Capítulo 28

Bizot y Lesgourges, además de dos agentes de policía, esperaban en una furgoneta gris en la calle de la Galerie Sallenave, la rue de Jérusalem. Veían la entrada de la galería por el retrovisor. En la misma calle, en algún punto situado detrás de ellos, oyeron cerrarse la puerta de otra furgoneta. En el espejo aparecieron tres figuras que, acto seguido, desaparecieron en el callejón que había junto a la galería. Bizot miró a ambos lados de la rue de Jérusalem y musitó: «On y va». Los cuatro hombres salieron del vehículo y cruzaron la desierta calle.

La Galerie Sallenave era un edificio neoclásico de cuatro plantas que había sido renovado a conciencia con detalles modernos. Pese a la alternancia de frontones picudos y redondeados sobre las ventanas y de las volutas de los aleros bajo el tejado de pizarra, una nueva puerta principal hecha de un bloque macizo de madera de arce, ribeteada en acero, y las cámaras de seguridad remitían a la época actual.

Bizot llevó a sus hombres al callejón que había a la izquierda de la galería y los condujo hasta la puerta de servicio. Lesgourges iba detrás, vestido con una gabardina caqui comprada expresamente para la ocasión que lucía con el cuello subido y oculto tras unas gafas de sol Vuarnet a pesar de que el día estaba nublado.

El callejón tenía el asfalto de un gris apagado y a ambos lados se veían cubos de basura dispuestos en fila. Lesgourges le dio un codazo a Bizot:

—Jean, ¿dónde está la avanzadilla?

Bizot se llevó un dedo a los labios y respondió con un violento «shhh».

—Tu vas voir.

Un agente vigilaba la entrada del callejón mientras el otro entraba por la puerta de servicio. Ya dentro, la avanzadilla estaba cerrando los maletines. Había un ascensor a la izquierda y una puerta que daba a la galería a la derecha.

Bizot le dijo en voz baja a Lesgourges:

—Han abierto con una ganzúa y desconectado la alarma, y ahora van a manipular el circuito cerrado para que no se nos vea.

—Qué rápido. ¿Cómo lo hacen?

—Yo qué… no hagas preguntas tontas.

—Vale.

—Y no toques nada.

—¿Acaso he tocado algo?

—No, pero no lo hagas.

—¿Es que tengo pinta de ir a tocarlo todo?

—Tú limítate… shhh. —Bizot encendió su linterna y pasó por delante de Lesgourges, que seguía boquiabierto. Los otros policías se dispersaron por la planta baja.

La galería era austera y blanca. Las molduras y las chimeneas de mármol eran los únicos elementos decorativos de las, por lo demás, vacías salas. Cada estancia era pequeña e íntima, los paneles de madera pintada de blanco se veían interrumpidos tan sólo por grabados expuestos con discretos marcos negros e iluminados por un aplique ahora apagado. Las linternas bailoteaban por las oscuras habitaciones. Una fina película de luz turbia se colaba por las tablillas de los postigos echados.

Lesgourges no veía su reflejo en el cristal que resguardaba los grabados. Vidrio no reflectante, antirrayos ultravioleta, observó. Como el que él utilizaba para sus grabados y su Picasso en Armagnac.

Cada grabado tenía una pequeña cartela al lado, sólo una etiqueta, sin explicaciones. Lesgourges reconoció algunos nombres, pero sus conocimientos de la historia del arte sólo eran producto de arrebatos esporádicos de autodidacta. Goltzius, Marcolini, Rembrandt, Durero, Wierix, Piranesi, Van Veen… Había oído hablar de Rembrandt, Durero y Piranesi, lo cual no quería decir que fuera capaz de identificarlos si los veía. Los otros le sonaban, pero quedaban muy lejos de sus conocimientos.

Los precios sí provocaron algo en Lesgourges: admiración. Admiración por lo que él no tenía, el gusto del ancien régime y dinero manchado con sangre azul, por el apellido Sallenave. El padre de Lesgourges era quien había hecho fortuna y adquirido el château y el viñedo, y sin duda Lesgourges tenía más dinero que muchos aristócratas del viejo mundo, pero ellos tenían lo que él no podía comprar.

