Capítulo 27

Elizabeth van der Mier, Harry Wickenden, Geneviève Delacloche y el conservador jefe del museo se hallaban en el departamento de Conservación de la National Gallery of Modern Art intentando no recordar que era la segunda vez que el cuadro se hallaba allí. Los dos vigilantes que había apostados fuera esperaban garantizar que sólo saldría por las razones adecuadas.

El cuadro descansaba en un enorme caballete. A Wickenden se le antojó que era un cuadro de lo más petulante; Delacloche se dijo que inspiraba alivio, o tal vez fuera ella la que lo sentía; el conservador, Barney, estaba impaciente por ponerle las manos encima, ya que hacía unos días se le había escapado; a Elizabeth se la veía preocupada, si bien intentaba disimular su inquietud.

—Creo que podemos empezar —opinó Van der Mier, que no sabía qué hacer con las manos. Se dirigió a Delacloche—: Gracias por venir, señorita Delacloche, en tan… lamentables circunstancias. Comprenderá por qué preferimos dejar fuera al personal del museo por el momento… por si, en fin, por si hay algún implicado. Por eso hemos tenido que recurrir a un experto externo. Le agradecemos su ayuda y su asesoramiento. Viene usted muy bien recomendada.

—Estaré encantada de ayudar en la medida de lo posible —respondió ella.

—Yo me muero de ganas —comentó Barney conforme se aproximaba al cuadro—. No veo ningún daño evidente.

—¿Cree que habrá huellas en el bastidor? —planteó Elizabeth.

—Podemos comprobarlo —respondió Wickenden—, pero estos tipos han sido demasiado finos para dejar huellas.

—Cierto. Y esa anciana repulsiva probablemente le pusiera las zarpas encima. Aquello era raro de narices.

—¿Sabía la mujer dónde había comprado el cuadro el marido? —inquirió Delacloche.

—Me temo que no dijo nada útil.

—¿No sería…?

—No parecía precisamente una ladrona de arte. Claro que tampoco parecía un ser vivo. Tenían que haberla visto. Toda huesos y rodillas… ¿Qué ocurre, señorita Delacloche?

—Es sólo… que… hay algo extraño.

—¿A qué se refiere? —Elizabeth parecía preocupada.

—¿A qué se refiere? —Wickenden parecía preocupado.

—¿Eh? —Barney no escuchaba.

—No sé, es que… tiene buena pinta, pero hay algo… que no encaja.

—¿Podría ser más descriptiva? —pidió una sudorosa Elizabeth.

—Es sólo una sensación… que me da —continuó Delacloche—. Se parece al original, pero…

—Es blanco —saltó Wickenden—, ¡claro que parece el mismo!

Barney se puso en pie.

—Para algo tengo todos estos artilugios caros. Vamos allá. —Fue hasta la puerta de Ciencia y Tecnología y entró. Al poco se lo oyó revolver.

Delacloche prosiguió:

—El de la subasta parecía auténtico, como si fuese un cuadro distinto de Malevich de la misma serie de blanco sobre blanco. Pero no era el que Christie’s fotografió para el catálogo. Aunque me resulta extraño que no lo hubiera visto antes. He visto todos los Malevich existentes. Así que el de la subasta debía de ser un original recién descubierto, uno que no figura en el material publicado, o una excelente falsificación.

Elizabeth tenía la cabeza en otra parte, y Wickenden intentaba leerle los pensamientos. La primera señal de preocupación por la autenticidad de la obra puso en marcha su imaginación y la llevó a lugares que ella habría preferido no visitar. ¿Por qué estaba tan segura de que se trataba del cuadro original? Lo habían robado antes incluso de que Barney y su equipo pudieran examinarlo debidamente.

La propia Van der Mier no distinguiría un Malevich original de una copia. Se había especializado en pintura americana del siglo XX. Si fuese un Pollock o un Cióse o un Fish quizás un sexto sentido le dijera si era falso o no.

Existía un término para denominar a alguien que tenía esa casi sobrenatural intuición para la autenticidad. Casi. El conocimiento exhaustivo del estilo de un artista, el que hacía de la persona una entendida, se había enseñado, pero en los días que corrían era un bien poco común. Justamente por eso, opinaba Elizabeth, ahora se veneraba ese conocimiento. Los que no comprendían el profundo saber que poseían los estudiosos tradicionales confundían ser un entendido con ser un adivino. A quienes podían identificar obras auténticas con sólo mirarlas se les solía llamar magos por sus aparentes poderes.

Pero Elizabeth, que no era de las de agarrarse a una explicación mística propia de la New Age, sostenía otra opinión. Tal vez, el último bastión en el que se forjaban auténticos entendidos fuese el centro donde estudió su posgrado, el Instituto Courtauld. Sus métodos de enseñanza le recordaban una historia que le habían contado en una ocasión.

En la antigua China un joven era aprendiz de un maestro tallador de jade. Las joyas de jade del maestro eran muy codiciadas, y se le tenía por el mejor artesano de su tiempo. El aprendiz no cabía en sí de gozo al haber entrado a trabajar bajo la tutela del maestro e imaginaba, entusiasmado, su primer día de aprendizaje.

