—Al final conseguí entrar en la casa de Sallenave, pero me temo que lo que tengo que contarte no es muy prometedor. ¿Has probado el de pera?
Lesgourges y Bizot estaban sentados a orillas del Sena, bajo un agradable sol. Las piernas de Lesgourges colgaban sobre la turbia agua verdosa, mientras que las de Bizot más bien se extendían en horizontal. Comían pequeñas boules de helado de Berthillon.
—Mmm —repuso Bizot, la barba manchada de chocolate.
—Está bueno, deberías probarlo. Es como comer una pera.
—Mmm.
Permanecieron un instante en silencio, digiriendo el tema de su conversación.
—Bueno, pues la mala noticia —prosiguió Lesgourges—, en lo que concierne a este caso, es que Luc está enfermo. Guarda cama y lleva sin salir de casa algún tiempo. Christian Courtil se encuentra con él en el château. Hablé con el secretario de Luc, pero se mostró reticente. Es medio austríaco.
—Dios mío.
—Lo sé. Pero él y yo siempre nos hemos tenido respeto. Ha pasado mucho tiempo. La última vez que estuve en el château de Luc fue hace seis o siete años. Hablamos de exportar mi armañac, pero él pedía una pequeña fortuna, y de todas formas yo prefiero que mi néctar siga siendo exclusivo. Pero no le pude sacar nada más al secretario. No estoy seguro de si es grave, pero a la edad de Luc… Debe de serlo si Courtil ha volado hasta allí para estar con él. Puede que incluso sea como para hacer testamento…
—Bien. Eso significa que Courtil ha salido de la ciudad y que la Galerie Sallenave estará cerrada. —Lo que quedaba del cucurucho de Bizot desapareció en el hueco que se abría entre su barba—. Creo que debería ir a la galería. Con lo que tengo puedo solicitar una orden de registro.
Lesgourges parecía decepcionado. Bizot hizo una pausa antes de continuar.
—Te vienes, ¿no?
—… que es uno más de los múltiples peligros que acechan al mercado del arte. Los mejores falsificadores son los que pertenecen al mundo del arte. Debido al profundo conocimiento de los métodos disponibles, no sólo para falsificar, sino también para detectar falsificaciones, los conservadores son los sospechosos habituales. Su tarea consiste en autentificar obras de arte y señalar las fraudulentas. Expertos e informados en los últimos métodos de detección, se hallan en una posición perfecta para aprovecharse de las debilidades de su propio sector.
La sala de conferencias del Instituto Courtauld, en la cuarta planta de la londinense Somerset House, con sus asientos de color cereza dispuestos en gradas, estaba llena de estudiantes a los que les brillaban los ojos, en su mayor parte con pendientes, mujeres o gays. La mayoría estaba sentada bien tiesa; otros tomaban notas o tal vez dibujaban en sus libretas.
—La lógica es un arma de detección mejor que un amplio conocimiento de la historia del arte. Los conocimientos especializados sin duda sirven de ayuda y aceleran el proceso, pero en la actualidad cualquier cosa puede buscarse, y se puede consultar a expertos en cuestiones concretas. Hagamos, pues, uso de nuestros vastos conocimientos y reconstruyamos cómo sale airoso el falsificador experto y, de ese modo, cómo podemos atraparlo.
Harry Wickenden se encontraba en un rincón del fondo. Había visto a Gabriel Coffin dos veces antes, y habían hablado sólo una. Le sorprendió que, al parecer, Gabriel reconociera su nombre y su voz. Tal vez su fama lo precediera más de lo que imaginaba. O tal vez Gabriel sólo fuera educado.
—Tomemos, por ejemplo, un cuadro. ¿Por qué elegiría un falsificador un cuadro? Sin duda hay obras más fáciles de falsificar. Un dibujo tiene unas dimensiones más reducidas y requiere únicamente tinta y papel. Analizaremos la falsificación de dibujos en unos minutos. Pero por ahora centrémonos en un cuadro. Una dificultad inherente estriba en el hecho de que la mayoría de los artistas famosos han sido ampliamente catalogados, y se sabe dónde están sus obras de arte. De modo que un falsificador se ve obligado a pintar una obra de arte anónima, inventada, o a investigar obras de artistas conocidos que figuren como «desaparecidas». Ambos métodos funcionan, pero el segundo es mejor. ¿Sabrían decirme por qué?
