Capítulo 30

A la mañana siguiente el departamento de Conservación estaba lleno de espectadores con los nervios más o menos crispados. Harry Wickenden tenía los ojos como dos bolsitas de té Earl Grey y el bigote inusitadamente mustio. No se había atado el cordón del zapato izquierdo, que, arrastrado por el suelo, había hecho nuevas amistades en forma de trocitos de hoja, pelusilla blanca y un largo cabello negro. Sin embargo él no se daba cuenta, y aunque no hubiera sido así, tampoco le habría importado. Su cabeza hacía tictac, más como una bomba que como un reloj, tamizando la confusa información que había ido recabando en el caso.

Nada de lo que había descubierto lo había preparado para encontrarse con un Caravaggio robado recientemente. Llamó en el acto a la primera persona que le vino a la cabeza, ya que sabía que los Carabinieri andaban buscando el cuadro: Gabriel Coffin. Coffin se puso en contacto con el carabiniere que llevaba el caso, alguien llamado Risotto o algo por el estilo, que a su vez telefoneó a Wickenden. Ariosto, eso. Ariosto dijo que depositaba su confianza en Coffin para que representara a los Carabinieri en Londres. Sólo enviarían a sus hombres si se verificaba la autenticidad de la obra.

Vaya suerte —de lo más curiosa— para los Carabinieri, dijo Ariosto en un inglés con un fuerte acento. Últimamente la fortuna no le había sonreído en Italia y, sinceramente, estaba hasta arriba de trabajo con la reciente desaparición de una estatuilla de Giacometti de una residencia romana y con el famoso salero de oro de Benvenuto Cellini, que se creía en Italia después de que lo hubieran robado del Kunsthistorisches Museum de Viena. Ariosto se alegraba de haber recuperado el Caravaggio y no parecía querer oír la explicación de cómo había ido a parar a la National Gallery of Modern Art de Londres, oculto bajo un falso Malevich recién comprado que habían robado del museo y luego recuperado tras pagar un rescate.

Ni siquiera preguntó si algún experto había certificado que el cuadro era original. Eso fue lo primero que se le pasó por la cabeza a Harry cuando oyó que lo habían encontrado debajo de un Malevich falso. ¿Quién podía afirmar que el Caravaggio no era falso también? Tal vez se hubieran topado con un magnífico trabajo realizado por un talentoso estudiante de Bellas Artes sobrado de tiempo. La lección que Harry había sacado de ese caso era no dar crédito a sus ojos. Lo cual le recordó la cita del jueves siguiente con el doctor Mixter, su oculista, que a su vez le recordó que el día 20 tenía que ir al podólogo. Harry sacudió la cabeza.

El Caravaggio ciertamente parecía auténtico, en su opinión, lo cual no era decir mucho. Parecía estar hecho por la misma mano que las obras que él había visto cuando su mujer lo llevó a rastras a la National Gallery, en Trafalgar Square. La tarde anterior, después de todo el revuelo, se había informado sobre el artista.

«Sí —sopesó Harry—, a mí me parece un Caravaggio. Pero ¿yo qué demonios sé?»

—¿Cree usted que es el auténtico, doctor Coffin? —preguntó Harry.

Gabriel Coffin se hallaba a su lado y miraba al profesor Simon Barrow, frente a él en la sala. El profesor llevaba una chaqueta a cuadros marrones, verdes y rojos, y unos pantalones negros, lo cual le hacía parecer un tanto excéntrico. Sudaba a mares. El blanco cabello se le enmarañaba en la nuca, y tenía ambas manos en los bolsillos del pantalón.

—Es bueno —repuso Coffin—, pero preferiría ceder la palabra a nuestro experto, el profesor Barrow.

