Irma miró a Harry. No había oído. Luego miró al teléfono, que sonaba por segunda vez. A Harry, de nuevo al teléfono. Luego a su plato de pastel de carne y otra vez al teléfono. Consiguió levantarse de la silla y fue hacia él arrastrando los pies.
—¿Diga? Sí. Un momento, querido. —Apoyó el auricular en su generoso pecho—. Harry, cariño, es para ti.
Harry logró apartar los ojos de la puesta de sol que se le ofrecía al otro lado de ventana y observó a su risueña esposa. Luego cogió el teléfono.
—Sí. Soy yo. ¿Qué…? ¿Quién es? ¿Quién le ha dado este…? Pero no… bien. ¿Ah, sí? Mmm. Pero…
Lo siguiente que oyó fue que habían colgado.
—¿Se han equivocado de número? —preguntó Irma con una sonrisa. Harry no dijo nada—. Me voy al salón —anunció ella conforme salía de la cocina.
Diez minutos después Harry tenía la gabardina colgada del brazo izquierdo, parte de ella arrastrando por el suelo. Tropezó con la manga derecha cuando iba por mitad del salón, donde Irma veía Coronation Street mientras comía patatas fritas con sal y vinagre. La comisura derecha del labio con migajas de patata se alzó ligeramente cuando Harry se detuvo entre ella y el televisor.
—Acabo de recibir una llamada anónima, ni idea de cómo ha conseguido el número o se ha enterado del caso, y el fulano me dice que ha visto algo que deberíamos ver (con «deberíamos» se refiere a mí), así que me voy. —Harry hizo una pausa—. No parece que te impresione mucho.
—Sólo me preguntaba quién sería ese tipo que te llama cuando menos te lo esperas y te cuenta eso. ¿Habéis ofrecido alguna recompensa?
—No.
—Entonces ¿por qué iba a decirte nada?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Y ¿por qué sí?
Harry frunció el ceño.
—Vamos, Irma, tal vez sea un buen samaritano. Hay muchos…
—… pero ¿no habéis mantenido esto en secreto para proteger al museo?
—Sí, ¿y? —Harry pugnaba por pasar la manga derecha por el brazo derecho, pero se le resistía. Entonces se dio cuenta de que estaba pisando el bajo.
—¿Cómo es que lo sabe? —Irma limpió el plato y lo pasó por el grifo de la pila, bajo la dura luz de los fluorescentes sujetos a la parte inferior de los armarios como unos ciempiés radiactivos.
—Que sabe ¿qué? —Harry había rescatado el bajo del pie, pero ahora le daba problemas el brillante forro color café, pues se le había descosido una esquina que rozaba el piso de linóleo.
—Tiene que haber tomado parte en la investigación si está al tanto y todo era confidencial.
El bigote de Harry se meneó al mirar furibundo en dirección a Irma, aunque no a ella.
—Y no me gusta que salgas solo por la noche.
—Pues tú no vienes.
—No quiero ir. Pero ¿por qué no llevas a alguien contigo?
Harry se ofendió. Lo decían sus ojos.
Irma desvió la mirada.
—Es que no puedes esperar hasta que…
Harry dio media vuelta con aire teatral, haciendo ondear el faldón de la gabardina, y salió por la puerta. Al poco asomó su bigote, seguido inmediatamente del resto de la cabeza.
—Puede que tengas razón, pero no tiene por qué gustarme —espetó antes de irse de verdad.
Ya en la calle, un fuerte olor a envoltorios de comida, hollín, colillas y aceite de pescado subía del suelo aún mojado, en claroscuro por la luz del atardecer. La lluvia había cesado de momento, pero a mitad de la manzana Harry se percató de que se había olvidado el paraguas. «No vuelvo a buscarlo ni en broma», pensó mientras se aproximaba a la parada de autobús.
Habría sido bastante más sensato que cogiera un taxi, pero tantos años repitiendo los mismos movimientos habían conseguido automatizar éstos. Cada mañana, a las 7:20, Harry giraba a la derecha nada más salir de su casa y caminaba hasta la esquina, luego torcía a la izquierda y seguía unos cien metros más o menos hasta llegar a la parada. Había dos autobuses, el 45 y el 29, que lo llevaban a su despacho en New Scotland Yard. Pero, independientemente de cuál llegara primero, él siempre tomaba el 45. Ahora que Harry salía de su casa a las —consultó su Rolex de oro de diez libras— 19:45 de la tarde, y no se dirigía al despacho, no sabía qué hacer. El 111, cual coche de bomberos jorobado, llegó y él se subió.
Harry tenía su propia forma de subir a un autobús. El negro bajito, ¿o sería indio?, pensó Harry, no lo miró, sino que se limitó a plantarse delante de él, el chisme de los billetes en bandolera, con aquel jersey de lana azul marino. Harry no le hizo caso y subió la empinada y retorcida escalera que horadaba los cuartos traseros del vehículo. A media escalera el autobús inició la marcha y él se fue contra la pared, clavándose en los riñones el curvo asidero de metal. Cuando hubo subido, dobló las rodillas para contrarrestar el retroceso y se dirigió a la parte delantera.
Iba en busca del asiento delantero izquierdo. En una ocasión había sacado a la fuerza a un niño de cinco años de ese asiento porque lo quería él. Le gustaba, sobre todo, durante los aguaceros. Los trallazos del agua contra el cristal, con Harry dentro, calentito y seco, le traían a la mente uno de sus recuerdos preferidos.