La primera vez que Wickenden vio a Coffin fue en una conferencia, parecida a la de ese día, en el Victoria and Albert Museum, en South Kensington, hacía casi diez años, cuando Coffin era un profesor novato y Wickenden tenía cuarenta y tantos. Entonces acudió movido por el entusiasmo y el interés, cosas ambas que se habían visto mermadas en lo que concernía a todo lo extracurricular. Sólo era capaz de sentir fervor en plena caza del delincuente, y se había dado cuenta, para consternación suya, de que su gusto por cualquier actividad adicional se había embotado.
—El éxito de una obra de arte que se vende radica en la procedencia. Si el historial documentado de una obra de arte es sólido, su autenticidad no será cuestionada. La procedencia más firme sería un contrato firmado de puño y letra del artista conforme al cual vende la pieza a la familia del propietario actual y en el que se indica el precio y consta la rúbrica de ambas partes. Si yo comprara una obra de arte hoy en día, por ejemplo, guardaría el contrato, que pasaría a ser la procedencia de la pieza. A lo largo de los siglos son pocas las obras cuya procedencia es tan rigurosa, pero les sorprendería saber cuántos testimonios se han conservado. Al arte siempre se le ha concedido un gran valor, y los documentos relacionados con obras de arte y transacciones a menudo se guardan. Uno de los peligros de la actualidad es que los ordenadores eliminan el rastro en papel, que tan importante es para la investigación histórica. Resulta muy sencillo borrar documentos importantes o perderlos en las profundidades de un ordenador.
»Pero me estoy desviando del tema. Si un falsificador puede encontrar documentación sobre una obra de arte desaparecida, por ejemplo, un dibujo de Miguel Ángel que no existe, pero que se menciona en una carta que sí existe, el falsificador básicamente vincula una obra de arte de creación propia a una procedencia real. Ello aviva el interés de los expertos, que con frecuencia tienen tantas ganas de dar con un nuevo descubrimiento que pasan por alto los detalles y ponen excesivo empeño en que se corroboren las hipótesis. De este modo un reputado experto puede caer en manos del falsificador y contribuir sin darse cuenta al delito.
La conferencia del Victoria and Albert también era sobre robos de objetos de arte, al parecer la especialidad del sujeto. Pero Harry había oído hablar de Coffin, y además sus caminos profesionales se habían cruzado. Coffin había participado entre bastidores en frustrar una intentona de rescate de El grito, de Edvard Munch, la primera vez que lo robaron descaradamente delante de las cámaras de vigilancia de la Galería Nacional de Oslo. Toda la operación quedó grabada en vídeo: dos hombres apoyaron una escalera en un lateral del museo, entraron por una ventana y se fueron con El grito bajo el brazo. Todo registrado. Naturalmente nadie miraba los monitores en seguridad, así que se salieron con la suya. Fue un trabajo de aficionados, mañosos del bloque soviético que lograron entrar en el museo y no entendían de arte. Huelga decir que los atraparon poco después de que pidieran el rescate.
—Así que la mejor falsificación, y digo mejor en el sentido de mayores posibilidades de éxito, requiere una procedencia irrefutable. Cuanto mejor sea la procedencia, menos se escudriñará la pieza antes de que se considere legítima. Sin embargo, una falsificación no puede sobrevivir basándose únicamente en la procedencia y la avidez de los expertos. Tomemos, por ejemplo, una pequeña tabla medieval italiana anónima. Falsificar es como cocinar: antes de empezar a guisar es preciso conocer los ingredientes para elaborar el plato. ¿Cuáles son los ingredientes de un cuadro así?
»Veamos, para empezar, ¿cuál es el soporte? ¿Vamos a preparar linguini o capellini? ¿Será tela o tabla?; tratándose de este período se trataría casi exclusivamente de un liso tablero de álamo. Sin embargo, la madera debe de remontarse al período de la pintura que se quiere falsificar. Y ahí está el problema.
