La sala de juntas de la National Gallery of Modern Art era un gallinero, cada asiento cubierto y ocupado por una figura locuaz y bien vestida. Fuera, un vigilante cerró la puerta a cal y canto y se quedó montando guardia.
La jornada laboral había finalizado, y casi todo el personal del museo había vuelto a su casa hacía tiempo. La mesa redonda de roble que presidía la habitación estaba rodeada de doce sillas con otros tantos miembros del consejo de administración, la directora del museo y otros mandamases. El inspector Harry Wickenden y Gabriel Coffin se situaban al fondo de la sala.
Cuando la puerta se cerró, Elizabeth van der Mier se puso en pie y se dirigió a los presentes.
—Gracias a todos por venir habiendo avisado con tan poca antelación y a tan… intempestiva hora. Ésta es una reunión extraordinaria. He hablado con cada uno de ustedes a título individual para ponerles al tanto de la situación y, ahora, colectivamente, hemos de decidir qué hacer al respecto. Me gustaría presentarles a dos… profesionales que están aquí para asesorarnos y ayudarnos a superar esta… crisis. El inspector Harry Wickenden, de la división de Arte y Antigüedades de Scotland Yard, está a cargo del caso y se ha mostrado extremadamente atento y comprensivo, manteniendo a los medios de comunicación alejados hasta la fecha. Sus hombres se encuentran en mi despacho en este momento, esperando… una llamada de teléfono. También nos acompaña alguien más en… calidad de asesor. Se trata del doctor Gabriel Coffin, antiguo miembro de los Carabinieri y célebre experto en delitos relacionados con el arte. —Van der Mier se quitó las gafas negras de carey, el sudor le perlaba las sienes—. Para que todos sepamos de qué estamos hablando, éstos son los hechos: el pasado miércoles por la noche, mientras asistíamos a la subasta y comprábamos la obra en cuestión, alguien entró en nuestro ordenador y tomó el control de nuestros sistemas de comunicación y seguridad desde el exterior. Gracias a la labor del inspector Wickenden, sabemos que, mientras el pirata informático operaba, alguien irrumpió en el cuarto de contadores y colocó explosivos en la caja de fusibles.
»El jueves por la noche hicieron detonar el explosivo y nos cortaron la electricidad. Durante el apagón alguien robó nuestra reciente adquisición de 6,3 millones de libras, el Blanco sobre blanco de Malevich, del departamento de Conservación. Fue lo único que se llevaron. Lo acababan de traer de Christie’s, después de que yo misma realizara la compra en nombre del museo. El cuadro lo aseguraba Christie’s hasta su envío. Precisamente estamos discutiendo con nuestro seguro si el Malevich se hallaba cubierto cuando lo robaron o no. Como suele ser el caso con las compañías de seguros, es probable que la respuesta sea no.
»El cuadro sólo pasó unas horas en el museo antes de que lo robaran. Se encontraba en Conservación para que lo limpiaran y le cambiaran el marco, pero el análisis no había hecho más que comenzar. Con electricidad, el cuadro y el museo habrían estado perfectamente a salvo. En su ausencia, como precaución en caso de incendio, las puertas internas quedan abiertas por defecto. Por consiguiente todas las puertas estaban abiertas cuando se produjo el robo. La caja de fusibles se halla cerrada y cuenta con la protección adicional de un armazón de acero. Aún está por dilucidar la cuestión de cómo los ladrones salvaron estas defensas. El inspector Wickenden sigue investigando. Sin embargo ahora deberíamos centrarnos en la petición de rescate que recibí ayer. Cedo la palabra al inspector Wickenden.
El aludido se acercó a la plataforma rezongando y se dirigió a los asistentes sin tan siquiera levantar la vista del suelo.
—Gracias. Ayer por la mañana a la señora Van der Mier le pasaron a su despacho una llamada telefónica de una persona anónima cuya voz se ocultaba electrónicamente. Parecía un hombre, pero, con la tecnología de hoy, no se puede asegurar. La voz exigió un rescate de 6,3 millones de libras a cambio de la devolución en perfecto estado del cuadro de Malevich. La señora Van der Mier ha de dejar la luz del despacho encendida esta noche si acepta pagar el rescate. En caso contrario le advirtieron que no volvería a ver el cuadro.