Así que había aprendido por su cuenta lo mejor que había podido y todo cuanto había podido. Pero él seguía teniendo que probar, mientras que a ellos parecía salirles sin esfuerzo alguno. Lesgourges alcanzó a Bizot en la tercera sala.

—Jean —dijo Lesgourges—, ¿has visto algo que prometa?

—Pas encore.

—Yo tampoco. Hay grabados de Jesús, pero por ahora ninguno de José. Y tampoco veo carpinterías ni sarcófagos ni casetas.

Courage, mon ami —lo animó Bizot, los ojos recorriendo las paredes—. Cuando lo veamos, lo reconoceremos. Sea lo que sea.

Una vez peinada la planta baja, Bizot y Lesgourges subieron. El primer piso era un espacio amplio y diáfano con una mesa de cristal en un rincón y las paredes cubiertas de ricos tapices que también se encontraban a la venta.

Bizot se acercó al escritorio: impecable, el contenido dispuesto en perpendicular, todo en tonos negros y grises. Bizot asintió en señal de aprobación. Con una mano enguantada hojeó la libreta de direcciones, de piel negra, que descansaba en la mesa: Alpers, Bonavita, Chetcuti, Danks, Esterházy, Frei, Grayson, Hancock, Inzaghi, Janot, Kuznezov, Lalani, Marlais, Nikolova, Oyeyemi, Peretti… La cerró.

—Esto no promete —afirmó Lesgourges, que estaba en medio de la estancia, en jarras, mientras los agentes echaban un vistazo a su alrededor.

—Quiero ver el piso de arriba… —A Bizot lo interrumpió un grito.

—Ici, j’ai trouvé quelque chose!

Bizot cruzó la habitación. Un policía estaba arrodillado ante uno de los tapices.

Qu’est-ce qu’il y a? —Bizot se situó a su lado.

—Hay una falsa pared detrás de este tapiz.

Por lo que Lesgourges podía ver, el contorno de Bizot tras el tapiz parecía un deforme pegotón de arcilla atrapado bajo la tela, lisa y suelta. Bizot era como un contrafuerte debajo del enorme tapiz, que cubría una pared de la primera planta de la Galerie Sallenave. Bajo el tapiz, la pared estaba recubierta de madera pintada de blanco, pero en ella se podía apreciar un rectángulo. Bizot pasó la linterna por él. Era una falsa pared.

—Vamos a abrirla —anunció.

Dos agentes se aproximaron con herramientas. Uno se disponía a introducir un destornillador en la hendidura y hacer palanca, pero dio casualmente con el codo en la madera y el panel se abrió de golpe.

Detrás había una caja fuerte.

—Putain, merde, salaud, mon Dieu… —farfulló Bizot encantado.

Quest-ce qu’il y a? —Lesgourges se abría paso torpemente tras el tapiz.

—Una caja fuerte.

—Mmm.

—¿Qué es eso de «mmm»?

Dos de los agentes se miraron.

—Sólo quería decir que es interesante —repuso Lesgourges.

—¿Qué es interesante? ¿Qué otra cosa hay más interesante que esto?

—Pues… ¿te has fijado en el tema del tapiz bajo el que te encuentras?

—No.

—Mmm.

—Déjate de «mmm». ¿Qué es?

Lesgourges cruzó los brazos.

—Es una copia de los tapices que Bronzino creó para Cosimo de Medici.

—¿Y?

—Muestran escenas de la vida de José.

—Te refieres a…

—No a ese José, sino al del Antiguo Testamento. Con sus hermanos y la túnica, los sueños, el faraón y todo eso. Pero así y todo es un José. —Lesgourges estaba satisfecho consigo mismo.

—Mmm —contestó Bizot.