»La pregunta número dos es: ¿con qué material pintar? ¿Pesto o boloñesa? Tendrán que disculpar estas analogías simplistas, pero les aseguro que no se olvidan. Cuando salgan de la charla esta noche no pensarán: ¿Cuál dijo que era el soporte más habitual de las pinturas medievales religiosas? ¿La madera de álamo o de peral? Sentirán unas inexplicables ganas de comer pasta y se sorprenderán pensando en falsificaciones en mitad de sus penne all’arrabiata. Vamos al material de pintura. Si es lo bastante temprano, y el estilo lo sugeriría, sería pintura al temple. Ahora bien, los cuadros del Renacimiento y principios de la Edad Moderna son más difíciles de falsificar que los de la Edad Moderna. ¿Sabrían decirme por qué?
Wickenden trataba de ubicar el acento de Coffin. No era ni de aquí ni de allí, un tonillo americano mezclado con la pronunciación neutra de los locutores británicos y los actores extranjeros que hacen de británicos. Por lo común Wickenden era capaz de extraer gran cantidad de información sobre un hombre a partir de su acento, pero éste lo tenía desconcertado.
—Los artistas no compraron pintura lista para usar hasta el siglo XIX. Ellos mismos elaboraban sus pinturas en el estudio, lo cual significaba que cada pintor tenía una receta ligeramente distinta para cada color. Para falsificar debidamente cualquier pintura anterior a este período, el falsificador ha de saber la composición de los colores del artista en concreto, y dichos colores han de ser reproducidos partiendo de cero. Los materiales se encuentran disponibles: aunque pueda sonar rudimentario, se casca un huevo y se introduce el pincel en él para crear el elemento aglutinador del temple. A continuación se mezcla con un pigmento crudo, como el lapislázuli en el caso del azul o el sepia, que se obtiene de la tinta del calamar, en el caso de un ocre anaranjado oscuro. Pero el carbono 14 ha de situar los materiales orgánicos de la pintura en el siglo correcto.
La segunda vez que Wickenden vio a Coffin en persona fue dentro del cumplimiento del deber. Coffin, al menos hacía algún tiempo, había trabajado con los Carabinieri. Se dio un caso transfronterizo, y los Carabinieri siempre se habían mostrado dispuestos a colaborar con la policía de otras naciones. Harry los admiraba por eso. Según su experiencia, Scotland Yard siempre había sido más aislacionista. Quizás influyera la isla.
—Estos conocimientos químicos nos permiten a nosotros, los sabuesos, acotar el perfil. La inteligencia, en el sentido de poseer conocimientos concretos y una capacidad mental general, puede reducir de forma drástica el número de sospechosos. Dicho de manera sencilla: ahí fuera hay menos listos que tontos, lo cual puede ser una ventaja para la fuerza pública. No es fácil falsificar bien. A decir verdad resulta bastante extraordinario que los delincuentes estén dispuestos a intentarlo y salgan airosos. El éxito requiere buena disposición y complicidad, aunque sea involuntaria, por parte de la víctima. Un análisis a fondo descubrirá las inevitables fisuras en la coraza del falsificador. En mi opinión, si la obra de un falsificador es perfecta, él merece salirse con la suya. Pero nunca me he encontrado con una pieza falsa que rozara la perfección. Los que han sido engañados forzosamente lo recuerdan riéndose de sí mismos, por haber sido embaucados con algo que a la postre se reveló falso.
»Con los ingredientes listos, hace falta habilidad artística para reproducir obras maestras de un modo convincente. La obra de arte ha de estar convincentemente envejecida y hay que inventar una historia de cómo se encontró que la vincule a su procedencia. Luego, alguien tiene que creerse todo el paquete —producto, procedencia e historia—. Un camino largo y tortuoso.
»Cabría pensar que otras manifestaciones artísticas son más fáciles de falsificar. Puede que los componentes sean menos, pero ello no hace que falsificar esas obras sea necesariamente más fácil. También hay que pensar en el valor. A nadie le interesa falsificar un grabado de Piranesi. Lo cual no quiere decir que no se haya hecho, sino que las ganancias potenciales, unos pocos miles de libras, probablemente no compensen el esfuerzo. Es preciso reproducir la tinta, encontrar papel de la época. Así pues, si bien los componentes necesarios —sólo papel de la época y tinta— son menos, también es menor la recompensa. Las buenas falsificaciones salen caras.