»Hay una serie de elementos que nos permiten crear un perfil del extorsionador, que es probable que también sea el ladrón. Por desgracia, y paradójicamente, las pistas complican más aún la búsqueda. La petición de 6,3 millones de libras, exactamente lo que costó el cuadro, demuestra una falta de imaginación y previsión a la hora de poner precio al rescate que sugiere poca profesionalidad o inexperiencia en el mundo del arte. Asimismo, sugiere que los ladrones tramaron el golpe después de conocer la compra realizada por el museo y que estaban al tanto de la posibilidad de que el cuadro se hallase en el departamento de Conservación, después de que este hecho se anunciara en la rueda de prensa.
»No obstante la investigación ha desvelado un aspecto muy interesante: el pasado miércoles por la noche el ordenador fue pirateado antes de que el museo comprara el cuadro.
En la sala se produjo un revuelo de voces. Van der Mier parecía nerviosa.
Harry acalló el alboroto.
—Por favor, sólo será un momento. Este hecho nos permite extraer dos conclusiones: Una: los ladrones tenían pensado dar el golpe y, más tarde, decidieron robar el Malevich porque les convenía, ya que no estaba en una cámara acorazada ni afianzado en la pared y sabían cuál era su valor. La otra posibilidad no es tan halagüeña: puede implicar que el trabajo se hizo desde dentro.
La habitación cobró vida de nuevo. Van der Mier se levantó y tomó la palabra.
—Sólo es una posibilidad, amigos. Pero, además del deseo de evitar la publicidad, ésta es la razón de que la mayor parte del personal del museo no se encuentre en esta reunión. Sólo algunos trabajadores del museo y los miembros del consejo sabían que el museo tenía intención de comprar el cuadro y conocían el elevado precio que estábamos dispuestos a pagar con el objeto de hacernos con una obra emblemática para nuestra próxima exposición, que, además, contribuyera a dar publicidad a esta última. En teoría sólo un puñado de trabajadores estaba al tanto, pero no soy tan ingenua para pensar que no hay filtraciones. Las paredes oyen. Sin embargo así están las cosas en este momento. Debemos decidir cómo tratar con el extorsionados Tienen ustedes la palabra.
—Me gustaría saber lo que opina el doctor Coffin al respecto.
Una voz se alzó entre la multitud, y las miradas se dirigieron hacia el hombre del rincón que llevaba una camisa azul celeste de Tyrwhitt, el chaleco gris y la chaqueta a juego colgada del brazo en jarras.
Coffin se adelantó.
—A lo largo de mi carrera profesional he adquirido cierta experiencia en semejantes cuestiones. No deseo influir en los aquí reunidos, ya que no es mi dinero el que está en juego, pero creo que la manera más segura de recuperar el objeto robado, por desagradable que pueda resultar, es acceder a pagar el rescate. Sin embargo hay que hacerlo de tal forma que los extorsionadores se crean a salvo y ustedes puedan tener la certeza de recuperar el cuadro.
»Los delincuentes están asustados. El inspector Wickenden tiene razón al decir que las pruebas sugieren que los ladrones no son veteranos en el mundo del arte, y éste bien podría ser su primer robo de este tipo. Quieren deshacerse del cuadro, no lo robaron para que decorase sus paredes. Quieren dinero. Tomen en consideración las opciones. Si no hacen nada y pasan por alto sus exigencias, es probable que intenten ponerse en contacto con ustedes de nuevo, que insistan. Si ustedes no quieren pagar, ellos la han cagado, si me disculpan la expresión. Si no cuentan con un comprador adicional y tratan de colocar la obra en el mercado negro la policía los localizará. Así que se quedarán con el cuadro o lo destruirán.
A los asistentes no les hizo ninguna gracia la idea, y se oyó un murmullo. Una voz al fondo de la sala dijo:
—¿Y si nos ofrecemos a pagar y atrapamos a los ladrones?
—Si hacen creer a los extorsionadores que aceptan su proposición, pero tienen pensado engañarlos y ponen a la policía tras ellos… en fin, digamos que las posibilidades de éxito son escasas. Los delincuentes tendrán que cometer un error garrafal que nos lleve hasta ellos para que la policía dé con ellos y el cuadro. Un intento fallido tendrá por resultado la desaparición, y posible destrucción, del Malevich. Creo que es más seguro utilizar el robo como indicativo de la destreza de los delincuentes que el precio que piden. El robo fue perfecto, lo cual me induce a pensar que los que lo perpetraron no errarían en la fase del rescate, a pesar de su inexperiencia en el mundo del arte.