En la habitación, junto con Wickenden, Coffin y Barrow, también estaba Elizabeth van der Mier. Los ojos de Coffin descansaban en ella como si tratara de leerle el pensamiento. La directora no acababa de decidir si quería sentarse o seguir de pie. Le daba igual cualquiera de las dos cosas, al parecer lo que habría querido era tirarse por la ventana, «directora de museo defenestrada», ése sería el titular al día siguiente, imaginó Coffin risueño. Probablemente le resultara preferible a enfrentarse al consejo de administración en la segunda reunión extraordinaria en lo que iba de semana.

La conversación que Van der Mier había mantenido la noche anterior con Geneviève Delacloche le había confirmado lo que se temía. Si Delacloche sospechaba que el cuadro que habían adquirido en Christie’s ya era falso, seguro que lo era, ¿no? Ello explicaría por qué había un Caravaggio debajo.

Sin embargo el lienzo de la Sociedad Malevich había desaparecido en París. No parecía existir una relación con el Caravaggio. Ése no podía ser el cuadro de la Sociedad Malevich, claro que no. Delacloche lo habría reconocido. La autenticidad del Blanco sobre blanco de la Sociedad Malevich que había desaparecido había sido confirmada hacía tiempo. Pero todo aquello era demasiada coincidencia. A Delacloche no se le ocurría nada mejor sobre lo que estaba pasando, pero su información complicaba la cosa y, por algún motivo, hacía sentir mejor a Van der Mier. Las víctimas tienden a unirse.

—¿Cómo se tomó la noticia lord Harkers? —susurró Wickenden.

Elizabeth se sacudió el ensimismamiento.

—Lord Harkness se mostró extremadamente educado por teléfono —contestó—. Hizo gala del aristocrático autocontrol que yo le suponía, pero que no me esperaba. Lo imaginé clavándose alfileres en el muslo mientras escuchaba tranquilamente. O, lo más probable, clavando alfileres en una muñeca hecha a mi imagen y semejanza. Según mi experiencia, inspector, los aristócratas no son más amables ni comprensivos que los demás, sólo se les da mejor disimular lo que de verdad piensan.

Wickenden ya había hablado con Barney. Al parecer los rumores que circulaban por el departamento de Conservación estaban en un error. Los conservadores del museo habían dicho que habían sabido por los conservadores de la Tate Britain, que habían sabido por los de la Wallace Collection, que lord Harkness andaba escaso de dinero y corría el peligro de perder su casa solariega. Por lo visto no era así, aunque ahora bien podría serlo después de haber aflojado 6,3 millones de libras sin que se viera recompensado por otra cosa que no fuera el millar de disculpas de Van der Mier. Debido al proverbial chismorreo entre los departamentos de Conservación, a éstos los habían bautizado como departamentos de Conversación. Wickenden sabía a quién preguntar. «Pero no des siempre crédito a lo que oigas», se recordó. Y ahora, por lo visto, tampoco podía dar crédito a sus ojos.

Barrow se limpió el cuello con un pañuelo morado de cachemir que devolvió al bolsillo superior de la chaqueta sólo para volver a sacarlo al instante. Se inclinó hacia el cuadro y luego hacia atrás.

Gracias a los esfuerzos de los conservadores y a la composición química de la capa superior de pintura, fácil de retirar, el cuadro aparecía ahora al descubierto. No quedaba ni rastro del falso Malevich que enmascaraba los tonos oscuros, sombríos del Caravaggio, un derroche de chiaroscuro, la luz surgiendo de la oscuridad. Atrajo todas las miradas: las de Van der Mier, Wickenden, Barney, Coffin. Todos esperaban a oír las palabras de Barrow.

Coffin guardaba silencio. «En muchos aspectos —pensó—, es lo contrario de Malevich. Un cuadro completamente blanco es luz sobre luz, sin una pizca de sombra u oscuridad».

—Las dimensiones son 140 x 94 cm, es decir, 12,4 x 20 cm menos que las dimensiones oficiales del Caravaggio, pero se ve que han recortado el cuadro —afirmó Coffin.

—¿Por qué haría alguien eso? —preguntó Van der Mier.

