Capítulo 22

Una nueva mañana entraba por las ventanas, se refractaba y se quebraba en la cálida e inmóvil cama, donde una suave colcha de algodón absorbía el calor. Cuando la luz avanzó hacia la cabecera, las mantas se movieron.

Coffin entreabrió los ojos. La claridad irrumpía por el cristal. Se volvió hacia la derecha y pasó un brazo por encima de ella, tibia y suave como el sol y las mantas. Ella se inclinó sobre él y lo besó.

—Buona giornata, bello.

—Buona giornata a te. Come va?

—Bene con te, tesoro. Dobbiamo andare súbito?

—Non ancora. É meglio dopo. É troppo letto.

Coffin se acercó a sus labios y los separó con los suyos.

—Es como un vis a vis, ¿no?

Daniela rompió a reír.

—Es un vis a vis.

—Todas las ventajas de la vida de casados sin la mugre.

—¿Por qué siempre ha de haber mugre? Es más bien como caminar fatigosamente por el fondo arenoso del mar.

—Te expresas muy bien, Dani.

—He leído lo mío ahí dentro. No había mucho más que hacer mientras esperaba a que me…

—Siempre cumplo lo que prometo. Si alguien juega limpio conmigo nunca rompo una promesa. Y en tu caso en concreto…

Coffin le pasó la mano por el vientre, bajó hasta la cadera y le pellizcó el muslo.

—Pero has estado haciendo ejercicio. Tienes las piernas más duras de lo que recordaba.

Ella lo puso boca arriba con una sonrisa y se subió encima.

—¿Tanto te fías de tu memoria? —Se sentó a horcajadas sobre Coffin.

—Estoy impresionado.

—Tú has echado barriga desde la última vez que te vi.

—Bueno… puede que sí.

—Aun así me gustas.

—Me alegro.

—¿Qué hay para desayunar?

—Ah, así que ahora tengo que hacerte el desayuno. —Coffin la tumbó de espaldas, sus negros rizos formando una cascada sobre la blanca almohada.

Vallombroso se echó a reír.

—Sabes que podría darte una buena paliza.

El beicon chisporroteaba en la sartén junto a dos huevos fritos. Coffin sólo llevaba un albornoz y manejaba la espátula.

—El truco está en el juego de muñeca —afirmó.

—Lo que desayunan los ingleses es asqueroso.

—¿Qué prefieres? ¿Pasta?

—No seas bobo, Gabriel. Aunque sería perfectamente capaz de zampármela.

—¿Cómo te lo hago?

—¿Tú qué crees?

—Me refiero al huevo.

—Da igual. Me gustará de cualquier manera. Todo lo haces bien.

—Ves —repuso Gabriel—, eso mismo pienso yo.

Daniela cogió el periódico de la mesa a la que estaba sentada, en la cocina. Miró por la ventana.

—Hacía un sol radiante hace diez minutos. ¿Qué le pasa a este país?

A lo lejos retumbó un trueno.

—Dime, Dani, ¿jugabas al ajedrez cuando estabas, ya sabes…?

—No, porque sabía que me lo preguntarías y querrías jugar conmigo cuando saliera, y después tendría que aguantarte cuando te ganara. —Soltó una risita y le dio a Coffin con el tenedor.

—Me parece bien —replicó Gabriel—. Estoy bastante oxidado. Ha pasado algún tiempo. Dejé de jugar cuando gané a ese juego informático que me compraste, ése en el que las piezas animadas se pelean.

—Tus padres estarían muy orgullosos.

Coffin clavó la vista en el plato y Daniela le cogió un trozo de beicon. Luego lo miró a los ojos y, acto seguido, se centró nuevamente en el periódico que tenía en las manos.

—Este titular dice que los asesinatos se han reducido en un treinta por ciento este año, pero justo debajo se afirma que han aumentado los tiroteos. Sabes lo que eso significa, ¿no?

—¿Qué?

—Significa que hay los mismos delincuentes pero su puntería ha empeorado.

Apartaron los platos vacíos y sirvieron el café.

—Vuoi ancoro del caffe?

—No, grazie. Abbiamo qualcosa da fare, no?

—Sí. He de hacer unas cuantas llamadas, y luego ¿qué hacemos antes de esta tarde?

—Esto acabará pronto, ¿no? Es decir, vamos por buen camino.

—Te lo prometo. —Coffin se sirvió otra taza de café y puso los pies en la silla que tenía delante.

Vallombroso se levantó.

—Voy a darme una ducha.

Coffin sonrió.

—No te molestes en vestirte después.

Una lluvia tibia azotaba el sucio cristal del bajo de los Wickenden. Por delante pasaban siluetas encogidas, los hombros alzados para parapetarse tras el abrigo, pero no había forma de escapar a la lluvia. La mayoría de la gente se volvía para mirar la cocina color mostaza y veía a Harry comiendo una tostada ennegrecida con mermelada, de esa que tiene trocitos de piel de naranja, envuelto en su viejo albornoz azul celeste, que se negaba a jubilar.