Tendría él unos ocho o nueve años y estaba sentado en un enmoquetado suelo gris, entre las piernas de su madre, acomodada en una silla, de espaldas a ella. Miraba por la ventana un canalón que recogía estremecido el agua del tejado y generaba una cascada en miniatura sólo para él, entre el repiqueteo de la lluvia, mientras su madre le pasaba los dedos por el rubio pelo, y él escuchaba el sonido de la lluvia, como un millón de lágrimas, contra el grueso cristal, y todo era hermoso.
Harry se bajó del empapado autobús y se subió a la acera, donde paró un taxi. Los frenos chirriaron y él entró.
Quince minutos después Harry estaba en medio de una calzada flanqueada por almacenes que parecían polillas agazapadas en pulcras hileras bajo el cielo blanquecino. A un lado y a otro las idénticas estructuras grises con la puerta roja se perdían hasta donde alcanzaba la vista. Un retumbo proveniente de un racimo de nubes hizo que Harry deseara haber cogido el paraguas. Se abotonó la vieja gabardina sobre su barriga de buda.
«Número treinta y cuatro», pensó mientras alzaba la vista para ver el número de la puerta del garaje: 33. Dio media vuelta y entrecerró los ojos para ver mejor. Justo enfrente estaba el número 34. Dio un paso y se detuvo.
¿Había visto algo? Por el rabillo del ojo había percibido un movimiento. Miró a la derecha, a la calzada que discurría entre los almacenes. Nada. Luego reparó en los angostos callejones negros que se abrían junto a las estructuras.
Avanzó deprisa por la derecha y dejó atrás dos almacenes, echando un vistazo a los callejones, incapaz de ver nada entre la escasa claridad y las sombras que proyectaban los locales.
A los tres callejones se dio por vencido. ¿Había visto algo? Es decir, ¿a alguien? La periferia de Londres es como un enorme pozo negro, pero quién sabe… Reconsideró su negativa a llevar móvil mientras volvía al número 34.
El enorme portalón, pintado del mismo rojo frío que cada uno de sus hermanos de los otros almacenes, estaba cerrado. Sus dedos resbalaron la primera vez que intentó tirar del mojado asidero metálico. «Debe de ser mecánico —supuso—. Pues claro que lo es, soy idiota». A su derecha, del mismo color que el portalón y perpendicular a él, había una entrada para el personal.
«Y además ciego —se dijo mientras se aproximaba a ella—. Más vale que esto esté justificado. Como sea una pérdida de tiempo, se van…»Pero no hizo falta que terminara el pensamiento. Harry vio el picaporte de la puerta, y reparó en que la pintura brillaba en el reborde. Agarró éste y la puerta se abrió con sólo tocarla levemente. «Ahora sí que tenemos algo».
Harry se arrodilló frente al canto de la puerta. Había un trozo de cinta adhesiva transparente sobre el pestillo para que éste no entrara en el cajetín y, de ese modo, la puerta no se cerrase. La cinta se prolongaba por ambas caras de la puerta, reluciente con la última y turbia luz del día.
Aún de rodillas Wickenden miró en el almacén, a la derecha. La oscuridad era impenetrable y hacía más frío que fuera.
Harry se puso en pie y, como si tal cosa, volvió la cabeza para echar un vistazo. «¿Para quién estoy actuando? —pensó—. Para mí mismo, supongo». Seguía sin haber nadie en la calzada. La llovizna empezaba a arreciar. Wickenden metió la mano en el bolsillo y sus dedos buscaron la pipa para consolarse, pero en su lugar encontraron un pequeño tubo de plástico. Las pastillas cascabelearon cuando él lo hizo girar. «No», pensó al tiempo que se encogía de hombros, y entró en el almacén.
La plateada oscuridad y la desvaída luz de detrás convirtieron a Harry en una silueta contrahecha recortada contra la puerta abierta. Avanzó a tientas por la pared, hacia la derecha, y sus dedos encontraron un interruptor. Le dio.
«Nada. Maldita sea», pensó. Siguió tanteando la fría pared en busca de otro interruptor. Flexionó las rodillas para palpar la parte inferior. «No sé dónde demonios está la maldita luz». Acto seguido le propinó un puntapié a algo.
Le sonó como a plástico. En la penumbra distinguió un objeto que rodaba por el suelo. «Una linterna, ¡la leche!» La cogió y la encendió.
El fino haz fue iluminando un espacio completamente vacío. En el desierto almacén no había maquinaria ni productos, ni siquiera indicios de que estuviese ocupado. Por lo poco que podía ver, moviendo la linterna de la pared al suelo y viceversa, lo habían llevado hasta allí para nada. La voz al teléfono había dicho que a Harry le interesaría ver lo que había en el número 34, que guardaba relación con el robo del museo. Pero ¿había algo? Fue alumbrando a un lado y a otro mientras se adentraba en el oscuro vacío.
Entonces la puerta se cerró de golpe a sus espaldas.
Harry se llevó la mano al pecho y se giró en redondo. Sudaba a chorros, empapando la camiseta. No había nada de luz a excepción de la de la linterna, que sostenía con fuerza.
Tal vez el viento hubiese cerrado la puerta, pensó. Pero era pesada. «Sin embargo, si hay alguien fuera, ¿por qué querrían…?
¿Estaré encerrado? O —tragó saliva— ¿habrán entrado también?» Apagó la linterna y la oscuridad fue absoluta.
«Bueno, ahora no pueden verme, pero yo no veo tres en un burro. Si es que hay alguien». Aguzó el oído. Nada, salvo los distantes muros de alrededor. Respiraba fuerte, y el corazón le latía ruidosamente. Permaneció quieto un minuto y no oyó nada. Luego otro más. Encendió la linterna.
