A las diez de la mañana del sábado, Portobello Road estaba congestionado. Un sinfín de puestos y artículos, compradores, ociosos, turistas, todos y todo, una inmensidad claustrofóbica, un alegre revoltijo, el sueño del cazador de gangas, un hervidero de tesoros enterrados entre una vertiginosa maraña de porquerías. Se decía que en Portobello Road podía comprarse —y de hecho se compraba— cualquier cosa.
Para los turistas embobados, los de las camisetas del Hard Rock Café, las anchas sonrisas absurdas y las voces metálicas, era un espectáculo digno de verse. Ellos, a su vez, eran observados ávidamente por los acechantes vendedores de los puestos. Cierto: podían conseguirse gangas, pero también compradores.
Los verdaderos tesoros se encontraban fuera de la calle principal. Portobello Road estaba atestada de puestos cargados de baratijas. Aunque probablemente hubiera numerosos tejemanejes ilícitos, la mayoría de los engaños eran sutiles y benévolos. La verdad no se ofrecía, pero tampoco se evitaba. Si alguien preguntaba, le dirían que el mapa de Inglaterra del siglo XVIII que estaba admirando era una fotocopia de un original que habría costado muchísimo más de las veinticinco libras que le pedían. Pero muchos compradores, turistas en su mayor parte, no se molestaban en preguntar, de modo que el vendedor no se molestaba en dar explicaciones.
Cuando Van der Mier fue a Londres por primera vez, de pequeña, sus padres la llevaron a Portobello Road. Ella recordaba vivamente haber jugado al veo veo con su padre y su hermano y quedarse boquiabierta con todo lo que veía. Un objeto en particular, una lámpara con una pantalla como una cara de mono y un cuerno por pie, se le había quedado grabado en la memoria como el más raro de todos. Portobello Road fue una especie de mundo fantástico para ella: aterrador por ser un hormiguero humano en el que un niño podía perderse con facilidad; extraterrestre por su capacidad de impresionar, no de asustar. Recordaba los olores: a humedad y bolas de naftalina, a moho y libros viejos, a abrillantador de metales y a cuerpos, a sol, cerveza y café, a encajes amarillentos, y le traía recuerdos de cuando estudiaba a Proust en la clase del profesor McCatty, en la facultad.
En una ocasión se inventó una historia que nunca escribió: imaginó que en alguna parte, en el corazón más profundo y oscuro de Portobello Road, entre el interminable desorden y las mesas abarrotadas, había un puesto muy especial. Era tan sólo una mesa con un único objeto, y para todo el que se aproximaba, el objeto de la mesa era precisamente lo que andaba buscando. El hombre que estaba tras él tenía una perilla rojiblanca y un brillo plateado en la mirada. El precio del objeto siempre era algo superior a lo que el comprador llevaba encima, así que el vendedor siempre estaba dispuesto a negociar…
Sólo había ido a Portobello Road un puñado de veces, de pequeña. Su padre era un abogado holandés famoso por su labor en el Tribunal de Crímenes de Guerra y dividía su tiempo entre Londres y La Haya. Su madre, británica, los había criado a ella y a su hermano en casa, pasando los veranos en Holanda y el resto del año en Kent, que se hallaba a escasa distancia de Londres, pero en pleno campo. Sin embargo, Elizabeth había estudiado la secundaria en un internado en Estados Unidos y también había acudido a la universidad allí. Había regresado hacía tan sólo diez años para aceptar un lucrativo empleo de conservadora y no se había vuelto a marchar.
Mientras caminaba ahora por la interminable calle, llena de cosas que en realidad nadie necesitaba, pero que de todas formas adquiría, recordaba perfectamente aquellas escasas excursiones a Portobello Road.
El ojo educado de Van der Mier era capaz de separar el grano de la paja. Era poco probable que nadie encontrara algo de gran valor, y los vendedores sabían más de sus artículos de lo que esperaban los compradores, pero los buenos precios estaban garantizados, se podía regatear y había joyas enterradas en la arena. Echó una ojeada a fotocopias, relucientes aceros, antigüedades prosaicas y libros apolillados, y cogió grabados originales, objetos de plata y mamotretos crujientes y resecos. Para el ojo educado los objetos prometedores tienen un halo.
