Capítulo 25

A la mañana siguiente el despacho de Van der Mier estaba lleno de gente. Harry Wickenden daba órdenes a cuatro agentes que preparaban el teléfono que recibiría la llamada de los ladrones con la esperanza de localizarla. Wickenden tenía bastante experiencia en tales lides para saber que lo más que podían esperar era que se cometiese un error. Cualquier delincuente merecedor de ese nombre se olería la jugada. Un pez que distingue el señuelo de la presa no pica. Pero errar es humano, y la esperanza es lo último que se pierde.

—¿Cree que llamarán pronto? —A Van der Mier le disgustaba toda aquella actividad en su santuario.

Un agente que estaba sentado delante de un ordenador portátil respondió:

—Esperaremos lo que haga falta, señora, no se preocupe.

«Eso era lo que me temía», pensó ella.

Hora y media después Van der Mier intentaba trabajar algo. Con al menos dos policías presentes en todo momento y la presión de la situación resultaba difícil centrarse. En medio de todo aquello ella tenía un museo que dirigir y debía dar la impresión de que todo iba bien. Había un montón de peticiones de préstamos que sopesar: el MOMA quería un Picasso; la Tate Modern, más abajo del río, estaba montando una retrospectiva y quería un bloc de dibujos de Barbara Hepworth; y el Museo Vigeland de Oslo, una reproducción a escala en arcilla de una de las monumentales esculturas exteriores de Vigeland, que formaba parte de la colección de la National Gallery of Modern Art. Era preciso planificar las exposiciones de los próximos tres años, escribir cartas, efectuar peticiones de préstamos, ocuparse de la publicidad, cubrir un puesto de conservador. Van der Mier envió unos cuantos correos electrónicos, se reunió con el conservador de Dibujos Contemporáneos y despachó algo de papeleo. No tocó el teléfono, si bien no era capaz de apartar la vista de él por mucho tiempo.

Entonces sonó.

Los dos agentes que estaban en la habitación se pusieron firmes de golpe y se toparon con la mirada preocupada e inquisitiva de Van der Mier. Uno de ellos musitó algo por un walkie-talkie mientras el otro se sentaba ante el portátil y se colocaba unos cascos. Al tercer tono, Wickenden y otros dos agentes ya habían entrado en el despacho y se habían puesto sus respectivos cascos. A continuación Wickenden le indicó con la cabeza a Van der Mier que cogiera el teléfono.

—¿Dígame? —Los agentes permanecían a la espera, intercambiando miradas y comprobando los monitores de rastreo y grabación. Wickenden los alentaba en silencio. Quedaron a la espera mientras Van der Mier escuchaba, el auricular al oído—. Por el amor de Dios, no, ¡no quiero ir a almorzar! —La directora colgó bruscamente. El sudor le corría cual lágrimas por el cuello.

—¿Qué… ha sido eso? —Wickenden y sus hombres la miraban con fijeza.

—Era la directora de marketing. No sabe nada de…

—Comprendo.

—Lo siento, yo…

—No, no importa. Aunque no lo crea, está usted más tranquila que muchas de las personas con las que he tratado. —Wickenden estaba sentado, los ojos aún clavados en Van der Mier—. Bueno, si aún no sabía nada del robo, probablemente ahora sospeche que algo pasa.

La directora se dejó caer en la silla. Cuando su trasero tocó la piel del asiento oyó un timbre.

—Vaya, no se lo va a creer… —Van der Mier miraba el portátil que había en su mesa—. Un puñetero correo electrónico: Jesucristo.

Van der Mier casi sonreía. Casi. Pero Wickenden no. Los agentes se reunieron tras el enorme escritorio de cristal y caoba de Van der Mier y miraron a la vez la pantalla de su ordenador portátil. Ésta hizo doble clic en el mensaje.

—¿Cómo han conseguido una dirección de correo con nuestro dominio?

—Seguro que la crearon cuando piratearon el sistema la semana pasada —observó un agente, queriendo mostrarse servicial.

—Tienen un maldito sentido del humor, ¿no? Pero Wickenden no.

A: Elizabeth van der Mier ‹elizabeth.vandermier@ngma.org›

De: Kasimir Malevich ‹malevich.white@ngma.org›

Gracias por acertar nuestra oferta de rescate. Transferirá 6,3 millones de libras a la cuenta de banco numerada que se indica más abajo. El sábado, a las 10 de la mañana, un representante del museo irá a un lugar que especificaremos en un futuro mensaje. Entonces le diremos al representante dónde está escondido el cuadro y podrá recuperarlo. No acuda con la policía. Dígales a los policías que estén leyendo este correo que no toleraremos intromisiones. No actuaremos de nuevo. Mantendremos nuestra palabra siempre que usted haga lo mismo. Cor 13:7.

Si el dinero no está en la cuenta antes de que finalice la jornada laboral del viernes nuestra oferta no seguirá en pie y destruiremos el cuadro.

Luego robaremos otro.

Gracias por su colaboración. Que tenga un buen día.