La luz se perdió en la nada. Harry escogió una dirección y echó a andar. Sólo estaba vagamente seguro de dónde quedaba la puerta. Sus nerviosos pasos lo llevaron hasta uno de los muros. Se giró y lo siguió hacia la derecha. La luz recorrió el metal ondulado un buen rato, en vano, antes de que viera algo.
En un principio Harry pegó un salto hacia atrás, sobresaltado. Aquello parecía un pequeño cuerpo. Era un bulto bajo una lona parda arrebujada. Harry retrocedió y escudriñó la oscuridad que lo envolvía. No se movía nada, aunque en caso contrario tampoco lo habría visto.
Siempre le había dado la impresión de que podía sentir si había gente. Igual que poco antes de que abriera los ojos al despertar notaba la voluminosa presencia de su mujer, que lo miraba porque le complacía ver cómo le aleteaba el bigote cuando roncaba, como una bandera al viento, decía. Pero en aquel vacío no presentía a nadie. Sin embargo, había un bulto bajo la lona.
«¿Qué demonios es esto? —pensó—. No ha muerto nadie. Todavía». Dio un paso adelante.
No había manera de decir si la abultada lona escondía un bulto hecho un ovillo, que sin duda no respiraba, o si aquello sólo era una ilusión creada por la tela. Se inclinó hacia la masa del suelo. Olía a aceite, polvo y arpillera. Harry extendió la mano, sosteniendo la linterna en la otra, hacia el fardo. Sus dedos agarraron un buen trozo de tela. Tiró despacio hacia él, resoplando y boquiabierto, el basto material pugnaba por seguir en su sitio. Harry tiró con más fuerza. «No es un cuerpo, gracias a Dios».
Cuando consiguió retirar la lona quedó a la vista el tesoro que escondía: un lienzo enrollado, un cuadro.
Harry acercó más la luz. «Y ahora ¿qué? —pensó—. Es el… bueno, no me lo puedo creer…»
Harry no daba crédito. No era de extrañar que el informador telefónico le dijera que estaría interesado. Lo estaba, aunque también perplejo. Aquello no tenía ningún sentido. Era incapaz de asimilar aquella visión: acababa de verlo salir rumbo a Roma y ahora lo tenía allí delante, enrollado. Lo supo en el acto, sólo por la parte que quedaba visible en la parte superior: era la Anunciación de Caravaggio. Lo desenrolló más.
«¿Qué coño está pasando? El cerebro no me da para tanto. ¿Qué dijo el del teléfono? —Harry se pellizcó el caballete de la nariz, la linterna parpadeando—. Mierda. Vale».
Se agachó y envolvió el cuadro en la lona. Con él bajo el brazo reanudó la marcha pegado a la pared. La pila de la linterna empezaba a fallar, y Harry apretó el paso, intentando sujetar el rollo sin apretar tanto como para agrietar la pintura. Entonces vio la puerta.
Dejó la linterna en el suelo y accionó el picaporte. La puerta se abrió dócilmente, pero el viento se la arrebató en el acto y la estrelló contra la pared de fuera con un estruendo metálico.
Fuera no había luz. La lluvia seguía cayendo suavemente de un cielo bajo y plomizo, y Harry se adentró en ella, protegiendo con su cuerpo la obra de arte que llevaba en brazos. «¿Dónde coño voy a encontrar un taxi? —se preguntó—. Y ¿por qué coño digo tantos tacos?»
Acurrucado, enfiló la calzada flanqueada por almacenes.
Harry Wickenden estaba calado hasta los huesos. A sus encogidos pies se estaba formando un charco del agua que le chorreaba de la gabardina. Parecía un sabueso empapado, más mustio aún que de costumbre.
El reducido personal del turno de noche lo miraba confuso.
—Ponme con los Carabinieri —pidió Wickenden entre estornudos—. Y con el museo. Ahora mismo.
En menos de una hora Elizabeth van der Mier y Barney, el conservador, se hallaban en la tercera planta de New Scotland Yard, entre las mesas idénticas, iluminadas por idénticos flexos sinuososos, de la diáfana oficina. Cuando entraron, Wickenden estaba hablando por teléfono. Les señaló el cuadro, que descansaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados contra el respaldo de una silla. La dura luz de la lámpara sobre la superficie del lienzo deslumbraba. Harry sostenía el teléfono entre la cara y el hombro.
—¿… que no lo perdieron de vista un momento? Vaya, eso me tranquiliza, pero ¿cómo explica que lo tenga yo delante ahora mismo? ¿De veras? No me… bueno, comprendo su posición, pero… está bien. En fin, lo haré, sí. De acuerdo. Vale.
Harry colgó el negro teléfono. El cable en espiral se había hecho un nudo durante la conversación. Se dirigió a los recién llegados.
—Eran los Carabinieri. Pero primero díganme, ¿qué opinan de esto?
Los ojos de los aludidos no se habían apartado un segundo del cuadro desde que habían entrado.
—Es falso, ¿no? —preguntó alguien de la comisaría mientras Barney se paseaba alrededor del cuadro, ahora extendido sobre una mesa. El silencio era absoluto.
—Pues claro que es una puñetera falsificación —explotó Van der Mier.
—Ya basta, señora Van der Mier —dijo Wickenden—. Todos estamos algo nerviosos, y a nadie le hace gracia esto. Pero… ¿está segura?
—Sí, pero ¿qué demonios está haciendo aquí? —La directora estaba en jarras, la piel enrojecida en la nuca, donde una fina película de humedad le enmarañaba unos mechones.
—Eso me gustaría saber a mí —admitió Harry al tiempo que daba un paso adelante.