El primer día el maestro se aproximó al joven.

—Extiende las manos —le dijo con gravedad.

El muchacho obedeció, y el maestro depositó en ellas un trocito de jade. Era hermoso, suave y verde como el coral.

—Ahora —continuó el maestro— quiero que examines este pedazo de jade con atención. Es auténtico, y deberías utilizar los cinco sentidos. Vendré a buscarte cuando finalice el día.

El joven se sintió decepcionado con la tarea, pero la acometió con vehemencia. Hizo rodar el jade entre sus dedos, lo miró desde todos los ángulos, escuchó el sonido de su uña al rozarlo, e incluso lo olió y lo probó.

Al final de la jornada el maestro regresó. Vio que el muchacho había sido diligente y lo felicitó.

A la mañana siguiente el joven estaba deseoso de saber cuál sería su siguiente cometido, pero cuando el maestro se le acercó le entregó un trozo distinto de jade.

—Quiero que examines este pedazo de jade con atención. Vendré a buscarte cuando finalice el día.

—Pero… —el chico intentó protestar, pero lo acalló una severa mirada.

—Si quieres aprender de mí, hijo mío —le dijo el maestro con gravedad—, has de hacer exactamente lo que te diga. Sigue mis instrucciones y acabarás siendo el mejor joyero del país.

El muchacho obedeció.

Durante un año el chico recibió cada mañana un trozo distinto de jade y permaneció solo el resto del día examinándolo. Aunque frustrado, el chico seguía sintiéndose honrado por ser el aprendiz de semejante maestro y quería aprender su arte con toda su alma. De modo que no se quejaba y hacía lo que le pedían, estudiando con diligencia cada pedazo de jade.

Una mañana el maestro se le acercó y depositó en las manos extendidas un nuevo trozo de jade.

—Pero, maestro —dijo el chico—, este trozo de jade… no es auténtico.

—Ah —repuso el maestro—. Ahora estás listo para aprender.

Elizabeth había oído esa historia cuando se matriculó en el Courtauld y no la había olvidado. Encarnaba la cultura del entendido, que ahora era un culto. Los verdaderos entendidos sabían mucho de algo muy específico. Los entendidos, como Geneviève Delacloche, eran una especie en vías de extinción.

Barney se pasó unos minutos paseando alrededor del cuadro antes de volverse.

—Tiene razón. Hay algo extraño: el cuadro no es lo bastante antiguo.

—¿Qué quieres decir? —Elizabeth salió de su ensimismamiento—. ¿No es de 1918?

—Más bien de hace unos días.

—¿Es una broma? —Wickenden estaba contrariado. A diferencia de Delacloche y Van der Mier, él no se había olido nada.

—Ni siquiera creo que sea pintura al óleo pura. Está mezclada con algo. Tendré que hacer pruebas para poder decir más, pero…

—¿Es una broma? —Elizabeth no sabía cómo reaccionar.

—… pero creo que deberíamos hacer una radiografía. Llevará algún tiempo, pero tenemos lo necesario aquí, así que…

—Hazla. Hazla ahora mismo, Barney. —Elizabeth van der Mier permanecía inmóvil.

Wickenden trataba de leerle los ojos. De alguna manera ella lo había sabido. ¿O no? Resultaba tentador suponer que había sido un acto de clarividencia. Pero aquello era demasiado: si el cuadro no era auténtico, ella no sólo había perdido el dinero del museo, sino el dineral que tan amablemente había pagado el bondadoso lord Harkness de su propio bolsillo. Y todo para recuperar un cuadro falso. Pero en el aire quedaba una pregunta: ¿era una falsificación lo que el museo había comprado en la subasta o los delincuentes les habían dado el cambiazo? Wickenden asintió para sí.

—¿Señorita Delacloche? —repitió Elizabeth, arrancándola de su estupor—. Dice usted que estuvo presente en la subasta. El cuadro por el que pujé… ¿era…?

—No lo sé. He estado intentando recordarlo. Pero… debía de serlo. Es decir, yo sabía que éste no era… es que lo… o sea, el de la subasta parecía auténtico, pero no era el mismo que aparecía en el catálogo. Pero la verdad es que parecía auténtico, un cuadro distinto de la misma serie de Malevich. Y luego… supongo que lo cambiaron en algún momento entre la adquisición en la subasta y la entrega aquí. Pero eso implicaría deshonestidad por parte de Christie’s, y no me imagino… es que no…

—Muy bien. Vamos a sentarnos a tomar una taza de té y repasar esto. Barney, llámanos cuando hayas terminado. —Elizabeth, a la cabeza de la comitiva, salió de la habitación.

Wickenden seguía perplejo, sin saber si estaba enfadado o no. Parecía como si tuviera una indigestión.

—¿Está intentando decirme que éste no es ni siquiera un Malevich, y mucho menos el original?

—Parece más bien un Benjamín Moore.

—¿Un artista?

—No, un fabricante de pintura.

—No tiene gracia. —El inspector salió como una exhalación.

Barney se encogió de hombros. «Menos mal que los seis millones no son míos», pensó mientras se ponía manos a la obra.