La caja ocupaba todo el hueco en el que se hallaba, que medía alrededor de un metro cuadrado y era bastante profundo. Lesgourges se agachó para verlo.

—Conozco la marca de la caja —aseguró éste, que siempre disfrutaba de los momentos en que la suerte le brindaba la oportunidad de quedar como un entendido—. Es una Cobb-Rauptmann.

Bizot asintió, impresionado, y se volvió hacia la caja: «Cobb-Rauptmann», escrito con una letra menuda y plateada.

—Eres de una ayuda inestimable, como siempre. Tremendamente perspicaz.

—Siempre estoy encantado de echar una mano.

—¿Te dice algo esa marca?

—Es la misma caja que la de mi château. Se dispara una alarma si introduces una combinación incorrecta dos veces. Tiene un código de siete dígitos. Derecha, derecha, izquierda, izquierda, derecha, izquierda, izquierda. Es el mejor modelo disponible. Y nadie me ha robado nada de la mía, aún.

—¿Y no será porque nadie ha intentado robarte nunca?

—Puede. Pero tal vez nadie haya intentado robarme porque tengo una Cobb-Rauptmann.

—Señor, ¿procedemos…? —les interrumpió un agente.

—Sí, procedamos —repuso Bizot aliviado—. Sí. Tenemos expertos en cajas fuertes, Jean. Ve a distraerte por ahí.

Lesgourges permaneció quieto un instante y luego se escabulló.

Bizot examinó la caja mientras los agentes sacaban fotografías. Aparte de la marca, en la puerta había un tirador de acero pulido y una rosca con cerradura de combinación situada en el centro con números que iban del cero al cincuenta.

Bizot sacó su libreta.

Lesgourges había vuelto abajo. Siguió el rumor de voces por tres salas y regresó a la entrada. Varios agentes habían abierto el ascensor de la izquierda. Después recogieron las herramientas y entraron. Lesgourges apretó el paso y se unió a ellos justo antes de que se cerraran las puertas.

El ascensor apenas era bastante grande para dos, y la presencia de Lesgourges no le granjeó las simpatías del resto. No era la primera vez que los acompañaba aquel amigo raro y engorroso de Bizot, y los agentes cuestionaban la utilidad y el provecho del que Bizot describía como un «ayudante especializado». Las puertas se abrieron en la segunda planta y los ocupantes del ascensor salieron.

Ante ellos se extendía un piso palaciego. Una profusión de elementos arquitectónicos, seleccionados con estilo, ornaba el modernizado interior. Una sutil iluminación en rieles contrastaba con el blanco espacio neoclásico. El granito moteado de cuarzo de las mesas reflejaba la luz, y en el suelo habían optado por la madera de arce. De las paredes colgaban grabados muy parecidos a los de la galería de debajo, pero sin etiqueta ni precio, y algunos con un marco espectacular. Justo enfrente del ascensor había uno de intrincada madera dorada, barroco, sinuoso y recargado, como una decorativa maraña de espinas o unas olas furiosas saliendo del mar. No albergaba cuadro alguno, tan sólo la pared vacía.

«Qué idea tan brillante —pensó Lesgourges—. He de hacerme con uno igual para casa».

Los policías se dispersaron para tomar fotos y Lesgourges se paseó sin más. Se sintió sobrecogido, presa de un ataque de envidia por el diseño de aquellos interiores. Sus pies lo llevaron a la cocina, que hacía gala del brillo y el lustre propios de lo nuevo.

«Maldita sea, tiene una cocina profesional de Viking —pensó Lesgourges al tiempo que ampliaba su lista mental—. Y su nevera es del tamaño de mi baño. Merde».

—Aquí hay algo más, señor.

Un agente llamó a Bizot, que se giró y acto seguido centró su atención de nuevo en la caja fuerte.

—¿Qué es?

El policía se inclinó e iluminó con su linterna la pared al lado de la caja. Había algo escrito en tiza. Al principio Bizot no lo vio. Luego entrecerró los ojos y las letras tomaron forma.

—No me lo… —suspiró.

