Capítulo 29

Bizot y Lesgourges se plantaron delante de los tres grabados que adornaban la pared del dormitorio de la tercera planta de la Galerie Sallenave. Bizot se hallaba a la derecha de Lesgourges. Desde el otro lado de la habitación, guardaban un asombroso parecido con una «b» minúscula. Ambos se inclinaron a la vez para examinar el tercer grabado.

—Un martillo, un cepillo, un compás… todas ellas herramientas que utiliza un carpintero. —Lesgourges no daba crédito a sus propias palabras—. ¿Cómo era la cita?

Bizot estaba mudo de asombro. Abrió torpemente la libreta y pasó las páginas hasta dar con el pasaje:

—«Quien trabaja en madera tira la cuerda de medir, lo marca con el lápiz, lo ejecuta con los cinceles, lo marca con el compás. Hace así como una semejanza de hombre, de un hombre bello, para que habite en una casa».

Miraron el texto garabateado que sostenía Bizot, el grabado de la pared y de nuevo la agenda.

Se hizo un largo silencio.

Bizot se acarició la barba.

—Estoy seguro de que es esto.

—Sin duda, es lo único que he visto que parece estar relacionado con el pasaje. —Lesgourges supo estar a la altura del momento—. Claro que esto echa por tierra todas nuestras presuposiciones, pero…

—Ha de ser esto. ¿Tú ves lo que yo veo?

Lesgourges miró el grabado. Luego se puso a observar.

—Sí.

Ambos tenían la mirada clavada en lo mismo: un recuadro con dieciséis cuadrados más pequeños, cada uno de los cuales contenía un número entre el uno y el dieciséis.

—La combinación está aquí.

Silencio.

—Jean —dijo Bizot—, creo que es cosa tuya.

Los dos amigos permanecían cruzados de brazos, el ceño fruncido, los ojos entrecerrados, el cuello adelantado.

—Dios, odio los números. Mi cerebro no funciona en términos racionales —confesó Bizot—. La respuesta ha de estar aquí. La tenemos delante, escondida bien a la vista. Esos cabrones nos han dado un acertijo.

Respiró hondo.

—Empecemos por el principio. —Bizot se puso de puntillas—. Alors… et puis ensuite… ¿Qué tenemos? Un cuadrado de cuatro por cuatro con dieciséis cuadrados de menor tamaño. Cada uno de los cuadrados más pequeños contiene un número que va del uno al dieciséis pero no en orden. Si se lee de izquierda a derecha, en la fila superior pone: 16, 3, 2, 13. En la de debajo: 5, 10, 11, 8. Por debajo de ésa: 9, 6, 7, 12. Y la fila inferior: 4, 15, 14 y 1.

16 3 2 13
5 10 11 8
9 6 7 12
4 15 14 1

—Necesitamos siete números, entre el cero y el cincuenta para la combinación de la caja fuerte. Y ahora ¿qué?

Lesgourges miró arriba y a la izquierda. Cuando pensaba solía apoyar un dedo de la mano derecha en la oreja del mismo lado. Era su «botón para pensar», como le gustaba decir a él. Lo estaba apretando.

—Yo diría que estamos delante de los siete números que necesitamos, sólo que no sabemos cuáles son. Ha de existir un patrón, un orden para leer los números del cuadrado. Por ejemplo, si fuese un patrón sencillo, como dos diagonales, la solución sería… veamos… 3, 11, 12 y 16, 10, 7 y 1. O si fuese un patrón serpenteante, tal vez la combinación fuese 4, 9, 5, 16, 3, 10, 6. Pero las combinaciones de siete números en un esquema de cuatro por cuatro no resultan satisfactorias. No está claro, mientras que todas las demás pistas encajan a la perfección. —Lesgourges dejó de hablar y se puso a recitar los números que se le pasaban por la cabeza—. ¿Crees que hemos de intentar solucionarlo ahora mismo? Es decir…

—Me lo he planteado. Sería más fácil pensar en el despacho, y podríamos preguntarle a más gente. Pero ha costado bastante conseguir la orden de registro, y si nos marchamos de aquí sin pruebas irrefutables, con sólo más pistas, puede que hayamos perdido la oportunidad. Cuando queramos conseguir otra orden, en caso de que lograra sacársela, Courtil ya habrá vuelto del sur. Viniendo aquí otra vez nos arriesgamos a alertar a los ladrones, que podrían esfumarse. Puede que quieran demostrar algo, y puede que nosotros recuperemos el cuadro, aunque son ladrones, no mártires. No querrán que se les coja. Creo que deberíamos quedarnos aquí y dar un do de pecho. Tiene que haber un principio unificador. De lo contrario nos estamos agarrando a un clavo ardiendo. Basándonos en las otras pistas, la respuesta debería ser evidente, fácil de ver. Sólo que todavía no sabemos cómo debemos mirar… ¿Qué? Jean, ¿qué es?

Lesgourges miraba fijamente el cuadrado.

—Tu as trouvé quelque chose, Jean? ¿Qué es?

Lesgourges sonrió.

—Dame… dame… sólo… un momento.

Bizot miró a Lesgourges, el cuadrado y nuevamente a su amigo.

Qu’est-ce qu’il y a?

—Mira la fila de arriba.

Bizot se echó hacia adelante y entrecerró los ojos: 16, 3, 2, 13.

—¿Tienen algo en común? —preguntó éste impaciente—. ¿Qué se supone que he de hacer con ellos?