Harry odiaba vivir en los bajos —la «pecera», lo llamaba—, expuesto a las miradas involuntarias, mecánicas de los transeúntes. Se había planteado comprar un cristal de espejo, pero la opción era demasiado drástica y, a todas luces, la forma más lógica de evitarlo era mudarse. Sin embargo Harry, y sobre todo Irma, eran extraordinariamente apáticos, y lo único que podría impulsarlos a cambiar de casa sería que la actual quedara reducida a cenizas. En el caso de Irma la inercia era física, no mental, ya que no se imaginaba yendo hasta la tienda y luego subiendo las escaleras de su casa. Así que el siguiente 18 de febrero haría veintisiete años que los Wickenden vivían en el piso 1.º A del número 82 de Ferraby Rows. Entre tanto no se le había pasado por la cabeza poner cortinas, aunque tal vez se le hubiese ocurrido de haberse parado a pensarlo.

Harry miró la tostada y luego la ventana. Un chaval flaco y empapado de unos diez años lo observaba, la cabeza tapada con un jersey de algodón rojo casi translúcido. «Quizá debiera tintar las ventanas», pensó Harry, a sabiendas de que no estaba dispuesto a hacer nada.

Irma se comía su segundo plato de huevos fritos con beicon y tomate. Sus pequeños ojos brillaban bajo un flequillo gris, pasado de moda hacía varias décadas, y atrapaban y refractaban la luz de los fluorescentes del techo, que rebotaba en la vajilla. Mientras, la mirada de Harry, suspendida pesadamente en su rostro, permanecía fija en cómo su esposa, minuciosamente, iba cortando en trocitos la comida antes de llevársela a la boca, un acto que lo irritaba a diario y que ni una sola vez en treinta y dos años le había comentado con mayor elocuencia que un revolver de ojos en el que Irma nunca había reparado.

Sin levantar la vista del plato, ésta le dijo:

—¿Por qué no le das una oportunidad a la medicina? —Silencio—. El doctor Wild opina que tal vez pudiesen ayudarte. —Silencio—. No está de más.

—Puede.

—En fin…

—No necesito…

—Pues claro que no, pero…

—No quiero…

—Lo sé, cariño.

Durante los siete minutos y medio que siguieron Harry estuvo mirando los movimientos de su esposa sin verlos.

Luego sonó el teléfono.

Wickenden lo cogió a la tercera, como de costumbre.

—Sí. Soy yo. Venga, me está tomando el pelo. Maldita sea. Voy ahora mismo.

Wickenden subió la escalinata de la National Gallery of Modern Art. El sol brillaba de un modo inusitado, arrancando un resplandor cegador a la avalancha de escalones de mármol blanco. Lo recibió Elizabeth van der Mier.

—Maldita sea, ¿puede creerlo?

Wickenden alzó la mirada, deslumbrado. Van der Mier estaba envuelta en un halo luminoso, como un nimbo.

—Lo creo —repuso Harry. Entraron en el museo.

—Mi abuela me enseñó la palabra perfecta para esto: chutzpah.

—No sé lo que significa, pero sé lo que quiere decir —aseguró el inspector mientras trataba de seguir a la zancuda Van der Mier—. No niego que no se me pasara por la cabeza. Esto significa que puede que no lo robaran por encargo, lo cual complica mucho más mi labor.

—Porque elimina…

—… elimina el móvil de la elección del objeto robado. Cualquiera pudo enterarse de la compra y saber que el Malimich se encontraba en Conservación, dado que usted tuvo la amabilidad de comunicarlo en la rueda de prensa…

—… deme un respiro, inspector, yo…

—… y eso reduciría las posibilidades de dar con un perfil en el que encaje el delincuente.

Echaron a andar por un pasillo reluciente y se metieron en el ascensor.

—Y bien —continuó Wickenden—, ¿cuánto han pedido?

—Seis millones trescientas.

—No es ninguna coincidencia.

—Lo sé.

—La cosa no pinta bien.

—Lo sé. —Van der Mier daba golpecitos con el pie mientras el ascensor subía. Wickenden reparó en las luces y en que el ascensor se movía: la electricidad había vuelto.

—También sugiere —prosiguió con su habitual tono monótono— que el delito no fue por encargo, quizá lo perpetraran ladrones profesionales, pero no ladrones expertos en arte. Probablemente formaran parte de una banda organizada mayor. Ahora que lo pienso, es la peor cantidad que podían pedir, desde mi punto de vista. Ello indica que… no, sugiere que no tienen ni idea del valor real de la pieza, así que piden lo que usted pagó por él, una cifra que la prensa ha pregonado.