Van der Mier consultó su reloj: las 10:03. Tenía el móvil encendido. Bien. ¿Por qué no habían llamado?
Avanzaba entre un mar de gente, caminando con suavidad por el pavimento gris, el sol reflejándose en el techo de los coches y los cajones llenos de cuberterías, el sonido de cientos de voces como rumor de fondo.
Sonó el teléfono.
—¿Sí?
Era Wickenden.
—Acabamos de recibir el correo electrónico. Han confirmado el ingreso del dinero. El cuadro está en uno de los pasajes, uno con una puerta verde que hace esquina. El mensaje dice que el cuadro está en el sótano, frente a un oso.
—¿Un oso? ¿Se refiere a un… oso? ¿Cree que es una broma?
—No lo sé. No puede haber un… ¿qué cree que significa? —Se produjo una pausa, y se oyeron voces al otro lado de la línea—. A ninguno de nosotros se nos ocurre nada por el momento. Pero no cuelgue.
—No se preocupe, no lo haré.
—Esto le va a gustar. Se despiden con «un saludo».
—Cabrones descarados. ¿Cómo interpreta tanta cortesía?
—Creo que estamos tratando con un puñado de capullos.
—Ah. —Van der Mier se había adentrado dos manzanas en Portobello Road, el gentío cada vez más denso. Los puestos, a ambos lados de la calle, estrechaban la zona peatonal. Sintió claustrofobia por aquella muchedumbre.
Wickenden continuó:
—¿Sabe de qué pasaje hablan? ¿Con una puerta verde?
—Sí. Tiene dos niveles, así que lo del sótano tiene sentido. Está más adelante. ¿Cree que lo del oso es un error? ¿Que querían decir «foso»? Después del último mensaje no me extrañaría.
—No creo… no, pensamos… eso tampoco tendría mucho sentido, pero… uf, ¿quién sabe?
—Sé cómo se siente.
—Lo siento, señora Van der Mer. Es sólo que si alguien actúa con lógica, uno puede pensar con lógica y anticiparse. Pero si cree que no son lógicos…
—Entonces no hay más remedio. Estoy de acuerdo. Menudo rollo.
Van der Mier se detuvo; delante de una puerta profusamente tallada, de color verde menta, que se abría de par en par como una enorme boca. Reconoció el lugar. Los verdaderos hallazgos se encontraban en el laberinto de los puestos interiores, apartados de la calle turística, como pozos mineros socavando una montaña. Era fácil perderse allí, desandar lo andado, la vista nublada por relojes, pitilleras, jarras de peltre y lámparas con cara de mono. Van der Mier sonrió brevemente.
—¿Por dónde entro?
—Sólo dice que está en el sótano. ¿Hay más de una entrada?
—Si mal no recuerdo, hay varias. Es como una colmena. Probaré con una y veré si hay una escalera que baje. —Con el móvil pegado a la oreja, Van der Mier entró.
No se veían escaleras. Había puestos rebosantes de libros y chismes por todas partes, pero ninguna escalera. La gente la rozaba al pasar, riendo y charlando. El mareante tráfico de curiosos y el exceso de objetos desorientaban. Esa sensación, mezclada con los nervios, atontaba a Van der Mier. Se decidió por un camino y echó a andar. A unos cuantos metros giró a la izquierda y ante ella se ofrecieron tres opciones. Volvió la cabeza y no pudo ver la puerta por la que había entrado.
—Creo que debí traer un ovillo o un GPS o algo… ¿Hola? ¿Hola? —Se había quedado sin teléfono. Miró la pantalla: fuera de cobertura. Miró al techo y anotó mentalmente que debía pasarse a otra compañía.
El camino del medio parecía tan bueno como los demás. Siguió su sinuosa trayectoria y se encontró con más alternativas, ninguna de las cuales bajaba. Su mirada se cruzó con la de una mujer que vendía bisutería expuesta en una vitrina de cristal.
—¿Sabe cómo se llega al sótano?
—No tengo ni pajolera idea, maja.