—Pero ¿quién lo informó? —Van der Mier iba arriba y abajo, mirando el cuadro.
—También me gustaría saber eso —hablaba a paso de tortuga, como de costumbre, lo cual no hacía sino aumentar el enfado de la directora, al igual que su costumbre de no mirar a los ojos de la persona con quien hablaba. El bigote se le erizó—. Con todo, agradecería la palabra de un experto. —Hizo hincapié en la última palabra.
—Estoy confuso, inspector. ¿Es que el Caravaggio que robaron no está otra vez en la iglesia a la que pertenece? —preguntó Barney sin levantar la vista del cuadro.
—Es curioso que me lo pregunte. Precisamente estaba hablando por teléfono con nuestros amigos italianos. Los Carabinieri aseguran que el Caravaggio original estuvo con ellos en todo momento entre Londres y Roma y que ahora mismo se encuentra otra vez en la iglesia de Santa como demonios se llame, con perdón, sano y salvo. Les encantará saber que los Carabinieri están hasta arriba de trabajo y no, no nos van a mandar a nadie para que examine este cuadro, que, a todas luces, guarda relación con el caso. No nos atosiguen con más información, no nos mareen con datos, cabrones estirados. Al parecer tienen un montón de cosas entre manos y están más que satisfechos con pasar este lío al montón de los casos cerrados. Esto es lo que hay. Bueno, no. Esto es una puta mierda, con perdón de la expresión. No sé qué se considera una feliz conclusión allí, pero ellos venga a atiborrarse de espaguetis o lo que quiera que coman y yo aquí empantanado con un Caravaggio que a mí me parece el original, así que debe de ser una copia puñeteramente buena, lo que significa que este caso huele más a podrido que Dinamarca o como sea la puta metáfora. —A Harry le faltaba el aliento, y se apoyó en una mesa para que su enardecimiento no desfalleciera—. Entonces ¿qué? Quiero hablar con Simón Barrel.
—Barrow —lo corrigió Barney.
—Me importa una puta mierda cómo se llame, con perdón. Quiero la opinión de un experto. Yo no sé mucho de arte, pero sé que éste no es un cuadro ruso del siglo XX, así que no sean tiquismiquis. Pónganme con Barrow.
—Ya lo llamo yo —se ofreció Van der Mier mientras abría su móvil plateado. Pulsó una tecla y se llevó el aparato al oído.
Wickenden miró a la directora enrojecido y con una sonrisa a medias. ¿Tenía a Barrow entre sus contactos habituales? La directora contactó con él.
—¿Hola? ¿Profesor Barrow? Soy Elizabeth van der Mier, del… sí. Escuche, sólo queríamos confirmar lo que dijo usted del Caravaggio… sí, bueno, eso es lo que yo pensaba… pero lo cierto es que el inspector Wickenden quería… no, no se preocupe. Se lo prometo. Gracias, profesor…
Harry le quitó el teléfono de la mano.
—Con su permiso.
Se llevó el teléfono a la oreja.
—¿El profesor Simón Barrel? Sí, Barrow. Vale. Lo cierto es que acabamos de recuperar un cuadro que está en la oficina de New Scotland Yard y parece exactamente igual que el Caravaggio cuya autenticidad confirmó usted. Veamos, ¿está usted absolutamente…? Sí, lo comprendo. Por favor, cálmese, profesor. No, no está usted implica… no. Es sólo que éste parece bueno. Si pudiera… si pudiera… perdóneme, si pudiera decirnos si ésta… réplica, vale, se hizo teniendo delante el original, pues… naturalmente que no tiene usted… pero le agradeceríamos su colabo… de acuerdo, gracias. Bien, eso sería estupendo. —Cerró el móvil y se lo devolvió a su dueña, que tenía cara de pocos amigos—. Gracias por su colaboración y por su teléfono, señorita Van der Mier. He de resolver un caso. No me gustan los cabos sueltos. Termino todos los crucigramas que empiezo, incluido el del domingo, de lo contrario por la noche no duermo. Y créame, es mejor que duerma toda la noche de un tirón. Señorita Van der Mier, ¿qué opina usted de esto?
Elizabeth apoyó la barbilla en el puño, el codo en su brazo izquierdo, doblado por delante del pecho.
—Está muy bien hecho. No sé si pasaría las pruebas, pero sin duda parece… Barney, ¿a ti qué te parece?
Barney seguía agachado ante el lienzo.
—Tiene una pinta estupenda, pero hay un montón de artistas que son brillantes copistas. Tendría que llevármelo al laboratorio para determinar si se tomó la molestia de reproducir correctamente los detalles químicos… pero creo que he resuelto el misterio.
—¿Y eso? —Wickenden se había echado dos sobrecitos y medio de azúcar en su taza de té preferida, de flores, y trataba de doblar el sobre medio vacío para reservarlo para la próxima taza. Sin embargo lo único que consiguió fue desparramar todo el azúcar por la mesa.
—¿Qué? —Elizabeth se echó hacia adelante.
Barney sonrió.
—Todo el mundo estaba tan preocupado con el cuadro que a nadie se le ocurrió mirar la parte de atrás. Es fácil que los árboles no dejen ver el bosque. Miren. —Le dio la vuelta al lienzo y quedó a la vista una pulcra pegatina de quita y pon, de un blanco resplandeciente, que ponía: «Christie’s, lote 34».
—No me lo… —Elizabeth no pudo acabar la frase.
—Es el cuadro que le desapareció del piso a aquel americano, Grayson. —Harry estaba de pie, las manos llenas de azúcar en sus estrechas caderas—. Kirsty —su secretaria alzó la cabeza—, ponme con Christie’s. Ahora mismo.