—Esos monos descarados —musitó Van der Mier. Wickenden observó su expresión, a medio camino entre la risa y el grito, tal vez una mezcla de ambas cosas en el fondo—. ¿Se ha dado cuenta de que ha escrito mal «aceptar»? Mejor dicho, que se ha equivocado de palabra. Han puesto «acertar». Qué extraño. Y es tan educado.

El bigote de Wickenden se alzó en una débil sonrisa antes de volver a caer.

—Como un estudiante solicitando trabajar en prácticas —musitó Van der Mier.

—Harry, ¿qué opina de esto? —preguntó un agente mientras sostenía una copia impresa del correo.

Wickenden cogió el papel y lo paseó por la habitación.

—Gran parte de esto sugiere que son aficionados en el mundo del arte. Extremadamente inteligentes, hábiles, pero aficionados de medio pelo. El perfil es de unos ladrones expertos que no pertenecen al mundo del arte probando suerte. Es evidente que han pensado a conciencia el intercambio. Pero la elección del precio, la palabra equivocada y el tono…

—Puede que sólo estén siendo muy educados —bromeó Van der Mier. Se envalentonó y continuó—: O sea, ¿quién dice que las notas de rescate han de ser prácticas y bruscas?

—No olvide que amenazan con destruir y cometer futuros robos…

—Sí, ya me he dado cuenta, inspector. Esa parte me pone de los nervios, pero debo decir que me cuesta odiar a esa gente. Hacen un arte del robo de arte.

—Y roban —observó un policía.

—Sólo desearía no ser su víctima. En ese caso tal vez admirase… —Van der Mier contemplaba el cielo londinense.

—El error que cometen es… ¿qué? ¿Falta de atención? —Wickenden no se movía—. Casi es demasiado…

—Puede que pretendan despistarnos —aventuró un agente.

—¿Usted cree?

—Es decir, todas esas características que estamos señalando podrían ser trampas destinadas a que saquemos conclusiones erróneas.

—No sé —intervino otro policía—. Yo no lo creo. Han hecho un trabajo de diez con el robo, y lo de mantener la distancia con el rescate y demás… Modificar el perfil de los ladrones parece una precaución innecesaria.

—No percibo suficiente odio en vuestra voz, muchachos —los amonestó Wickenden—. No seáis blandos conmigo. Queremos pillar a esos capullos, y no me agrada su forma de burlarse de nosotros. En este mensaje podemos ver a unos delincuentes educados y bondadosos que sólo quieren ganar algo de pasta, pero a mí me resulta insultante y no me gusta nada, ¡coño! —Miraba el mensaje—. Dice Cor 13:7. ¿Qué demonios se supone que significa eso?

Van der Mier se acercó a él y observó la hoja.

—Cor 13:7… parece… es una refe… es una referencia bíblica, con su capítulo y su versículo, ¿no? —Miró a su alrededor y vio un puñado de rostros perplejos—. ¿Es que ya nadie va a la iglesia? ¡Jesucristo!

Wickenden recorrió con la mirada a sus hombres.

—¿Quién me puede conseguir una Biblia?

A los pocos minutos un agente entró en la habitación Biblia en mano.

—Ha tardado mucho. ¿De dónde la ha sacado? —inquirió el inspector.

—La he robado del hotel de enfrente.

—Bien hecho.

El policía se la entregó a Van der Mier, que la abrió por el índice del principio y fue bajando con un dedo por el fino papel.

—«Depositada aquí por los Gedeones». No la echarán en falta. Ah —Van der Mier sonrió—, Corintios, claro. ¿Qué era? ¿13:7?

Wickenden alzó la cabeza y luego leyó en el papel:

13:7.

—Bien. —Van der Mier pasó rápido las delgadas páginas blancas—. Capítulo 13, versículo 7… esos descarados…

—¿Qué es? —Wickenden se aproximó y miró desde detrás—: «Y rogamos a Dios que no hagáis ningún mal, no para que nosotros aparezcamos calificados, sino para que vosotros practiquéis el bien y nosotros seamos descalificados…» ¿Qué demonios…? Debe de tratarse de un grupo de fanáticos religiosos.

—¿Cree que es un grupo religioso de derechas? —empezó Van der Mier—. Me refiero a que se sabe que el Blanco sobre blanco de Malevich es iconoclasta. A decir verdad lo hizo todo blanco para criticar los iconos. La primera vez que se expuso se colgó de un rincón en lo alto de la sala, el lugar tradicional en que las familias rusas colocaban los iconos, viejas pinturas de la Virgen María y Jesús. Sustituir a Jesús por un cuadro blanco es el colmo de la iconoclastia. Puede que el robo sea un alegato contra esa iconoclasia.

—Puede —opinó Wickenden—, pero así y todo están pidiendo dinero. Esos delincuentes piden pasta, y a montones. Aunque sin duda ello modifica el perfil.

—Si no le importa, inspector, llamemos a la experta de la Sociedad Malevich, Geneviève Delacloche, para que examine el cuadro cuando lo recuperemos. Y será mejor que informe a lord Harkness. —Van der Mier levantó el teléfono, lo cual hizo que los instrumentos de vigilancia y rastreo entraran en acción. La directora miró al techo y marcó un número.