Lesgourges se metió por un pasillo flanqueado por grabados de idéntico tamaño, tres a cada lado. Todos tenían el mismo marco y un foco apuntándoles desde arriba. Una disposición muy estudiada, pensó Lesgourges. Luego reparó en el contenido de los grabados.

Todos ellos mostraban exactamente la misma escena: el descenso de la cruz. Jesús, laxo y sin vida en brazos de Nicodemo, era bajado de la cruz. Vistas desde lejos, las figuras eran una silueta esbozada con trazos apresurados, una red de tinta si uno se acercaba, un mazacote de tinta si se alejaba, hechas de forma magistral. Sin embargo, cada grabado presentaba una ligera variación tonal, que iba de un gris claro desvaído, como si se hubiese formado niebla, a una oscuridad opresiva y cavernosa. Distintos estados del mismo grabado, pensó Lesgourges. Más valiosos aún. Luego se fijó en la firma, en la esquina inferior derecha de cada uno de ellos: Rembrandt.

«Pero ni un carpintero —observó Lesgourges—. Aparte de Jesús, claro está». ¿La madera y los clavos de la cruz? Qué ironía que en la ejecución del hijo de un carpintero se utilizaran herramientas de carpintero.

Al final del pasillo había una puerta. La abrió.

El esqueleto de una escalera metálica de caracol llevaba al descansillo del piso siguiente. La pared que había tras la espiral de escalones era de cristal esmerilado y permitía que entrara la claridad, a pesar de que fuera de la galería el día estaba nublado. La luz que pasaba perfilaba la escalera de tal forma que la hacía parecer una cadena retorcida de ADN. Lesgourges subió a la tercera planta.

La ocupaba en su totalidad el dormitorio principal. El gran espacio abierto resultaba desconcertante. Lesgourges se consideraba, según sus propias palabras, un «durmiente agorafóbico», y no se sentía cómodo a menos que se supiera rodeado de paredes. Aquella habitación era un vasto vacío oceánico. Un vacío con vigas y tragaluces inundado de haces de luz natural. Aparte de la cama, sólo había alfombras orientales y un biombo chino con grullas y templos pintados. Lesgourges se situó en el centro de la estancia, donde se hallaba la enorme cama de época con columnas, de madera de cerezo, que flotaba extrañamente en él, por lo demás, moderno interior, como un barco en mitad del mar.

El pasmo de Lesgourges no conocía límites. Jamás habría imaginado aquella modernidad de buen gusto de tan antiguo apellido. Gran parte de sus esfuerzos se habían dirigido a dotar de historia a su moderna prosperidad, a buscar el fundamento de su riqueza en la apropiación de un falso pasado. Él tenía predilección por el arte moderno, sin duda, pero eso era una cuestión de gusto personal. Cuando alguien acudía a su château de Armagnac él le decía que los retratos medievales de la pared eran los de sus antepasados. La gente no tenía por qué saber, razonaba él, que los retratos los había comprado su padre junto con la propiedad.

Pero Sallenave, se maravillaba Lesgourges, Sallenave tenía tanta naturalidad, tanta sprezzatura. «Es el cortesano ideal. Su nobleza es intrínseca, por eso puede lucir este manto púrpura de modernidad con gusto, preparar un cóctel con pasado y presente, con lo mejor de ambos».

Lesgourges sacudió la cabeza.

—¿Usted qué opina, señor? —le preguntó el agente.

Bizot sonrió.

—Es otra referencia bíblica. Empiezo a intuir un tema.

La linterna del policía alumbró un pequeño círculo, a la derecha de la caja fuerte, donde alguien había escrito con tiza: «SAL7115».

—Gracias a un espléndido acto de previsión por mi parte —Bizot sonrió— me he traído una Biblia. La he robado de un hotel. —Al momento recordó que aquél no era el agente que conocía el chiste. Los gruesos dedos de Bizot hojearon la pequeña Biblia de papel tan fino que el texto se transparentaba, hasta resultar casi ilegible. Encontró lo que buscaba—. Esto cada vez se me da mejor: Salmos, capítulo 71, versículo 15: «Proclamará mi boca tu justicia, todos los días tu salvación, porque no conozco su número». Cabrones.