—Es tan perfecto que, para colmo, te paga —le dijo al oído Daniela a Gabriel. Entonces vio al camarero, que sonreía educadamente, con un boli en la mano.
—Vamos a tomar los dos el pulet des Landes con salsa de trufa —dijo Coffin mientras el camarero de chaleco negro asentía.
—Excelente elección, señor.
—Es el mejor pollo que he comido en mi vida. Llamarlo pollo es como decir que el David de Miguel Ángel es una piedra. —El camarero sonrió al retirarse—. Y feliz cumpleaños, amore —susurró Daniela—. Mi joven cuarentón…
El Ivy, posiblemente el restaurante más solicitado del mundo, era un hervidero de suaves murmullos, nunca ásperos, pero siempre animados a medida que transcurría la velada bajo la sonrisa insinuante del reloj. La noche intentaba espiar por las vidrieras, pero los magníficos rincones del restaurante proporcionaban una sensación de insularidad tal que hacía que las celebridades volvieran una y otra vez en busca de sus comodidades, a salvo de cámaras, y que los plebeyos se sintieran patricios.
Coffin se volvió hacia la hermosa mujer que compartía con él la mesa, su cabello como encendidas hojas de arce ante un sol poniente, pensó. Daniela llevaba un vestido negro de tirantes con un nuevo collar de zafiros en su cuello suavemente bronceado. Los ojos de Coffin siempre se sentían atraídos por la elegancia de su clavícula, esos delicados huesos que van del hombro al pecho y poseen una belleza insuperable en el bello sexo.
—Uno ha de encontrar el modo de retrasar o sublimar la inevitable crisis de los cuarenta —dijo Coffin con una sonrisa—. Estar contigo es el mejor regalo de cumpleaños que podría desear.
A Gabriel le gustaba especialmente la pequeña peca que Daniela tenía justo encima del labio superior, apenas perceptible salvo en la intimidad. Se inclinó y la besó.
El camarero regresó con una botella de champán que sirvió en copas aflautadas translúcidas, deteniéndose justo antes de que se saliera la espuma.
Coffin alzó la copa y miró a los ojos a la criatura de cabello oscuro y rizado que tenía a su izquierda.
—Congratulazioni, Daniela. Ahora que te has librado de ese molesto encierro y vuelves a estar en brazos de tu amado, ¿qué piensas hacer?
Vallombroso sonrió con picardía…
—Y aparte de eso —comentó Coffin risueño.
—Pues vengarme —contestó ella—. Pero gracias a ti… Eres bastante brillante, ¿sabes?
—Te he echado de menos más… más de lo que querría reconocer. Sin ti estaba… en fin, mi cabeza es como un colador, pero las piezas importantes nunca se cuelan.
—Entonces ¿soy una pieza?
—Eres la reina —repuso Gabriel, y bebió un sorbo de champán.
—¿Es ésta otra de tus analogías con el ajedrez? La última vez que hablamos yo era la buena ladrona.
—Me temo que sí. Mi psicoanalista dice que nunca superé perder ese torneo de ajedrez y que he reprimido el deseo de realizar el sueño de mis padres.
—Pero ¿no tenías diez años?
—Sí. Mis días de gloria quedan bastante atrás. De todas formas el backgammon es más seguro. Y nunca he creído en los psicoanalistas. Es sorprendente que los frecuente tanto.
—Suelen tener razón un alarmante tanto por ciento de las veces —reflexionó Daniela—. Por ejemplo, probablemente te habrán señalado el hecho de que tus padres fallecieron el trigesimocuarto aniversario de su boda, cuando tú tenías treinta y cuatro años, y lo relaciona con la fascinación que te produce el hecho de que la tragedia ocurriera el día tres de abril, el cuarto mes del año, entre las tres y las cuatro de la tarde.
—¿Por qué…? ¿Te importa si…? —Los labios de Coffin se crisparon.
Daniela posó su mano en la de él.
—Lo siento, Gabriel. Pero es malo… quiero ayudarte, bueno… porque te quiero…
Coffin esbozó una sonrisa forzada.
—Naturalmente, estoy seguro de que tienes razón, acerca de lo de… También es la edad que tú tienes ahora, si mal no recuerdo. Las coincidencias no existen.
—Salvo en ocasiones.
Coffin guardó silencio, y Daniela apartó la vista y escudriñó la lujosa sala verde. Después volvió a mirar a Coffin, pero no a los ojos.
—A menudo me pregunto qué tienen los matemáticos y los que son excepcionalmente buenos jugando al ajedrez —comentó.
Los ojos de Daniela pasaron al camarero, que se había detenido con un carrito junto a su mesa. Descubrió una fuente que contenía un pollo entero, casi negro, bañado en láminas de trufa. Acto seguido introdujo un cuchillo entre la pechuga y el hueso, la clavícula, pensó Gabriel, y dispuso la perfecta carne en un gran plato blanco.
—Creo que es una combinación de lógica y previsión. Hay que anticipar cada posible movimiento de cada pieza del tablero e idear un contraataque. Hay que ser un obsesivo compulsivo. Mantiene el cerebro en forma. Mmm, y acuérdate de dejar sitio para el bizcocho con crema de caramelo.
El camarero dejó los rebosantes platos ante Daniela y Gabriel y se marchó elegantemente.
—Sea cosa del ajedrez o no, siempre necesito montones de diagramas con flechas de colores para organizar el golpe, así que no tengas tan buena opinión de mí. Hace falta ser un verdadero genio para planearlo todo en la cabeza.
Daniela sonrió y asintió.