»A todas luces el mejor final sería que la policía diera con los ladrones y los detuviera, al tiempo que recuperase y devolviese el cuadro intacto. Pero, a menos que los delincuentes cometan un error, la ventaja es suya. A mi entender deben preguntarse dos cosas: ¿quieren recuperar el cuadro? Y ¿tienen el dinero del rescate? Si la respuesta a cualquiera de esas preguntas es no, problema resuelto. Pueden hacer caso omiso del extorsionador y esperar que la policía lo localice o intentar tenderle una trampa y ayudar a la policía. Pero corren el riesgo de que destruya el Malevich o, lo más probable, que éste desaparezca definitivamente. Si la respuesta a cualquiera de las preguntas es sí… cabe esperar que se produzca una detención, pero yo creo que los delincuentes les tienen cogidos por… el estómago.
Coffin se apartó de la mesa, sumida ahora en el silencio. Acto seguido le dijo algo a Wickenden por señas, el cual asintió. Coffin salió justo cuando se alzaba la voz de Van der Mier y la puerta se cerró sin hacer ruido.
—… comprendo que quiera estar informada de los progresos de la investigación, mademoiselle Delacloche y, como le he dicho, la mantendré al corriente. Hasta ahora ha sido usted muy servicial, pero no estoy obligado a revelar… lo entiendo, naturalmente. Sólo le puedo facilitar información pasada, no actual, si la situación es precaria o comprometida… Exacto. Claro, claro. Muy bien. Au revoir.
Bizot cerró el móvil y se lo metió en la funda del cinturón, bajo su barrigón.
—Tomaremos una fondue de queso y una de carne, s’il vous plait. Y dos de vino blanco.
El camarero, cortante y brusco, con un bigote gris parecido a la cola de un mapache, que le caía lacio a ambos lados del mentón, lo que hacía invisible la línea de la mandíbula, dio media vuelta y se fue a la cocina.
Bizot estaba sentado en el largo banco que ocupaba toda una pared del Refuge des Fondues, detrás y debajo del Sacré Coeur, a los pies de Montmartre. Cada centímetro de las paredes, los bancos, las mesas y las sillas estaba lleno de garabatos pintados y nombres grabados. No es que la dirección animara a grabar el nombre de uno donde pudiera, pero no lo desaprobaba. El de Bizot se encontraba debajo de la segunda mesa de la derecha, según se entraba. No tenía a nadie sentado enfrente. En el rincón del fondo, a la izquierda del minúsculo restaurante, estaba el dueño con unos amigos, que guardaban un notable parecido con los personajes de Astérix y Obélix, pensaba a menudo Bizot.
El camarero llegó con dos biberones de vino blanco. Bizot agarró uno y se puso a mamar de la tetina de silicona. «Siempre hay algo extrañamente tranquilizador en esto», pensó. Luego el aguacero que caía fuera entró por la puerta, seguido del larguirucho Lesgourges.
—Je suis comme un mouchoir déjà utilisé —comentó éste risueño, al tiempo que se sentaba y se secaba de la brillante frente el agua, que goteaba en el suelo de madera. Bebió un buen trago del biberón, profiriendo un ruido de succión que hizo que el restaurante entero girara la cabeza para ver qué pasaba. Vaciado medio biberón, lo dejó ruidosamente en la mesa y los comensales volvieron a lo suyo.
—Siempre llegas tarde —se quejó Bizot.
—Y tú nunca eres puntual —replicó su amigo mientras se retorcía las mangas—. Ésa es la clave de que nos llevemos bien… y una de las muchas razones por las que no te has casado.
—Triste pero cierto. La noticia del día, además de haber pedido por los dos, es que el tipo al que aposté para que vigilara la Galerie Sallenave ha interceptado algo. Y muy interesante.
—¿Es Morinière?
—Quoi?
—El que vigila la galería. ¿Es François Morinière?
—¿Qué importa eso? ¿Qué tiene que ver?
La fondue llegó, una olla de queso burbujeante con el aroma a mosto y a cuevas frías y oscuras que despedía el emmental, junto con un cesto de pan, manzanas y uvas.