El departamento de Wickenden iba tras la pista de unas estatuillas precolombinas que habían desaparecido de la casa de un coleccionista anciano. Eran tan pequeñas que las seis cabían en un neceser de viaje, como, de hecho, fue el caso. Se creía que el sospechoso, un milanés, había volado a Roma, de manera que se pusieron en contacto con los Carabinieri. Gabriel Coffin, un británico que trabajaba con los Carabinieri, fue el coordinador, e intercambió numerosas llamadas de teléfono con Wickenden. Sólo se vieron en persona una vez, justo antes de que se efectuara la detención. Sin embargo, Coffin se había labrado una reputación como asesor en los últimos años, desde su retirada del servicio activo con los Carabinieri. No podía tener más de cuarenta años, pensaba Wickenden, un jovenzuelo. Tenía pensado hablar con él en plan informal. No le gustaba que Van der Mier le dijera, o más bien le sugiriera, lo que tenía que hacer, pero reconocía una buena idea cuando se la imponían.
—Huelga decir que el mundo de los falsificadores expertos es minúsculo. Los mejores adquieren fama y a menudo, aunque no siempre, caen. Cuando es así, no suele deberse a un error en la falsificación. El orgullo desmedido parece ser el único talón de Aquiles sistemático de los falsificadores de primera aprehendidos.
»Como me estoy extendiendo, les pondré un breve ejemplo real de una falsificación maestra. Los implicados son el Museo Getty y la prestigiosa Galería Colnaghi, y la historia trata de la venganza y el escándalo.
»La historia comienza cuando un experto falsificador se tropieza en un mercadillo con un dibujo que compra con la esperanza de que tenga más valor que el precio señalado. No tiene una idea concreta de qué puede ser, pero se arriesga. Lleva la pieza a Colnaghi, que está en Old Bond Street, una de las galerías más antiguas y famosas de Londres. Allí un experto dice que sí, que vale más de lo que pagó y que Colnaghi lo compraría por doscientas libras. Al ser un beneficio importante, el hombre acepta la oferta y se va encantado.
»Una semana después camina de nuevo por Oíd Bond Street, se detiene ante el escaparate de Colnaghi y descubre que venden su dibujo ¡por sesenta mil libras! Se pone furioso y decide que la mejor venganza ha de ser sutil e ingeniosa, y también lucrativa. Aprende él solo, sin partir de una experiencia previa, a falsificar dibujos. Es un hombre inteligente, con un notable talento artístico, y acaba realizando falsificaciones maestras. Compra libros del siglo XVI de escaso valor y utiliza sus páginas como soporte para sus falsificaciones. Estudia el estilo de los artistas italianos de la época. Funde la tinta de los libros y obtiene carbón para sus dibujos. Y crea su primera falsificación. Un amigo se hace pasar por vendedor y se pone en contacto con Colnaghi. Le dicen que estarán encantados de echarle un vistazo a la pieza. El amigo les lleva el dibujo y confiesa no saber nada del artista, si bien el dibujo es propiedad de su familia desde hace mucho tiempo. Expertos de Colnaghi lo identifican como obra de un conocido artista italiano del siglo XVI y le ofrecen comprarla por más de cien mil libras. Con este éxito nace un falsificador.
»Durante las siguientes décadas el experto falsificador, al que entre tanto han atrapado, afirma haber hecho y vendido cientos de dibujos falsos de los grandes maestros a través de Colnaghi. Colnaghi no sufre económicamente, y la única venganza que obtiene el falsificador es la satisfacción de haber engañado a los supuestos expertos. Sin embargo, su cuenta bancaria está más que saneada gracias a su trabajo, y Colnaghi ha sido su principal financiero. Evita que lo descubran variando la identidad de los vendedores y copiando, con igual maestría, un amplio abanico de artistas. Su enorme éxito sólo sale a la luz cuando su abogado llega a un acuerdo con el fiscal estando él en prisión. Entonces su nombre pasa a ser sinónimo de éxito en un delito que requiere la máxima pericia.
»El Museo Getty adquiere varios dibujos de Colnaghi y más tarde uno de sus conservadores afirma que son falsos. Al tener que reconocer un error que ha supuesto un desembolso de millones de dólares, el Getty niega las acusaciones de su propio experto y rehúsa analizar los dibujos. El conservador incluso cree reconocer la mano del falsificador en la del ya difunto vengador de Colnaghi, pero el Getty no cede. Despide al conservador, que cae en desgracia por haber hecho una acusación pública de falsificación que no es confirmada. Con su nombre en la lista negra, no vuelve a conseguir empleo en el mundo del arte. En la actualidad trabaja en el extranjero con un nombre distinto…
La atención de Wickenden se desvió. Ya había oído esa historia. Sus colegas metieron en chirona al falsificador. Su mirada se paseó por las cabezas que tenía delante: muchas rubias con el cabello recogido. No es que le importara.