—¿Qué significa, señor?

—Se burla del hecho de que no conozcamos la combinación de la caja, «su número». Eso significaba que tenemos que seguir esta pista. El cuadro debe de estar ahí dentro.

—¿Nos incautamos de la caja, señor?

—No, para eso hace falta una orden distinta. Nos llevaría demasiado. Ellos nos han traído hasta aquí, quieren que encontremos el cuadro, lo que significa que la combinación se encuentra aquí, en alguna parte. Sólo que no hemos sido capaces de dar con ella.

Lesgourges dejó vagar sus pensamientos. La desnudez del dormitorio principal, que parecía no haber sido habitado nunca, realzaba sus escasas características sobresalientes, como el relieve del braille en un papel. Tres grabados enmarcados llamaron su atención. Colgaban en una amplia franja de pared. Al igual que los del piso de abajo, tenían el marco y la iluminación idénticos. Sólo que ésos eran mucho más intrincados. Lesgourges los reconoció en el acto.

Tal vez fuesen los tres grabados más influyentes de la historia del arte occidental, sin duda obra del grabador más influyente: San Jerónimo en su celda, El caballero, la muerte y el diablo y Melancolía I, de Alberto Durero. Los denominados «grabados maestros» de Durero. Y, naturalmente, Sallenave los tenía todos, en perfecto estado. «Dios —pensó Lesgourges—, lo odio».

Examinó cada uno de ellos. «Una maravilla —pensó—, los trazos tan prietos y espaciados». Lesgourges había visto el proceso de grabado y sabía lo difícil que era. Hacía falta una tremenda fuerza física para hincar el buril en la plancha de cobre, raspando metal con metal antes de que la tinta inundara los surcos resultantes; después la plancha se pasaba por una prensa y la imagen se transfería a papel húmedo. No eran como los aguafuertes de Rembrandt, una técnica más parecida al dibujo. No es que éstos no fuesen impresionantes, pero la maestría de Durero para arrancar delicados detalles a un medio que requería fuerza bruta, además de destreza manual, resultaba inimaginable.

San Jerónimo se encontraba sentado en su celda, un rayo de sol colándose por las ventanas, a su derecha. Estaba inclinado, absorto en su famosa traducción de la Biblia del griego al latín, la Vulgata. Por encima de él, en la pared, se apreciaban un reloj de arena, un sombrero de cardenal, velas, un rosario y algunas cosas más. Una calabaza pendía del techo, sobre un perro adormilado y un león amigo de Jerónimo, al que había sacado una espina de la pata. Una calavera en precario equilibrio observaba desde el alféizar de la ventana, donde descansaban libros, cojines y unas zapatillas, que san Jerónimo no podría ponerse hasta que completase su obra. Un crucifijo en la mesa le recordaba, en caso de que le invadiera el cansancio, que había de finalizar la traducción. Para que nadie dudase de su santidad, un halo de luz circundaba su cabeza.

En El caballero, la muerte y el diablo, tres figuras avanzaban de derecha a izquierda, tal vez hacia el estrambótico castillo que se alzaba en lo alto de la colina, a lo lejos. El caballero sonreía levemente, gran parte del rostro oculto por el yelmo, enfundado en una armadura y subido a lomos de un imponente caballo. Era un guerrero que había sobrevivido a numerosos combates, pero dos fantasmas lo acompañaban siempre: la muerte, barbada y esquelética, con una corona de serpientes, se burlaba del caballero sosteniendo en alto un reloj de arena que indicaba que, pese a su destreza en la batalla, su tiempo era forzosamente finito. Detrás del caballero, el diablo, un monstruoso híbrido de macho cabrío con ojos de búho y garras. ¿Estaba dispuesto a atrapar el alma del caballero en cuanto la muerte lo permitiera? ¿Era el caballero malvado o simplemente era malvado haber matado a otros, independientemente del nombre en que se hiciese o la causa que se defendiera? Lesgourges había leído una vez que el caballero era el soldado de Cristo ideal, que no temía a la muerte ni al diablo porque Dios estaba con él. «O por lo que sea», pensó Lesgourges.