—El robo fue demasiado profesional para unos aficionados, se lo aseguro, inspector. —El ascensor llegó a su destino y entraron en el despacho de Van der Mier.

—Cierto. —Wickenden se sentó—. Pero los ladrones expertos en arte no roban para pedir un rescate. Es peligroso, incierto. No hay garantía alguna de que vaya a pagarse el dinero, y en ese caso se han arriesgado por nada y se ven con un cuadro que no quieren. Y cualquier idiota con un pie en el mercado negro sabe que no se puede trapichear con arte robado llamativo. No, tienen que ser ladrones profesionales, pero que no están relacionados con el mundo del arte. Los debió de contratar alguien que sabía lo que hacía, pero la venta fracasó. Eso es lo más plausible ahora mismo. Uno no roba para pedir un rescate. El plan A les salió mal, y el rescate es el plan B. El rescate da al traste con la diversión.

—Lamento arruinarle la diversión, pero, sinceramente, me importa una mierda. ¿Qué voy a decirles a los miembros del consejo? ¿Qué hacen ustedes cuando se pide un rescate? ¿Responden o qué? —Van der Mier se sentó tras la mesa para, en su desconcierto, dar impresión de autoridad.

—Podemos pedir más personal a la comisaría, pero la pregunta más adecuada es: ¿quiere pagar?

—Por supuesto que no.

—Es decir, dada la situación…

—No es mi dinero. Habré de plantearlo al consejo de administración. Puedo convocar una reunión extraordinaria, si cree que debemos tener en cuenta…

—… tenga en cuenta todas las opciones, señora Van der Pfaff. Si no hace el menor caso, los ladrones se quedarán con el cuadro y se desharán de él. Yo diría que lo de que van a destruirlo es un farol. Destruirlo no beneficia a nadie: el objeto de valor desaparece, y no puede delatar a uno, como podría hacerlo la víctima de un secuestro. Quieren quitarse la pieza de encima, y ésta puede volver a usted o esfumarse. Si responde y se ofrece a pagar, probablemente recupere el cuadro. Mis jefes no quieren que lo diga, pero estoy siendo sincero con usted. Probablemente…

—¿Probablemente?

—Tenga en cuenta que los ladrones sólo pueden deshacerse de él devolviéndoselo a usted a cambio de un rescate o colgarlo en el salón. Quieren quitarse la pieza de encima, como le he dicho. Es una patata caliente. El robo estuvo bien pensado, pero un rescate, por naturaleza, no lo está. No nos movemos en el mundo del arte, o los ladrones habrían tenido más juicio. O fracasó algo bien planeado. A los ladrones por encargo sólo les mueve el dinero. —Wickenden hizo una pausa—. ¿Podría reunir el dinero?

—No lo sé. El museo no lo puede gastar después de la compra en la subasta. Dependeríamos de fondos privados. Puede que el consejo se vea obligado a hacerlo, para guardar las apariencias. Le agradezco que esté manteniendo esto al margen de la opinión pública…

—… hacemos lo que podemos, por ahora. Aunque el chismorreo es una barca llena de agujeros.

—Ya, bueno…

—Disculpe… ¿le importaría darme algo de beber?

Van der Mier pareció sorprendida.

—Ah, esto… claro. ¿Qué le apetece?

—¿Tiene té verde?

—¿Cómo dice?

—Té verde. Es bueno para la circulación y estimula el cerebro. Es verde.

—Ah, muy bien. Esto… —Pulsó el intercomunicador que había en la mesa—. Sarah, ¿podrías traerme un té verde para el inspector Wickenden? Gracias.

Permanecieron callados.

—¿Qué le pareció?

—¿Disculpe?

—La petición de rescate. ¿Qué le pareció?

—La llamada entró poco después de que llegara al despacho esta mañana. Aquí no hay identificador de llamadas. Sarah me la pasó. La voz parecía de hombre, pero era muy baja…

—Un simulador de voz.

De pronto Van der Mier se puso pálida.

—Esto es real, ¿no? Quiero decir, antes era como una pesadilla, como un estado de flotación. Pero esto es real, es como en las películas.

—Me temo que sí. ¿Qué dijo?

—Que dejara la luz encendida en el despacho mañana por la noche si quería el cuadro de vuelta y que él se pondría en contacto conmigo. Eso fue todo. No habló más de un minuto.

—¿Está segura de que iba en serio?

—¿Se refiere a si no sería un chiflado? No lo sabe bastante gente, espero, para llegar a esos extremos.

—Si quisiera ganar tiempo para reunir el dinero podríamos pedir una prueba de que el cuadro está en su poder —propuso Wickenden.

—Sí, pero ¿cómo me pongo en contacto con él?

—Le seré sincero, señora: investigar se me da bien, pero los extorsionadores no son lo mío. Me he topado con esto en dos ocasiones, y la más reciente llamamos a alguien que sabe mucho más que yo.