—Nada, pero juega muy bien a las cartas. Me cae bien.
—Bueno, pues sí, es él. ¿Quieres saber lo que hemos averiguado?
—Mmm —musitó Lesgourges, en la boca una porción de queso de la que salía un hilo que seguía pegado al borde del recipiente.
—Desde que Christien Courtil está en el sur con el doliente Luc Sallenave la actividad ha cesado y la galería ha permanecido cerrada y a oscuras. Las plantas primera y segunda también. Dejan el correo en el buzón de la puerta de la galería, y nadie ha intentado entrar en el edificio.
—Para comprar ahí es necesario pedir cita con antelación —comentó Lesgourges, haciendo un dramático gesto con el tenedor.
—Cierto. Así que nadie ha intentado acercarse al edificio. Hasta esta mañana.
El camarero llegó con aceite caliente y un plato de carne cruda. Lesgourges miró a Bizot.
—Je t’écoute.
—Me alegro de que alguien me escuche. Nuestro hombre, Morinière, vigilaba desde el coche… —Lesgourges hizo ademán de interrumpirlo y Bizot lo acalló con un preventivo dedo en alto—, un Renault… y vio a un tipo que llevaba un abrigo azul oscuro con el cuello subido, el rostro oculto por un paraguas. El homme en bleu se plantó delante de la puerta un instante y se fue. A buen paso, según tengo entendido.
Lesgourges dejó caer un pedazo de carne en el aceite hirviendo.
—¿Era el cartero?
—No, no era el cartero. Ésa es la cuestión: aparte del hombre de azul, durante los últimos cuatro días por la galería sólo se ha pasado el cartero. A decir verdad lo más destacado de los últimos cuatro días es que sólo esa persona, además del cartero, se ha acercado a la puerta. Y dejó una cosa.
—Espera. —Lesgourges tragó sin masticar lo suficiente—. ¿Llovía esta mañana?
—No. —Bizot sacó un trozo de carne del aceite.
—Entonces ¿por qué el tipo de azul llevaba abierto el paraguas?
—Ésa es una pregunta estú… estupenda. Tal vez para prevenir.
—¿A qué te refieres?
Bizot comió.
—Siempre que alguien pregunta: ¿llevo el paraguas hoy?, la respuesta inevitable es: si lo llevas no lloverá, y si lo dejas en casa, seguro que llueve.
Lesgourges se rió.
—Yo nunca digo eso.
—Pues entonces no eres de esos raritos. Los paraguas son como la gente del mundo del arte, Jean: o lo llevas encima a todas horas o nunca. —Bizot rescató otro trozo de carne de las profundidades del aceite.
—Eso no tiene ningún sentido. —Lesgourges parecía enojado—. ¿Lo has leído en alguna parte? Ya sabes lo mal que se te da recordar citas memorables.
—Lo del paraguas no importa. Me da igual por qué llevaba el paraguas abierto si no llovía, y a ti también te lo dará cuando te cuente lo que dejó.
—Et alors?
—Ahora sí quieres saberlo, ¿eh?
—Sólo si me lo quieres contar. No tienes que hacerlo si no quieres.
—Pues claro que te lo quiero contar. Cuando el tipo de azul hubo doblado la esquina, Morinière se acercó a la puerta. Al principio todo parecía como siempre. Estaba a punto de volver al coche cuando lo vio.
—¿Qué vio?
Dos horas después las puertas de la sala de juntas se abrieron y los miembros del consejo salieron. Conmocionados, cansados, aliviados, pero frustrados por su forzosa complicidad. Mientras salían apretujados le estrechaban la mano y le daban palmaditas en la espalda a lord Malcolm Harkness, que reaccionaba asintiendo con seriedad.
Wickenden entró en el despacho de Van der Mier. La directora estaba sentada a su mesa de cara a la ventana, dándole la espalda a la puerta.
—Y ahora ¿qué hago? —preguntó—. Espero a que llame o…
—Es comprensible que esté disgustada, señora Van der Mier. —La voz del inspector era amable y firme—. Pero le han prometido el dinero. Sólo hay que asegurarse de que le devuelvan el cuadro intacto. Y estamos aquí para ayudarla a ese respecto. Habrá hombres apostados en su despacho. Mientras, yo seguiré investigando. Nunca es tarde para cogerlos, incluso después de que hayan devuelto el cuadro. Ahora hábleme de lord Harkness.