El entusiasmo de Lesgourges se transmitía a sus palabras:

—Contemplar las estrellas nos ha impedido ver las constelaciones. Es más sencillo de lo que pensábamos. —Hizo una pausa y se llevó un dedo a los labios. Luego sacudió la cabeza, risueño—. Súmalos.

—¿Que los sume?

—Venga.

—16 más 3, 19; más 2, 21; más 13, 34 —farfulló Bizot.

—Ahora la de abajo.

—5, 10, 11, 8… 5 más 10 más 11, 26; más 8, 34.

—Y la siguiente.

—9, 6, 7, 12… 9 más 6 más 12… 34.

Lesgourges sacudió la cabeza una vez más.

—Todo está en la forma de mirar. Ahora las filas verticales.

Bizot contó en voz baja.

—Todas suman 34.

—Es obvio una vez que dejas de ver y empiezas a mirar. Creo que tenemos algo.

Bizot no se lo podía creer: ¡la solución era muy sencilla! Había estado pensando demasiado. Se tapó los ojos con una mano para recuperar la objetividad. Mientras los tenía cerrados se le ocurrió una idea.

—Espera un segundo. —Bizot clavó la vista en el grabado—. Todas las filas y las columnas de cuatro números suman 34… Pero, mira los números que forman grupos de cuatro, como abajo a la izquierda: 9, 6, 15, 4. También suman 34. Y ahí hay otro, justo en el centro: 10, 11, 6, 7. 34. La suma de cuatro números contiguos cualesquiera es 34. Ya tenemos el número.

—El único problema —empezó Lesgourges—, no es que quiera desanimarte, es que la combinación que buscamos tiene siete números.

Merde —espetó Bizot.

—Es posible —aventuró Lesgourges, hablando muy despacio— que el pasaje de la Biblia nos dé otra pista, una que no hemos considerado que lo fuera, pero que ahora podría tener sentido.

Bizot se puso a hojear la libreta.

—Tiene que haber… a ver, 34… pero 1… aquí está. Nos han dado tres citas bíblicas. Está la que había escrita junto a la caja fuerte, la que suena más prometedora. Pensé que sólo querían reírse de nosotros, pero tal vez… aquí: Salmos, capítulo 71, versículo 15: «Proclamará mi boca tu justicia, todos los días tu salvación, porque no conozco su número». Espera ¿podrían ser los números del capítulo y el versículo de cada cita?

—No. La Cobb-Rauptmann sólo llega hasta el cincuenta, así que Salmos, capítulo 71 no puede ser. —Lesgourges volvió a probar con su dedo para pensar—. Ese pasaje no tiene pinta de ir a ayudarnos.

Malheureusement. El siguiente era el que nos indicaba este grabado, Isaías 44:13: «Quien trabaja en madera tira la cuerda de medir, lo marca con el lápiz, lo ejecuta con los cinceles, lo marca con el compás. Hace así como una semejanza de hombre, de un hombre bello, para que habite en una casa».

—Ése sólo servía para traernos hasta aquí. Tampoco parece prometedor.

Bizot siguió pasando páginas.

—La primera cita, con la que empezamos, era Crónicas II 34:7: «Y después de haber derribado los altares y las columnas y de haber roto y desmenuzado las esculturas y destruido todos los ídolos por la tierra de Israel, se volvió a Jerusalén». No suena…

Lesgourges agarró por el brazo a Bizot.

—Espera, Jean.

—¿Qué?

—¿Cuáles has dicho que eran el capítulo y el versículo?

Bizot consultó la libreta:

—Esto… capítulo 34, versículo 7.

Los amigos se miraron.

34:7.

Bizot lo vio claro.

—Me estás tomando el…

—Tiene sentido, ¿no?

—Hay que probar. —Bizot cerró la libreta.

—Pero si nos equivocamos, ¿no saltará la alarma?

—Venga ya, Lesgourges, ¿dónde están esos arrestos franceses?

Bajaron la escalera con brío y fueron recogiendo a los agentes de paso.

Jean-Jacques Bizot, Jean-Paul Lesgourges y cinco agentes aguardaban nerviosos en la primera planta de la Galerie Sallenave, formando un bulto ridículo bajo el tapiz. La falsa pared dejaba a la vista la gran caja plateada.

—Si te equivocas dos veces —advirtió Lesgourges— sonará la alarma.

—Sólo tenemos que acertar a la primera —razonó Bizot, disimulando que se le quebraba la voz. La caja parecía mirarlos fijamente. Bizot extendió los dedos.

—Inspector, ¿está seguro de esto? —preguntó un agente.

Bizot retiró la mano.

—Pues claro que estoy seguro. Estoy bastante seguro. Estoy…

—… ahora estoy absolutamente seguro —lo interrumpió Lesgourges, en su alargado rostro una sonrisa cada vez más ancha.

—Et alors?

Lesgourges movió la cabeza de un lado a otro.

—Mira lo que pone en la caja.

Todos los ojos se centraron en ella: Cobb-Rauptmann en gruesas letras plateadas.

—Y bien —prosiguió Lesgourges, casi sin aliento—, ¿qué ponía en la pared de la Sociedad Malevich?

Bizot y Lesgourges se miraron y el primero sonrió:

—CR347… No me lo puedo creer.

—Cobb-Rauptmann, CR; y la combinación, 34 siete veces. —Lesgourges soltó el aire—. Los ladrones nos dieron el nombre de la caja fuerte y la combinación para abrirla.

—¡Menudos capullos! —Bizot se volvió hacia la caja y esbozó una amplia sonrisa. Sus enguantados dedos asieron la rosca y, con unos chasquidos cada vez más satisfactorios, la fueron girando hacia el primero de siete 34.