Despertó de golpe con los aplausos, que poco a poco redujo al silencio la presencia de la profesora Sheila McLeod en el atril. Wickenden ya la había visto antes y siempre le había gustado.
—En nombre del Instituto de Arte Courtauld me gustaría darle las gracias al doctor Coffin por una conferencia tan fascinante e inteligente. La próxima semana contaremos con el profesor David Simón, un experto en arquitectura románica de renombre internacional que nos hablará de su exhaustivo trabajo en la catedral de Jaca. Gracias.
Los estudiantes hablaban entre sí mientras abandonaban la sala de conferencias. Coffin cambió unas palabras con McLeod y, por el rabillo del ojo, vio a un hombre de aspecto mustio y hombros caídos hacia el fondo de la sala.
Cuando se hubo ido casi toda la gente, la profesora McLeod aún seguía con Coffin. Wickenden lo saludó con la cabeza desde el otro lado de la habitación, pero Coffin no lo vio, de modo que el inspector fingió tener tortícolis. Al final sus miradas se cruzaron y Harry se aproximó.
—Inspector, me alegro de volver a verlo. —Coffin le tendió la mano, que rozó la de Wickenden y lo hizo pegar un salto: no estaba acostumbrado al contacto humano inesperado ni a la invasión de su espacio personal. La miró un segundo y luego cayó en la cuenta y la estrechó. El apretón de Coffin fue firme. El conferenciante vestía un traje negro de corte italiano y una almidonada camisa azul de etiqueta.
—Doctor Coffin.
—Por favor, llámeme Gabriel. —Se volvió a McLeod—. Somos viejos amigos, del trabajo, de cuando era carabiniere, aunque no se lo crea. Harry, tengo que ir a tomar algo con los estudiantes, sólo será un momento. ¿Quiere venir? Espero que no le importe.
—Eh, no, no pasa nada.
—Tú primero, Sheila.
Gabriel y Harry salieron tras Sheila y bajaron la escalera curvada de la zona destinada a la docencia del Instituto Courtauld. Ya en el patio, al atardecer, las luces de la panza de la Somerset House eran de un blanco delicado, proyectando sombras verticales y bañando la piedra gris en un brillo azul coralino. Los chorros de agua de la fuente brillaban irisados.
Entraron en la galería opuesta y subieron la sinuosa escalera que caricaturizó Rowlandson. En la planta superior, una representación de obras de arte impresionistas y postimpresionistas salpicaba y ornaba las paredes. Los estudiantes socializaban sin separarse mucho del vino que servían. Coffin recorrió las salas: Desayuno en la hierba de Manet; Don Quijote de Daumier; Monet; Cézanne. Bebía vino, que sabía a tanino y sulfuro.
—A los estudiantes les dan cualquier cosa —observó. Harry esbozó una media sonrisa que borró cuando Coffin miró a otra parte—. Me encanta Degas —continuó—. Los eruditos dicen que sus pasteles de mujeres bañándose son misóginos, porque las colocaba en posturas embarazosas: saliendo de la bañera o pasándose un peine por el largo cabello pelirrojo, pero yo siempre los he visto como una nostálgica declaración de amor a los sutiles atractivos del cuerpo femenino.
—Mmm —dijo Wickenden.
—¿A usted no le gustan, Harry? —Coffin pasó a otra sala.