—Es demasiada coincidencia intentar sacar un cuadro con las mismas dimensiones que uno que acaban de robar —replicó Coffin—. Resulta habitual reducir los cuadros robados. Por desgracia, a veces el recorte elimina partes esenciales de la obra. Afortunadamente en este caso no había figuras en los márgenes de la Anunciación, sólo más fondo negro. Pero, como puede ver, el borde se acerca peligrosamente al hombro derecho de la Virgen.

—¿Significa eso —empezó a decir Wickenden— que pintaron el falso Malevich sobre este Caravaggio para sacarlo clandestinamente de Italia?

Todos se volvieron a mirarlo.

—Brillante, Harry —aprobó Coffin.

—Tiene sentido. Es lógico. Me refiero a que así es como yo lo sacaría del país. Si es que no me importaran un pito las obras de arte.

—Pues menos mal que no le importan, inspector, de lo contrario los Caravaggios del mundo desaparecerían. —De repente Elizabeth estaba impresionada.

—¿Le apetece un vaso de agua, profesor Barrow? —Coffin miraba a Simón, que aún resoplaba delante del Caravaggio, con el rostro enrojecido.

—No, no, estoy bien —repuso, desviando la mirada—. Y es auténtico, es el original. Estoy seguro.

—En ese caso llamaremos a los Carabinieri para informarlos.

«El profesor ha tardado bastante», pensó Wickenden. Miró a Elizabeth: no sabía qué decir, supuso. Ésa era una buena noticia para aquella iglesia de Roma y para los Carabinieri, pero a Van der Mier debía de importarle un bledo, dada la situación. Harry trataba de imaginar la relación que existía con el Malevich robado. Y si esa falsificación con el Caravaggio debajo era el mismo cuadro que se vendió en Christie’s, ¿por qué Christie’s no había visto lo que había sido tan evidente para los expertos del museo?

—¿Puedo irme? —preguntó Barrow, vacilante.

—Sí —contestó Van der Mier—, naturalmente. Gracias por venir.

Barrow se fue sin más. Coffin, sonriendo, lo siguió con la mirada.

—Saben —se lamentó Elizabeth—, pensaba que estábamos estrechando el cerco, respondiendo a las preguntas que se planteaban. Pero, después de la conversación que mantuve con la señorita Delacloche, tenemos un montón de preguntas nuevas. Ni siquiera sé por dónde empezar.

—¿Por qué cree que un Caravaggio robado estaba debajo de un Malevich robado?

—Muy acertado, doctor Coffin —convino Wickenden—. ¿En qué piensa, señora Van der Mier?

—Sólo intento ordenar mis ideas. No puedo dejar de pensar que éste no es el cuadro que compramos en Christie’s. Si hubiese habido algo raro en la subasta, la señorita Delacloche y yo nos habríamos dado cuenta. O sea… ay, no sé. Si lo cambiaron, ¿fue entre la subasta y cuando lo entregaron al museo? ¿O nos dieron el cambiazo los ladrones?

—Lo cual significaría que son más que unos simples ladrones. También son falsificadores —pensó Coffin en voz alta.

—Pero ¿por qué pintar la falsificación sobre un original de Caravaggio robado? —inquirió Elizabeth.

—Creo que o son unos completos ineptos o todo esto forma parte de un plan a gran escala. Tiene que ser una de dos porque, de lo contrario, lo único que nos queda es la casualidad —replicó Wickenden.

—¿Sacó usted algo en claro de la conversación que sostuvo con la señorita Delacloche, inspector? —quiso saber Elizabeth—. Ella me dijo que también hablaría con usted.

—Intentó ser de ayuda, pero no sabe gran cosa. Al parecer, el detective francés que se ocupa de lo suyo, del cuadro que ha desaparecido de la sociedad, tampoco ha tenido suerte, el inspector Beezo, o algo así. También me dijo que no habla inglés, así que reunirme con él sería como darme cabezazos contra una pared.

—Bueno, eso es alentador —suspiró la directora.

—No se preocupe, señora. No dejaré piedra por remover.

—No es mucho más alentador —suspiró ella de nuevo.