—Gracias. Por casualidad no sabrá de alguien que venda un… oso, ¿no?
—Los puestos cambian cada semana, maja, así que no tengo ni idea. Pero cazar osos es ilegal, así que yo me pensaría muy mucho a quién pregunto.
—Vale. Gracias.
—No hay de qué, maja.
Van der Mier se metió por otro pasillo lleno de tenderetes. Consultó el teléfono una vez más: seguía sin cobertura. Había gente por todas partes, pero no veía ningún sótano ni ningún oso. Le vino a las mientes un verso de Coleridge. Le entró sed.
Miró arriba, a la izquierda: había una pequeña estatua de porcelana color crema de un santo. «Qué apropiado», pensó.
No recordaba que el mercadillo de Portobello Road fuera tan laberíntico. Tal vez fuera porque no buscaba nada en concreto. Lo mejor era ir sin tener nada en mente. Si uno llevaba en la cabeza un objeto en concreto, el paseo podía resultar de lo más frustrante. Mejor vagar sin rumbo. «Así es como no te pierdes —pensó—. Sólo cuando tienes que ir a un sitio…»Se detuvo en otro puesto a preguntar.
—Claro. El sótano es por ahí. Vete hasta el final, gira a la izquierda, métete un poco, pero no tires por el pasillo largo, sino por el corto, algo hacia la derecha, pasa por delante de un sitio en el que la pintura del techo se está cayendo y lo verás justo a la izquierda. No tiene pérdida.
—Vale…
Van der Mier siguió las indicaciones lo mejor que pudo: hasta el final, girar a la izquierda, meterse un poco. Se topó con un corredor, pero no lo tomó. En su lugar se metió a la derecha. A cosa de un metro vio algo raro en el suelo, como recortes de papel blanco. Alzó la vista al techo: había laminillas de pintura suspendidas en precario equilibrio, cual espadas de Damocles. Miró a la izquierda: unas escaleras se adentraban en la oscuridad.
Daba la impresión de que al pie de la escalera no había luz. Van der Mier miró abajo como si se hallara al borde de un precipicio. Tal vez un tenue resplandor, pero no veía movimiento. Consultó el teléfono una vez más: nada. Bajó.
A medida que descendía, fue distinguiendo cosas en la oscuridad neblinosa del sótano. Al parecer sólo había un fluorescente, que parpadeaba de forma amenazadora, dándole al sótano un aire brumoso. Las escaleras de madera crujían al paso de Van der Mier. Cuando hubo bajado lo bastante para ver qué había en el sótano estuvo a punto de caerse.
Al pie de la escalera resbaló y casi se cae. A la parpadeante luz, bañado en una débil claridad acuática, vio un enorme oso rugiente; los dientes y las negras encías a la vista, las zarpas extendidas. Se alzaba cuan largo era con la cabeza tocando el techo. Estaba disecado, naturalmente. Van der Mier soltó una risita nerviosa.
«Bueno, eso es un oso», pensó. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y descubrieron un sinfín de horrores.
El puesto que había junto a las escaleras parecía un museo Victoriano de historia natural de pesadilla. En la penumbra acechaban toda clase de criaturas disecadas en horribles posturas antinaturales: un leopardo, el esqueleto de un babuino, una serie de cabezas de mono reducidas sobre una mesa, un pájaro esquelético posado en un palo dentro de una jaula, una calavera humana, la piel de un cocodrilo, enormes dientes de tiburón, una larga piel de serpiente, un soporte con mariposas atravesadas con alfileres.
«Es espantoso», pensó Elizabeth. Luego reparó en que cada una de las aterradoras criaturas tenía una etiqueta con el correspondiente precio. ¿Quién querría comprar algo así? «Es como el plato de una película de Vincent Price. Pero he encontrado un oso».
—Cuidado con el escalón, guapa. —El sonido de la voz casi la hizo caer de nuevo. Se giró y vio a una anciana canosa y sin dientes sentada en una caja de botellas de leche, oculta en una sombra. Llevaba un raído jersey de lana azul y una falda de colorines que apenas le tapaba las huesudas rodillas.