—Respecto a la venganza…
—¿Sí? —Gabriel ensartó otro pedazo de carne.
—Ya sé que en la Biblia hay ejemplos para todo… —añadió Daniela mientras se llevaba a la boca un trozo de pollo. Gabriel la miró sonriendo.
—Lo sé.
—Pero según la ley judaica: ojo por ojo, diente por diente…
—… pero…
—… pero ¿es inherente a la naturaleza humana la venganza o ha evolucionado la naturaleza humana para aceptarla? Ya sabes, el concepto de venganza incluso aparece en el código de Hammurabi y en…
—… Mateo 5:38.
—… y en Mateo 5:38. ¿Cómo es que recuerdas eso?
—Venga ya, ése es fácil. Además, ya te lo he dicho: recuerdo las cosas importantes. Como tu cumpleaños…
—Bueno ¿qué opinas?
—¿Qué opino? Que la gente está programada para actuar de una forma determinada. No hace falta más que observar a los individuos y conocer su cultura y su sociedad para deducir sus comportamientos y, en consecuencia, uno se puede adelantar a ellos.
»Hay instintos animales con los que nacemos y, según el entorno en el que vivimos, nuestros instintos están programados. Ése es el gran secreto. Si puedes recabar información sobre la vida de alguien mediante la observación y la investigación y si puedes inferir cómo su entorno y sus experiencias afectarán a la persona en cuestión, entonces puedes predecir tanto su acción como su reacción.
—Me acabas de desvelar tu secreto, ¿eh?
—Llevo años dando conferencias sobre él, pero no creo que nadie le preste atención: trazar el perfil del ladrón y del instigador. Así es como capturo a mi presa. —Gabriel finalizó la frase arponeando teatralmente un trozo de carne. Luego prosiguió—: Pero no hay nada perfecto. Nunca me río hasta salir airoso. He visto bastantes películas… El cuento de la lechera… ya sabes. —Comió un pedazo de carne. Expresó su deleite en inglés—: Dios, este pollo es una puta pasada.
—¿Quieres que hablemos en inglés? Necesito practicar. —Daniela sonrió, hablaba inglés con un fuerte acento—. Me gusta cuando dices tacos. Pareces más real.
—Lo siento —respondió él con la boca llena—. Prefiero hablar con corrección.
—Pero me gusta que también puedas ser un bruto. Ser inteligente todo el rato no es interesante. —Bebió un sorbo de champán—. A propósito, nunca he entendido por qué te gusta usar esas citas cuando trabajas, por así decirlo. Es bastante melodramático y hace pensar a la gente…
—Por eso las uso. Sé cómo funcionan ambas caras de la moneda. Crear un falso perfil protege al inocente.
Daniela se paró a pensar un instante.
—Muy inteligente. Pero ¿qué te hace pensar que eres tan inocente?
—¿Yo? Yo soy un santo.
—No en la cama —sonrió la mujer—. Me alegro de que no seas uno de esos religiosos…
—¿… integristas?
—Sí, integristas religiosos. —Daniela dio un bocado—. Mmm, así aprendo vocabulario. Integrista… —Daniela le guiñó un ojo—. Siempre hay que ir un paso por delante.
—O más, si es posible.
—Por eso te encanta tu trabajo, ¿a que sí? La mente delictiva es tu ajedrecista rival.
—Una forma de expresarlo un tanto tosca, pero estoy seguro de que tienes razón. Si fuésemos más allá podrías decir que lo hago para impresionar a mis padres, después de que los decepcionara en mi tempestuosa juventud.
—Estoy segura de que están sobre una nube en alguna parte, encantados con lo que haces. Lo sé. La revancha es la mejor venganza.
Gabriel se echó a reír.
—¿Qué?
—Lo siento. Tu inglés es estupendo, pero a menudo me olvido de que… no puedes decir «la revancha es la mejor venganza».
—¿Por qué no?
—No sé. Suena raro. «Revancha» y «venganza» significan lo mismo.
—Me estás tomando el pelo.
—Cierto. Tengo una cita mejor: «No hay venganza peor y más duradera que el pesar».
—¿Es otra de tus citas bíblicas…?
—No, ésta es de cosecha propia.
—Estoy impresionada. —Daniela levantó la copa y la entrechocó con la de Gabriel—. Y este pollo es una puta pasada.
—Verá, señor Grayson, no hemos establecido la relación que hay entre el cuadro que usted adquirió y el que acabamos de recuperar de Caravaggio, la Anunciación. Pero hemos determinado que el cuadro que usted creyó comprar, el suprematista anónimo que figuraba como lote 34 de Christie’s, era falso. Sé que esto le va a sorprender, sobre todo al ser Scotland Yard quien le informa. Tenga por seguro que usted está fuera de sospecha. Sólo queremos mantenerle informado. Un experto ha dictaminado que el falso Caravaggio que encontramos se hallaba debajo del cuadro que usted compró. Sí, eso es. Alguien, posiblemente los ladrones, utilizó productos químicos para cubrir el falso Caravaggio. No, no podemos decir por qué ni por qué lo abandonaron. Es evidente que el falso Caravaggio no era lo que esperaban encontrar debajo… eso es. Me temo que no se lo puedo decir. Pero el lienzo es el mismo, con la etiqueta y el número de serie de Christie’s por detrás, y todavía hay restos del cuadro suprematista sobre el Caravaggio.