A la mañana siguiente dos carabinieri llegaron al museo. Coffin, Wickenden y Van der Mier los pusieron al tanto de lo ocurrido, y ellos se marcharon en un coche blindado con el Caravaggio.

Esa misma semana el Caravaggio volvió a ocupar su sitio sobre el altar de Santa Giuliana en Trastevere, esta vez afianzado al muro y cubierto por un cristal no reflectante, a prueba de balas y con alarma. La mayoría de los feligreses no se había percatado de que había desaparecido.

—Gabriel, no puedo evitar pensar que has tenido algo que ver con esto —decía Claudio Ariosto por teléfono desde su espartano despacho de Roma.

—Ojalá pudiera llevarme el mérito, Claudio. —Coffin hablaba por el móvil frente a la sección de quesos del departamento de alimentación de Harrods—. Medio kilo de stinking bishop, por favor.

—Che hai detto?

—Lo siento, Claudio, estaba hablando con el quesero. Me has pillado comprando. Estaba siguiendo varias pistas, una a través de Vallombroso y dos mías, pero esto jamás se me habría ocurrido, la verdad. Fue una suerte de lo más tonta que asignaran el caso a un viejo amigo, Harry Wickenden, y él me permitiera seguir su investigación.

—Extraordinario. Y aunque he de admitir que siento curiosidad, me da igual cómo pasó. Me encantaría saberlo, pero esto ha venido como caído del cielo y, como decís vosotros, a caballo regalado no se le mira el diente. En caso de que…

—… pues claro, Claudio. En caso de que averigüe algo más te lo haré saber. Pero me da que va a seguir siendo un misterio.

—Mientras, puedo añadirlo al montón de casos resueltos e informar al coronel Pastore de que se ha solucionado. No puedo pedir más.

Coffin pagó y se apartó del imponente expositor de quesos, en la mano una bolsa verde de Harrods.

—He de preguntarte algo de parte de Vallombroso…

—… ya he hablado con Turín. Aunque no fueron sus actos los que llevaron a la devolución del cuadro…

—… que tú sepas.

—… que yo sepa. Te noto reticente, Gabriel.

—No puedo comprometer a mis contactos, pero…

—En cualquier caso, a salir con la condicional. Hemos…

—… conozco la letra pequeña, Claudio. Es una buena noticia. Agradezco tu ayuda.

—Estoy seguro de que será ella quien la agradezca. Bueno, te dejo con tu queso. Ciao e grazie.

«Ya era hora», pensó Coffin, y se metió el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. Por fin. Se paró mientras sus ojos recorrían el espectáculo brillante, fluorescente que se extendía ante él. Se aclaró la garganta antes de hablar.

—Diez trufas, por favor. Y dos pastelitos de chocolate.

—Michelangelo Merisi da Caravaggio nació en la localidad de Caravaggio, cerca de Milán, en 1571. Sí, Fiona, Milán es de donde viene Prada. Y bien, ¿alguna pregunta seria, pequeños míos?

El profesor Simón Barrow blandía su entusiasmo ante un grupo de estudiantes aturdidos, descontentos, apáticos y demasiado enrollados en una sala forrada en terciopelo verde de la National Gallery de Londres. Al menos eso era lo que él pensaba de ellos. Treinta y tres zoquetes, y un profesor.

—En 1584 entró como aprendiz del pintor milanés Simone Peterzano… no, no hace falta escribir el nombre correctamente para aprobar, Manolo… se trasladó a Roma en 1588, donde trabajó en el estudio del Cavaliere d’Arpino como especialista en pinturas de frutas y flores. En la década de los noventa Caravaggio se ganó el mecenazgo de cardenales adinerados, influyentes y dados a desenfrenadas orgías homosexuales, que no es que haya nada de malo en eso, si es lo que a uno le va. Entre esos cardenales se contaba el cardenal Del Monte, su principal patrocinador.

