mercancía. Lamento decir que, aunque la víctima de este delito, la iglesia de Santa no sé qué de Roma, está encantada con el resultado de este caso, yo no lo estoy. Empezar un crucigrama, quedarse dormido y encontrarlo hecho al despertar no es lo que yo entiendo por satisfacción. Pero al parecer los que mandan se conforman con los milagros y ni se preocupan por saber cómo se obraron. Aunque, claro, estamos tratando con una iglesia, y ésas se dedican por completo a contentarse con los milagros y no hacer preguntas. Me viene a las mientes un dicho sobre unos dientes y un caballo regalado, pero no me acuerdo de cómo es. En cualquier caso, me enfrento a un caso sin resolver que, sin duda, engendrará un cáncer permanente que, cual gangrena, se extenderá a sus anchas por mi psique, o al menos eso dice mi psicoanalista. Por si le interesa, disfrute de su cuadro y que tenga un buen día.
Wickenden le ofreció el cuadro envuelto a Grayson, asintió y se despidió.
Grayson, paquete en mano, cerró la puerta y entró en el piso.
—Gen, ¡ha llegado! —gritó.
Del dormitorio, bostezando y estirándose adormilada, salió Geneviève Delacloche. Encima sólo llevaba la vieja y enorme camiseta azul marino con las palabras «Red Sox» en rojo de Grayson.
—¿Ya? —preguntó—. A eso se le llama eficiencia. En Francia la policía tardaría meses en tramitar el papeleo.
—Todo gracias a ese detective tan raro —contestó Grayson, mientras dejaba el paquete en la mesa del comedor—. Es como un globo que se va desinflando poco a poco.
—Buena analogía. —Delacloche le dio un largo beso en los labios, y después él retiró la blanca y resistente cuerda y luego el papel. Cuando lo hubo quitado, ambos permanecieron un buen rato contemplándolo.
—En fin —dijo Delacloche—, está claro que no es un cuadro suprematista anónimo.
Grayson sonrió.
—Me alegro. Ese cuadro que compré era espantoso. Pero ya lo sabes. Buen trabajo. No puedo decir que sea admirador de Caravaggio, pero esto está muy bien hecho. Seguro que me habrías engañado si me hubieses dicho que era auténtico.
—Lo sé. Es una lástima, ¿no?
—Un poco. Pero sólo un poco. ¿Estás lista?
Delacloche le guiñó un ojo.
—He esperado tanto para recuperar mi tesoro familiar que vaya si lo estoy.
—Has sido muy paciente, y ahora es como si te fuesen a dar el osito que perdiste cuando eras pequeña.
—Así es exactamente como me siento. Ojalá papá viviese para verlo…
Grayson le pasó un brazo por el hombro y la besó con ternura en la frente.
—Estoy seguro de que te está viendo y sonríe.
Delacloche levantó el lienzo de la mesa y, con él en brazos, se dirigió al salón. Había un pequeño caballete de madera dispuesto en mitad de la estancia sobre el que depositó cuidadosamente el cuadro. Grayson sacó del dormitorio una caja verde oscura de aparejos de pesca y la dejó en la mesa, junto a Delacloche. Ésta la abrió y se puso a revisar la miríada de botes de plástico con etiquetas blancas, pinceles y utensilios. Cogió un poco de algodón y lo introdujo en uno de los botes. Grayson observaba mientras Delacloche frotaba suavemente con él el falso Caravaggio. Un olor a botica inundó la habituación. Al paso del algodón humedecido la pintura se desvanecía.
Debajo había algo blanco.
—¡Ven, Robert! ¡Acabo de terminar! —exclamó Delacloche desde el salón. Grayson salió del dormitorio duchado y vestido.
—Menuda rapidez, nena. Eres asombrosa. —Hizo una pausa para tomar aliento en el umbral. El falso Caravaggio había desaparecido sin dejar rastro. En su lugar, sobre el caballete, se veía un Blanco sobre blanco de Kasimir Malevich—. Es tan bonito como lo recordaba —suspiró—. ¿Crees que tu Sociedad Malevich lo echará de menos?
—No después de que yo misma verificara el sustituto que, por así decirlo, descubrió el inspector Bizot en la Galerie Sallenave la pasada semana. —Delacloche sonrió—. Y el pobre viejo, monsieur Sallenave, no se enteró de nada.
—No es tan pobre, aunque sí viejo —observó Grayson risueño—. Convalecía en su château mientras ajustábamos cuentas con la policía en su apartamento de París. Caso cerrado. Todo ha ido como un reloj. Y la policía creyó todo cuanto dijiste. Eso es lo curioso con los expertos, que todo el mundo se cree lo que dicen. Nadie se plantea que puedan… que puedas… tener un motivo oculto. He de admitir que creí que nos habíamos metido en un lío cuando robaron éste de aquí nada más llegar. No formaba parte de nuestro plan. Pero, al parecer, él también contaba con eso. Increíble.
Delacloche se volvió hacia el cuadro y sacudió la cabeza.
—No tiene ni un rasguño, ni uno solo. Es sencillamente perfecto.
Grayson sacó el móvil y marcó un número.
—Soy Grayson. Lo tenemos. En perfecto estado, como nos prometiste. Incluso nos lo trajo la policía, como dijiste. No me lo habría creído si no me lo hubiesen… sí. En fin, no sé cómo lo haces. Vales lo que cuestas. No sabes cuánto te lo agradecemos.
—El placer es mío —replicó Gabriel Coffin.