»Es un buen lío, sí, pero le garantizo que la situación está controlada. Sí. Sí, claro. Verá, el caso al que fui asignado era otro del que no puedo hablar, pero me he hecho con parte del caso del Caravaggio robado, ya que cuando me hallaba en plena investigación conseguí recuperar el Caravaggio robado. Es una larga historia, pero basta decir que le agradecemos su… sí. La cosa es, señor Grayson, que nadie reclama este falso Caravaggio, así que técnicamente el cuadro es de su propiedad y le será devuelto. He consultado a Christie’s y usted adquirió legalmente la obra, aunque me temo que ésta ya no tiene el aspecto que tenía. Christie’s me lo explicó en lenguaje sencillo, pero yo soy un oso de poco cerebro y las palabras largas me fastidian. Sí, como Winnie the Pooh. Es como si comprara un coche que usted creía rojo y al final resultara que debajo lo habían pintado de azul… Sé que suena raro, pero… sí. Bueno, no estoy seguro de cuándo… No puedo revelar nada más de la investigación, no… pero el caso se considera resuelto por parte de quienes presentaron cargos… eso es, la iglesia de la que lo robaron, así que el caso está cerrado. Me temo que tendré que vivir con un final feliz para un delito sin resolver. Aunque esto me provoca indigestión, yo no soy quién para quejarse. Y menos a usted, señor, tiene razón… El cuadro le será devuelto en breve. Gracias por su comprensión, pues.
Wickenden colgó. Se miró la mano derecha, el trocito de grafito que se le quedó bajo la piel cuando Frank Scheib le clavó sin querer un lapicero en clase, a los siete años. No se le había salido, y a él le gustaba fijar la vista en él cuando necesitaba pensar.
¿Acababa de responder su propia pregunta? A veces tener que explicarse cristaliza las ideas y separa el oro de la arena. Tuvieron que ser los ladrones quienes retiraron la espantosa pintura suprematista del lienzo y dieron con el falso Caravaggio. Pero no les debió de gustar lo que encontraron, ya que parecían haberlo abandonado. Entonces ¿qué esperaban encontrar?
El teléfono sonó. Harry apartó la mirada de la herida del lápiz y lo cogió.
—¿Diga? Por amor de Dios, Irma, estoy pensando. ¿Qué? Esto… no sé. ¿Cuánto? Vale, pues… bien… —Tocó el tubito de plástico naranja que llevaba en el bolsillo de la gabardina. Oyó las pastillas dentro. Se sacó la mano del bolsillo—… un cartón de leche desnatada y pan integral de trigo… escucha, sé que no te gusta la malta… tengo trabajo, Irma… dentro de un rato. A las siete, ¿de acuerdo? Yo… yo… yo también a ti.
Colgó el teléfono. ¿Por dónde iba? Ah, sí. ¿Quién sería el informador? El ladrón no, eso seguro. ¿Qué había sacado el ladrón de que la policía encontrara el cuadro? Ello sólo engordaría el caso y haría que la policía estuviese más cerca de capturarlo. Ni en la pintura ni en el cuadro había huellas indebidas. A menos que se tratara de una pista falsa. Pero ¿quién se tomaría tantas molestias? ¿Y después de que la recuperación y devolución del Caravaggio original robado apareciera en todos los periódicos…? Y el informador debía de saber que devolverían el cuadro a la persona a la que se lo robaron, el tal Grayson. ¿Qué demonios había pasado?
Bizot y Lesgourges estaban en casa del último, sentados en el suelo. A su alrededor, cual minas, había recipientes de comida china con sobras, además de dos botellas de vino, una vacía y la otra a la mitad. Se apoyaban en un viejo sofá de piel negra. La cúpula luminiscente de los Inválidos los miraba por la ventana, a través de la noche estrellada.
Al cabo de un buen rato Bizot habló de nuevo:
—Yo es que…
—Bizot —Lesgourges levantó un dedo—, si la tal Delacloche confirmó que el cuadro que encontramos en la caja fuerte de la Galerie Sallenave era el Blanco sobre blanco de Malevich que habían robado de la Sociedad Malevich, ¿por qué sigues dándole vueltas al caso? ¿Es que no has hecho tu trabajo hasta que se presenten cargos, si es que se presentan?
Bizot reflexionaba mientras contemplaba la oscuridad.
—Sigo pensando que se nos escapó alguna pista…
—… encontramos bastantes pistas, Jean. Emprendimos la caza y dimos con el tesoro.
—Eso es lo que me molesta. Seguimos cada una de las pistas que nos proporcionaban, tal y como era de esperar. Ésa es la china que tengo en el zapato. Era de esperar y nos manejaban como a marionetas.
—Pero decidimos que intentaban hacer una declaración de intenciones, no quedarse con el cuadro —razonó Lesgourges.
—Ésa es otra china en el zapato. No les gustaba la espiritualidad de Malevich, así que intentaban hacer una declaración de intenciones. Pero ¿a quién?
Lesgourges se encendió un purito con un chisporroteo del encendedor.
—¿A qué te refieres con «a quién»?
—Me refiero —Bizot trató de levantarse para dotar de dramatismo a su discurso, pero cambió de opinión y permaneció apoyado en el sofá, en el suelo—. Me refiero a que nada ha cambiado. Le hemos ocultado esto a la prensa, así que los únicos que saben que este asunto ha ocurrido son la policía y la Sociedad Malevich. Y en lugar de proporcionarles el altavoz público que los ladrones querían, es posible que la sociedad ni siquiera presente cargos.
—Pero, Jean…
—Somos como niños pequeños: nos animan a que descubramos la respuesta correcta de un modo que parece una revelación personal cuando habría sido imposible que falláramos.
Guardaron silencio una vez más.
—¿Más gambas con salsa de alubias negras? —ofreció Lesgourges—. ¿No? Bueno, pues me las terminaré yo.