»Con ayuda de sus mentores, Caravaggio empezó a recibir importantes encargos de iglesias. Sin embargo su estilo, tremendamente naturalista, y su radical interpretación de las escenas bíblicas representadas, le acarrearon el rechazo de muchos sacerdotes, que consideraban que sus obras eran «indecorosas», que básicamente quiere decir que no era lo que esperaban a cambio de su dinero. Esos rechazos acabaron siendo lucrativos para Caravaggio, ya que compradores privados le quitaron de las manos esos cuadros y le dieron más dinero del que le ofrecían los sacerdotes.

Barrow iba arriba y abajo ante una hilera de óleos sombríos, en chiaroscuro, todos ellos del artista en cuestión.

—La vida de Caravaggio se vio salpicada de encontronazos con la policía, violencia y dramas. No sólo no tenía alumnos, a diferencia de la mayoría de los artistas de la época, sino que amenazaba con matar a quienes emularan su estilo. En mayo de 1606 mató a un rival en un duelo, al parecer por un partido de tenis, aunque lo más probable es que se tratara de una pelea entre dos pandillas callejeras, y Caravaggio debía de ser un belicoso miembro de una de ellas. —En este punto Barrow ofreció un torpe despliegue de movimientos de esgrima para ilustrar la historia. Algunos estudiantes se rieron, pero ninguno dejó de prestar atención—. Fue herido de gravedad mientras manejaba la espada y huyó de Roma para evitar que lo acusaran de asesinato. Trabajó en Nápoles hasta que lo encarcelaron por pelearse con un alcalde. Escapó de la prisión y pasó un año en Sicilia, en 1608. En 1609, cuando regresó a Nápoles, unos sicarios lo atacaron y desfiguraron, dejándole el rostro irreconocible.

»Mientras esperaba el indulto del papa por el homicidio de 1606, Caravaggio abandonó Nápoles en junio de 1610 y fue arrestado, por error, en Port’Ercole… sí, a eso se llama tener mala suerte, aunque la verdad es que la estaba pidiendo a gritos. En una ocasión amenazó con matar a un camarero de su taberna preferida porque no le gustaba cómo cocía las alcachofas, así que no es que fuera precisamente afable. Después lo soltaron pero, mientras estuvo detenido, sus únicas posesiones se quedaron en el barco en el que iba. Para entonces el barco y las posesiones, incluidos algunos cuadros, ya se hallaban a varias jornadas de viaje de allí. Caravaggio emprendió viaje por tierra para recuperarlas, pero por el camino contrajo unas fiebres malignas y murió. Nunca supo que le había sido concedido el indulto poco antes.

Barrow estaba absorto en la historia, cada vez más acelerado, el rostro cada vez más rojo, girándose a menudo para gesticular como un loco señalando los cuadros que tenía detrás.

—Pero no deberíamos compadecernos de él… así que quita esa cara de pena, Nadja… ya que fue él mismo quien se buscó esa vida de enfrentamientos, y su personalidad la que la cultivó. El credo de Caravaggio estaba grabado en la empuñadura de su espada, que llevaba a sabiendas de que era ilegal: «Sin esperanza, sin temor». Como vosotros, vehementes jóvenes, diríais, un macarra, ¿no? Aunque su vida fue tumultuosa y su arte escandaloso, fue uno de los pintores más revolucionarios e influyentes de la historia del arte.

Al principio no reparó en que los tres tipos del traje oscuro se hallaban al fondo de la sala, esperando. Cuando llamaron su atención, su discurso se fue ralentizando hasta detenerse.

—A la sala siguiente, hijos de los copos de maíz. Andando. Más tarde tendréis tiempo de sobra para bajaros música ilegal mientras liáis porros y veis la tele. Perlas, hijos míos. Tengo perlas de sabiduría, fragmentos de sapiencia con los que, acumulados, corréis el riesgo de volveros inteligentes. Los tengo para dároslos a cambio de la modesta suma de vuestra matrícula y vuestra atención. Pero supongo que esnifar pegamento y olisquear pechos es un pasatiempo más interesante.