—Yo persigo a delincuentes, doctor Coffin. Soy más listo que ellos y me gusta. Que hayan robado un coche, una saca de dinero o una tela con algo de pintura me da lo mismo. Me gusta resolver el rompecabezas. Me gusta saber. Pero el dinero que mueve este sector me resulta indigesto, y no distingo un Degas de un Manet o de un vaya usted a saber quién. Me dan todos igual, y eso es lo más entusiasta que puedo decir. Por suerte no tengo que ser un entusiasta para hacer un puñetero buen trabajo, lo cual hago. Admiro la destreza en el juego, igual que usted, al parecer. Que el juego sea damas, ajedrez o robar me importa un bledo…
—Yo jugaba al ajedrez —lo interrumpió Coffin, la mirada perdida en las paredes de la galería—. Bastante, cuando era más joven. Ah… creo que esto le va a interesar, Harry. —Coffin señaló dos cuadros, vacíos negros en los que flotaban diversas formas y colores, como suspendidos en tinta. Harry se detuvo junto a Coffin, treinta centímetros más bajo y más abúlico—. Verá —prosiguió Coffin—, este cuadro de la izquierda es un original del pintor ruso Vasily Kandinsky. Él, al igual que Kasimir Malevich, compatriota y coetáneo suyo, utilizaba la pintura abstracta como vehículo para transmitir con mayor intensidad la espiritualidad. Plasmaba lo que consideraba conmovedor desde el punto de vista espiritual. Y vale millones. Pero, y aquí es donde la cosa se pone interesante, este cuadro de la derecha…
—A mí me parece igual.
—Cierto, Harry. Lo es. Pero este cuadro de la derecha es una réplica moderna que vale unos cientos de libras como mucho.
Harry miró un cuadro y el otro, una vez más, una tercera.
—Asombroso, doctor. He de admitir que eso es algo que admiro de verdad. Como le decía, las manifestaciones de destreza… maestría, o lo que sea… Ahora bien ¿cómo ha sabido que el de la derecha es falso? Parece exactamente igual.
Coffin sonrió y señaló la pared. Junto al cuadro de la derecha había un rótulo que ponía: Réplica. El rostro de Harry se iluminó y esbozó una breve sonrisa.
—Hay que fijarse más, observar, Harry. Podemos tomar la decisión consciente de ver, no sólo mirar. Contemplación pasiva frente a activa. Observación y deducción lógica, las…
—… dos herramientas que todo el mundo tiene y nadie utiliza. Asistí a su conferencia, doctor. Es toda una lección… Pero al menos predica usted con el ejemplo. Yo llevo años diciendo que tengo que reducir el consumo de cafeína, pero sigo tomando diez tazas al día. La abstinencia me provoca indigestión.
En la siguiente sala Coffin se paró un buen rato. Los ojos de Harry estaban fijos en sus pies, pero alzó la vista cuando los de Gabriel se detuvieron.
—El bar del Folies-Bergères, de Manet. ¿No es lo mejor que ha visto en su vida?
La forma de la pregunta confundió a Wickenden, que no supo qué decir.
—Sencillamente me encanta —continuó Coffin—. Ella parece tan triste. Tan, tan triste.
Una estudiante se acercó entre risas a donde estaban Coffin, MacLeod y Wickenden, espoleada por sus amigas.
—¿Profesor Coffin? —A Gabriel siempre le gustaba que lo llamasen así—. Si fuera a robar un cuadro de este museo, ¿cuál elegiría?
—Lucy Jarvis, ésa no es una pregunta muy…
—No, no importa, Sheila. Creo que es una pregunta excelente, Lucy. Suelo jugar a eso cuando recorro los museos. Pero juego en cada una de las salas. —Coffin apoyó el mentón en el puño, una referencia a la historia del arte, mientras escrutaba la habitación—. Es una decisión fácil. Me llevaría ése. —Señaló el Manet.
—¿Por qué? —Otros estudiantes se habían congregado alrededor tras llenar sus vasos. Wickenden no sabía si estaba enojado o sólo sentía curiosidad. Decidió que sentía curiosidad.
—Es una obra maestra consciente de su valor. Manet sabía que era su gran obra, la pintó justo antes de morir. La escala demuestra su importancia, y el tema corresponde al espíritu de la época. La mujer nos mira directamente. Parece triste, asustada, pero en su mirada hay más. En lo que a mí respecta, a la Mona Lisa le pueden dar. —Los estudiantes se rieron, y Coffin continuó—: La mujer era camarera en un cabaret, el Folies-Bergères. Mirad lo que hay tras ella. El club tenía dos plantas y en el medio había un escenario donde se ofrecían actuaciones. En la parte superior izquierda se ven las piernas de un acróbata en el trapecio. Sé que están borrosas, pero las figuras del público son identificables, personajes reales del París de finales del siglo XIX.