Harry Wickenden caminaba pesadamente aquel día soleado de una blancura eléctrica. El aire era cálido, pero vivificante. Ni una sola nube quebraba el azul etéreo de aquel cielo como la laguna veneciana; el fulgurante sol parecía cortar como un cuchillo las olas del agua. Wickenden recibió aquel sol como un bofetón en plena cara, y sus ojos se entrecerraron a modo de débil defensa. «Quizá debiera comprarme unas gafas de sol. Bah, ¿para qué?»
Añoraba el abrazo envolvente de los nubarrones, la lluvia que no se burlaba de él con esa falsa alegría, con esa vitalidad irracional de los crudos rayos de sol. Tal vez debiera comprarse una sombrilla y capear la claridad como una dama victoriana. Pero entonces la gente se reiría de él, como si la mofa de la naturaleza no fuera bastante menosprecio. Quería que se fijaran en él, sí. No más. Pero no a costa de su dignidad.
¿Acaso su profesión, su extraordinario historial de éxitos, no le hacía merecedor de reconocimiento? Sin embargo estaba arrinconado en comisaría, se le consideraba poco culto y poco carismàtico para ascender y destacar. A sus colegas no les gustaba su triste compañía, lo cual le hacía sufrir más y perpetuaba el distanciamiento de ellos y su propio desdén: una serpiente que se mordía la cola, un vicioso círculo ininterrumpido. Tal vez lo admiraran, pero no lo querían ni lo buscaban. Cuántas veces había pasado por delante del Red Lion, con su perfume a cerveza y sus risas saliéndole al paso, por la tarde. Y nunca lo habían invitado.
Y ¿desde cuándo? Harry era incapaz de recordar cuánto hacía que sentía ese peso quedo, infinito, ese demonio diurno, esa sombra que se cernía sobre él. Sin duda no siempre había sido así, pero desde que su hijito… Su autobús paró junto al bordillo y él subió. Pasó rozando al cobrador, subió la retorcida escalera y, ya en el piso de arriba, fue hasta el fondo.
Su asiento estaba ocupado. Había una vieja gorda, la compra al lado, que llevaba un abrigo con el cuello de piel a pesar del sol que pegaba allí delante. Harry se sentó justo detrás.
El autobús avanzó dando tumbos. Harry se ladeó y apoyó una pierna en el asiento. Notó que tenía la mandíbula adelantada y el labio inferior trémulo, pero intentó contenerse. ¿Qué tenía? Si le faltaba el trabajo, ¿qué le quedaba? Sus pensamientos alimentaron el temblor de sus ojos, las sienes golpeadas por el sol que entraba por el enorme cristal del autobús, un aluvión refractado de blanco sobre blanco, una avalancha de vacío absoluto. El calor sólo se veía mitigado por la sombra que proyectaba la oronda anciana que iba sentada delante. Buscó cobijo en su sombra.
Harry se limpió los acuosos ojos con el dorso de la mano. Tras limpiarse la humedecida mano en el cuerpo, la metió en el bolsillo de la gabardina. Allí encontró su pañuelo azul de cachemir y algo más. Tanteó con torpeza un tubito de plástico naranja cuyo contenido tableteó dentro. Harry paró de moverse un momento y apoyó la pesada cabeza en el asiento de delante. Luego agarró el tubo de plástico y sacó la mano de la gabardina.
Miró el tubo, que sostenía en el regazo. Era de un naranja translúcido, las pequeñas píldoras amontonadas bajo el plástico, la enorme tapa blanca similar a una gorra de marinero. ¿Cuántas habría? ¿Qué pasaría si se las tomaba todas?
Apretó la tapa y la hizo girar. Le dejó una huella rosada en la palma. Vació el contenido del pequeño bote en la mano. El montoncito de felices grageas ovaladas, con una mitad verde y la otra amarilla, parecía sonreírle. Hundió el dedo en él y las removió con una uña sucia.
El autobús se detuvo y la anciana dejó el asiento delantero.
Sin ella la luz irrumpía con toda crueldad y lo bañaba en su inoportuna luminosidad. Harry entrecerró los ojos y volvió a mirar las píldoras. Respiró honda y lentamente. Agarró una con dos dedos, la sostuvo en alto un instante, se la metió en la boca y la tragó. Después clavó la vista en las pastillas, apenas le pesaban en la mano, allí estaban ofreciéndole ingravidez, un bello vacío nublado. Acto seguido las devolvió al tubo —algunas se le quedaron pegadas en la mano— antes de apretar bien la brillante tapa blanca y meterse el tubo en el bolsillo. Se sentó más recto y abrió los ojos para ver pasar el mundo por la ventana que tenía ante sí. El brillo cegador lo atravesó, pero no se cambió al asiento de delante. Tal vez la segunda fila estuviera bien por el momento.
Cuando llegó a su parada, Harry descendió, primero de su ensimismamiento y luego del autobús. Su calle parecía limpia y espejeaba cuando echó a andar para salvar la escasa distancia que lo separaba de su casa. Pasó por delante del restaurante italiano, el café, el pub The Coach & Horses, el puesto de flores, la lavandería…
Entonces se detuvo un instante. Echó atrás los hombros y sacó pecho ligeramente. Dio media vuelta, caminó unos pasos y se aclaró la garganta.
—Esto… disculpe, señorita. ¿Me da… esto… me da un clavel blanco, por favor?
—Naturalmente, señor. —La joven le sonrió—. Aquí tiene.
—Gracias. —Harry cogió la flor con el pulgar y el índice, y se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón.
—No hace falta —dijo la vivaracha joven.
—Gracias. —Harry esbozó una media sonrisa cuando se encaminó a su casa, envuelto en la cruda luz, a ver a su preciosa mujer.