En el despacho de Elizabeth van der Mier, en la última planta. Delacloche y Wickenden se sentaron en las sillas Barcelona de Mies van der Rohe del rincón; Elizabeth sirvió la infusión sin preguntar cuánta leche y pasó las tazas.

—¿Hay…? —empezó—. ¿Hay… algo que pudimos hacer de otra manera, inspector?

Wickenden guardó silencio un instante.

—No. Nos tenían cogidos por los huevos, así de claro.

—No es culpa suya. Era una situación muy complicada…

—… pero mi trabajo es solucionarla, por amor de Dios… —dejó la frase en puntos suspensivos—. Es decir, eran buenos, lo hicieron todo a la perfección. No los vimos en ningún momento ni tuvimos verdadero contacto directo con ellos. Ni siquiera estuvimos cerca de ellos, por lo que sabemos.

—Nos tenían cogidos por los huevos y nos manejaron como les dio la gana. Pero no puedo evitar pensar —continuó Elizabeth— que tal vez hubiese habido una forma de cerciorarnos de que recuperábamos el cuadro auténtico.

—O de que, para empezar, se llevaba el cuadro bueno —comentó Delacloche—. En esa subasta pasaba algo…

—Me habría dado igual todo este maldito lío si hubiésemos recuperado el cuadro. —Elizabeth bebió un poco de té—. Aplaudiría que me hubieran vencido unos delincuentes mañosos. El talento excepcional es admirable, en cualquier ámbito. Pero esto… le quita toda la gracia…

—¿Dónde está la gracia? —preguntó, abatido, Wickenden.

—Sé a qué se refiere —intervino Delacloche con una voz que parecía un suspiro. Wickenden vio que ella y Van der Mier se miraban—. Pero que uno no pueda rendirse después de haber admitido la superioridad del contrario… es cruel… y avaricioso. Puedo entender el robo. Si es una forma de ganarse la vida, por desagradable que resulte, lo puedo entender. Pero quedarse con el cuadro robado después de pagar es como pegarle un tiro a alguien después de que haya entregado voluntariamente la cartera y suplicado clemencia.

—¿No están siendo un poco duras con esto? No es como si alguien hubiera perdido la vida. —Wickenden se enderezó mientras hablaba—. Me molesta que me la hayan jugado, pero no es más que una tela con algo de pintura. Pero ¡si sólo es blanco!

—Y usted sólo es un hombre con un bigote caído —le espetó Delacloche.

—¿Qué tiene eso que ver con…?

—Es lo mismo. Su observación es igual de inútil. No censure lo que no entiende sólo porque no lo entiende.

—Un momento. —Elizabeth se levantó—. Cuanto más lo pienso, más creo que estamos tratando con delincuentes ajenos al mundo del arte.

—Pero se han quedado el cuadro —masculló Wickenden—. ¿Qué cree que van a hacer, subirlo al desván y guardarlo entre bolas de naftalina?

—Algo así —la directora se puso a dar vueltas por la habitación—. Acuérdese de la cita bíblica. Todo esto me parece más una declaración de intenciones que un robo con ánimo de lucro. Tal vez las dos cosas, pero piénselo. Compramos el cuadro por 6,3 millones de libras y lo anunciamos a bombo y platillo. Ni siquiera llegamos a colgarlo. Los ladrones piden lo mismo que pagamos en la subasta y luego devuelven una falsificación que, para ellos, es igual que el original. No les importa el valor del original e intentan decirnos que a nosotros tampoco debería importarnos. Quieren que concluyamos que el dinero debería gastarse en algo mejor que en una tela pintada de blanco, como tan crudamente ha dicho el inspector.

—Creo que podría tener razón —musitó Delacloche, la mirada aún ausente—. O quieren burlarse de la iconoclastia de Malevich y nos dicen que deberíamos volver a adorar los iconos en esta época impía. Eso, naturalmente, implicaría que conocen la historia del arte, algo que contradice la cantidad de dinero que pidieron por el rescate. Puede que sean fanáticos religiosos. Detesto la ignorancia violenta, sobre todo cuando es proselitista. ¿Por qué la gente se cree en la necesidad de imponer sus opiniones a los demás?

—Esto es… —Wickenden miró su taza de té—. Es… lo siento. No puedo decir más ahora mismo. Yo lo…

—No se preocupe. —Elizabeth le puso la mano en el hombro, y él se estremeció con el contacto—. Era algo imprevisible.

—Es sólo que… —«Es sólo que no soporto que me tomen el pelo, y nunca me había pasado antes», quiso decir Wickenden, pero no lo dijo.

—En fin, le agradezco de veras que haya venido a asesorarnos, señorita Delacloche. Ojalá nos hubiésemos conocido en mejores circunstancias. Salude de mi parte a nuestro amigo mutuo y dígale lo mucho que agradezco la recomendación. No tengo ni puñetera idea de lo que voy a decirle a lord Harkness. A veces odio este trabajo. —La directora se sentó ante su mesa. Entonces sonó el teléfono, y lo cogió—. ¿Diga? Ah, hola, Barney. Ahora mismo vamos.