Todos los estudiantes estaban pendientes de sus palabras, pero ello no parecía frenarlo. Se detuvieron delante de un gran cuadro que ocupaba una pared entera, con dos figuras a tamaño real.

—1534. Los embajadores, de Hans Holbein. Si alguno de vosotros, melones, hubiera trabajado en casa lo sabría. Pero eso es como pedirle a un mono que deje de hurgarse la nariz y escriba Hamlet. Nathan Donne, ¿te estás enterando?

»Los cuadros guardan secretos. ¿Por qué estudiamos arte? O más bien la pregunta sería: ¿por qué os hablo de arte con el pobre convencimiento de que asimilaréis todo cuanto diga? Porque estoy firmemente convencido de que las grandes obras de arte encierran verdades universales sobre la condición humana. Tanto si el artista es consciente como si no, éstas pinturas reflejan pasiones. Historia política, social, artística, literaria, religiosa, filosófica, psicológica, emocional… todo está ahí. ¿Que queréis amor, sexo y muerte? Pues eso es lo que hay, caray, en estos cuadros. Los secretos quedan atrapados como animales en un foso de brea, pugnando por zafarse, llamándoos a vosotros, los observadores, los estudiantes, como los destellos del oro de un tesoro enterrado. Así que, membrillos, asid la mano que se os tiende.

—¡Estamos escuchando! Enséñenos algo de una vez —dijo alguien entre el grupo de estudiantes.

—Muy bien. Holbein era el pintor de corte del rey Enrique VIII de Inglaterra, el gordo ese que tuvo muchas mujeres. ¿Sabéis por qué estaba como una foca? Tenía una terrible enfermedad de la piel, de cuyo nombre no puedo acordarme, que le producía unas desagradables costras en las piernas, con lo cual le resultaba doloroso caminar. Así que lo tenían que llevar a cuestas, y esa falta de ejercicio fue la causante de que, digámoslo así, se ensanchara. Pero ésa es otra historia. Holbein era flamenco, como recordaréis, con muchísima suerte, de las clases sobre pintura del Renacimiento del norte de Europa, así que su estilo debería resultaros familiar. ¿Os acordáis de Van Eyck? Bueno, pues este cuadro también está lleno de simbolismos alegóricos.

«Aún están ahí —observó Barrow—, pero no se han movido. Sólo están ahí plantados. ¿Qué demonios quieren ahora? Mierda, mierda, mierda».

—El cuadro fue un encargo de los dos caballeros que aparecen a ambos lados de esa mesa con dos niveles atestada de extraños instrumentos musicales y científicos. El tipo de la izquierda era el embajador político francés; y el de la derecha, el embajador religioso, dos buenos amigos que representaban a Francia en la corte de Enrique. A primera vista es un retrato doble que conmemora la amistad, pero hay muchas más cosas ocultas. Hay que fijarse más.

»La mesa central tiene dos niveles. El superior contiene instrumentos para medir el cielo: un astrolabio, un globo celeste, un telescopio, etc. El inferior contiene instrumentos terrestres, tanto musicales como de medición: un globo terráqueo, un libro de cánticos y ¿qué es ese instrumento bulboso? Sí, Cathal, gracias por tu aportación. En efecto, es un laúd. Así que el cuadro se divide en lo celeste y lo terrestre, el cielo y la tierra. Pero ése no es el verdadero tema del cuadro, sino tan sólo un medio para transmitir algo. Acercaos al cuadro y observad las cuerdas del laúd. ¿Lo veis? Una de las cuerdas está rota. Si tocaseis ese laúd, sonaría mal, discordante. Por tanto, en el ámbito terrestre reina la discordia. ¿Veis adonde quiero ir a parar?

—¡No! —exclamó alguien.

—Bueno, pues entonces cierra el pico. Discordia en la tierra, paz en el cielo. Tal vez necesitemos otra pista. La partitura ha sido identificada como una composición de Martín Lutero. Urska, ¿quieres probar a ver si adivinas el tema del cuadro, basándote en las pistas mencionadas?