Quizás el más difícil de explicar, Melancolía I incorporaba multitud de detalles que parecían no dar lugar a una explicación clara. Una mujer alada estaba sumida en sombríos pensamientos, la cabeza apoyada en la mano izquierda, en la derecha un compás. A su lado estaba sentado un angelote en una rueda de piedra, de espaldas a un monumento de piedra indeterminado del que colgaban una balanza, un reloj de arena y una campana. Lo más extraño de todo era un cuadrado que se recortaba en el monumento y estaba dividido en dieciséis cuadrados más pequeños, cada uno de los cuales contenía un número entre el 1 y el 16, sin aparente orden. Contra el monumento había una escalera, y a lo lejos, sobre una población costera, se veían una oscura explosión de luz y un arco iris, tal vez un cometa o un eclipse solar. En primer término, junto con la mujer, había un poliedro de piedra, un martillo, un perro famélico dormido, una esfera, un listón de madera, cuatro clavos usados, una sierra, unos alicates, un cepillo de madera… Lesgourges ni siquiera era capaz de identificar todos los objetos.

Era evidente que esas obras encerraban un significado simbólico. Una vez había oído mencionar que Melancolía I contenía la clave del misticismo masón, aunque había oído muchas cosas que sonaban más a conspiración que a arte. Con todo…

Se detuvo un instante. «Espera —pensó—. No. Pero…»Volvió a mirar los grabados: un martillo, un cepillo, un compás…

Bizot y sus hombres habían rastreado las tres primeras plantas en busca de pistas. El inspector tenía un montón de notas, y las habitaciones habían quedado plasmadas en fotografías. «Y ahora a echar una ojeada a la cuarta —pensó—, y recapitular. Hemos encontrado la caja fuerte. Ahora sólo necesitamos la combinación».

Justo cuando llegó a lo alto de la escalera oyó gritar a Lesgourges:

—¡Jean! ¡Jean! ¡Creo que lo tengo!

—No me lo puedo creer. Es asombroso —musitó Elizabeth, en pie junto a Barney, Wickenden y Delacloche en el departamento de Conservación del museo, mientras miraba fijamente la radiografía que se reía de ellos apoyada en un caballete.

Oculto bajo la blanca superficie había otro cuadro. En un principio Elizabeth no pudo procesar lo que veían sus ojos. Parecía que un ángel, de espaldas al observador, sobresaltara a una joven, la cual giraba el cuello tímidamente para mirar a su etéreo visitante. Delacloche lo reconoció al instante.

—Me cago en el copón —dijo—. Es la Anunciación de Caravaggio.

—¿El cuadro que robaron el mes pasado? —Elizabeth había leído la noticia, que había dado mucho que hablar en los almuerzos de los intelectuales del mundo del arte. Pero ¿cómo se iba nadie a esperar que fuera a aparecer bajo aquel Malevich robado y al parecer falso?

—¿Es esto cosa de Malevich? —preguntó educadamente Wickenden.

—¿Sobre un Caravaggio? Imposible —repuso Barney.

—¿Cómo puede ser? ¿Pintar encima de algo sin estropearlo? —inquirió el inspector.

—Es bastante sencillo —comenzó a explicar Barney—. Es lo que hacemos aquí, en Conservación. Hoy en día la consigna de la conservación es no hacerle nada a un cuadro que no se pueda deshacer. Ése es uno de los motivos por los que la especialidad ahora se llama Conservación y no Restauración, como antes. Intentamos evitar futuros daños y dejar el original intacto en la medida de lo posible. En la actualidad, menos es más.