»Vemos que a la camarera se le ha acercado un caballero con un traje oscuro y un sombrero de copa. Se sitúa en una esquina. Pero ¿cómo es que lo vemos? Sin duda se encuentra de cara a la mujer, donde estamos nosotros, los observadores. Ello se debe a que todo lo que hay detrás de la camarera es un reflejo. En el telón de fondo se ven las sutiles líneas de la luz refractándose en la superficie del espejo.
»El caballero quiere algo. ¿Una copa, tal vez? ¿Una mandarina del frutero de la barra? ¿Una cerveza Bass? Pensaréis que estoy bromeando, pero ¿veis esa botella marrón con un triángulo rojo? Eso es. Publicidad encubierta.
»Puede que quiera una copa, pero lo más probable es que quiera sexo. Exacto. Ella es una prostituta. Por aquel entonces la prostitución era distinta. En aquella época era la norma. Los caballeros tenían amantes que los acompañaban en actos sociales, con frecuencia eran tanto geishas como prostitutas. Una mujer podía ser camarera en establecimientos tales como el Folies-Bergères para conocer a clientes.
»Pero ¿qué se le está pasando por la cabeza a esta mujer? Miradla a los ojos. La acaban de abordar. Necesita el dinero, pero odia lo que tiene que hacer para conseguirlo. Puede que tenga a un niño que mantener. Está destrozada. Necesita un cliente, pero no soporta su vida. Y sin embargo no ve escapatoria posible. Otros le dicen que tiene un buen trabajo y un buen empleo. Los hombres que conoce son ricos y limpios. Ella cuenta con un salario que complementa su verdadera profesión. Vive en el centro de la sociedad parisina, con su torbellino de arte y literatura de finales del siglo XIX. El Folies-Bergères, el Moulin Rouge, Toulouse-Lautrec, Emile Zola… Pero ¿no tenéis la sensación de que preferiría ser una tranquila ama de casa? ¿Más una Emma Bovary que una Nana? Sí, me llevaría ése. Pero entonces no estaría aquí para vuestro disfrute.
Los estudiantes permanecieron allí plantados un instante. Lucy dijo:
—¡Guau! Pues yo me llevaría el que estuviera más cerca de la puerta. —Todo el mundo rió salvo Harry. Los estudiantes siguieron socializando.
Wickenden se paseó por las salas, dejando atrás Kandinskys, fauvistas, Rousseaus, hasta que Coffin finalmente le dio alcance.
—¿Qué le parece si vamos a beber algo como Dios manda?
Bajaron por la sinuosa escalera y salieron a la brumosa noche londinense.
—No sabía que fuese especialista en Manet —comentó Harry.
—¿Eso? Bah, no sé más de Manet que un estudiante de historia general. Esa charla improvisada se ha basado únicamente en la lógica y la observación. Sabe, en la Facultad de Medicina de Yale hay un curso obligatorio en el que los estudiantes visitan el Museo de Arte Británico de Yale y hacen diagnósticos clínicos de la gente que aparece en los cuadros. Hay exámenes en los que a un estudiante se le dan treinta segundos para mirar un cuadro y a continuación ha de describirlo con el mayor grado de detalle posible o hacer un diagnóstico de la figura representada. Es genial. La lógica y la observación son dos herramientas universales que nadie se da cuenta que tiene.
Giraron a la derecha por el Strand, pasaron ante la sede del Tribunal Superior de Justicia y torcieron a la izquierda. No tardaron en llegar a la poco transitada calle que había en la trasera del tribunal, silenciosa y apartada.
—Éste es mi pub preferido: el Seven Stars. Suele estar lleno de abogados, pero a pesar de eso es estupendo.
Wickenden no lo conocía. Prefería el Coach & Horses de enfrente de su piso y sentía que era un pecado beber en otra parte. Pero donde fueres… Echó una ojeada a la larga vitrina horizontal que atravesaba el vientre de las ventanas del Seven Stars. La iluminación era oscura, tirando a sepia, pensó Harry. Y estaba abarrotado de objetos extraños: un búho disecado, un cráneo de caballo con unas gafas de carey y una peluca de juez. El castigado letrero negro con siete estrellas doradas cual asteriscos se movía con el leve viento.
Una vez dentro Coffin pidió dos pintas de la mejor cerveza amarga y las llevó con sumo cuidado a la mesa que había bajo el póster amarillo de una película de abogados protagonizada por Peter Sellers.