Comió callado. Los dos se acomodaron más contra el sofá.
—He estado pensando… —empezó Lesgourges.
—Mala señal.
—Y he investigado algo por mi cuenta, creo que no te lo he dicho. Sobre el recuadro del grabado de Durero. —Lesgourges cambió de posición el trasero—. Se llama «cuadrado mágico», que es un término matemático que define un grupo de números uniformemente distribuidos en el cual la suma de las filas, las columnas y las diagonales da el mismo número.
Bizot estaba impresionado.
—¿De dónde has sacado todo eso?
—De internet.
—Mmm.
—Éste en concreto se denomina «cuadrado mágico de orden cuatro» porque todos los grupos de cuatro números contiguos suman el mismo número. Existen 86 combinaciones distintas de cuatro números en ese cuadrado en particular, todas las cuales suman 34.
—Asombroso.
—Al parecer el grabado, Melancolía I, aborda la lucha intelectual de un genio consciente de que lo es al racionalizar el empirismo de la ciencia y la imaginación del arte en el mundo secular. La progresista ciencia elimina el elemento místico de la fe, y el artista lamenta esa pérdida.
—No es que suene…
—… lo sé. Es una cita sacada directamente de… de internet.
—Mmm —dijo Bizot—. Así y todo estoy impresionado.
—Al parecer los otros dos grabados de la serie de Durero podrían formar parte del mismo tema, racionalizar el progresismo de la ciencia con el respeto místico que inspiran la religión y el arte. El caballero, la muerte y el diablo trata de esa lucha desde un punto de vista moral, mientras que San Jerónimo en su celda la muestra desde una perspectiva religiosa. Y todo eso está en internet, que es lo que tienen los ordenadores hoy en día. Como mi viejo profesor solía decir: «La salvación está en la lectura». Pero nunca lo escuché.
—Todo esto es muy interesante, pero, como solía hacer Sherlock Holmes, tenemos que entrar en el cerebro de quienes queremos atrapar, pensar como ellos lo harían. Y no me imagino a esos vándalos estudiando historia del arte.
—La verdad es que no destruyeron nada, Jean…
—No —lo interrumpió Bizot—. Pero si estamos tratando con iconoclastas, estamos tratando con unos burros. No se han molestado en entender por qué el cuadro de Malevich es como es. No es que yo afirme entenderlo, pero sé lo bastante para saber que la diferencia de opinión no da derecho a destruir. Ellos reaccionan porque va en contra de su doctrina. Opinan basándose en la estética, no en el contenido, y su opinión es que no se debería permitir que nadie tomara su propia decisión respecto al cuadro. Lo hicieron desaparecer. —Hizo una pausa para tomar aliento—. No creo que haya un motivo subyacente por el que escogieran Melancolía I para llevarnos hasta el cuadro robado.
—¿Crees que hay motivo de peso por el cual Durero escogió un cuadrado mágico con el número 34 como clave? —Lesgourges miraba por la ventana—. Leí que algunos expertos piensan que Melancolía I es la reacción de Durero a la muerte de su madre y que existe una relación entre su madre y el número 34. Pero no me acuerdo del resto.
—Para la gente reflexiva siempre hay una razón para todo. Así que sí, creo que Durero tenía una razón. Pero estos delincuentes no. Melancolía I sólo satisfizo sus necesidades, pero de un modo superficial, porque tiene números. No se trata de resolver el rompecabezas filosófico, sino de resolver el literal: lo que vemos en la superficie, no cómo interpretamos lo que vemos. Esa gente sólo piensa por encima. —Hizo una pausa—. Y ¿cómo te ha dado por leer tanto? Ya sabes que no apruebo que te cultives.
—Si de alguna manera Sallenave tiene la culpa, o está relacionado con los ladrones, ¿cómo te explicas su colección de arte? —respondió Lesgourges—. No lo que hay expuesto en la galería, sino lo del piso particular.
Bizot gesticuló en el aire.
—Ése es el arte que se supone que hay que tener. Si uno es un coleccionista de grabados serio y rico tiene que tener a Rembrandt y a Durero. No estoy diciendo que esos delincuentes no admiren la belleza y la maestría de un artista; lo que digo es que es lo único que admiran. Al contemplar el Blanco sobre blanco de Malevich lo primero que le viene a uno a la cabeza no es un despliegue supremo de destreza artística. El ignorante diría: «Eso podría hacerlo yo, pues menudo despliegue de maestría», y no se plantearía por qué se hizo o que esa reacción es precisamente lo que quería provocar el artista.
—¿Crees que nos hemos equivocado? —preguntó Lesgourges—. Es decir, ¿con todo el equipo?
Permanecieron callados.
—Sí. —Silencio—. Vamos, que no me gusta —continuó Bizot, los breves y gruesos brazos cruzados—. Es demasiado fácil. Y no me gusta sentirme utilizado. Hay demasiados cabos sueltos cuando no hay ninguno. Todo fue demasiado perfecto, y la verdad no es tan nítida. Tienen que haber cometido algún error, y voy a encontrarlo. Puede que el caso esté cerrado, pero yo aún no he terminado.
Silencio.
—Hoy se me ocurrió una cosa —dijo Lesgourges—, aunque ya no importa. La última pista que necesitábamos, Melancolía /, la que nos llevó a descubrir que la combinación de la caja fuerte era 34 siete veces… Bueno, pues el grabado estaba en la tercera planta del edificio del número 47 de la rue de Jérusalem. 347. ¿Crees que es simple coincidencia?
Bizot miró a su amigo y luego volvió a centrarse en la ventana.
—Al parecer las coincidencias no existen.