Van der Mier giró la silla.
—Malcolm es miembro del consejo desde justo antes de que yo ocupara este cargo. Procede de una respetada familia, el ancien régime inglés. Con castillo y todo. Su padre, lord Gielgud Harkness, fue miembro antes que él, muy destacado y querido. Son mecenas de las artes y las letras desde hace décadas, y también poseen una importante colección. Dos de las obras de la familia se encuentran en préstamo permanente en las salas de abajo. La Biblia familiar, un incunable del siglo XVI iluminado, fue el elemento central de una exposición que se montó en la Biblioteca Nacional. La suya es una colección ecléctica, pero siempre la prestan temporalmente a los museos. Una familia de mecenas ideales. Y Malcolm no es la excepción.
—¿Tanto dinero tiene para derrochar?
—Ni idea, pero no lo ofrecería si no lo tuviese. En el pasado su familia siempre fue muy generosa. Desde que lo conozco ha sido un miembro callado, pero generoso con su tiempo. En cualquier caso… le diré lo que pienso: pienso que a Malcolm le gustaría hacerse un nombre propio como mecenas. Su familia posee la reputación, pero a él le gustaría asegurarse un hueco, estar a la altura del legado de su padre. Entre los amigos de los miembros del consejo se correrá la voz de lo que está pasando, y ésos son los que le importan a Malcolm. Al ofrecerse a pagar el rescate de su propio bolsillo se asegura su puesto en la sociedad, se afianza por su cuenta como gran mecenas. Está comprando posición social. No es que necesite ayuda, con ese apellido… pero no hay nada malo en sus motivos. Está haciendo una muy buena obra, a la que, además, no se dará publicidad, de modo que es más bondadoso que la mayoría. —Hizo una pausa—. ¿Y total, qué hace? ¿Arrancar un cheque?
Wickenden continuaba con su atenta vigilancia de los cordones de sus zapatos.
—Estoy seguro de que los delincuentes tienen un plan. Los días de los maletines llenos de billetes han terminado. Yo diría que quieren que el dinero se deposite en una cuenta numerada y que entregarán el cuadro en cuanto les sea confirmado que el dinero está allí.
—Comprendo. A menos que no lo hagan.
—La cuestión es, señora Van der Mar, ¿quiere tenderles una emboscada o quiere pagar y listo? La decisión es suya. Podemos seguirla en vehículos camuflados, ponerle micrófonos. Podría funcionar, y es lo que me han pedido que le recomiende en nombre de la justicia, pero se corre el gran riesgo de que el trato salga mal y usted acabe sin el cuadro y (ése es el peligro) sin el dinero.
—No. Comprendo su postura, pero si Malcolm Harkness va a desembolsar 6,3 millones de libras de su bolsillo para recuperar el cuadro, no me arriesgaré. Y, créame, cuando el cuadro esté de nuevo en nuestras manos, no lo podrá robar ni una partida de guerrilleros. —Van der Mier hizo una pausa—. Inspector, debería decirle que…, a instancias del doctor Coffin, he hablado con otra fuente. No me importa recurrir a una autoridad superior a mí en materia de investigación. Un experto ha accedido a venir a asesorarnos. Se trata de una conservadora especialista en Malevich e investigadora de la Sociedad Malevich de París. Se llama Geneviève Delacloche. Será quien mejor confirme la autenticidad cuando hayamos recuperado el cuadro y, además, es quien mejor conoce a coleccionistas y delincuentes interesados en Malevich. Necesitamos, o mejor dicho, necesito toda la ayuda que pueda conseguir.
Harry guardaba silencio.
Esa noche Elizabeth van der Mier dejó la luz del despacho encendida. En la fría y lluviosa oscuridad su ventana resplandecía como un barco en llamas en medio de un vasto mar crepuscular.
—Decía que nuestro hombre, en la galería —Bizot se inclinó hacia adelante y retrocedió deprisa al ver que la barba quedaba suspendida peligrosamente cerca del aceite caliente de la fondue—, vio en la puerta… una mezuza.
—¿Qué?
—Una de esas cosas judías.
—¿Qué cosas judías?