—Sé que le va bien el trabajo, Harry. Como sin duda sabrá, se ha corrido la voz por el sector. Tiene usted fama de conseguir importantes logros. A decir verdad no sé de ningún caso que no haya resuelto.
—Hay algunos decepcionantes. Pero he tenido suerte: siempre he conseguido el objeto de arte o al ladrón, aunque de vez en cuando sólo uno de los dos. Nunca termino con las manos vacías. —Harry bebía su cerveza, mojando sin darse cuenta las caídas guías del bigote, y escudriñaba el bar: alargado y estrecho como una cocina, las gafas redondas del camarero medio calvo, el sexteto de tipos con pinta de abogado que reían en la barra—. Debo admitir que su trayectoria con los Carabinieri fue impresionante.
—Bueno, me fue bien. Pero esa clase de vida era demasiado para mí, si quiere que le diga la verdad. Me interesaban muchas otras cosas, y resultaba agotador ser bueno en el trabajo.
—¿No he leído en alguna parte que de pequeño fue campeón de ajedrez? —Wickenden no miraba a los ojos cuando hablaba.
Coffin se echó hacia atrás y sonrió.
—Una quimera paterna. Pero sí, algo así. Prefiero vivir en el presente.
Wickenden notó que había incomodado a Coffin.
—Le ha ido muy bien. Viene muy bien recomendado…
—Mis escasos triunfos se debieron a un trabajo de grupo. Pero usted suele trabajar solo, ¿no es así?
—Lo… prefiero. La gente es insoportable.
—L’enfer, c’est les autres. —Harry no sabía lo que significaba. Coffin prosiguió—: ¿Cree que se jubilará pronto? Le falta poco para cumplir la edad, ¿no? Debería contratar un buen viaje y tumbarse al sol.
Harry miró su pinta.
—Los años pasan, sí. Pero no. ¿Qué demonios voy a hacer? Nunca he destacado en nada y nunca lo haré. Seguiré haciendo lo que se me da bien y aportando lo que pueda. Y luego… en fin…
—Comprendo. —Coffin se retrepó en su asiento—. Por eso continúo con lo de las conferencias. No es que paguen mucho, se lo aseguro, pero necesito dar con formas creativas de complementar mis ingresos. Aunque, como usted dice, si uno hace algo bien, es un delito no hacerlo. La mayor parte del tiempo.
—Estaba pensando, esto… Gabriel… la última vez que trabajé con usted… había un ladrón de poca monta, un perfecto inútil, que quería medrar. Me recuerda en cierta medida el caso que tengo entre manos. Me vendría bien… en fin, deje que le cuente… es decir, me preguntaba qué fue de…
Coffin sonrió y sacudió la cabeza.
—Ah, Dunderdorf. Cómo olvidarlo. Es curioso que me lo pregunte. Una buena historia. Ha estado entrando y saliendo de la cárcel, siempre con una condena pequeña… eso ya lo sabe. Sin embargo ahora me temo que estaremos unos cuantos años sin verlo.
—¿Ah, sí? —Harry bebía bajo un bigote espumoso.
—Tiene toda la razón: intentaba mejorar su estatus, un intocable queriendo ser brahmán, y no pudo ser. Pero su última travesura fue increíble. Pretendía dejar su huella en el mundo del arte, y sin duda lo logró, aunque no precisamente como esperaba, creo yo. —Coffin se echó hacia adelante—. Decidió que robar un cuadro o una escultura no tiene nada de glorioso, ya se había hecho antes.
—Y ¿qué hizo?
Coffin sonrió.
—Trató de robar una sala.
—¿Cómo dice?
—Trató robar una sala entera de un tirón. Del Museo de Arte de Filadelfia, en Estados Unidos. Allí hay una estancia traída de una casa de Holanda… siglo XVII, Haarlem, un saloncito estilo Vermeer con sus paneles de taracea originales, la araña, el techo artesonado, los muebles… una cama…, por el amor de Dios… Intentó llevárselo de una vez, sin dejar nada. Aún fue más divertido por el modo en que coordinó sus esfuerzos. Huelga decir que estuvo mal concebido y le salió rana, así que ya puede tacharlo de su lista de sospechosos. Sin embargo, estoy seguro de que nos volverá a sorprender. Espero. Me caía bien.
Por un momento reinó el silencio, roto tan sólo por sorbos intermitentes de cerveza.
—Y bien ¿en qué puedo ayudarlo, Harry?