Van der Mier iba arriba y abajo.

—No inspira usted mucha confianza, inspector.

—Sólo quiero ser franco con usted, señora.

—Me pregunto… —Van der Mier se situó tras su mesa y se puso a hojear tarjeteros que se abrían formando extraños ángulos en su escritorio de cristal y líneas rectas. Miró a Wickenden, que toqueteaba algo en el bolsillo y tenía la vista clavada en el suelo—. ¿Conoce a la directora del Museo de Arte Británico de Yale, inspector? ¿No? Es una amiga mía del colegio y hemos seguido en contacto porque ambas trabajamos en el mundo del arte, ¿sabe? En fin, hace unos años les desapareció un cuadro…

Wickenden aguzó el oído.

—No sabía…

—Ahí está, inspector: no querían que se filtrara la noticia, ni siquiera a la policía. Alguien intentó pedir un rescate por un Joshua Reynolds. El cuadro estaba asegurado, y en el caso trabajó un investigador de seguros muy bueno que consiguió recuperarlo. La noticia nunca se supo, las apariencias se cubrieron, ya sabe. Me pregunto si podríamos llamar a ese tipo…

—Scotland Yard le facilitará todo…

—No es nada personal, inspector. Se trata de buscar una salida antes de que nos salpique la mierda, si me disculpa la expresión. Le agradezco su sinceridad en cuanto a sus puntos fuertes y débiles. Hay que ser fuerte para pedir ayuda. Aquí está…

Van der Mier le tendió una tarjeta de visita color marfil, y Wickenden la tomó como si fuera un metal precioso. Miró el nombre de la tarjeta, y Van der Mier creyó ver un aleteo en la guía del bigote. Pero quizá no fuera nada.

—Escuche, acataré lo que usted me sugiera, inspector, pero no quiero que esto trascienda, si es posible evitarlo, todo se ha llevado con gran discreción, y si podemos seguir así, todos estaríamos agradecidos. Una tragedia privada es una cosa, pero si es pública es mucho peor.

Wickenden aún miraba el nombre de la tarjeta.

Gabriel Coffin y Daniela Vallombroso se estaban terminando su británico bizcocho con crema de caramelo en el restaurante Rules cuando a Coffin le empezó a vibrar el pantalón.

—Daniela… —Le dio un puntapié por debajo de la mesa.

—Ma, cosa?

—Uy —dijo—, scusa. —Metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil—. ¿? Esto ¿diga? Ah, Ha… Harry, hace siglos…

Daniela echó un vistazo a la habitación: un horror vacui. No había un solo espacio libre. Cada centímetro de la amarillenta pared estaba cubierto con un cuadro, una acuarela, una cabeza de animal disecada, una caricatura de la revista Vanity Fair, una planta, una cita o cualquier otro vertiginoso exceso Victoriano. Camareros con camisa blanca y chaleco negro daban vueltas, la bandeja sostenida con precario equilibrio y suma precisión. Un jefe de sala supervisaba la escena y captaba cualquier detalle que se le pasara por alto al personal: un tenedor en el suelo, un vaso con poca agua, una nueva comanda, dónde está el aseo, un coñac, por favor. La actividad era fascinante, y sin embargo hacía pensar ver cómo se desarrollaba alrededor de uno, en esa benévola envoltura protectora que se crea en los grandes restaurantes. Por muchos comensales que haya, a uno le hacen sentir que es el único importante. Y había pocos restaurantes mejores que Rules, el más antiguo de Londres.

—… no lo sabía. Lo cierto es que acabo de llegar a Londres, pero es increíble. Tanto más si ha sido capaz de mantenerlo alejado de los medios de comunicación. Naturalmente es comprensible, pero resulta más fácil decirlo que hacerlo. No, llevo algún tiempo fuera de la profesión. Los años, supongo. No, nunca he pensado que usted fuera a dejarlo. Estoy en Londres para dar una conferencia. Sí, esta tarde. En el Instituto Courtauld. Es lo que me mantiene alejado de las calles, todavía. Y también es una especie de vacaciones. Siempre que vengo acabo en mis lugares preferidos. Ahora mismo estoy en Rules. Sí, ¿ha oído…? Ah, pues tiene que venir. ¿En serio? Bueno, supongo que… Sí, creo que estaría bien. ¿Por qué no…? Escuche, ¿puede reunirse conmigo después de la conferencia? Podemos ir a alguna parte a charlar tranquilamente. Muy bien. De cinco a seis, entonces… ¿Eh? Sería… estupendo. Hasta luego pues.

Coffin cerró el móvil y se quedó un instante mirando con fijeza la cabeza disecada de un antílope que sonreía en la pared.

Daniela se echó hacia delante.

—Allora…

—No te lo vas a creer…