«Jesús —pensó Van der Mier—. Debería estar entre los animales muertos». Luego oyó una voz procedente de arriba.
—Eh, cariño, he encontrado más puestos. Ven a echar un vistazo. ¡Guau!
De lo alto de la escalera llegó una exclamación con acento americano a la que no tardó en seguir un hombre de piernas blancas con un pantalón corto caqui, camiseta por debajo de los muslos y riñonera morada. Completaba su atuendo una gorra de béisbol verde fosforito con rejilla en la parte posterior, que lucía ladeada sobre la calva. Las gafas de sol le colgaban de un cordón amarillo que llevaba al cuello. Su rostro estaba radiante de alegría.
—Caray, qué oscuro está esto. ¿Qué demonios le pasa a las luces…? ¡Mecachis! —Sorprendido, pegó un salto hacia atrás al ver el oso gruñendo—. Casi me da un ataque. ¡Ginny, aquí abajo hay un oso!
—¿Qué es eso, Ted? —preguntó una voz de gorrión a la que siguió una mujer tremendamente gorda con una blusa floreada que le quedaba demasiado estrecha—. Uy, ya veo. —Trató de bajar las escaleras y resbaló—. ¡Madre mía! —Se quedó mirando al oso, o viceversa.
—Mira esto, Ginny. Hay cuadros. Éste tiene muy buena pinta. —Se dirigieron hacia el puesto de la anciana, la cual les sonrió desde la caja.
—Siento lo de la luz, amigos. Lleva todo el día así y no habrá nadie que pueda cambiarla hasta el lunes. Creo que soy la única que ha abierto hoy. Ya veo que les gusta Herbert. Así es como llamamos al oso. Jim Boylan es quien lleva el puesto, pero hoy no ha venido. Herbert lleva con nosotros más de un año ya. Parece que no hay forma de encontrarle casa.
—Nosotros nos lo llevaríamos, señora, no le quepa duda —afirmó Ted—, sólo que no me entraría en la maleta. —Él y Ginny soltaron una risita en falsete—. Eh, Ginny, mira éste…
Van der Mier apartó la mirada de aquella feria de los horrores y pasó ante los otros tenderetes. Sólo había cuatro. Era evidente que a sus dueños no les había tocado precisamente la lotería en el sorteo de los puestos. El sótano se le antojó azul y como submarino mientras iba examinando los artículos. Allí abajo todo eran cuadros, a excepción de los monstruos disecados que había dejado atrás. Van der Mier no quería volver a verlos, pero casi no podía resistirse. Se estremeció y continuó andando.
Un sinfín de indescriptibles óleos chapuceros con ostentosos marcos colgaba de las paredes. ¿Estaría el Malevich oculto en uno de ellos? ¿Enrollado en un rincón? «Dios mío —pensó—, espero que no lo hayan enrollado demasiado apretado. Si el cuadro está agrietado me los cargo». Tres de los puestos no parecían tener lo que buscaba, de modo que Van der Mier volvió al de la anciana, donde los americanos sobaban piezas a tontas y a locas.
Al darse la vuelta Elizabeth creyó ver que la anciana la observaba, pero, cuando bajó la mirada, aquella pobre criatura sin dientes y toda huesos estaba hablando con los americanos y le daba la espalda a Van der Mier.
—Me gusta ése, Ted. Quedará bien en la cocina.
—No —replicó Ted—. Sólo es un pegote blanco. Bah, eso te lo puedo hacer yo con lo que tengo en el garaje.
—Lo sé, pero nos hace juego con las paredes. He leído que se supone que el arte ha de hacer juego con el color de las paredes o algo así.
—Cuando volvamos te pinto uno.
—Vale. —Se alejaron del puesto y subieron despacio las escaleras, que gimieron con el peso de Ginny.
Cuando se hubieron ido, Elizabeth sintió una extraña quietud debido al zumbido del único fluorescente y la muda sonrisa de la anciana. Y cayó en la cuenta de lo que habían dicho los americanos.
Se situó en el centro del puesto, que era como una jaula cuadrada de tres lados de la que pendían innumerables cuadros con marco dorado de todos los tamaños. En medio, en un bastidor, el único sin enmarcar, había un cuadro blanco.