Urska miró de hito en hito el cuadro. «Tiene unos ojos preciosos», pensó Barrow. A continuación la mirada de éste se centró en el fondo de la habitación. «Mierda». Urska habló:

—¿No fue Enrique VIII el que se separó de la Iglesia católica y fundó la Iglesia anglicana, o algo así? Entonces, a ver… como Lutero también se estaba separando de la Iglesia católica por esa época, puede que el cuadro trate de que en la tierra reina la discordia debido a pequeños detalles del cristianismo, pero que en el cielo todo va bien. El problema es la interpretación del cristianismo en la tierra.

Barrow sonrió.

—Pues tienes toda la razón. ¡Bravo! Te has ganado una galletita. Ése es exactamente el tema del cuadro, pero antes de que os vayáis a comer comida basura y fumar porros, la obra nos tiene reservado un truco más. Quiero que miréis ese borrón blanco y curvo que hay debajo de la mesa, en medio del cuadro. No parece que sea nada, ¿eh? Bueno, pues ahora quiero que os mováis a la derecha, a la izquierda del cuadro, y os fijéis bien en esa forma blanca.

Los estudiantes se movieron en bloque a la derecha, despacio, dibujando un arco frente a la pared del cuadro, los ojos clavados en la amorfa masa blanca del centro. La extraña forma situada en la parte inferior del cuadro poco a poco se reveló una perfecta calavera blanca.

—Joder —dijo Nathan en medio de un mar de exclamaciones similares—. Es guay.

—Joder, sí. A eso se le llama ser elocuente. Se trata de un truquillo denominado «anamorfosis». Holbein es especialmente listo, ya que juega con su propio nombre, que significa «hueso hueco» o «calavera». La anamorfosis es un truco geométrico mediante el cual una forma se pinta de tal modo que sólo se distingue desde un ángulo extremo. La mancha blanca es una calavera de perfectas proporciones. Se cree que el cuadro estaba expuesto en un pasillo estrecho, así que uno se acercaría a él por la izquierda, en un ángulo desde el cual la calavera parece informe. Si uno camina ante el cuadro y luego se da la vuelta la calavera se ve. Es un memento mori, algo que nos recuerda que todos moriremos, así que sed buenos, religiosos y todo lo demás. Así, caminar ante el cuadro refleja la propia vida: al principio no se piensa en la muerte, pero cuando uno se acerca al final de la vida, la cara de la muerte se sitúa justo a la espalda, lo mira a uno desde detrás…

Barrow se interrumpió al ver a los del traje abandonar el fondo de la sala y dirigirse hacia él.

—Bueno, creo que por hoy basta, membrillos. Os veo… hasta la próxima.

Los estudiantes se alejaron. Barrow respiró hondo y dio un paso hacia los tres hombres.

—Caballeros, ¿en qué…?

—Sólo es esto —dijo uno de ellos, Barrow no estaba seguro de cuál. Le entregaron un sobre—. Para usted.

Barrow miró el abultado sobre y tragó saliva.

—Si es una mano cortada, me sentiré muy decepcionado.

Ellos no sonrieron. El profesor miró su rostro y luego miró el sobre. Lo tomó en sus manos húmedas, enrojecidas y lo abrió. Estaba lleno de billetes de veinte libras. Barrow lo cerró deprisa y cerró los ojos. Respiró profundamente.

—Gracias, caballeros.

—Con un caluroso saludo y el sincero agradecimiento de nuestro jefe. —Dieron media vuelta y se fueron despacio. Barrow echó un vistazo a su alrededor y se metió el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Nadie había visto nada. Luego palpó con la mano aquel bulto sobre el corazón.

Después giró la cabeza y vio Los embajadores. La calavera parecía devolverle la mirada. «¿Qué demonios miras?», pensó Barrow. Se alejó del cuadro y se encaminó a la salida.

Lucía una sonrisa, pero era como si llevase una corona de espinas.