—Ya sabes, esas cosas judías que se cuelgan en la entrada. Es un tubo decorativo que se supone que contiene un pergamino con una oración escrita. Mantiene alejados a los malos espíritus o algo por el estilo. Lo sé… lo he tenido que buscar hoy.
—Jean, es imposible que Luc Sallenave sea judío, te lo prometo…
—Lo sé. Courtil tampoco lo es, ni… nadie. Eso es lo interesante. Morinière también cayó en la cuenta estando allí y por eso se le ocurrió ver qué había dentro.
Los ojos de Lesgourges reflejaron su entusiasmo.
—¿Vio qué había en la mezuga?
—Sí. Ni él ni yo ni nadie que había estado allí se había percatado porque nunca nos habíamos acercado, siempre observábamos la puerta desde lejos. Cuando el agente tocó la mezuza vio que la tapa estaba medio abierta.
—Increíble. —Lesgourges sacudió la cabeza y luego levantó la mano y dijo—: ¿Nos traes un poco más de vino?
—Así que Morinière desenroscó la tapa, y dentro había un papel enrollado. Nada de antiguo y quebradizo, sino nuevecito. Lo sacó y lo fotografió antes de devolverlo a su sitio para que nadie se diera cuenta de que… en fin, de que nos habíamos dado cuenta. La mezuza oculta un mensaje. Muy ingenioso, la verdad. —Bizot metió la mano en el bolsillo superior de la chaqueta de mezclilla y sacó una fotografía que pasó por la mesa a Lesgourges—. Esto es lo que había dentro. ¿Tú que opinas?
Lesgourges miró la foto: era un papel impreso.
—Parece una página de la Biblia.
—Tu as raison. Lo es. Hay que fijarse más.
Lesgourges se inclinó para escrutarla: era un pasaje de Isaías. Se puso a leer en voz alta:
—«Todos los forjadores de ídolos son nada, y sus favoritos no sirven de nada, y son testigos ellos mismos, no ven nada, no saben nada para vergüenza suya. ¿Quién forja un dios, quién funde un ídolo para no servir de nada? He aquí que todos sus devotos serán confundidos; los que los hacen son hombres. Que se junten, que vengan todos; temblarán cubiertos de vergüenza…»
—Sigue leyendo —lo animó Bizot.
—«Un herrero aguza el cincel, forja en la fragua su obra, hace la imagen a golpe de martillo y la forja con su robusto brazo; incluso tiene hambre y está sin fuerzas; no bebe agua, está desfallecido». Uy, esta parte está encerrada en un círculo: «Quien trabaja en madera tira la cuerda de medir, lo marca con el lápiz, lo ejecuta con los cinceles, lo marca con el compás. Hace así como una semejanza de hombre, de un hombre bello, para que habite en una casa». ¿Qué significa…?
—No tengo ni idea. Pero es una pista…
—Sé que es una pista, pero…
—Aún no he llegado ahí. Por eso necesito tu ayuda. —Bizot sonrió y bebió otro trago de vino.
—¿Sí? —Lesgourges se enderezó—. Sí.
—Escucha —comenzó Bizot—, es evidente que es un mensaje y no sabemos de qué ni de quién. Pero huele a conspiración secreta. Como una película de espías. Lo que significa que el comunicado es importante para el destinatario y el comunicador. Creo que tenemos que echar un vistazo a la galería, quizás así el mensaje se aclare algo.
—¿Se ha aprobado la orden? —preguntó Lesgourges.
—Esta mañana. Llevo pensando en esto todo el santo día. ¿Cuál es el sentido de esta cita? Forma parte de un pasaje que va de artesanos que deberían avergonzarse de hacer una imagen que se convertirá en un falso ídolo. Hasta ahí me suena. La parte encerrada en el círculo, Isaías 44:13: «Quien trabaja en madera tira la cuerda de medir, lo marca con el lápiz, lo ejecuta con los cinceles, lo marca con el compás. Hace así como una semejanza de hombre, de un hombre bello, para que habite en una casa». La cosa va de un carpintero que desempeña su oficio…
—Jesús era carpintero. —Lesgourges parecía satisfecho consigo mismo.
—Cierto, pero también lo era el padre de Jesús: José. Y, como ya te comenté, nos hemos enterado de que Lue Sallenave ha donado una considerable suma de dinero a una organización llamada…
—… la hermandad de José. —A Lesgourges se le encendió la bombilla.