Van der Mier extendió las manos y lo levantó de su soporte. Miró los bordes del lienzo, que estaban grapados al bastidor de madera. Las grapas relucían. Vio que el lienzo no estaba tensado por igual y dibujaba una pequeña onda en la parte inferior izquierda. Como si lo hubiesen colocado en el bastidor a la carrera y recientemente. Luego contempló el cuadro.
«Es éste —pensó—. Es éste».
—¿Le gusta, guapa? —La anciana miró con ferocidad a Van der Mier, un ojo más entrecerrado que el otro.
—Señora, me llamo Elizabeth Van der Mier y soy la directora de la National Gallery of Modern Art de aquí, de Londres. Este cuadro era del museo y se perdió, y yo he venido a recuperarlo. ¿Puede decirme quién se lo dio?
La anciana la miró recelosa.
—No le sabría decir. Mi marido lleva el negocio la mayor parte del tiempo, y seguro que le llegó entre semana, porque es nuevo. ¿Le gusta?
—Sí, pero… su marido… no, da igual. Gracias. —Dio media vuelta para marcharse, el cuadro en la mano.
—Perdone, señora. Son diez libras.
—¿Cómo?
—El cuadro que se lleva. Vale diez libras. En efectivo.
—Me parece que no me ha entendido. Este cuadro es propiedad de la National…
—Mire, guapa, me importa tres pepinos, como si es de la tumba del rey Tut. En la etiqueta de ese lado pone diez, y eso significa que mi Roddy quiere diez libras por él. Si lo quiere, estupendo… —Le tendió la mano ahuecada. Ya no sonreía.
—Tiene que estar de broma… —musitó Van der Mier. Miró el cuadro, miró a la anciana y recordó las escaleras. Dejó el cuadro en el suelo y echó mano de la cartera, soltando improperios entre dientes.
Elizabeth abrió su cartera de Bottega Veneta y echó un vistazo. «Mierda», pensó. Luego miró sin esperanza a la anciana.
—Escuche —empezó—, no me lo creo ni yo, pero sólo llevo cinco libras encima. Si no le…
—No soy tan buena, guapa. Mire, ya veo que sabe regatear, así que se lo doy por nueve.
—¿Nueve? Pero le acabo de decir que sólo tengo…
—Eso ya me lo conozco. Venga, nueve es un buen precio. Es un cuadro bien grande por nueve libras, y si Roddy se entera…
Elizabeth dejó de escuchar mientras hurgaba en la cartera y comprobaba el monedero y los compartimentos de las tarjetas de crédito.
Nada.
Se metió las manos en los apretados bolsillos: en el de la derecha de delante, la izquierda de delante, derecha de atrás, izquierda. Allí notó algo.
Sacó un papel en el que ponía: «Recoger tinte 14:30». Tiró la nota al suelo y volvió a meter la mano. Había algo más. Abrió el puño.
Otro billete de cinco libras.
Miró hacia el cielo, pronunció un mudo «gracias» y bajó la vista de nuevo para fijarla con dureza en la anciana.
—Aquí tiene —le espetó, y le puso los dos billetes en las arrugadas manos. Acto seguido agarró el cuadro y se giró.
—¿No quiere el cambio?
—No, no quiero el puñetero cambio.
—Pues gracias. Que tenga un buen día.
Van der Mier volvió la vista atrás: la anciana doblaba cuidadosamente los dos billetes mientras canturreaba. «Increíble», pensó Elizabeth. Y salió del sótano.
Ya fuera, Van der Mier abrió el móvil. Por fin tenía cobertura. Tenía tres mensajes. Sabía de quién eran. Marcó.
—Ah, inspector. Soy yo. Sí, lo sé. Me metí dentro y me quedé sin cobertura. No se lo va a creer… sí, lo tengo. Parece intacto. Lo enrollaron y después lo graparon a un bastidor nuevo. Pero creo que está bien. Llame a Conservación y mire a ver si ha llegado la experta de la Sociedad Malevich, Geneviève Delacloche. Voy para allá.