»En el pasado los restauradores pintaban sin documentar lo que hacían, eliminaban lo que no les gustaba, cambiaban un color aquí y allá, y causaban destrozos. En la Alegoría del triunfo de Venus de Bronzino, por ejemplo, un restaurador suprimió la lengua y el pezón de Venus, y añadió un helecho para tapar el trasero de Cupido porque cuando compraron el cuadro, en la época victoriana, el director de la National Gallery pensó que era demasiado atrevido.

»Sin embargo hoy registramos cada modificación y utilizamos pinturas que se pueden quitar sin dañar el original. La adición de sustancias químicas a la pintura que elaboramos para restaurar hace que su composición sea lo bastante distinta de la de la pintura original como para que se pueda eliminar con productos químicos sin alterar la original.

—¿Está diciendo que puede retirar esta pintura de encima y dejar al descubierto el ángel de debajo sin dañarlo?

—Eso mismo. Deme algo de tiempo.

Entre tanto Delacloche le había estado dando vueltas a la cabeza.

—Si de verdad es lo que parece, o sea, el Caravaggio robado, vamos a tener que identificarlo. —Tomó aire—. Me cuesta digerir todo esto, es demasiado rocambolesco para mí.

—¿Sabe alguien del museo lo bastante de Caravaggio? —preguntó Wickenden.

—No. —Delacloche se mordía el pulgar—. Necesitamos a un experto en Edad Moderna temprana. Señora Van der Mier, ¿conoce a…?

—Simón Barrow.

—Pues claro —afirmó Barney—. Es perfecto. ¿Puede ponerse en contacto con él?

—Sí que puedo —repuso Elizabeth—. Barney, ¿puedes tener esto listo para mañana por la mañana?

—Tendré que asegurarme de la composición de la pintura de la capa superior. Podría ser fácil y llevarme unas horas, pero si la pintura de encima es demasiado parecida a lo que hay debajo, el proceso podría ser muy lento. Podría tardar semanas, en lugar de horas. Voy a comprobarlo y se lo haré saber.

—Bien. Gracias, Barney. Veré si el profesor Barrow puede pasarse mañana por la mañana. Si identifica el Caravaggio como auténtico, tendremos que devolverlo a la iglesia de la que lo robaron. No sé qué demonios está pasando, pero será mejor que hablemos con los Carabinieri y… y esto se ha convertido en un puñetero lío monumental. —Elizabeth respiraba con dificultad—. Y he de llamar a… lord Harkness y hablar con el consejo. Adelante, que alguien me pegue un tiro.

—Yo llamaré a los Carabinieri —se ofreció Wickenden—. Este caso se está poniendo de lo más interesante.

—Ya era bastante interesante antes —observó la directora mientras se dirigía a la puerta.

—¿Por qué iban a quedarse los ladrones el Malevich auténtico y devolvernos este Caravaggio robado? —inquirió Barney—. El Caravaggio quizá valga diez veces más que el Malevich. A menos que no supieran que estaba debajo de esta mierda que nos han devuelto. Pero entonces ¿quién lo repintó?

—En este momento soy incapaz de procesar tanta información. —Elizabeth se frotaba las sienes—. Hagamos esas llamadas y reunámonos mañana por la mañana, a primera hora. Esta noche nos va a salpicar la mierda de lo lindo.

El creciente atardecer teñía de azul la ciudad cuando sonó el teléfono de Elizabeth. Su despacho parecía una lámpara encendida en medio de aquel azul cobalto. Las ventanas dejaban entrar el ocaso. Elizabeth podría haber contemplado la ciudad de Londres: la catedral de San Pablo, bajo los blancos focos; la recogida luminosidad de la Somerset House. Pero la directora tenía los ojos cerrados. No lo oyó la primera vez y lo cogió a la segunda.

—¿Sí? Ah, Geneviève. Gracias por… sería perfecto si pudiera pasarse otra vez esta noche. Me alegro de que se le haya ocurrido llamarme aquí. ¿Puede…? De acuerdo. Hasta luego.