—Que está en la misma calle que la galería de Sallenave. Todo encaja.
—Sin duda —replicó Lesgourges—. Ni siquiera tengo ganas de postre.
—Venga ya.
—Bueno, podemos echarle una ojeada a la carta. Así que crees que encontraremos el cuadro robado en la Galerie Sallenave.
—O en el piso de arriba —añadió Bizot.
—¿Qué crees que vamos a encontrar?
—Arándanos con crème fraiche… —Bizot estudió la carta y alzó la cabeza—. A ver… pensemos en esto: «Quien trabaja en madera tira la cuerda de medir, lo marca con el lápiz». Un carpintero mide y marca la madera que hay que cortar. ¿Un grabado en madera, tal vez? Eso si la solución es un juego de palabras. ¿Qué viene después? «Lo ejecuta con los cinceles, lo marca con el compás». Si es literal puede que haya una estructura de madera que contiene el cuadro de Malevich. Quizás esté escondido en un cobertizo o en una falsa pared, salvo por la palabra «compás». Ha de referirse a algo que se mide y está hecho de madera, cincelado y luego medido con un círculo con ayuda de un compás.
—Podría ser una caseta.
—Luego «hace así como una semejanza de hombre, de un hombre bello, para que habite en una casa». Así que la construcción de madera tiene forma de hombre y eso es lo que le permite permanecer en la casa.
—¿Y lo del «hombre bello»?
—Eso no lo entiendo. Tampoco estoy seguro de qué podría estar hecho de madera y tener forma de hombre. Pensé en un sarcófago, pero resultaría un tanto llamativo.
—¿Por qué crees que les han dejado ese mensaje? —planteó Lesgourges—. ¿Crees que el ladrón ha escondido el cuadro en alguna parte y está informando al instigador del robo de su ubicación?
—Todavía no he llegado tan lejos, Jean. Mi cerebro es muy pequeño, y sólo puedo resolver los rompecabezas de uno en uno. Pero está claro que la solución de uno arrojará pistas sobre los demás. Como algún día te darás cuenta, cuando escribas mi biografía, el efecto dominó siempre ha sido mi principio rector. No tiene sentido hacer demasiadas conjeturas sobre cosas de las que no se tiene suficiente información. Supone un tremendo ejercicio mental que podría resultar inútil, y en lo tocante al ejercicio mental soy vago por naturaleza.
—Y en el físico también.
—Así que sólo abordaré el problema que nos ocupa y solucionaré el próximo cuando llegue a él. Esperó que estés tomando notas.
—¿No se supone que los investigadores han de pensar en el siguiente movimiento, como un jugador de ajedrez, para burlar al delincuente? ¿Como Sherlock Holmes y la señorita Marple?
—¿Me parezco yo a Sherlock Holmes?
Lesgourges miró a Bizot de arriba abajo y de un lado a otro.
—Te pareces más a la señorita Marple.
—Ja ja —tosió Bizot.
—Si te pusieras uno de esos sombreros blandos con las alas tapándote las orejas…
—Y si tú te bebieras un tubo de cierra-el-puñetero-pico… —gruñó su amigo, y entonces reparó en que el camarero llevaba algún tiempo a su lado, esperando a tomarles nota del postre. De algún modo parecía embelesado con la conversación, los ojos vidriosos sobre el bigote de mapache. Bizot continuó—: Así que no sé lo que vamos a encontrar, pero sé dónde hay que buscar, sea lo que sea, y cuando lleguemos allí lo resolveremos, para que lo sepas.
Lesgourges miró al camarero.
—Des profiteroles, s’il vous plaît. ¿Crees que el Malevich estará escondido en la galería?
—Sin duda. —Bizot hizo una pausa—. Des profiteroles pour moi, aussi.
—Eso espero.
—Para ti es muy divertido, ¿eh? Te das cuenta de que es mi trabajo, ¿no?
—Venga ya, ¡si te encanta!
Bizot cruzó los brazos sobre la barriga.
—Supongo que sí. Mientras haya tiempo para tomar el postre ningún trabajo es demasiado.
Lesgourges esbozó su sonrisa equina y se acomodó en la silla.
—Siempre hay tiempo para tomar el postre.